Andanzas y fábulas de Álvaro Cunqueiro

Cuando el viejo Sinbad vuelva a las islas, de CunqueiroSeñala Andrés Trapiello, en frase ya famosa, que los escritores de derechas ganaron la guerra civil pero perdieron los manuales de la literatura. En el caso de Álvaro Cunqueiro, es probable que hablemos de un derrotado por partida doble. Cunqueiro optó por una escritura que de inmediato se ganó la reprobación de la ortodoxia ideológica como literatura de «evasión». En un momento en que triunfaba (entre la crítica) el compromiso literario, bien trabado a esa corriente realista que siempre nos han querido hacer creer que es la esencia de la cultura española, el gallego publicaba fábulas protagonizadas por unos personajes llamados Merlín, Ulises o Sinbad, que transcurrían en escenarios en apariencia medievalizantes, en realidad atemporales, y que demostraban un notable amor por los cuentos y por el uso de un lenguaje plagado de imágenes sensoriales. Como mucho, a Cunqueiro se le aplicaba el tópico de que, por su origen gallego, era inevitable su tendencia a la fábula y a las concesiones a la pura imaginación. «¡Soñar es muy cansado!», dice el personaje de uno de sus libros, y otro responderá: «Pero es lo más antiguo que hay». El hombre aprendió a soñar antes que a hablar, es la lección que nos transmite el escritor, pero sus personajes no son meros soñadores que cierran los ojos y dejan vagar la imaginación, sino hombres para quienes la fabulación es la sustancia de la que está hecha la realidad. El errante Ulises, que aspira a encerrar el mundo en mil historias, el sabio Merlín, para quien lo maravilloso es mera costumbre, el impaciente Sinbad contemplando el mar que tal vez no vuelva a surcar pero que sabe que siempre estará dentro de él o el melancólico rey cuya existencia es la eterna espera de un hombre que se llama Orestes son avatares eternos de ese ser infinitamente complejo que todavía espera que alguien recomience el relato y pronuncia las palabras que siempre justificarán a la humanidad: érase una vez…

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Los viajes de Simbad el Marino en el cine clásico

El mejor Simbad del cine, John Philip LawSi la aventura más perfecta es el mar, como dijo Fernando Savater, el aventurero por excelencia es aquel que emprende el viaje impelido irremediablemente por el ansia de conocer qué hay al otro lado del horizonte. ¿Extraña que estos aventureros encuentren maravillas por doquier? Se puede llamar Ulises, y se puede llamar Simbad, el Ulises de Las Mil y Una Noches (no por nada hay evidentes elementos de la Odisea en la saga del segundo). El atractivo que ha despertado este personaje en generaciones de lectores se puede apreciar por el elevado número de ficciones en las que nos han sido contados sus viajes, en cine o en literatura (Álvaro Cunqueiro nos regaló así una de las más bellas novelas que ha dado este país, Cuando Sinbad vuelva a las islas). Recuérdese que el personaje que aparece en Las Mil y Una Noches es un hombre que evoca sus viajes, ya en la madurez, ante unos amigos. El incidente que lo provoca es el lamento que escucha en la calle de un infeliz que se gana la vida como porteador y contempla con tristeza, y también con envidia, el feraz jardín ante cuya puerta se ha detenido y los suculentos efluvios que desprende el banquete que sus huéspedes se están dando. Si ese pobre proletario llama la atención de su dueño es porque tienen el mismo nombre (Simbad), pero es fácil advertir una doble intención en su relato: primero un propósito moral (comunicarle a su tocayo que cada uno es dueño de su destino, por bajo que sea el peldaño donde iniciamos nuestro camino en la vida) y segundo, la propia reflexión que transmite el recuerdo de los avatares, algunos de ellos ciertamente terribles, que él mismo tuvo que atravesar hasta llegar a su posición actual.

