¿Es posible ir a Dublín y no sentir deseos de leer a James Joyce? La ciudad entera está invadida por estatuas, imágenes, museos, exposiciones, iconos de todo tipo y, por supuesto, no falta un conjunto de placas que recuerdan muchos de los lugares mencionados en Ulises. Joyce puso en el mapa literario (no sé si también en el geográfico) la ciudad donde nació, la cual hoy le rinde reverencia, del mismo modo que Irlanda entera presume de su escritor más relevante (no digo mejor: la patria de Swift, Wilde, Stoker, lord Dunsany, Yeats o Beckett no necesita proclamar a nadie por encima de los demás). Tal vez sea irónico puesto que Joyce no tuvo precisamente muy buena opinión de su tierra natal, de la que detestaba su provincianismo, que derivaba en buena medida de su victimismo nacionalista, y se esforzó en huir de ella tan rápido como pudo, lo cual no quiere decir que no siguiera viviendo en ella, al menos en el universo de las letras. Yo nunca había estado en Dublín hasta hace varias semanas y, aunque en principio no era mi propósito, he acabado sintiéndome capturado por la «necesidad» de leer a Joyce. Mi conocimiento de él era superficial. Cierto, a los diecisiete años, cursando el antiguo COU, en pleno periodo de seducción por la modernidad literaria, me leí Ulises —todavía recuerdo la expresión de censura del librero que me facilitó los dos ejemplares (los de la edición de Lumen, con traducción de Valverde), dirigida no a mí sino al supuestamente abusón de mi profesor de literatura: cohibido, no le expliqué que era un trabajo voluntario—, que no me gustó (salvo un capítulo, o así me quise convencer: el último, el famoso monólogo interior de Molly Bloom). Y debido a la buena impresión provocada por la película de John Huston Dublineses (1987) también había leído el cuento que esta adaptaba, Los muertos, que sí he considerado siempre una obra maestra aunque, hasta ahora, no me había impulsado a conocer el resto del libro. Y ahora sé por qué: tenía que ir a Dublín para sentir esa necesidad.
Decir que uno ha leído o quiere leer a James Joyce casi parece sugerir que va a participar en un grand slalom. Para mí, la literatura tiene dos objetivos, indisolublemente fundidos: el placer narrativo y el conocimiento. Yo leo para disfrutar —reconociendo que hay múltiples modos de hacerlo: Stevenson y Dostoyevski, Henry James y Shakespeare, Guillermo Brown y el piloto Pirx se gozan de modo diferente, y esa es la gracia: la diversidad— y leo también para conocer. Para conocer en un doble sentido. Uno es general: conocer mejor el mundo, las múltiples facetas de lo humano, la Historia y la Geografía, etcétera. El otro es particular: conocer el modo en que determinado escritor ha abordado los temas que le han interesado y el modo en que intenta captar nuestro interés. Eso me ha llevado a leer, lo reconozco, novelas y autores que, sospechaba, me iban a gustar poco (a veces, he confirmado las sospechas; otras, más gratas, por supuesto, he ganado un nuevo placer).
Leer a James Joyce entra en la categoría, cierto, de reto literario. ¿Merece la pena? En las siguientes líneas, y de modo obligadamente sintético voy a intentar transmitir mis impresiones sobre los tres libros más famosos del escritor irlandés: el libro de cuentos Dublineses (publicado en 1914), Retrato del artista adolescente (publicado en 1916: desde ahora, lo llamaré Retrato del joven artista, puesto que lo he leído no en la traducción clásica de Dámaso Alonso sino en la más reciente de Damià Alou para Cátédra, que lo titula así) y, por supuesto, Ulises (1922). Dejo de lado Finnegans Wake, puesto que las referencias y las pequeñas catas me han convencido de que está más allá de mis posibilidades, puesto que es un libro que, más que ningún otro, debería leerse en su lengua original (como toda la poesía, creo yo).
