Los viajes de Simbad el Marino en el cine clásico

El mejor Simbad del cine, John Philip LawSi la aventura más perfecta es el mar, como dijo Fernando Savater, el aventurero por excelencia es aquel que emprende el viaje impelido irremediablemente por el ansia de conocer qué hay al otro lado del horizonte. ¿Extraña que estos aventureros encuentren maravillas por doquier? Se puede llamar Ulises, y se puede llamar Simbad, el Ulises de Las Mil y Una Noches (no por nada hay evidentes elementos de la Odisea en la saga del segundo). El atractivo que ha despertado este personaje en generaciones de lectores se puede apreciar por el elevado número de ficciones en las que nos han sido contados sus viajes, en cine o en literatura (Álvaro Cunqueiro nos regaló así una de las más bellas novelas que ha dado este país, Cuando Sinbad vuelva a las islas). Recuérdese que el personaje que aparece en Las Mil y Una Noches es un hombre que evoca sus viajes, ya en la madurez, ante unos amigos. El incidente que lo provoca es el lamento que escucha en la calle de un infeliz que se gana la vida como porteador y contempla con tristeza, y también con envidia, el feraz jardín ante cuya puerta se ha detenido y los suculentos efluvios que desprende el banquete que sus huéspedes se están dando. Si ese pobre proletario llama la atención de su dueño es porque tienen el mismo nombre (Simbad), pero es fácil advertir una doble intención en su relato: primero un propósito moral (comunicarle a su tocayo que cada uno es dueño de su destino, por bajo que sea el peldaño donde iniciamos nuestro camino en la vida) y segundo, la propia reflexión que transmite el recuerdo de los avatares, algunos de ellos ciertamente terribles, que él mismo tuvo que atravesar hasta llegar a su posición actual.

Los conocedores asocian al personaje con determinados episodios, bien conocidos, como su desembarco en una isla que resulta ser un enorme pez, el encuentro con el gigantesco pájaro Roc (y con sus no menos enormes huevos) o con toda clase de monstruosos animales, pueblos antropófagos y demás aberraciones de la naturaleza. En todo momento, Reciente edicion del ciclo de Simbad, en ZendaSimbad revela siempre una notable intrepidez. Sin demostrar nunca una especial inteligencia, lo que sí destaca en él es su capacidad para levantarse después de cada caída, para no dejarse arrastrar nunca por la desesperación. Esto incluso da pie a algún momento sorprendente: en determinada aventura en que ha sido enterrado vivo en los subterráneos de una montaña (siguiendo un rito funerario según el cual ese es el destino del cónyuge superviviente, sea masculino o femenino, notable muestra de igualitarismo sexual), no duda en matar a otros infortunados como él para tomarles las exiguas viandas que se concede a cada uno de ellos para la primera noche. ¿Un hombre amoral, un asesino sin piedad? El experto René Khawam (en la nota que incluye su edición de Las aventuras de Simbad el Marino, editada hace muy poco por Zenda) se apresura a señalar que no: estaríamos, sencillamente, ante el superviviente nato que, según un principio arraigado en el musulmán de la época, sabe bien cuándo es el momento de demostrar la generosidad con los semejantes y cuándo el de persistir en el bien propio. Con gracia, Brian Clemens, guionista de la mejor aventura cinematográfica del personaje, El viaje fantástico de Simbad, lo sintetiza a través de la máxima recurrente que pone en su boca: «Confía en Alá… pero ata bien tu camello».