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Algunas impresiones sobre James Joyce

James Joyce and me¿Es posible ir a Dublín y no sentir deseos de leer a James Joyce? La ciudad entera está invadida por estatuas, imágenes, museos, exposiciones, iconos de todo tipo y, por supuesto, no falta un conjunto de placas que recuerdan muchos de los lugares mencionados en Ulises. Joyce puso en el mapa literario (no sé si también en el geográfico) la ciudad donde nació, la cual hoy le rinde reverencia, del mismo modo que Irlanda entera presume de su escritor más relevante (no digo mejor: la patria de Swift, Wilde, Stoker, lord Dunsany, Yeats o Beckett no necesita proclamar a nadie por encima de los demás). Tal vez sea irónico puesto que Joyce no tuvo precisamente muy buena opinión de su tierra natal, de la que detestaba su provincianismo, que derivaba en buena medida de su victimismo nacionalista, y se esforzó en huir de ella tan rápido como pudo, lo cual no quiere decir que no siguiera viviendo en ella, al menos en el universo de las letras. Yo nunca había estado en Dublín hasta hace varias semanas y, aunque en principio no era mi propósito, he acabado sintiéndome capturado por la «necesidad» de leer a Joyce. Mi conocimiento de él era superficial. Cierto, a los diecisiete años, cursando el antiguo COU, en pleno periodo de seducción por la modernidad literaria, me leí Ulises —todavía recuerdo la expresión de censura del librero que me facilitó los dos ejemplares (los de la edición de Lumen, con traducción de Valverde), dirigida no a mí sino al supuestamente abusón de mi profesor de literatura: cohibido, no le expliqué que era un trabajo voluntario—, que no me gustó (salvo un capítulo, o así me quise convencer: el último, el famoso monólogo interior de Molly Bloom). Y debido a la buena impresión provocada por la película de John Huston Dublineses (1987) también había leído el cuento que esta adaptaba, Los muertos, que sí he considerado siempre una obra maestra aunque, hasta ahora, no me había impulsado a conocer el resto del libro. Y ahora sé por qué: tenía que ir a Dublín para sentir esa necesidad.

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El noble escepticismo de El Coyote

Primer numero de El Coyote, en la edicion ForumEl descenso de los niveles de analfabetismo entre las llamadas masas populares, que en unos países se produjo antes y en otros después, llevó a unos niveles de lectura que difícilmente podrán igualarse nunca, al menos mientras dure el fácil reinado del audiovisual en sus múltiples formatos. Esos lectores necesitaban algo que leer que no fuera «complicado» y que, por supuesto, resultara «entretenido». Las editoriales se lo dieron y fue así que floreció un tipo de literatura caracterizado por la claridad narrativa y el uso recurrente de unos elementos argumentales y escenográficos que ponen en el énfasis en el alejamiento de la realidad «cotidiana». Esto ya existía: es la llamada literatura de género practicada por los Stevenson, Conan Doyle o Rider Haggard, pero ahora sus propuestas llegaron a más gente mediante un tipo de edición de poco coste y que, industrialmente, se realizó en serie. En el mundo anglosajón, sobre todo en los Estados Unidos, fue conocido como pulp: despreciado por los lectores y críticos que se consideraban cultos, el tiempo ha acabado por dejar bien claro que incluso en las condiciones aparentemente menos artísticas los creadores de verdad siempre florecen, de tal modo que hoy no es tan delirante reconocer que la obra de un H. P. Lovecraft o un Robert E. Howard puede poseer la misma densidad dramática y producir el mismo placer estético-narrativo que la de los escritores consagrados en las historias oficiales de la literatura. En España tuvo lugar el mismo fenómeno, quizá con algunas décadas de retraso, de tal modo que ese reinado de la aquí llamada literatura popular tuvo lugar entre los años veinte/treinta y los sesenta/setenta, en su tramo final ya en evidente decadencia. Ese retraso se manifestó en la apuesta de las editoriales y de los propios escritores por reproducir los modelos venidos de fuera y aparentar extranjeridad no solo en los personajes y las ambientaciones sino en el propio uso de seudónimos anglosajones por parte de los autores. Ahora bien, está por realizar no ya su reivindicación sino su mismo estudio, más allá de encomiables intentos (en la bibliografía situada al final del artículo levanto acta de aquellos que me han guiado en mi pequeña incursión), y es por ello mayor el asombro que produce el descubrimiento de escritores dotados de una deslumbrante capacidad narrativa y de obras que producen un placer mayúsculo. Quizá la punta de un iceberg del que apenas conozco su pequeña cúspide sea el barcelonés José Mallorquí y el cuantioso ciclo que escribió, en los años centrales del siglo XX, sobre el justiciero enmascarado conocido por El Coyote.

