El hombre que escribía los cuentos más tristes: una presentación

Hace poco más de una semana que ha visto la luz mi segundo libro, El hombre que escribía los cuentos más tristes y otros ensayos literarios, publicado también por la editorial malagueña Algorfa y que está compuesto por artículos procedentes de esta mano del extranjero, convenientemente revisados y corregidos. A modo de presentación para todos aquellos que puedan interesarse por él, incluyo en esta entrada la introducción expresamente escrita para el libro, en el que refiero su propósito y contenido. Al final también he puesto el índice del mismo.

El hombre que escribia los cuentos mas tristesEscribo para saber que he leído. Hago mías las palabras de Sergio Pitol, que ha dicho que no escribe porque recuerde algo: él escribe para recordarlo. Pero también las de Sherlock Holmes cuando afirma que la memoria no es un espacio de dimensiones ilimitadas y, por tanto, el usuario inteligente debe saber cómo organizarlo. Él descartaba aquellos conocimientos que no veía cómo podrían facilitar su labor investigadora, tales como la teoría heliocéntrica (aunque sus incondicionales siempre hemos pensado que esta afirmación es una mera boutade que soltó para desconcertar al seco doctor Watson); yo, casi cualquier dato de la vida práctica que no me haya enseñado la literatura. Por ejemplo, desconozco cómo se cambia la rueda de un coche pero, si alguna vez lo necesitara, sabría fabricar el imprescindible alimento de los aventureros, el pemmican: me lo enseñó Silvestre Paradox, el eminente personaje que da título a dos libros de Baroja.

Leo para poder escribir, pues después de estas dos actividades no conozco otra tan placentera como escribir sobre lo leído. Si tuviera capacidad para escribir ficciones, las escribiría. Como no la tengo, prefiero escribir sobre ficciones. Creo firmemente que cada vez que hablamos o escribimos sobre un libro, este vive una nueva vida. En ello, como en tantas otras cosas, comparto la idea de Borges de que un libro «no es un ente incomunicado: es una relación, es un eje de innumerables relaciones. Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída». Esta mención del gran escritor argentino es la primera de las muchas que aparecerán en las páginas siguientes, pues nadie me ha dirigido más generosamente a otros autores, buena parte de los cuales también están en este libro.

Retrato de MontaigneEl presente libro es una antología, convenientemente revisada y corregida, de artículos publicados en el blog La mano del extranjero, que llevo escribiendo desde julio de 2012, si bien, como indica su subtítulo —Blog sobre ficciones del cine, la literatura y el cómic—, el recorrido que hago en él se extiende a otros campos de la ficción. De esta memoria personal que para mí es el blog he extraído una selección de comentarios sobre autores y novelas que han marcado mi amor por la lectura. Empleo en el título la palabra «ensayo» porque suscribo la modesta intención con que lo acuñó Montaigne. No quisiera que nadie, al leerlos, los entendiera como un juicio (peor, una «crítica») con aspiraciones trascendentes, sino un tanteo, una mirada, una manifestación encomiástica que forma parte de una relación que aún no ha terminado. Soy de los que creen que un lector (o un espectador) nunca puede dar por definitiva su visión de una determinada obra, porque ese juicio depende de su propia evolución, del momento de su vida en que se acerca a ella, de la relación trabada con otras creaciones del mismo autor. Somos como el río de Heráclito: la orilla es la misma, pero las aguas no.

La principal característica de esta selección creo que es la variedad. No hay concepto que me apasione más: quien ama la literatura, el cine o cualquier manifestación del arte y la cultura no debería encerrarse en una única opción estética o artística, en un tipo de trama, en un determinado género o en un idioma. Nunca he encontrado incompatible sentir devoción por Julio Verne a la vez que por Thomas Mann, por Fiódor Dostoyevski al tiempo que por Stanislaw Lem. Tanto me han emocionado en mi vida Robert Louis Stevenson y Benito Pérez Galdós como Jane Austen y H. P. Lovecraft. Por supuesto, no creo en la división tajante entre la alta y la baja literatura, o entre la culta y la popular: no existen los libros «dignos» o «indignos», sino los buenos y los malos, nada más.

robert-louis-stevenson-el-escoces-erranteCada lector busca algo diferente en cada libro, pero al final a quien encuentra es a sí mismo. Estoy (no puedo no estar) detrás de ese pilluelo que rompe el hielo con la niña que acaba de conocer diciéndole que se ha hecho sacar todos los dientes sin anestesia; de ese astronauta que orbita un planeta acuático y recibe la visita de la mujer a la que amó y que murió porque él la abandonó; de ese joven poeta que se convierte en Jueves pero que sabe bien que, aun cuando la aventura se convierta en una locura, el aventurero debe ser cuerdo; de ese viajero a través del tiempo que acabará conduciendo su máquina a una playa lejana donde la luz del sol se enfría lentamente para no volver a brillar jamás. Esta imagen poderosa me ha perseguido toda la vida; quién sabe si algún día yo me bañaré en esa playa de aguas silenciosas.

