Los inicios en Hollywood de Billy Wilder

El joven Billy WilderLos títulos más emblemáticos de Billy Wilder  fueron construyendo una «marca» cinéfila que el tiempo ha extendido sobre el cineasta como si todas sus películas respondieran a unas mismas características: una mirada «corrosiva» sobre el mundo que exhibe una visión desengañada del ser humano con profundo sentido del humor, hasta llegar a la carcajada si el vehículo escogido para plasmarlo es la comedia o congelándola en el rostro si lo hace a través del (melo)drama, y que se expresa fundamentalmente a través de unos diálogos tan ingeniosos como vitriólicos. No cabe duda de que esto es cierto, pero también que no explica del todo a Wilder y que, en especial, enmascara dos de las mejores cualidades de su obra. La primera, que esa mirada desengañada, siendo cierta, muchas veces fue templada por una indudable debilidad por el romanticismo (como sucede, por ejemplo, en las que tal vez sean sus dos mejores películas, El apartamento, de 1960, y La vida privada de Sherlock Holmes, de 1970). La segunda, una indiscutible versatilidad: Wilder no solo dirigió comedias o melodramas más o menos negros, sino que abordó una pluralidad de géneros y desde diversos puntos de vista. No hay nada como dedicar una breve atención a sus inicios en Hollywood para confirmarlo. Sus cuatro primeras películas son una comedia de equívocos, El mayor y la menor (1942); un film bélico con estructura de thriller de suspense, Cinco tumbas al Cairo (1943); un noir prototípico, Perdición (1944); y un drama construido en torno a un tema entonces considerado muy sórdido, el alcoholismo, Días sin huella (1945). El triunfo de esta última en los Oscars de su temporada, que le valió sendas estatuillas al mejor guión y a la mejor dirección (hito que repetiría con El apartamento), marca la primera bisagra en su carrera, dando al cineasta la ocasión de detenerse un momento y, tal vez, pensar en empezar a «ser Billy Wilder».

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Los libros de Sandokán (III)

Las claves del ciclo             Los libros  I      II     III

Cuantos tigres no atacaron a Sandokan y Yanez...

El desquite de Sandokán (1907)

Se trata de la primera novela publicada por Salgari directamente en formato de libro, a cargo del nuevo editor Bemporad de Florencia, tras haber roto el escritor con el genovés Donath, que había sacado a la luz todos los anteriores. Por otra parte, informa Fernando Coun en su ya señalada página web sobre el ciclo que, según los especialistas, estamos ante la última historia del ciclo que puede ser atribuida por entero y sin ninguna duda al escritor veronés.

Como indicaba el final de A la conquista de un imperio, la trama gira de nuevo sobre la recuperación de un reino, solo que en este caso es el del mismo Sandokán. Es curioso que, después de tantísimos años lejos de él y con la sangre de los suyos clamando por la venganza, el Tigre de Malasia tarde tanto en fijar su mirada sobre la corona perdida en su juventud, pero Salgari no dedica ni un renglón a justificarlo, ni falta que hace. La constante invocación de Sandokán al edén perdido, a los familiares asesinados, basta para recuperar ese tono de terribilità que no falta en los mejores integrantes del ciclo. Seguir leyendo

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Tommy y Tuppence Beresford, matrimonio de sabuesos