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Johnny Guitar nunca da la mano a un pistolero zurdo

cartel-belga-de-johnny-guitarDos grupos de hombres armados, en el interior de un saloon, se miden en tan tenso tenso silencio que es fácil presagiar que cualquier pequeño incidente desencadenará el tiroteo: y un vaso comienza a rodar sobre la tarima dirigiéndose hacia el vacío. Mas entonces una mano entra en el cuadro y con inolvidable gesto enérgico lo deposita sobre la madera. El hombre alto y rubio que lo recogió, mucho más adelante en la historia, cuando otro tipo se dirige hacia él para saludarlo, lo detiene con una respuesta cortante: «Nunca le doy la mano a un pistolero zurdo». Un gesto inolvidable y una réplica antológica. Si los westerns clásicos abundan en escenas e imágenes de este tenor, Johnny Guitar (1954) está erigido de modo tan absoluto sobre estos elementos que acaba por parecer un homenaje meta-genérico dirigido por uno de esos directores-cinéfilos tan propios del futuro que hubiera viajado en el tiempo a la época dorada del género para dotar a su película de los actores y la sustancia visual del clasicismo. Seguramente no exista otro western que haya generado tanta literatura, con el consiguiente riesgo de cansancio incluso entre sus admiradores. Pero siempre acaba funcionando, porque tras las imágenes sempiternas, tras los diálogos grabados en la memoria, tras el chocante uso del color, el espectador intuye a un director que hace necesarias las sensaciones tantas veces experimentadas. Un director para el que parece pensado el concepto de cine de autor porque todas sus grandes películas, pertenezcan al género al que pertenezcan y sin necesidad de firmar su guion, parecen capítulos de una misma historia de amor. Cambian los nombres y las profesiones. El hombre y la mujer unas veces están en el Oeste y otras en un lugar solitario, unas veces son amantes de la noche y otras veces se encuentran en una casa en sombras. Pero siempre identificamos, detrás de ellos, el hálito compulsivamente romántico de Nicholas Ray.

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A vueltas con El hombre que fue Jueves

Jueves againPuesto que yo mismo la había propuesto para una tertulia que hacemos unos amigos, he leído por enésima vez la novela de este autor conocida bajo el fascinante título de El hombre que era Jueves. Y el entusiasmo ante esta «gozosa pesadilla», como tan bien la definió su traductor Alfonso Reyes (Una pesadilla es el subtítulo que el mismo escritor dio a su ficción, que los despistados no deben olvidar) ha sido tan incontenible como la primera vez que la leí. Ahora mismo no tendría el menor reparo en calificarla como la mejor novela de todos los tiempos. Y sí, claro que exagero, más que nada porque ese mero enunciado empobrece el conocimiento de la literatura de quien la profiere: un lector (o un espectador) solo debería decir eso justo después de leer esa obra que tanto le ha entusiasmado. Y en cualquier caso, sí afirmo sin vacilar que, a mis ojos, casi ninguna otra posee la increíble fluidez que esta revela (únicamente alguna del gran Robert Louis Stevenson, no por nada el modelo confeso de Chesterton, y la fuente de inspiración concreta de esta particular fantasía); la desbordante capacidad para hacer que devoremos la página y saltemos a la siguiente; que leamos una frase ingeniosa o una frase divertida y, además de paladear el ingenio y la diversión, nos inquiete sospechar que hay algo más detrás de ellas. Además, lo digo ya, después de un buen puñado de relecturas del libro —acotación: descubro que solo son cinco, pero me parece que la he tenido que leer cada año de mi vida desde que la descubrí—, acabo de decidir lo que quiero ser en la vida, lo que hubiera querido ser en la vida: alguien capaz de conducirse por ella como su inolvidable protagonista, el poeta detective Gabriel Syme. Es decir, con la misma capacidad tanto para asombrarse como para complacerse con el asombro; con el mismo ingenio en los labios; con el mismo valor y el mismo sentido del riesgo; con el mismo concepto jubiloso de la amistad; con la misma ecuanimidad para juzgar a quien parece horrendo o detestable. Dicho de otro modo: yo hubiera querido ser Jueves.