Cartel hispano de Las mil y una nochesIgnoro en qué momento el cine se fijó en Simbad, pero el primer film conocido en que figura como personaje protagonista es del año 1947. Ahora parece extraño que tardara tanto tiempo, pero desde luego el Marino se tomaría después la revancha. En cualquier caso, como mínimo figura como personaje secundario en una de las primeras fantasías orientales de una década pródiga en ellas, precisamente la de los años cuarenta. Se trata de Las mil y una noches (1942), la película que inició el ciclo de la Universal que consagró como Reina del Technicolor a la hoy olvidada Maria Montez. Es posible que quien la viera con la edad adecuada guarde de este título un recuerdo entrañable, pero para el resto supone un film muy flojo, en el que lo más llamativo es su sentido de la desmitificación (sí, todo lo moderno acaba resultando ser antiguo). Y es que el nudo de la historia gira en torno a una especie de troupe de cómicos de la legua en la que brilla el personaje femenino, una ambiciosa bailarina llamada Scheherezade, y en la que milita otro par de tipos conocidos: Aladino y Simbad. Su prestancia es nada aventurera, pues son dos infelices con los que el guion toma a chacota a tan míticos personajes: el primero no para de frotar cuanta lámpara se encuentra, por ver si es la maravillosa que, dice él, perdió; y el segundo se pasa el tiempo contando y contando sus presuntos viajes, con evidente fastidio para sus oyentes.

El personaje irrumpe canónicamente en Simbad el Marino (1947), film dirigido por Richard Wallace pero concebido como vehículo para un actor a quien la cinefilia ha olvidado en beneficio de su padre, Douglas Fairbanks Jr —irónicamente, si las películas del progenitor son mucho mejores, el hijo me parece un actor más consistente: por ejemplo, fue un magnífico Ruperto de Hentzau en la primera versión sonora de El prisionero de Zenda (1937). Tras unos primeros años en que no terminó de situarse en el puesto estelar que deseaba, Fairbanks Jr, tras los años de servicio en la guerra, decidió aprovechar el renombre del padre (con el que compartía un asombroso parecido físico) y protagonizar una película en su estela. El resultado no obtuvo los frutos apetecidos, pero el tiempo ha convertido este primer Simbad en una película francamente disfrutable.

Cartel original de Simbad el marinoEl Simbad que encarna un Fairbanks Jr adecuadamente carismático (pues la exuberancia del personaje en su propósito de resultar simpático, aun estando a punto de rozar lo cargante, funciona de modo grato) se presenta, en principio, como otro charlatán en la línea del film anterior, dando la tabarra a unos hombres de mar que parecen ahítos de sus hazañas. Sin embargo, el nuevo relato los mantendrá en suspenso… aunque ayude la afilada espada con que les amenaza cuando indicaban su deseo de largarse a otro lugar. Esta aventura lo lanza en pos de un tesoro tal vez quimérico, atribuido a Alejandro Magno, que se halla en una isla perdida en el Índico tras la cual se hallan varios torvos personajes (uno de ellos es encarnado por un joven Anthony Quinn, algo envarado todavía). Simbad es un farsante gesticulante e histriónico, experto en toda clase de fingimientos —es más: esta es la única habilidad que precisa a lo largo de la aventura, y hasta los villanos lo aceptan porque necesitan valerse de ella para alcanzar su objetivo—, pero todavía consciente de lo que es digno o indigno, y que tendrá que elegir entre caer definitivamente por la pendiente de la codicia o luchar por el amor que le brinda la bella Shireen, encarnada por una radiante Maureen O’Hara que brilla especialmente en su papel de enredadora de hombres que, en el fondo, lo que busca es a alguien que la haga soñar. ¿Y quién si no este urdidor de historias llamado Simbad para conseguirlo? Demasiado larga quizás —suele acabar siendo el defecto de las películas que se estructuran como una sucesión de episodios: acaban pareciendo formularias—, con todo Simbad el Marino, con sus colores delirantes y sus decorados naïves, con su humorismo tosco pero eficaz y, sobre todo, con el sentido del onirismo que despierta en sus mejores momentos, es una aventura de lo más estimable.