Reivindicación de Agatha Christie

James Warwick y Francesca Annis, Tommy y Tuppence en la serie televisivaLos dos personajes más famosos de Agatha Christie son, como es notorio, el detective Hércules Poirot y la anciana solterona miss Marple. No fueron, sin embargo, los únicos a los que la autora hizo comparecer en más de un libro con la esperanza de encontrar otro cult character con el que enganchar al lector. El intento más consistente lo constituye una pareja nacida en la segunda novela de la escritora, la formada por Tommy y Tuppence Beresford, por la que es posible que acabara sintiendo un cariño muy especial pues los cinco libros que les dedicó los fue espaciando a lo largo de toda su vida (desde 1929 a 1973), dejando madurar y envejecer a sus personajes desde la briosa juventud que restalla en esa aventura inicial hasta el registro de su ancianidad en la última de sus peripecias. Los títulos son El adversario secreto (1922), publicada en España más bien como El misterioso señor Brown, una colección de relatos titulada Matrimonio de sabuesos (1929) y otras tres novelas, El misterio de Sans Souci (1941), El cuadro (1968) y La puerta del destino (1973). En ellos, al par que se iba produciendo la evolución de la pareja, también puede advertirse la de la misma escritora. Los dos primeros poseen una encantadora ligereza british, impregnada de un sentido del humor distendido que luego la autora iría abandonando, en parte por el escepticismo acerca de la condición humana que la iría dominando y en parte por el definitivo estancamiento en una fórmula narrativa a la que ya sería fiel el resto de su carrera. En concreto, las dos últimas novelas figuran entre lo mejor de su producción, sobre todo por tratarse de intrigas criminales sin crimen en un primer plano. El cuadro es una de las primeras novelas de la autora que me leí, siendo todavía un niño, y nunca he podido olvidar la atmósfera de malignidad que percibí en sus páginas, tanto más inquietantes cuando que, como he señalado, por más que iba adentrándome en ellas, no aparecía el esperable asesinato.

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Los libros de Sandokán (II)

Las claves del ciclo              Los libros  I    II    III

Kabir Bedi, todavia recordado como SandokanDespués de la primera publicación, en 1892, por entregas, de Los piratas de Malasia, la tercera novela del ciclo y la que verdaderamente funda el ciclo indo-malayo al unir dos historias independientes, Salgari se tomó un descanso de doce años con sus personajes, si bien en el intervalo las tres aventuras irían apareciendo en el formato de libro (con diversas reformas, como ya he indicado). Finalmente, en 1904 lo retoma con el cuarto capítulo, Los dos tigres, y a partir de entonces el resto de entregas se irán acumulando con rapidez. Hay que tener en cuenta que, en torno a estos años, el trabajo de Salgari se hace más compulsivo debido a los gastos que provoca la inestabilidad mental de su esposa, Ida Peruzzi, a quien acabó teniendo que internar en un manicomio en 1910. Por increíble que parezca, y según la bibliografía aparecida en la edición de El Corsario Negro, en la inolvidable colección Tus Libros de Anaya, en ese 1904 publicó ¡19 libros!, y ello sin contar cuentos, artículos y entregas varias. Desde luego, pensar que el escritor revisara sus escritos es pura fantasía, y esto explica el cúmulo de reiteraciones, acumulaciones e incluso olvidos que se encuentran en tantos de sus libros, por ejemplo en el resto del ciclo. Ahora bien, todavía quedaban por contar muchas magníficas historias de Sandokán, por mucho que la originalidad se irá perdiendo poco a poco, hasta el punto de que las últimas son meras variantes entre sí. Sin embargo, los tres libros de que voy a tratar en esta entrega de mi artículo todavía resultan relativamente frescos, en especial el quinto de la saga, El Rey del Mar, al que seguiría uno más, A la conquista de un imperio, cuyo motor argumental (la recuperación de un reino) lo retomaría el escritor una y otra vez para el resto de títulos del ciclo. Seguir leyendo

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El moderno Prometeo: Frankenstein en la Hammer (II)

La novela          Frankenstein-Karloff          Frankenstein-Hammer I     II

Cartel de Frankenstein created womanEn general, los incondicionales del ciclo concuerdan en que el título más singular, más apasionantemente diferente de los demás, es el cuarto capítulo, que recibió el llamativo título de Frankenstein Created Woman (1966), el cual, intencionadamente o no, recuerda el de la famosa película que lanzó a Brigitte Bardot a la fama, Y Dios creó la mujer (1955). En su momento fracasó comercialmente, y no llegó a estrenarse en España. Terence Fisher volvió a ocuparse de la dirección, después de su sustitución por Freddie Francis en el tercer capítulo, y el guion volvió a escribirlo John Elder (o sea, el productor Anthony Hinds). Cabe hablar en primer lugar de esas singularidades que distinguen el film. Y la primera es que, en este caso, no hay monstruo puesto que la Criatura es una bellísima mujer (encarnada por Susan Denberg, contratada ante todo por el reportaje sexy que había protagonizado en la revista Play Boy: un reclamo comercial, pues). La segunda, que su creación no responde al modelo canónico de ensamblaje de piezas procedentes de distintos cadáveres. En este caso, el objeto de estudio de Frankenstein es la transmigración de almas, como indica la primera y magnífica escena en que el barón aparece, regresando a la vida tras haber permanecido una hora entera en estado de congelación en una cámara frigorífica. Es decir, ha estado muerto ese periodo de tiempo y sin embargo su alma perduró durante todo ese intervalo. Por cierto que la sugerencia de la escena radica en que el recipiente en que yace Peter Cushing es una caja rectangular que recuerda claramente a un ataúd, y el modo en que resucita recuerda, inevitablemente, el despertar de un vampiro, encarnado además por el cazador de vampiros por excelencia de la Hammer. Una idea genial, bien representativa del conjunto de magníficos elementos que encierra la película.