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Isaac Asimov, el polígrafo desmedido

El ciclo de los robots                    La Trilogía de la Fundación

isaac-asimovEn determinado momento de sus Memorias, a la altura de 1968, cuando ya llevaba escribiendo cerca de treinta años, Isaac Asimov recuerda el momento en que advirtió que estaba a punto de publicar su libro número cien y cuenta cómo decidió conmemorarlo con una nueva obra que llama, sencillamente, Opus 100, y que consistiría en una especie de antología de lo más significativo de su carrera. El escritor moriría en 1992. En el lapso entre una fecha y otra no pasó el mismo intervalo temporal y, sin embargo, cualquier búsqueda de información en Internet señala que la firma del escritor se encuentra en más de cuatrocientos libros, algunos de ellos no como autor completo sino como editor, prologuista o comentarista (muchos son antologías). Isaac Asimov es uno de los escritores más prolíficos que hayan existido: él, racionalista confeso y por tanto ateo irremisible, escribió que, de existir el paraíso, para él sería una habitación llena de libros y con una máquina de escribir, un lugar de donde no haría falta salir nunca. A eso lo llamó claustrofilia, hermosa palabra que más de uno hacemos nuestra. Y escribió de todo. Ha pasado a la historia como maestro de la ciencia-ficción, pero sobre todo publicó obras de divulgación, de todo tipo: científica, literaria, histórica, genealógica, bíblica… Como titulo este artículo, fue un polígrafo desmedido. Llevo leyendo a Asimov toda la vida —desde que, a principios de los 80, devoré su fabulosa antología Los robots— y es evidente que nunca podré leer (ni lo pretendo) más de una pequeña parte de su obra, que ni siquiera está publicada en su totalidad en nuestro país. Sin embargo, escribo sin vacilación que jamás me he aburrido con él. Podrá tener obras brillantes, obras discretas y obras desaprovechadas, pero nunca he tenido la sensación de estar perdiendo el tiempo, y la seguridad de saber que todavía me quedan sobradas historias y ensayos suyos que anticipo que leeré con sereno placer supone uno de los estímulos de ese futuro que yo también quisiera claustrofílico.

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El doblaje barcelonés: la Metro, años 50 (II)