Juan Benet, que detestaba Ulises, escribió que admiraba en James Joyce que «nunca se reiteró, nunca insistió en lo ya conseguido, nunca buscó un éxito ya demostrado; todo libro suyo era una novedad respecto al anterior y sólo emprendía la redacción de uno cualquiera una vez había comprendido que era menester dar otro nuevo paso, aunque fuera en el vacío». Los cuatro libros que hoy constituyen su gloria (escribió poesía, ensayos y una obra teatral, pero ellos son los pilares que sostienen su universo literario), en efecto, son pasos sucesivos hasta la casi completa disolución de ese asidero común que comparten casi todos los autores con sus hipotéticos lectores y que hace que yo mismo me rinda de antemano ante Finnegans Wake.
Entre cada libro hay un salto, un salto más pequeño al principio y después un salto con botas de siete leguas. Si uno compara el primero, Dublineses, con el último, y no conociera la existencia de los dos intermedios, diría que no pueden pertenecer al mismo escritor.
Dublineses es un conjunto formado por quince cuentos, de extensión diversa (el más largo es el último, Los muertos) que fueron compuestos entre 1904 y 1907, los primeros en la misma Irlanda, donde vieron la luz en algunas revistas, la mayoría fuera de su país, en Trieste. Su publicación habría de retrasarse casi una década desde el momento en que envió el primer manuscrito (con doce relatos) al editor. Las razones fueron el temor al rechazo por la crudeza del lenguaje, la inmoralidad de las situaciones, la heterodoxia política e incluso la posibilidad, derivada de la minuciosa sujeción a la realidad en su paseo por Dublín, de ser demandados por algún empresario que estuviera disconforme con la aparición de su negocio en el libro. Algo así también sucedería con los otros dos trabajos, sobre todo con Ulises.
En su libro La verdad de las mentiras, en el que analiza buena parte de los títulos que forman el Canon literario del siglo XX, Mario Vargas Llosa, en el artículo dedicado al libro que nos ocupa, señala que para la fecha de su publicación, era «de hechura tradicional y tributario de un realismo naturalista algo arcaico». Lo cierto es que quien entre en los relatos después de haber leído Ulises se sentirá sorprendido, pero no por el contenido sino por la textura, por la sencillez (aparente) de unas composiciones que abordan a sus personajes y a sus situaciones de un modo que, sin complacerse en lo costumbrista, desprende un desnudo ascetismo estilístico, una profunda sensación de veracidad. Un elemento ayuda a alcanzar esta percepción: el propósito de situar con escrupulosa exactitud el lugar exacto donde vive o trabaja cada uno de aquellos, donde sucede esto o aquello. Como lector obsesionado por los mapas y los planos que registran los escenarios y recurridos de un libro, agradezco mil veces ese detallismo. Recomiendo, para leer a Joyce y en concreto Ulises, el magnífico mapa literario de MS que reconstruye el Dublín de 1904.
Los relatos son por lo general breves; los más, tienen menos de veinte páginas. Muchas veces son una pequeña impresión de la vida cotidiana y sin embargo basta para llenar de hondura la atmósfera que envuelve este Dublín de las clases modestas (o de las clases medias al borde del puro desclasamiento: el ambiente de Ulises). Puede parecer que los finales son abruptos: que el relato podía habernos contado un poco más, pero la relectura atenta revela que Joyce abandona a sus criaturas en el momento adecuado, muchas veces cuando estas han descubierto la precariedad de su concepto de lo cotidiano mediante algún tipo de acontecimiento o revelación (el escritor, y sus exégetas, llaman a esto epifanías). Falta por completo el elemento literario que más detestaba, la retórica (de ahí su rechazo del nacionalismo).