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El moderno Prometeo: Frankenstein en la Hammer (I)

La novela           Frankenstein-Karloff             Frankenstein-Hammer I   II

Peter Cushing, incomparable baron Victor FrankensteinMedio siglo después de que Universal estrenara el celéberrimo film El doctor Frankenstein (1931), de James Whale, que crearía la todavía hoy más poderosa imagen del mito creado por Mary Shelley, y más de una década después de que el mismo estudio cerrara su ciclo de monstruos por puro agotamiento, una modesta productora británica llamada Hammer Films tomó el relevo en la renovación del género de terror gótico, mediante una reformulación completa que hace que hoy sean perfectamente diferenciables ambos acercamientos, amén de que una característica nada secundaria los distinga a la primera: el americano es en blanco y negro; el inglés, en color. La Hammer había tanteado ya el cine fantástico a través de la ciencia-ficción, pero habría de encontrar su lugar en el sol (artístico y comercial) cuando sus rectores decidieron realizar una nueva versión de la novela original, con el nombre de La maldición de Frankenstein (1957). El éxito animaría al estudio inglés a revisar de modo contundente todos los demás mitos clásicos: el conde Drácula, la momia, el hombre lobo, el doctor Jekyll y Mr. Hyde, el fantasma de la ópera o los zombis. Como había hecho antes la Universal, la buena acogida de las primeras propuestas llevó a la Hammer a plantear varias series en torno a sus personajes más populares, ante todo Frankenstein y Drácula, para lo que contaría también con una pareja de actores icónicos, los inmortales Peter Cushing y Christopher Lee. De los siete films que integran el ciclo, los cinco mejores componen el que yo considero el más grande ciclo terrorífico de todos los tiempos, tanto por su calidad como por la coherencia con que desarrolló el personaje presentado en el primero de aquellos (el cual, como ahora explicaré, ya suponía una variante muy sugerente sobre el creado por la autora original). Y en buena media esta fuerza se explica por el hombre que dirigió esos cinco films, Terence Fisher, uno de los más grandes directores que haya dado nunca el género.

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En Café Montaigne: Vencedores o vencidos