De todos los escritores que comparecen en este libro, a ninguno siento más cercano que a ese escocés errante que marchó al otro lado del mundo porque en este se moría y al que los indígenas, rendidos a su nobleza y a su capacidad para contar historias, lo llamaron con una bella palabra de su lengua, Tusitala, que significa el Narrador de Cuentos.

El joven Andersen, por Christian Albrecht JensenAhora bien, Stevenson no es el autor de cuentos al que se refiere el título del libro. Este se corresponde con el artículo dedicado a Hans Christian Andersen, que fue catalogado (y lo sigue siendo) como un escritor «para niños», pero cuya literatura apreciará en toda su infinita complejidad un adulto. Andersen fue una de mis lecturas infantiles, por supuesto. Lo redescubrí en la edad en que parece más difícil acercarse a alguien que arrastra semejante etiqueta, la de la adolescencia (ayudó mucho el inmortal prólogo de la edición de cuentos publicada por Alianza, que es el mejor poema de amor a una obra literaria que he leído: lo hizo otra autora de notable sensibilidad, Ana María Matute). Y en la edad adulta vuelvo una y otra vez a él, no ya atraído por la nostalgia de una inocencia que, como todos, perdí, sino por el talento literario y la profundidad dramática de su obra. No encuentro mayor honor que poner mi libro bajo su égida.

Concluyo finalmente con una indicación (no una advertencia). Los lectores de un ensayo literario se dividen siempre en dos: quienes conocen las obras sobre las que se habla y quienes no. En muchos de los artículos menciono los finales de cuentos y novelas. No lo hago por la fruición de quien se complace fastidiando a los demás con eso que hoy llamamos spoiler. Lo hago convencido de que, puesto que una buena ficción debe estar culminada por el mejor final posible, un ensayo sobre la misma no debe hurtar al lector el análisis e interpretación de esa conclusión. Por otro lado, sé bien que los lectores de este tipo de textos sobre otros textos desarrollamos una intuición especial acerca de dónde hay que detener nuestra lectura para acudir al original y después regresar, si merece la pena, para leer el resto.

En una de las ficciones de las que aquí se habla, Enoch Soames, de Max Beerbohm, un poetastro que ha saboreado sobradamente las heces del fracaso en el presente acepta el inevitable pacto diabólico para viajar al futuro, a un único lugar del futuro, la Biblioteca del Museo Británico, para buscar en sus catálogos su propio nombre y saber así si al menos a posteriori ha ganado la inmortalidad. Este libro no estará nunca consignado en esos catálogos pero, si el diablo existe de verdad, espero que haga llegar al pobre Soames estas páginas para que sepa que alguien sí lo ha recordado, a él y al escritor hoy casi olvidado que le dio vida.

Libro

ÍNDICE DEL LIBRO

El siglo diecinueve

– Borges, creador de Hawthorne

Bartleby el escribiente: «preferiría no hacerlo»

– John Stuart Mill o la paradoja del reformador programado

– La madre optimista del filósofo pesimista

– El mejor regalo de Navidad nos lo hizo Dickens

– El sentido de lo fantástico en Henry James

– Dostoyevski en el corazón de las tinieblas

El siglo veinte

– Algunas impresiones sobre James Joyce

El proceso, un viaje al corazón de la culpa

Las memorias de Elias Canetti

– El melancólico adiós de Stefan Zweig

El maestro y Margarita: la risa venciendo al Terror

1984 o el manual del perfecto totalitarismo

– Pasión de Borges en tres relatos

Literatura española

– La primera serie de los Episodios Nacionales

– Silvestre Paradox y Shanti Andía: de Pío Baroja a «Baroja»

– Bearn o la sala de las muñecas, mucho más que el Gatopardo español

– El «argumento» en Volverás a Región

– La saga/fuga de J. B.: el Único y el Múltiple

– El Ciclo de Oxford, de Javier Marías

– Vila-Matas o la literatura como enfermedad

La aventura y el thriller

– Stevenson, el escocés errante

– Odiada/amada Inglaterra en la obra de Julio Verne

Moby Dick, antinovela de aventuras

Sandokán, luz del sol que la fuerza me da

– En el corazón de las tinieblas está el apocalipsis

– Cuando Inglaterra guardó luto por Sherlock Holmes

El hombre que fue Jueves, una pesadilla metafísica

– Conan el bárbaro o la ética de la verdadera civilización

– Reivindicación de Agatha Christie

El largo adiós, un clásico del siglo XX

Terror y ciencia ficción

Frankenstein o el eterno Prometeo, de Mary Shelley: ¿quién es el monstruo?

– De la Tierra a la luna y otras aventuras estelares del Gun-Club

– La ciencia ficción de H. G. Wells

Enoch Soames, el inmortal incierto

– Arthur Machen: esa apariencia que llamamos realidad

– Lovecraft y los Mitos de Cthulhu

– Isaac Asimov y la trilogía de la Fundación

– Stanislaw Lem o la ciencia como ficción alegórica

Para «niños»

– El hombre que escribía los cuentos más tristes

– Alicia nos sueña a todos

– Todos los niños crecen, excepto Peter Pan

– Guillermo Brown el travieso, el proscrito, el genial

La historia interminable o el cuento de nunca acabar

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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