Destaco a vuelapluma algunos relatos. Un caso lamentable ofrece una reflexión sobre la soledad que, no sé por qué, me recuerda a un autor en las antípodas de Joyce, el Henry James de El altar de los muertos o de La figura en la alfombra. Efémeride en la sala del comité registra la conversación, banalmente vulgar, de un grupo de profesionales de medio pelo de la política (el padre de Joyce había sido agente electoral de Parnell, la figura más relevante del nacionalismo irlandés del siglo XIX, cuyo triste destino —fue dado de lado por quienes antes lo habían aplaudido por un pacato escándalo moral que dejó bien claro el peso mefítico de la Iglesia católica sobre los irlandeses— se palpa en todas las obras del escritor, revelando su importancia en su biografía dublinesa). Una nubecilla es una pequeña crónica del amargor del fracaso, a través del reencuentro entre dos viejos amigos, uno de los cuales marchó a Londres y allí ha conseguido alguna relevancia como periodista y el otro ha tenido que encerrar dentro de sí las aspiraciones literarias que tuvo un día para dedicarse al gris esfuerzo cotidiano de sostener a su familia.
Ahora bien, el relato más justamente conocido, no la obra maestra del conjunto porque es una afirmación que, en este libro, resulta irrelevante pero seguramente sí el más notorio, es Los muertos. Es también el más largo. Organiza su anécdota en torno a la fiesta anual que, en el día de Reyes, celebran dos ancianas solteronas, las señoritas Morkan, a la que invitan a familiares y amigos. Joyce dibuja primero un magistral cuadro colectivo de tipos sociales y psicológicos y termina concentrándose en una pareja, el matrimonio formado por el profesor Gabriel Conroy, el sobrino favorito de las anfitrionas, y su esposa Gretta. El primero abandona la fiesta en estado de complaciente bienestar: como siempre, se ha sentido cómodo en ella, sobre todo al advertirse especialmente querido y estimado (como prueba que sea él tanto el encargado de trinchar el ganso como de leer el discurso de agradecimiento a sus tías); y un gesto casual observado en su esposa ha hecho renacer su deseo sobre ella, de tal modo que anhela el regreso al hotel para poder saciarlo. Sin embargo, le espera la sorpresa de que ese gesto que a él tanto le ha excitado, en ella se corresponde con el súbito recuerdo (debido a la canción que estaba escuchando) de un enamorado de sus años de adolescencia, que murió joven tras haber recorrido, pese a su tisis ya terminal, el frío camino bajo la nieve hasta su casa para despedirse de ella, que marchaba al internado. Ese recuerdo brilla como una manifestación de amor puro, inalcanzable para la mayoría de los mortales, como aprecia el entristecido Gabriel. El final del cuento es uno de los fragmentos más bellos y melancólicos de la historia de la literatura.
Retrato del joven artista es la autobiografía apenas disimulada a través del avatar interpuesto de Stephen Dedalus, a quien seguimos prácticamente desde su mismo nacimiento hasta el momento en que, como el mismo Joyce, decide abandonar Dublín y marchar a Europa para respirar la libertad artística. El escritor reelaboró una primera (y muy extensa) novela, editada muchos años después como Stephen Hero, en un proceso que abarcó más o menos desde 1909 hasta 1913. Al año siguiente se publicaría por entregas y salió en volumen, en una editorial estadounidense, a finales de 1916.
La lectura del Retrato del joven artista ha supuesto para mí un descubrimiento asombroso: nunca había imaginado que en su interior se escondiera un libro de tan pegajosa profundidad y tan admirable en el aprovechamiento de sus recursos literarios. Desnudando su alma ante el lector de un modo que justifica otra afirmación de Benet —que en ningún autor como él coinciden de modo tan íntimo vida y obra—, el Retrato es una novela de crecimiento, de aprendizaje, de búsqueda de la autonomía crítica, que tiene la increíble virtud de conseguir una identificación en verdad estremecedora del protagonista con el lector (al menos, de este lector que ahora escribo) pese a lo antagónicas que puedan ser las respectivas circunstancias vitales de ambos. La clave está en la admirable utilización de esa técnica que tan famoso ha hecho al escritor, el monólogo interior, un monólogo todavía sin las libertades sintácticas que se tomará en Ulises (el Retrato, por ello, carece de complejidad en este sentido: si no gusta, no será por el lenguaje).