Vencedores o vencidos, o El juicio de Nuremberg

En Café Montaigne: Vencedores o vencidos

Publico en la excelente revista digital Café Montaigne un artículo sobre una película que siempre me ha atraído mucho, en mi doble condición de cinéfilo y de amante de la Historia. Se trata de Vencedores o vencidos, la recreación que de los juicios de Nuremberg llevó a cabo el cineasta estadounidense Stanley Kramer en 1961. Kramer, uno de los nombres notorios de la corriente liberal de Hollywood, primero como productor —por ejemplo, Solo ante el peligro (1952) es una de sus producciones— y luego como director, si bien siempre con control ejecutivo sobre sus proyectos. Kramer adaptaba al cine uno de los admirables dramáticos de la televisión americana de los años 50, tantos de los cuales se vertieron también al cine con excelentes resultados (mi favorito siempre será el inolvidable y subvalorado Doce hombres sin piedad, de 1957), para lo cual contrató a su mismo autor, Abby Mann. El interés de su acercamiento a este famoso proceso es que no se centró en el más famoso de los juicios, el de los jerarcas supervivientes del nazismo, sino que eligió hacerlo sobre los altos funcionarios del estado que, aun habiendo comenzado sus carreras antes del advenimiento de Hitler, y ostentando un prestigio notable, se plegaron a las exigencias del régimen. Para mayor interés, se trata de un juicio contra los jueces, de ahí la sustanciosa entraña del planteamiento. Eso sí, Kramer era un hombre bien asentado en Hollywood y tenía claro que la mejor manera de interesar sobre tan encomiable propuesto era aliñando el producto con los ingredientes que llevan a los espectadores al cine: un reparto de estrellas. Y qué reparto. El cartel anunciador ya muestra que estamos ante una reunión irrepetible: Tracy, Widmark, Lancaster, Garland, Clift, Dietrich… De ellos, aun magníficos todos, siempre he estimado particularmente la genial performance de Burt Lancaster, que no mueve un músculo en toda la película (no lo necesita) hasta su inolvidable declaración final. Irónicamente, eso sí, quien ganó el Oscar al Mejor Actor fue el único desconocido de todos ellos, el austriaco Maximilian Schell. Vencedores o vencidos no es un film plenamente conseguido, más que nada por las limitaciones como realizador de Kramer, pero aun así un magnífico ejemplo de cómo Hollywood conseguía con facilidad algo que hace tiempo que parece haber olvidado: unir espectáculo con trascendencia reflexiva. Y al servicio de la causa más noble: la denuncia de quienes son los partícipes necesarios en los desmanes de un tirano. Un tema que siempre permanece vigente, y a la vista hoy mismo lo tenemos.

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Los libros de Sandokán (I)

Las claves del ciclo            Los libros I    II    III

Kabir Bedi, el Sandokan de nuestra infanciaOnce libros componen la saga de Sandokán que podemos atribuir a su creador, Emilio Salgari. El escritor veronés la hizo nacer en 1883, en las páginas de una publicación de su ciudad natal, y a su muerte, por suicidio, en 1911 dejó algunas de sus aventuras por salir a la luz, apareciendo la última entrega dos años después. Un cuarto de siglo, en más o menos, abarca su saga y ese mismo espacio de años, con cierta imprecisión cronológica muy propia de Salgari, también es el espacio temporal que abarcan las andanzas del Tigre de la Malasia y sus amigos. Sus personajes centrales son cuatro: el protagonista, Sandokán; su hermano del alma, el portugués Yáñez de Gomera; y los dos indios que un día van a parar a los mares de Malasia y se ganarán su amistad inquebrantable: Tremal-Naik, el cazador de la Jungla Negra, y su fiel sirviente Kammamuri. En los once libros dio tiempo a incorporar varios personajes secundarios, pero ninguno alcanza la entidad de los anteriores. Mariana Guillonk y Ada Corishant, las dos mujeres a las que aman respectivamente Sandokán y Tremal-Naik (cuyas pasiones constituyen el motor inicial de la saga) desaparecerán pronto, dejando en el segundo caso a una hija, Danma, que no volvería al ciclo una vez felizmente casada. Yáñez se enamoraría (mas sin la pasión de los dos primeros) de una joven india, Surama, que acabaría permitiéndole su ascenso a maharajá. En cuanto a otros personajes secundarios, Salgari siempre situó al lado de sus jefes al enorme Sambigliong, y entre sus enemigos, el más recordado tal vez fuera el líder de los thugs, el siniestro Suyodhana. Mas nadie se engañe: da igual junto a quién luchen o a quién se enfrenten, son los cuatro primeros quienes ocupan siempre el centro de la aventura, sin necesidad de la menor evolución psicológica, y casi ni siquiera cronológica, pues por más años que pasen por ellos, siempre mantendrán el mismo vigor y la misma intrepidez.

