Las claves Las novelas
Hay una expresión que siempre me ha parecido un estereotipo difícil de justificar: la del escritor de raza. Sin embargo, no sé por qué, sale sola de mi pluma (bueno, de mi teclado) cuando comienzo a escribir sobre Emilio Salgari. Y es que no cabe duda: se trata de un autor que escribía de manera atropellada, que es dudoso que alguna vez revisara lo que escribía, por lo que su historias carecen de estructura, de tal modo que acaban haciéndose repetitivas, sin un desarrollo modulado y que para colmo las concluye del modo más abrupto y casi inesperado, como si de pronto advirtiera que el límite de páginas que tenía establecido por libro está a punto de ser rebasado. Ahora bien, como decía bien Alfredo Lara en un artículo dedicado a las películas inspiradas por el veronés1: «imaginaba en su fantasía desmesurada las historias que uno quiere oír, leer, conocer». Empezar un libro de Salgari (vale casi cualquiera) es precipitarse de pronto en un espacio lejano y exótico que, sin embargo, a la segunda página ya nos resulta el lugar más familiar del mundo, y asistir a una peripecia trepidante a más no poder en la que se nos lleva de la mano sin que nos detengamos mucho a pensar qué diablos está pasando. Narración en estado puro, la propia, retorno ahora a mi afirmación, de un hombre que vivía para escribir tanto como escribía para vivir, que rellenó miles de páginas y publicó e inspiró una cantidad tan colosal de libros que todavía hoy resulta difícil distinguir los originales suyos de los apócrifos. Y no se me ocurre mejor ejemplo para penetrar en su sugestivo mundo literario que el ciclo aventurero que dedicó al más famoso personaje surgido de su imaginación: Sandokán, el Tigre de la Malasia.