Ahora bien, el personaje, en cine, se asocia merecidamente al nombre de un mago de la fantasía llamado Ray Harryhausen. Este genio de los efectos especiales, que basó su carrera en el entrañable y artesanal método de la stop motion (que perdura todavía gracias a nostálgicos como Guillermo del Toro o Tim Burton, si bien estos carecen de la gracia modesta del maestro), que tocó varios palos del cine fantástico, de la ciencia ficción a la mitología griega pasando por las adaptaciones literarias y nuestra fantasía oriental, hallaría en Simbad al personaje de su carrera. Harryhausen y su fiel compañero de fatigas, el productor Charles H. Schnee, le dedicaron tres películas. La primera, Simbad y la princesa (1957), sería fundamental en la carrera del primero por cuanto a partir de ella se encarrilaría dentro de la fantasía, donde crearía sus mejores obras: para muchos es el mejor Simbad. La segunda, El viaje fantástico de Simbad (1973), enorme éxito en su día, encierra para mí mayores atractivos. La tercera, Simbad y el ojo del tigre (1977), ya no está a la misma altura pero aun así es un muy digno cierre del ciclo.

El inolvidable ciclope de Simbad y la princesa

Las tres películas parten del mismo planteamiento argumental (por lo general, el plot pertenecía al propio Harryhausen). Todas se inician con la llegada de Simbad a un reino cuyo gobernante acaba de sufrir, o está a punto de hacerlo, el hechizo de un poderoso brujo que altera su forma, impidiéndole comparecer en público ante sus súbditos; el valeroso marino emprende acto seguido un viaje a los confines del mundo, con sus leales camaradas, en busca de un remedio fabuloso contra tal conjuro, siendo a su vez seguido por el villano de turno. La inspiración fantástica fusiona sin el menor complejo diversos ambientes y mitologías, con el mundo musulmán en primer lugar, claro, pero también la mitología griega y la hindú, y los decorados toman de todas partes, incluyendo imágenes del Extremo Oriente o de Egipto: da igual, porque estamos en el reino de los sueños.

En todos los casos el personaje se entregó a un actor diferente (las comparaciones, lógicamente, inclinan hacia uno u otro), al igual que la música (Bernard Herrmann y Miklós Rózsa compusieron extraordinarias partituras para las dos películas iniciales). En cambio, el rodaje en España las dota de cierta uniformidad, sobre todo en el caso de las primeras: la Alhambra hace de Bagdad en Simbad y la princesa; en una escena el protagonista pasa corriendo delante de los famosos leones. En todas, en fin, el plato fuerte es la aparición cada poco tiempo de las famosas criaturas del mago de la stop motion: cuando estas se integran bien en la acción y los personajes funcionan por sí mismos, el resultado es espléndido (sucede en el viaje y, aun con más rigidez, en la princesa); cuando no (en el tigre), la aventura baja muchos enteros.

Cartel original de Simbad y la princesa

No extraña que Simbad y la princesa sea considerado, en general, el mejor capítulo. Sin la menor duda, es el que posee mayor armonía visual y una puesta en escena mejor. El responsable, sin duda, es su director, Nathan Juran, un artesano sin renombre pero que poseía un indudable buen gusto, no en vano había saltado a la realización después de una década demostrando sus capacidades para la dirección artística (por ejemplo, había gando un merecidísimo Oscar por la fordiana ¡Qué verde era mi valle!, de 1941). Ninguno de los siguientes directores sabría aprovechar con más elegancia el buen trabajo de escenografía. El motor argumental es el más original de la trilogía, pues la transformación la sufre la amada del mismo Simbad, la princesa Parisa, y consiste en su reducción a un tamaño liliputiense, lo que permite trasladarla en una cajita. El posible morbo de la disparidad de tamaños entre los dos enamorados, por desgracia, se pierde por la falta de sensualidad de la pareja protagonista: el estólido Kerwin Matthews (que curiosamente hizo de Gulliver en la siguiente producción de Harryhausen), un Simbad que carece de lo principal, de dinamismo carismático (para ofrecer una nobleza sin duda digna pero muy aburrida), y la sosilla Kathryn Grant. A su lado, al menos, Torin Thatcher brilla en el papel del brujo Sokurah, cuya maldad anuncia cada uno de sus gestos rufianescos, dentro de una sabrosa composición histriónica, al borde de la autoparodia pero sin incurrir nunca en ella.