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El manantial o el camino hacia el Absoluto

Cartel americano de El manantial, de King VidorEn esas ocasiones en que alguien me pregunta cuál es la mejor película de la historia del cine, y yo hago como que creo que pueda haber respuesta a esa cuestión, no vacilo en señalar que se trata de El manantial (1949). No sé si lo es, aclaro, pero no hay película que me provoque tanto cada vez que la veo. Es una película que no se deja ver en paz; que solo admite contemplarla en estado de enervación. En teoría, y utilizando como elemento conductor el enfrentamiento de un arquitecto que proclama orgulloso su independencia artística frente a las convenciones estéticas de su época, efectúa una apología de la libertad personal de modo tan extremo que la orgullosa independencia de su personaje central acaba lindando con la pura egolatría. A poco que se reflexione, su argumento, el dibujo de los personajes y el desarrollo de la acción están construidos sobre un cúmulo tal de inverosimilitudes que lo normal es que hubieran conducido a la película al terreno del puro ridículo. El triunfo del film radica en que en ningún momento pretende jugar sus cartas en el terreno del realismo, sino en el de la pura abstracción. Por mucho que su protagonista lo proclame una y otra vez, El manantial no trata de la libertad en términos concretos sino de la búsqueda del Absoluto. Y esa búsqueda no la hace el personaje central (él es asumidamente absoluto) sino quienes lo rodean, los únicos tres seres capaces de medirse con él: la mujer que lo ama, el hombre que intenta ser su amigo y el antagonista que intenta destruirlo porque lo sabe incorruptible. Y esa forma de asumir en imágenes esa búsqueda sin caer en lo ridículo, de conseguir esa abstracción sin incurrir en la trivialidad de lo concreto, requería de una capacidad narrativa a la altura de tan ambiciosa intención: requería de unos creadores capaces de tensar hasta el límite las posibilidades del relato mediante un sentido genial de la síntesis y de la expresión del máximo de sugerencias emocionales y soluciones narrativas en el mínimo espacio.

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Sandokán, luz del sol que la fuerza me da

Las claves            Las novelas

Hay una expresión que siempre me ha parecido un estereotipo difícil de justificar: la del escritor de raza. Sin embargo, no sé por qué, sale sola de mi pluma (bueno, de mi teclado) cuando comienzo a escribir sobre Emilio Salgari. Y es que no cabe duda: se trata de un autor que escribía de manera atropellada, que es dudoso que alguna vez revisara lo que escribía, por lo que su historias carecen de estructura, de tal modo que acaban haciéndose repetitivas, sin un desarrollo modulado y que para colmo las concluye del modo más abrupto y casi inesperado, como si de pronto advirtiera que el límite de páginas que tenía establecido por libro está a punto de ser rebasado. Ahora bien, como decía bien Alfredo Lara en un artículo dedicado a las películas inspiradas por el veronés1: «imaginaba en su fantasía desmesurada las historias que uno quiere oír, leer, conocer». Empezar un libro de Salgari (vale casi cualquiera) es precipitarse de pronto en un espacio lejano y exótico que, sin embargo, a la segunda página ya nos resulta el lugar más familiar del mundo, y asistir a una peripecia trepidante a más no poder en la que se nos lleva de la mano sin que nos detengamos mucho a pensar qué diablos está pasando. Narración en estado puro, la propia, retorno ahora a mi afirmación, de un hombre que vivía para escribir tanto como escribía para vivir, que rellenó miles de páginas y publicó e inspiró una cantidad tan colosal de libros que todavía hoy resulta difícil distinguir los originales suyos de los apócrifos. Y no se me ocurre mejor ejemplo para penetrar en su sugestivo mundo literario que el ciclo aventurero que dedicó al más famoso personaje surgido de su imaginación: Sandokán, el Tigre de la Malasia.

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WandaVisión, una sitcom de superhéroes

Otro poster interesante de WandaVisiónSeis películas entre las quince más taquilleras de todos los tiempos (a fecha de marzo de este año de 2022) —la primera de las cuales, y segunda en el ránking, Los Vengadores: Endgame (2019), solo ha sido desbancada de la cima por los reestrenos de la actual líder, Avatar (2009)—, dan fe de la increíble respuesta comercial que ha obtenido Marvel Studios desde que, en 2008, decidiera hacerse cargo personalmente del trasvase a la pantalla de sus personajes de papel. Es más, si en un principio la prudente apuesta consistió en poco más de un film por año, ahora mismo son varios los que se estrenan en cada temporada, creando una espesa red de interrelaciones entre todas las películas, de modo equivalente al universo marvelita de papel. Ahora bien, son quince años de Universo Cinematográfico Marvel frente a casi seis décadas de historia de los cómics. El apresuramiento con que se están vertiendo la mayor parte de sus personajes al cine está generando una hipertrofia que, aunque de momento parece eludir el riesgo de la saturación, sí provoca una inevitable pérdida de peso dramático de algunos de los más populares. El caso más emblemático era el de la Bruja Escarlata y la Visión, dos de los más carismáticos miembros de los Vengadores, cuya sugerente historia (por separado y en común: constituyen una de las parejas de Marvel por excelencia) había sido del todo desaprovechada en los films donde habían aparecido. Ahora, la apertura de Marvel Studios a la televisión ha tenido, cuando menos, una consecuencia positiva: una serie dedicada en exclusiva a ellos, WandaVisión —prefiero el nombre original al anodino rebautizo español: Bruja Escarlata y Visión— que no solo corrige esta laguna sino que posee un notable interés e incluso resulta una propuesta de considerable originalidad, por el inesperado juego referencial que realiza sobre la trayectoria de uno de los géneros televisivos más populares del medio, la comedia de situación o sitcom.