Un monólogo que explora de forma inolvidablemente desgarrada la sensibilidad de su protagonista, desgranando a lo largo de cinco capítulos tomados en distintos momentos de su vida (de la infancia a los años de universidad) los progresivos conflictos de este en su toma de contacto con la realidad y en la reafirmación de sí mismo, en la adquisición de su propia personalidad. La admiración incondicional hacia los adultos que nos rodean en los primeros años de nuestra vida y la curiosidad con que un niño asiste a conflictos entre aquellos que no está en condición de comprender (significativamente, el primer conflicto con la Iglesia, que es uno de los leit-motivs del libro); el desagradable descubrimiento de que esos seres cercanos pueden convertirse en una presencia no ya extraña sino que nos avergüenza; la culpable revelación de la sexualidad y sus necesidades (en su caso, la frecuentación de prostitutas apenas entrado en la adolescencia); el peso implacable del catolicismo y su sentido de la culpa en la educación de los irlandeses; las contradicciones del nacionalismo, siempre exigente de una lealtad incondicional a la identidad esencial; la búsqueda de un ideal romántico que se revela como un espejismo; la dura lucha por encontrar una voz propia en el plano estético. Y lo prodigioso es que en cada etapa Stephen es el mismo y a la vez es distinto, pues Joyce sabe identificar cada estadio de su desarrollo y expresar de modo estremecedor sus anhelos y sus pesares.
Son muchos los momentos de este libro que dejan una profunda huella en el alma, por su capacidad para fundir lo dramático y lo estético (que fue siempre el objeto de la literatura de Joyce). Destaco tres: el espléndido pasaje en que el padre, Simon, lleva al hijo a su Cork natal y trata de revivir patéticamente sus hitos de la juventud, paseándose entre fantasmas tan lamentables como él; el registro de las penas de la condenación con que son amenazados los pecadores, durante un sermón en el colegio de ese adolescente cuya conflictiva sexualidad le remuerde, y en especial la minuciosa descripción del infierno, que por momentos se convierte en una cumbre de la literatura fantástica; o la conversación final con el amigo íntimo, Cranly, en la que el escritor ya desnuda por completo su anhelo como adulto. En este último fragmento figura una afirmación de Stephen/Joyce que sin la menor duda fue la máxima de su vida: «No serviré a algo en lo que no creo, ya sea mi hogar, mi patria o mi iglesia: e intentaré expresarme en un estilo de vida o artístico lo más libre que pueda y tan plenamente como pueda, y utilizaré para defenderme las únicas armas que me permito utilizar: el silencio, el exilio y la astucia».
Joyce deja a Dedalus justo en el momento en que se marcha de su patria. En Ulises lo retomaría, tristemente fracasado en sus ansias artísticas (no ha abandonado la condición de joven promesa, remarcan cuantos le rodean) y dominado por los remordimientos, pues ese mandato de no dejarse arrastrar por lo que no cree le llevó a no cumplir el último deseo de su madre, en su lecho de muerte: arrodillarse y rezar por ella. Ese es el estado de ánimo que atraviesa al personaje en su recorrido por Ulises. Y si en efecto este libro es una trasposición de la Odisea, Joyce creó el personaje de Leopold Bloom para ensayar una suerte de reencuentro con el padre (de telemaquia, por hablar en los términos de los estudios homéricos) que, sin embargo, acabó situándose en unas alturas que tal vez el escritor no había previsto cuando comenzó su redacción.
Ulises es un caso ciertamente singular en la historia de la literatura. Para empezar, los primeros que no han dudado en hacerle reparos han sido precisamente sus entusiastas, algo ciertamente extraño porque lo normal es que, cuando alguien considera que una novela es un hito imperecedero, no suela pararse a indicar defectos que atenúen el calificativo de obra maestra. Por ejemplo, el famoso crítico Edmund Wilson, uno de los primeros impulsores de la fama de la novela, que en su ensayo James Joyce (1931), no duda en señalar que «Joyce tiene, como Proust, muy poca consideración por la capacidad de atención del lector», y razona que determinados recursos del escritor resultan mecánicos y tediosos, cuando no «del todo insostenibles».