El guion mezcla diversos elementos extraídos de la Odisea (los cíclopes o el episodio marino en que los navegantes han de resistirse a las voces que los atraen, en una noche tempestuosa, contra unos acantilados) con algunos de los más populares fragmentos del libro original, por ejemplo, la lámpara maravillosa que es el objeto que mueve al brujo a urdir toda la intriga. En este sentido, despierta una considerable simpatía que el genio, en vez de ser la imponente entidad de otras fábulas (como la genial El ladrón de Bagdad, de 1940), sea un niño que, cada vez que se le pide que haga realidad un deseo, responde con modestia: «Lo intentaré, amo; lo intentaré». Como sucede en general con los tres films del ciclo, el tercio inicial, antes de llegar al corazón del viaje, posee un encanto y una densidad especiales que luego se irá diluyendo. Por tanto, a partir de entonces el plato fuerte radicará en las set pieces imaginadas por Harryhausen, todas ellas magníficas: las varias apariciones del cíclope; el encuentro con el pájaro Roc y su cría, ambos dotados con dos cabezas; el combate final entre el cíclope y el dragón; y la más recordada de todas: el combate, en el palacio subterráneo de Sokurah, entre Simbad y el esqueleto animado por aquel (escena genialmente musicada por Herrmann con el uso del xilófono para evocar los huesos movientes del antagonista), tan estupendo que Harryhausen se animó a superarlo, aumentando el número de espadachines, en Jasón y los argonautas.

El viaje fantastico de Simbad, obra maestra de la serie

Si El viaje fantástico de Simbad es la mejor película de la saga es por varias razones pero la principal radica en que los personajes humanos esta vez desprenden interés en sí mismos y eso hace que los peligros que corren nos interesen no solo porque dan pie a los prodigios de Harryhausen sino porque el destino de aquellos nos concierne en una medida no conseguida en los otros títulos. En parte, esto se debe a la muy superior fortuna del reparto. John Phillip Law compone un Simbad intrépido y romántico, de quien no cuesta ningún trabajo creer que sus hombres sean capaces de seguirlo hasta el más peligroso confín del mundo. Su rival Tom Baker, en el papel del brujo Koura, consigue ser sombrío y amenazador sin recurrir al registro exuberante (un acierto de guion lo redondea: cada vez que solicita el concurso de los poderes de las tinieblas su cuerpo envejece más y más). Y Caroline Munro en el papel de la esclava Margiana hace que no solo se enamore de ella Simbad sino todos nosotros. La actriz despierta un considerable deseo erótico (el vestuario remarca sin pudor sus formas turgentes) pero a la vez transmite una grácil ingenuidad, propia de la heroína que no parece ser consciente de su capacidad para perturbar los ánimos masculinos, contraste sin duda paradójico y encantador. Y hay más: el buen guion de Brian Clemens acierta al personalizar a los tripulantes más cercanos a Simbad, que dejan de ser la fácil carne de cañón de los otros títulos para resultarnos igualmente necesarios. Se crea así un espíritu de grupo entre protagonistas y secundarios que contribuye con inteligencia a hacer que la aventura importe en todos sus extremos.

John Phillip Law, el mejor Simbad, y Caroline Munro como la esclava MargianaLa trama repite la anterior casi punto por punto (incluso el enfrentamiento final entre dos de los monstruos de Harryhausen —ahora un centauro, de un solo ojo otra vez, eso sí, y un grifo), sustituyendo a la princesa por un benévolo gobernante que debe ocultar su rostro deformado bajo una máscara dorada. Destaca también otro aspecto descuidado en Simbad y la princesa (o descartado por el envaramiento del protagonista), cual es un sentido del humor que distiende la aventura en los momentos necesarios. En cambio, el director Gordon Hessler —un artesano que tuvo la mala suerte de desarrollar su carrera en un momento en que los tropos narrativos eran más vulgares y, como artista impersonal, los utilizó sin discreción: los reencuadres con zoom y teleobjetivo, los planos con ojo de pez…— firma un trabajo por debajo del de Juran. Aun así, el encanto de los personajes y el buen ritmo compensan este defecto, y Harryhausen pone el resto. En especial, son inolvidables el combate de los héroes contra la estatua viviente de la diosa Kali, con sus seis brazos enarbolando sendas espadas, y mi momento favorito, aquel en que Koura vuelve a animar lo inanimado, en este caso el mascarón de proa del propio barco de Simbad, cuya letal rigidez de movimientos es fascinante.