Metro I      II

Escarlata O'Hara, a Dios pongo por testigoSi el cuadro masculino del estudio contó con tres o cuatro voces simultáneas que solían repartirse los protagonismos, las voces femeninas estelares prácticamente se redujeron a dos, que por lo tanto figuran en la práctica totalidad de los trabajos el estudio en los años cincuenta. Fueron dos maravillosas actrices, Elvira Jofre y María Victoria Durá, asombrosamente complementarias entre sí, como indican los apelativos con que se las conoce: la voz dulce y la voz grave de la Metro, respectivamente. Escucharlas juntas en un mismo reparto doblando personajes de relevancia similar (lo cual sucedió bastantes veces) fue un privilegio. Es curioso, sin embargo, que la voz asociada al papel más famoso del estudio, la Escarlata O’Hara de Lo que el viento se llevó (1950), la de Elsa Fábregas (1921-2008), haya de quedar fuera de este artículo. Primero, porque aunque dobló bastante en Metro durante la década anterior (había dado su voz a Vivien Leigh más de una vez antes de ese trabajo) no estaba contratada en exclusiva y, además, justo en ese momento, y seguramente por el prestigio alcanzado por dicho papel, recibió una oferta de Madrid por parte de Hugo Donarelli, gran factótum de la profesión en la capital, y marchó allí como gran estrella. Volvió a mediados de los cincuenta y se contrató en Voz de España, sin volver a Metro. En Barcelona ya permanecería hasta su muerte, convertida posiblemente en la actriz femenina más legendaria del doblaje español tanto por su talento como por lo longevo de su carrera, que le permitió atravesar todas las épocas de la profesión en primera línea, adaptándose según su edad, desde la época de los pioneros y la clásica hasta asistir a la propia decadencia de la profesión, acumulando siete décadas de actividad, desde 1935 hasta 2007. Puede decirse que murió con las botas puestas.

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El doblaje barcelonés: la Metro, años 50 (I)

Metro I     II

Este artículo está dedicado a mi amigo Jorge Montalvo, el hombre que tiene en su cabeza el libro que el arte del doblaje tanto necesita.

El mítico león de la Metro

El famoso lema de la Metro Goldwyn Mayer (el estudio con más medios de todo Hollywood) decía que en sus películas había más estrellas que en el cielo. En la edad en que se forja la cinefilia (en mi caso, la segunda década de mi vida), la Metro era mi estudio favorito y no porque hubiera hecho algún estudio comparativo entre unas majors y otras, sino por una razón más sencilla y más subjetiva: porque sus películas tenían las mejores voces del mundo. Muy pronto descubrí que el doblaje no era algo natural que venía con las películas. En una época en que todo el cine clásico nos llegaba a través de la televisión y, por tanto, doblado, no tardé en advertir que había películas que «sonaban» estupendamente y otras, con los mismos actores, daba pena escucharlas. La nobleza de gestos de Ivanhoe o de Lanzarote del Lago (esto es, Robert Taylor) se expresa asimismo mediante una voz de vibrante armonía (esto es, la de Rafael Navarro, aunque su nombre tardé muchos años en saberlo). El genial duelo final de El prisionero de Zenda entre Rodolfo Rassendyll y Ruperto de Hentzau se desarrolla en un doble plano: el de la sugestiva armonía visual de ese ese combate en que miden sus espadas y en las elegantes invectivas que se cruzan sus voces (esto es, las de Rafael Luis Calvo y José María Ovies). De película en película, las mismas voces se perpetuaban en los mismos actores (no era el único estudio donde se hacía, claro, pero estas fueran las primeras que yo aprendí), creando una complicidad natural con el espectador: otro motivo para ver el film. A la vez, las palabras, esto es, las traducciones, poseían una fluidez maravillosa, producto de unas traducciones cuidadas como si fueran alta literatura. La magia del doblaje es difícil de describir a quien no la aprecia o a quien considera esta práctica una adulteración del cine. Hace ya muchos años que yo mismo me pasé irremediablemente al bando de las versiones originales, pero confieso que hay películas que me siguen pidiendo verlas como siempre. No falla: son películas de la Metro Goldwyn Mayer.