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La vulnerabilidad de Ethan Hawke

La mirada de Ethan Hawke en GattacaFue en Gattaca cuando cambió mi opinión sobre Ethan Hawke. Yo no lo aguantaba. Me parecía un miembro especialmente cargante de esa nueva generación de actores que, convirtiendo su juventud en un valor, quería proclamar su sensibilidad en cada fotograma, por mucho que fuera antes una pose que una cualidad genuina. Winona Ryder, Johnny Depp, Christian Slater, Matt Dillon o Robert Downey Jr: cada uno añadirá otros nombres. Unos mejoraron, otros ascendieron profesionalmente sin mejorar y otros se estancaron para siempre. Hawke mejoró, y hasta qué punto. Y sucedió, lo repito, a la altura de Gattaca. Su pose de chico sensible seguía estando allí, de modo indiscutible. Pero de pronto advertí que había algo más: su personaje transmitía un aire de tristeza irreprimible a la vez que de rabia contenida ante un mundo que ha convertido en privilegio una circunstancia que no debería ser mérito. Si los actores de su generación basaron su primer impacto en saberse jóvenes y guapos, los habitantes de esa sociedad del futuro que registra el film se clasifican según la perfección genética que han grabado en ellos en el momento de su concepción. Pero su personaje, Vincent, nació al viejo estilo y eso le aleja de la élite: y quien no pertenece a ella no puede soñar, como él, con viajar a las estrellas. ¿O sí? La fuerza interior de Vincent, el «no válido», lo empuja a arrostrar el riesgo de ser descubierto, suplantando a Jerome, un elegido que, por un accidente, se ha convertido en inválido de verdad. Pero debe estar siempre alerta. Si el mundo de Gattaca se caracteriza por la falta de énfasis —pues no hay nada que objetar ante una clasificación basada en una cuestión que nadie puede cambiar—, el hombre que transgrede ese código no puede traicionarse nunca: la circunspección, el control de sí mismo, debe ser su norma. ¿Cómo expresar la angustia y la rebelión, sin caer en el subrayado gestual? Con los recursos que hacen grande a un actor: con la mirada y el movimiento. En Gattaca, Hawke descubrió cómo transmitir de verdad esa fragilidad del ser humano y ya no la perdió jamás. Desde ese momento, en los mejores papeles de una carrera amplia pero no espectacular, con películas sólidas pero no llamativas, el joven actor que poco a poco dejó de ser joven ha desplegado una galería de personajes que, gentiles o sombríos, luchadores o derrotados, no dejan de mirar a su alrededor (de mirarnos a los espectadores) preguntándose por qué el ser humano es la criatura más vulnerable sobre la tierra. Y poco más como él han sabido transmitirlo mejor.

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Los superhéroes, la mitología del siglo XX

Este artículo, ahora revisado, fue publicado en primer lugar en la revista digital Homonosapiens.