Por desgracia, Simbad y el ojo del tigre baja considerablemente los buenos resultados anteriores. Esta vez, la repetición de los elementos argumentales —otro gobernante hechizado, en este caso el joven califa transformado en mandril por su malvada madrastra (que quiere el trono para su hijo de sangre), es lo que motiva el viaje al habitual confín del mundo— no posee el atractivo del reencuentro con una fórmula ya grata sino que, sin más, desprende una sensación de mera mecánica. El reparto desciende de nivel, aunque no sea solo culpa de ellos. Patrick Wayne, hijo del mítico John, es un Simbad digno pero nunca entusiasma. En vez de una hay dos chicas guapas, pero Jane Seymour y Taryn Power compiten en su falta del menor encanto, y eso que, signo de los tiempos, alguna escena intenta jugar con su presunto erotismo. La bruja Zenobia resulta insufrible por la histérica interpretación de Margaret Whiting, que no para de soltar carcajadas de malvada total y miradas amenazadoras. Y el refuerzo de un sabio griego, Melanthius, aporta poco por cuanto Patrick Troughton exagera su composición estrafalaria, abusando de los gestos extravertidos sin convencernos ni de la sabiduría ni del teórico carisma del personaje. En cuanto a los tripulantes vuelven a ser meros números, que sabemos que irán siendo eliminados sin contemplaciones para hacer más patente el peligro de las peripecias. Por lo que respecta al nuevo director, el ex actor Sam Wanamaker, nada aporta, ni para bien ni para mal.

Cartel espanol de Simbad y el ojo del tigreEl mayor problema de la película, más allá de estos inconvenientes, radica en la sensación de agotamiento creativo que desprende: los elementos en teoría son los mismos que antes habían funcionado, pero desprenden una molesta sensación de mera inercia creativa. El guion vuelve a fundir perspectivas diferentes, con elementos decorativos orientales y egipcios, criaturas extraídas de la prehistoria, ambiente tan amado por Harryhausen (el benévolo troglodita que ayuda a los héroes en Hiperbórea y el tigre dientes de sable animado por el espíritu de la bruja), pero con especial hincapié en la mitología griega, no en vano lo firma Beverley Cross, quien quince años atrás escribiera Jasón y los argonautas y, poco después, Furia de titanes (1981), trabajos ambos mucho mejores. Esa inspiración clásica se concreta en ese Melanthius que se quiere medir con Arquímedes, la ubicación del destino final del viaje en la mítica Hiperbórea o el ser mecánico al servicio de Zenobia que es un claro trasunto del minotauro, no por nada se llama Minatón. Pero nada convence mucho y se confía demasiado en que Harryhausen salve por sí solo la función. La trama avanza por acumulación. Visualmente, se abusa de las transparencias para situar a los actores en los distintos escenarios, naturales o ficticios, con el consiguiente distanciamiento. Y alguna decisión tomada sobre la marcha es errónea: por ejemplo, que ese imponente Minatón desaparezca de escena antes del final y de modo más bien torpe porque se antojaba idóneo para el clímax final. En fin, por una vez hasta las escenas de animación no dejan gran recuerdo, aun cuando las creaciones del mago estén a la altura esperada.