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Recorrido por las lecturas de 2022

Lecturas del 2022

Voy a dedicar el primer artículo que publico en el blog en este recién iniciado 2023 a hacer un pequeño recorrido sobre algunas de mis lecturas del 2022 tan recientemente clausurado. Nunca lo había hecho y supongo que es una muestra de vanidad hacerlo (si el pensar que a alguien le puede interesar lo que uno escribe, sea lo que sea, no es ya vanidoso), pero una de las razones por las que hace ya bastantes años me decidí a abrir este blog fue, precisamente, para que constituyera mi memoria sobre lo que leo o veo. Confieso que en muchas ocasiones, si no hubiera dejado por escrito mis impresiones, más o menos detalladas, sobre las películas, libros y tebeos que he ingerido, poco rastro quedaría de semejante digestión salvo un vago recuerdo. En parte, se debe a la falta de método que siempre me ha guiado en mis elecciones. Creo una virtud que no tenga el menor prejuicio sobre géneros, épocas, países y estilos, y por ello intente ampliar mi conocimiento en cualquier dirección, pero un defecto la evidente dispersión que eso produce. Del mismo modo, ser capaz de leer en cualquier sitio y con rapidez tiene sus ventajas e inconvenientes: acumulo lecturas con facilidad pero por lo mismo los estratos superiores pueden acabar pensando demasiado sobre los anteriores e ir ocultando su recuerdo. Otra característica de mis lecturas es que cuando «entro» en un escritor o tema, por lo general sigo con los mismos mientras me dure el interés, de ahí la gran cantidad de artículos sobre ciclos literarios que hay en el blog. Una última cuestión que debo decir antes de dejar ya tanta autojustificación es que, a lo largo del año, me he visto «mediatizado» por el libro que estoy ya prácticamente concluyendo, que pretende abordar la cuestión, para mí tan atractiva, de las relaciones entre la literatura y el cine. Por tanto, he releído (o leído por primera vez) todas aquellas obras que necesitaba recordar o conocer para incluirlas en el mismo.

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Capra antes de poner su nombre sobre el título

Mítica imagen de Que bello es vivirNi Hitchcock, ni Ford, ni Welles. El primer director cuyo nombre aprendí a reconocer y a buscar en las programaciones televisivas (la fuente de conocimiento de la generación de cinéfilos a la que pertenezco) fue el de Frank Capra. Y ello se debió al impacto que produjo en mí, de pequeño, mi primer visionado de ¡Qué bello es vivir! (1946), asimismo la primera película que proclamé favorita en mi vida. A esta enseguida acompañaron ese trío en su día mágico formado por El secreto de vivir (1936), Vive como quieras (1938) y Caballero sin espada (1939), que devoré con igual fervor. Capra fue el primer «autor» cuyo sello intransferible fui capaz de apreciar: una película de Capra era, ante todo, una fábula poblada por incorruptibles idealistas embargados en tremendas cruzadas contra el Mal (es decir, contra los voraces e hipócritas rectores de la Sociedad, esta siempre en mayúsculas). Esas fábulas, a la vez emocionantes y divertidas, estaban pobladas por irrepetibles personajes secundarios y en ellas los acontecimientos (por utilizar una expresión leída en Baroja que siempre he adorado) marchaban al galope, no en vano Capra hizo célebre una técnica narrativa basada en el ritmo irrefrenable. Ahora bien, a medida que fui revisándolas, ya en la edad adulta (a lo mejor demasiado adulta), comencé a encontrarles diversos reparos, en buena medida porque intuía que, película a película, las pretensiones parabólicas del director, convencido de estar cumpliendo tanto una función industrial como, sobre todo, social, comenzaron a hacerse excesivas. Excluyo de esta consideración, por supuesto, ¡Qué bello es vivir!, que siempre he considerado, y a estas alturas creo que siempre consideraré, como una obra maestra en la que ni falta ni sobra nada ni hay elemento alguno que produzca incomodidad.