Existen tres traducciones al español. La primera apareció en Argentina en 1945 a cargo de José Sala Subirat, que no conozco. Las dos siguientes, ya publicadas en España, son las que he ido alternando y comparando (buscando siempre la mayor comprensión del texto) en el curso de mi presente (re)lectura. La primera, de 1976, fue obra del poeta José María Valverde, para Lumen. Fue la que me leí en el instituto. La segunda, de 1999, es de María Luisa Venegas Lagüéns y Francisco García Tortosa, este último también el autor del espléndido ensayo introductorio, en la línea de la magnífica colección en que se integra, Letras Universales de Cátedra. Las dos ediciones incluyen una guía de la obra, capítulo a capítulo. Valverde reconstruye con exactitud el desarrollo argumental; García Tortosa atiende, más bien, al análisis de sus elementos. Sin esas dos guías yo no habría podido seguir la novela, lo confieso sin embarazo. Y sin complejo. Del mismo modo que nunca he podido leer un libro de Julio Verne sin tener un mapa lo más detallado posible a mano, ¿por qué no recurrir a una guía que ayude a aliviar nuestro desaliento cuando llegamos a un callejón sin salida o que sabe proporcionarnos el necesario referente sin el cual determinado pasaje resulta aún más oscuro? Recomiendo sin dudar esta experiencia apasionante, que desde luego no he conocido con ningún otro libro.
Sus cerca de mil páginas ocupan un solo día, el famoso 16 de junio de 1904 que los incondicionales de la obra celebran hoy como el Bloomsday, siguiendo por toda la ciudad el peregrinar de sus personajes. Stephen Dedalus protagoniza los tres primeros capítulos, pero desde entonces cede el protagonismo a Leopold Bloom. Si el primero sigue siendo el avatar literario del mismo Joyce, el segundo recoge probablemente al escritor en el momento en que redacta la obra, ya mucho menos joven que Stephen.
Bloom es un hombre esencialmente digno, que en el fondo se siente un extraño entre todos —en su caso no por su condición de exiliado sino de judío— pero al que guía un lúcido sentido de la ética, tal vez fuera lo que Joyce creía ser realmente o lo que él quisiera ser. En este sentido, el sentido conciliador de Bloom seguramente le faltó en vida al propio Joyce, por mucho que en labios de aquel hiciera pronunciar muchas afirmaciones que indudablemente eran suyas, entre ellas la muy famosa de nación: «es la misma gente que vive en el mismo lugar», tan lejana de cualquier énfasis esencialista que no extraña que el energúmeno a quien se la dirige, ese patriota estentóreo presentado como the Citizen (el Ciudadano, según Valverde; el paisano, según la edición de Cátedra) sienta cómo le bulle la sangre en las venas y, por supuesto, le niegue a su interlocutor su irlandesidad, por judío y por no bailarle el agua.
Pese a la diferencia estilística, el Dublín que recorren los personajes y el dibujo de estos están trazados según el mismo molde del primer libro del autor. Y he aquí el propósito estético-dramático de Joyce: demostrar que la vida de las gentes corrientes, incluso vulgares, puede ser tan trascendente como la del prototipo de héroe, de ser excepcional, para lo cual convirtió sus peripecias en una paráfrasis irónica de la Odisea de Homero. Por cierto, debe recordarse que, incluso antes de publicar su novela, el mismo Joyce fue consciente de que sería necesaria algún tipo de guía y él mismo proporcionó la primera, un esquema que envió a su amigo Carlo Linati señalando las correspondencias de cada capítulo con su referente homérico. Por lo demás, es un juego literario que no es estrictamente necesario tener claro: enriquece las situaciones, cierto, pero su desconocimiento no las empobrece. Que el Cíclope sea aquí ese furibundo Citizen; que Nausicaa sea una muchacha joven y coja, seguramente insatisfecha, que disfruta brevemente exhibiendo su ropa interior al protagonista en una playa; que Néstor sea el pomposo director de la escuela donde trabaja Stephen o las sirenas el par de camareras que sirve bebidas en uno de los innumerables pubs donde los personajes pasan las horas muertas, es decir, que todo ello pueda justificarse resulta atractivo pero no imprescindible.