Cierro este viaje por la saga clásica del personaje (que en el futuro sería retomado muchas veces, pero sin que ya ninguna haya dejado el menor recuerdo) mencionando un film modesto y poco conocido pero que posee cierto encanto. Se trata de Las aventuras de Simbad (1963), una producción estadounidense con participación de la entonces Alemania Federal, que por fortuna se filmó en los estudios Bavaria de Múnich. Es muy evidente que la fuente de inspiración de esta pequeña joya es Simbad y la princesa, puesto que se acoge al mismo esquema argumental. Simbad llega a la corte del rey de Baristán para reunirse con la hija de este, su amada, pero se encuentra con un enemigo mortal al que debe derrotar primero, el hechicero El Kerim. La particularidad es que, salvo el inicio en el barco de Simbad —un barco que flota en mitad de la nada: el mar es el gran ausente de esta aventura del marino por antonomasia—, toda la acción transcurre en la ciudad donde se ambienta la historia, con excepción de su parte final, en la que el protagonista y sus hombres deben atravesar un jardín infernal para llegar a la altísima torre situada en el centro del mismo. Allí, en su casi inaccesible cúspide, el villano protagonista esconde su corazón autosuficiente, pues ese es el secreto de su invulnerabilidad (de ahí que, pese a ser atravesado en el pecho por la espada de Simbad, ni se inmutara) pero también de su debilidad.

Cartel hispano de Las aventuras de SimbadEl protagonista, Guy Williams, era entonces una estrella televisiva que había saltado a la fama encarnando al Zorro. Sin duda es un actor poco expresivo y carece de prestancia, amén de resultar algo pesadote físicamente, pero tampoco cae mal. Su oponente, en cambio, el malvado El Kerim, resulta imponente gracias a la actuación del excelente actor mexicano Pedro Arméndáriz: el modo en que se deleita con su propia crueldad es delicioso. También destaca el actor de carácter Abraham Sofaer, un intérprete de origen birmano pero que, como era de esperar, dio vida a personajes de múltiples nacionalidades (para los parámetros de la época, siempre exóticos), y que encarna al patético mago Galgo, sometido a la voluntad de El Kerim. Y curiosamente a su lado, en un rol muy secundario, como hombre de confianza del villano, interviene Henry Brandon, un actor cuyo nombre tal vez dirá muy poco pero cuyo rostro cansado inmediatamente evoca en el cinéfilo fordiano al jefe Cicatriz de la gran Centauros del desierto (1956). Y es en verdad simpático que su personaje, en principio el clásico secuaz que no suele pensar por sí mismo, vaya volviéndose inesperadamente compasivo conforme avanza la trama.

Decía que por fortuna se rodó en Alemania, y es que su gran virtud es que visualmente es por entero una obra germana, que destila esa exuberancia plástica, por desgracia hoy un tanto olvidada, del mejor cine de género del país (por ejemplo, del genial díptico languiano formado por El tigre de Esnapur y La tumba india), desbordante de un exquisito sentido onírico, siempre al borde del empalago pero absolutamente sugestivo. El habitual horror vacui alemán hace que las imágenes del film padezcan de un abigarramiento perpetuo, y que el vestuario resulte delicioso, es decir, deliciosamente kitsch, destacando el atuendo del mago Galgo, propio de una ilustración de cuento infantil con ese tocado en forma de cucurucho con signos esotéricos, o los modelitos de la bella actriz local Heidi Brühl. Por desgracia, el humor es superficial e incurre más de la cuenta en la tontería fácil (es el papel reservado, tristemente, al mago), los personajes carecen del menor interés, comenzando por el inocuo Simbad y la acción avanza a trompicones. Sin embargo, el atractivo naïve de Las aventuras de Simbad, con esos efectos especiales tan artesanales que a su lado Harryhausen parece un mago de lo digital, revaloriza siempre este film en la memoria, sobre todo esa parte final en el jardín deletéreo, con su estanque sulfuroso, el foso circular que drena el agua de la laguna, las lianas que estrangulan a los incautos, el dragón multicéfalo y, como remate, la torre accesible sólo escalando un enorme badajo que pende de un gong que advierte al villano de la intrusión de sus enemigos…