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Drácula en el cine español

Nosferatu               Drácula de Browning                Drácula de Fisher

Narciso Ibañez Menta, majestuoso Dracula espanolSegún señalan las fuentes, el primer Drácula del cine fue húngaro, si bien la película en cuestión se halla perdida (era de 1921). El segundo fue alemán: si bien apócrifo, su deuda con la criatura de Bram Stoker no la negaron ni los propios responsables de la película. Hablo del mítico Nosferatu inmortalizado por el espeluznante Max Schreck, en 1922, en el genial film homónimo de F. W. Murnau. Desde entonces, el personaje pasó al ámbito anglosajón, gracias sobre todo a los famosos ciclos desarrollados primero en Hollywood por la Universal, con Bela Lugosi como intérprete emblemático, y después en Gran Bretaña por la Hammer, ahora con Christopher Lee en idéntico rol. El vampiro, con identificación draculiana o sin ella, recorrería buena parte de las principales industrias cinematográficas del mundo entero, de México a Japón pasando por Turquía, con lo que no es de extrañar que también acabara relevando en España. Siempre me ha parecido este personaje la creación más fascinante del terror, ya sea literario (la estupenda novela de Bram Stoker) ya sea cinematográfico, y a él he dedicado unos cuantos artículos en este blog. No es mal complemento un recorrido por las cuatro principales apariciones del Señor de la Noche en el cine hispano. Ninguna es memorable y alguna es del todo grotesca pero en conjunto son capítulos que el entusiasta del vampiro no puede desconocer. Dos de ellas se hicieron en los días de auge de la coproducción europea y dos durante el esplendor industrial del así llamado fantaterror español de los años 70, cuando ya el género en su vertiente más sanamente de serie B estaba de retirada. Las dos primeras están dirigidas por el mismo director, Jesús Franco, y son El conde Drácula (1970) y Las vampiras (1971). Las otras dos, El gran amor del conde Drácula (1973) y La saga de los Drácula (1973).

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V de Vendetta, de Alan Moore: anarquía contra fascismo

Este artículo es una revisión exhaustiva, tras la oportuna relectura, del publicado anteriormente en el blog.

V de VendettaSegún los libros de Historia, Guy Fawkes fue la cabeza visible de una conspiración católica, llamada «de la pólvora», cuyo objeto era volar el 5 de noviembre de 1605 el Parlamento inglés, con el rey y todo su gobierno en plena sesión. Detenido y ejecutado, enseguida sería objeto de execración o burla, bajo la forma de maniquí destinado al fuego, en esa conmemoración del acontecimiento que tiene lugar cada año, en ese día, que en España nos recuerda mucho a la Noche de San Juan. El rostro de Fawkes, convertido en máscara, es un poderoso icono de los tiempos actuales, y su forma definitiva procede de un espléndido cómic titulado V de Vendetta, cuyos responsables fueron el guionista Alan Moore y el dibujante Dave Lloyd. A este último se le debió la sugerencia de utilizar a Fawkes como reconocible avatar del protagonista del tebeo, el tal V, idea que fue adoptada con entusiasmo por Moore al encontrar así la piedra miliar sobre la que construir su carismático personaje. En su ficción, Moore utilizó elementos del cómic adulto y del cómic popular para situarnos ante una denuncia de la amenaza del totalitarismo —la cual siempre comienza con un resurgimiento del autoritarismo que cuestiona algunos de los valores de la democracia con la excusa del peligro de las esencias nacionales— bajo el formato de clásica antiutopía. El resultado, la primera de esa serie consecutiva de obras maestras (Miracleman, Watchmen, La Cosa del Pantano…) con las que el guionista revolucionó el panorama del cómic y que lo convirtió, junto a Frank Miller, en el artista más influyente del final del siglo XX.