Desde el primer capítulo, Joyce hace una profusa utilización del monólogo interior en su sentido más abierto, es decir, proponiendo un (aparente) desorden de imágenes e ideas a la medida de la completa fluidez del pensamiento, retorciendo a su antojo la sintaxis (y es que será verdad que pensamos con palabras pero… ¿con oraciones bien construidas?). En general, la primera parte de la novela todavía está sujeta a la tierra, en cuanto que no se despega de un sentido de la realidad básico que permite seguir las idas y venidas de los personajes. Como mucho, van apareciendo determinadas disonancias estilísticas que, sin embargo, no dominan completamente la estructura de cada capítulo (la inserción de titulares entre párrafos, en el capítulo 7, «Eolo», o de interpolaciones más o menos satíricas en «El cíclope», una vez más a modo de rechifla de su repelente personaje central, el Ciudadano).
La singularización estilística se precipita a partir del capítulo 14, «Los bueyes del sol», el que transcurre en la sala de los estudiantes del hospital, donde el autor efectúa un pastiche de los diversos estilos de la evolución del inglés literario (y que, evidentemente, es el más difícilmente traducible del libro). El capítulo 15, «Circe», situado en el barrio de los prostíbulos, adopta la estructura de un libreto teatral con sus acotaciones, que Joyce utiliza para desarrollar un mareante carrusel de delirios y ensoñaciones de Bloom mientras busca y encuentra al joven Dedalus. El 16, «Eumeo», es un supuesto paréntesis de claridad narrativa, que sin embargo menoscaba nuestro contento al leer en los especialistas que el escritor ensayó en él una redacción anodina, repleta de circunloquios y lugares comunes. El 17, «Ítaca», tal vez sea el más sorprendente, puesto que Joyce lo organiza según una estructura de preguntas y respuestas (a imagen, se nos dice, de un catecismo), con lo que aparece un narrador no ya omnisciente sino incluso taxonomista, que da cumplida satisfacción a cualquier curiosidad expresada por las cuestiones como si todo el universo de la novela pudiera medirse, expresarse, cuantificarse, anotarse, catalogarse. Por último, el celebérrimo capítulo final, el 18, «Penélope» es el famoso monólogo de Molly Bloom, en la cama, después de que Leopold se haya acostado a su lado tras el día agitado, y carece de un solo signo de puntuación, reproduciendo tanto la libertad mental como la incultura de la mujer. Y desde luego, de todos los anteriores, es el más fácil de leer.
¿Es todo esto una opción arbitraria o necesaria? ¿Una demostración de libertad artística o una huida hacia delante sin más? ¿Un propósito coherente con el objetivo de demostrar que es posible dotar de ese sentido mítico, es decir, trascendente hasta a la realidad más prosaica o, como defendía Benet, un intento de ser original en la superficie a costa de sacrificar lo profundo de la literatura? El mismo Joyce justificó que su pretensión era que el tema de cada capítulo justificara su forma. Y pueden hallarse, ciertamente, justificaciones dramáticas. La armadura teatral de «Circe» proporciona el ritmo y la atmósfera necesarias al pandemónium que viven sus dos personajes en la culminación de un día difícil para ambos. La estructura de catecismo de «Ítaca» provoca un evidente distanciamiento entre el lector y los personajes en el esperadísimo momento en que Bloom y Stephen, los supuestos Ulises y Telémaco de la novela, por fin se encuentran a solas y tienen ocasión de intercambiar reflexiones: cabe pensar que Joyce, fiel a su principio de huir de la retórica y del énfasis, evitó así cualquier tentación de incurrir en el sentimentalismo.