La mera recensión de estos argumentos supone una sucesión de maravillas que poseen la magia de la enumeración, del catálogo de prodigios. He ahí la clave del Simbad literario, que tan bien supieron recoger los Simbad del cine. Y es que, después de tantas historias del personaje, uno no puede sino apreciar que la principal motivación del héroe al emprender sus arriesgadas peripecias no es el amor de sus princesas o el deseo de restituir al buen gobernante o de alcanzar lugares donde nadie más ha estado. Lo dice bien René Khawan en su comentario a la edición ya señalada. Lo que anima las andanzas de Simbad, lo que lo vincula al mundo, es su incansable capacidad de asombro. Dicho con sus palabras: en el fondo, Simbad dirige una sola petición al mundo y a los hombres que lo pueblan: «¡Sorprendedme!».

Kali de seis brazos, en El viaje fantastico de Simbad

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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3 respuestas a Los viajes de Simbad el Marino en el cine clásico

  1. Pablo Testa dijo:

    Muy buena nota!
    (Me gusta cuando recomiendas varias peliculas juntas con un poquito menos de informacion de cada una y deja mas curiosidad para verlas)
    Borges decia en una de dus conferencias, mas como una analisis literario que una afirmacion filológica q simbad es un aporte occidental a las mil y una noches y, como señalas, simbad toma mucho de ulises. La verdad que ha generado grandes adaptaciones, asi que es un buen aporte en todo caso (aun no llegue a leer a simbad en la version escrita). Las peliculas que mencionas son geniales, no conocia la de guy ritchie pero en argentina el zorro es casi una leyenda (o lo es, sin el casi) asi q anotadisima.
    La nota me llevo a recordar algunas rarezas que vi (y no se porque no las reseñe…) hay una version de ozamu tezuka, bastante oscura (de la misma epoca que su cleopatra) que me dejó con un sabor agridulce.
    En un momento quise buscar adaptaciones arabes de las mil y una noches, de la epoca clasica del cine, pero en internet pude encontrar mas que nada del cine hindi de la epoca de los 40. Varias entretenidas pero ninguna descollante.

    Saludos y siempre un gusto leerte.

    • Entiendo que los artículos sobre varias obras tienen el atractivo de dar una visión de conjunto y no particular que estimule al conocimiento del tema: a mí me gusta mucho hacerlos, sobre todo porque permiten un análisis comparativo que me encanta. El mayor inconveniente es que me exige ver/leer más de una obra (salvo que tenga más o menos reciente la anterior lectura/visión) y depende de mi tiempo. En este caso me apetecía bastante recuperar clásicos para mí muy queridos, situados en un ambiente tan entrañable como el de las Mil y Una Noches.

      Supongo que en vez de Guy Ritchie querías decir Guy Williams, el actor de «Las aventuras de Simbad». Por aquí por España esa serie, que yo sepa, o no se vio o no se recuerda: es un actor para mí desconocido. La película de Tezuka sí la conozco, aunque no la he visto, pero la tengo apuntada porque este autor es uno de mis favoritos del cómic, no ya japonés sino mundial.

      Fantasías orientales hay muchos. Fuera del cine occidental hay un film japonés, protagonizado por Toshiro Mifune, titulado «Daitozoku», que en los USA se tituló «The Lost World of Sinbad», con lo que imagina. Es muy muy entretenido. Y luego quedan las dedicadas a otros personajes, sobre todo al Ladrón de Bagdad, con dos versiones geniales, la muda de Fairbanks , y la de 1940 con Sabú, que es tal vez mi título favorito del género. En mi libro «Edad Media soñada», como digo en el artículo, hablo de todas ellas.

      ¡Un abrazo!

      • Pablo Testa dijo:

        Muchas gracias por responder. La de douglas fairbanks la vi este año y me encanto. La de 1940 la vi hace bastante, me debo volver a verla. En serio no se emitio el zorro alla? Aca es un titulo casi epico, mas recordado incluso que el superagente 86 (get smart) y los locos adams.
        La Edad Media Soñada es un gran titulo, asi que promete. Lo anoto por si lo veo por estos lares.

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