Algunos de los mas famosos heroes de DC Comics

El psicoanálisis lo vio con claridad: los mitos son la voz de nuestros miedos ocultos, bajo la máscara del relato que se transmite de generación en generación. En unas épocas, la mitología fue creencia; en otras, narración. Constituyen una forma de explicar el mundo y explicarnos a nosotros mismos, de traducir anhelos y cosmovisiones, de expresar la incertidumbre del ser humano en medio de un universo siempre demasiado complejo. Como hombre formado en una tradición donde la cultura clásica se consideraba todavía esencial, Freud sintió especial predilección por los mitos griegos y los convirtió directamente en una superestructura simbólica con que categorizar las turbulencias interiores del hombre. Quién iba a decirle que unos personajes que vieron la luz poco antes de su muerte acabarían convirtiéndose en el equivalente de estos mitos para el hombre del siglo XX y más allá: los superhéroes.

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La teoría de la incomunicación según Stanislaw Lem

Trabajo y soledad, una imagen simbolica de Stanislaw Lem

El tema recurrente y obsesivo de la obra de ciencia ficción de Stanislaw Lem fue el contacto con otras civilizaciones extraterrestres, bajo el cual, en realidad, el autor realizó varias aproximaciones a una de sus pesimistas conclusiones antropológicas: la imposibilidad de la comunicación, no ya entre culturas radicalmente diferentes como las que el hombre puede encontrar en su paseo por el cosmos, sino entre los mismos seres humanos. Bien podemos calificar estas obras de alegorías en el sentido enriquecedor que encontramos en Chesterton y Borges. Ya he dicho en otro lado que Lem fue un autor que concibió la ciencia ficción y sus especulaciones sobre el futuro como un medio para hablar del hombre del presente, de sus problemas y tribulaciones. Y quien había vivido primero una guerra mundial en la que presenció el exterminio de la comunidad judía y después una dictadura totalitaria y una guerra fría desasosegante, no pudo sino filtrar en sus ficciones la imposibilidad de que el hombre pueda comprender al hombre: no puede hacerlo, porque en realidad no lo ve, no lo concibe como un igual. Lo disfrazó bajo ese ropaje alegórico, ideando expediciones terrestres a mundos lejanos donde los humanos se toparán con civilizaciones sobre las que vuelcan su recelo hacia la otredad. Sin poder reducirlas a términos de humanidad —es decir, a esquemas confortablemente comprensibles— el fracaso será la única respuesta al intento de contacto. Lem desarrolló esta idea en distintas novelas, desde el principio de su carrera hasta el final. Y no puede extrañar que las primeras fueran las más optimistas y benévolas, y que poco a poco sus ficciones fueran impregnándose del más sombrío fracaso (o fiasco, por utilizar el término con que tituló su última novela).

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Alicia nos sueña a todos

Alicia en el cine                         Alicia de Tim Burton

Alicia en el Pais de las MaravillasSiempre me ha parecido muy significativo que las dos ficciones más importantes que ha dado la literatura «para niños» tuvieran como origen la misma y sencilla razón: entretener a unos críos. Sucedió primero con Lewis Carroll la famosa tarde del 4 de julio de 1862 cuando inventó las aventuras de Alicia para tres hermanas a las que quería distraer durante un paseo por el Támesis, y pasó después con James Matthew Barrie, de modo más extendido en el tiempo, para hacer lo propio con otro grupo de hermanos, los Llewelyn Davies, a quienes había conocido durante sus paseos por los Jardines de Kensington, en Londres. Las dos ficciones subsiguientes, Alicia en el País de las Maravillas y Peter Pan han trascendido el mero ámbito de esa ficción para niños y han sido escrutadas, analizadas y rastreadas casi renglón a renglón en busca de unas claves literarias, estéticas, psicológicas, psicoanalíticas y cuanto uno pretenda encontrar para acabar llegando a la misma conclusión: se trata de dos fábulas que dicen más, como siempre, de los adultos que de los pequeños. Desde que las descubrí en su puesta en imágenes por Walt Disney (las dos adaptaciones son correlativas: de 1951 y 1953 respectivamente) hasta mis repetidas lecturas de ambas obras, no he dejado de sentirme fascinado por ellas. Debería decir inquietantemente fascinado, pues entiendo que también la lectura reiterada de las dos desnuda también al propio receptor, inoculándonos un misterioso virus cuyo principal efecto es advertir que bajo la aparente inocencia de los niños (o de los adultos que reflexionan sobre los niños) se abre un agujero de impenetrable oscuridad. Por uno de ellos se colaría Alicia.

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