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Mitchell Leisen, el director invisible

La imagen mas conocida de Mitchell Leisen¿Quién rayos es Mitchell Leisen?, me pregunté durante muchos años. Teniendo en cuenta que la primera película que pude ver de él, Una chica afortunada (1937), fue rondando la veintena, y que desde los diez o doce años apuntaba en un cuaderno todas las películas americanas o inglesas que conocía, con sus directores y actores principales, el de Leisen para mí era un nombre sin contenido (hay que recordar que entonces no existía Internet y que uno mismo era quien se elaboraba sus propias fichas filmográficas). Cuando por fin empecé a «normalizar» mi conocimiento sobre él, sufrí un considerable deslumbramiento: el exhaustivo ciclo que Televisión Española le dedicó en las madrugadas de 1992 me descubrió a un hombre que apilaba con facilidad magníficas películas. Busqué entonces información en serio y descubrí a un director vilipendiado. Preston Sturges, de quien filmó dos guiones (uno de ellos el del film antedicho), dijo de él que le importaban más los decorados que el argumento de sus películas. Billy Wilder, de quien rodó tres libretos, declaró que si se decidió a pasar a la dirección fue por hartarse de ver cómo algunos inútiles destrozaban sus historias. Como mucho, a Leisen se le concedía el mérito de haber sido una pieza eficaz en el engranaje de los estudios, pero sin la personalidad que sí tenían esos autores completos que fueron Sturges y Wilder tan pronto se pasaron a la realización. Y sin embargo, ¿basta el contar con estupendos guiones y todo el engranaje de producción de una major como la Paramount para ofrecer tantas buenas películas? Es evidente que no. Mitchell Leisen fue un magnífico narrador en imágenes (que es la función esencial de un realizador, sea suyo o no el guion que está filmando), experto en acertar con la atmósfera que necesitaba cada proyecto distinto (otra faceta que suele olvidarse al analizar a un director) y con una mágica versatilidad para abordar igual de bien cualquiera de los géneros que practicó —sobre todo la comedia y el melodrama, pero también el thriller y la aventura—, es más, sabiendo fundirlos desconcertantemente con un sentido del equilibrio y un buen gusto sin parangón.

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El Dorado: la decadencia también es clasicismo

Poster original de El Dorado, de Howard HawksUno de los argumentos más conocidos del western clásico gira en torno al enfrentamiento de un puñado de defensores de la ley contra un corrupto cacique y sus sicarios, en un pequeño pueblo fronterizo. Los primeros tienen como cuartel general la cárcel de la localidad, donde prácticamente acabarán cercados por los segundos, y son cuatro: el enérgico líder del grupo, su amigo alcoholizado, un muchacho y un anciano (aparte queda el apoyo desde el exterior de la mujer que ama al primero). El hombre que concibió esa historia, Howard Hawks, para muchos el mejor creador de westerns del Hollywood clásico tan solo por debajo de John Ford (con quien comparte amplios vínculos, comenzando porque su actor emblemático en el género fue John Wayne), acabó filmándola dos veces. La primera se llama Río Bravo (1959); la segunda, El Dorado (1966). (Sí, cierto: en realidad lo hizo tres veces, pero la última, Río Lobo, de 1970, ya es mucho menos afortunada que las otras dos). De pequeño, vi tantas veces Río Bravo que bien puede haber sido mi western de cabecera en esos años de forja cinéfila. De adulto, en cambio, es El Dorado el título que reviso una y otra vez. Por ello, el recuerdo de la primera, y de su perfección, permanece granítico en mi memoria. Pero la segunda está más viva: sus defectos me resultan más nítidos, alguno incluso me resulta muy incómodo, y sin embargo el incontenible cariño que me despierta está más allá de todo sentido lógico. Sencillamente, me parece maravillosa la frescura con que, arriesgando la repetición de un esquema argumental que ya había salido bien, el veterano Hawks, indiferente a los vientos de declive, mutación o degradación que atravesaban el género en esos años 60, supo transmitir la sensación de que este nada había cambiado (hay pocos títulos fuera de la época clásica que respiren tanto clasicismo) y, a la vez, reconocer la imposibilidad de ignorar esos cambios. Así, en un momento en que el componente crepuscular inundaba el género, más de una vez con franco artificio, él supo ofrecer una mirada sobre la decadencia tan luminosa como admirablemente lúcida.

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