Y queda ese genial, inolvidable capítulo 18. ¿Es posible que ese distanciamiento que provoca el anterior fuera también una estrategia del escritor para aumentar la profunda implicación personal que este ha de despertar en el lector, a costa de reducir en mucho el posible impacto emocional que habría podido tener «Ítaca»? Cabría entonces pensar que, después de hacer que el personaje femenino, por mucho que ocupe gran parte de los pensamientos y preocupaciones de Bloom durante todo el libro, apenas haya aparecido en él —una presentación exigua en el capítulo 4, al llevarle su marido el desayuno a la cama, y un brazo de piel muy blanca que asoma por una ventana en otro más adelante (y el lector se entera de que pertenece a ella porque así lo indican las dos guías)—, lo que viene a decirnos James Joyce es que estamos ante el personaje más importante, más carnal, más verdadero de toda la novela, de ahí que le dedique el protagonismo absoluto de su conclusión y que además esta resulte tan admirable en todos los sentidos (dramático, psicológico, estilístico, artístico).
En resumen, lo que hizo Joyce con este vaivén estilístico fue destruir el concepto de narración lineal. Hasta ese momento una novela era una historia que debe leerse en un orden y que se basa en el concepto de progresión (argumental, dramática). Joyce destruyó esa seguridad planteando una libertad estructural todavía mayor que la del mismo estilo. No creo que exista ningún libro en el que las partes se impongan al todo como este, por lo que cada lector —el que se atreva a terminarlo, quiero decir— recibirá una respuesta diferente. No hay sino que hacer la prueba de abrir Ulises por cualquiera de sus capítulos. El lector puede descubrir, con cierta perplejidad, que aquel que menos soportaba —pongamos, por ejemplo, el del catecismo— cobra ahora un nuevo sentido y se lee con una atención que no podíam sospechar cuando leyó toda la novela en orden y parecía sobrar.
Por supuesto, esta innovación tiene mucho de gigantesco callejón sin salida, que puede funcionar una única vez y ser estéril en todas aquellas obras que intenten caminar por el mismo sendero, por cuanto es posible que parezca una monótona imitación. Y provocará que muchos piensen que el concepto literario que anima Ulises adolece de cerebralismo.
No diré que no sea así, pero da que pensar que Joyce fuera capaz de escribir una obra capaz de hablar de modo tan íntimo a cada uno de sus lectores como el Retrato del joven artista. En cualquier caso, qué mejor muestra de lo difícil que es ser tajante con Ulises que ese prodigioso monólogo de Molly que al muchacho de dieciocho que, hace una eternidad, se aburrió soberanamente en su primera lectura del libro, le dejó una chispa en el alma que no se apagó nunca, una chispa que esperó pacientemente a que ese lector ya maduro pusiera sus pies en las calles de Dublín para prender un pequeño fuego que lo obligó a subir a lo alto de la Torre Martello de Sandycove y recordar la misa blasfema con que el orondo Buck Mulligan comienza la novela. Un pequeño fuego que acabó por convertirse en hoguera. Y las hogueras, cuando hablamos de libros, se apagan solo leyéndolos.
Y nos queda, siempre, essa insobornable fuerza moral que llevó al autor a marcharse de esa tierra que amaba pero que no lo dejaba respirar. Joyce visitó Irlanda por última vez en 1912 y no la pisó más. La muerte le llegaría treinta años después, en 1941, en la suiza Zúrich, donde sigue enterrado porque el gobierno de su país no permitió a su viuda la repatriación del cadáver. Joyce no había sido un buen irlandés, afirmaron; había sido un irlandés vergonzoso, de hecho. Hoy, sin embargo, no hay casi un rincón en su ciudad o en cualquier ciudad de allí que no lo recuerde. Quién se lo iba a decir, al muchacho, llamado James o Stephen, que al dejar su Isla Esmeralda se encomendó a la mítica figura cuyo apellido llevaba, el creador del Laberinto, el hombre que se construyó sus propias alas para huir de un carcelero, de todos los carceleros: «Anciano padre, viejo artífice, ayúdame y no me abandones, ni ahora ni nunca». Para ser un escritor ilegible, siempre ha tenido fieles lectores que no lo han abandonado, ni entonces ni ahora.