Primera parada en Balzac

Retrato de Balzac a partir de un daguerrotipo de Bisson Yo creía haber leído a Balzac. Amante de la gran novela del XIX como soy (fue mi segundo amor, tras los libros de aventuras de los Verne y Stevenson, y antes de descubrir el vasto campo de la literatura fantástica), por supuesto lo había catado, mas en pequeñas dosis, quizá porque, he de reconocerlo, siempre he sido antes anglófilo que francófilo, por lo que mi conocimiento de los Stendhal, Flaubert o Zola es pequeño en comparación con el que tengo, por poner algunos ejemplos, de Jane Austen, las hermanas Brontë, Dickens o el anglo-americano Henry James. Había picoteado aquí y allá, ciñéndome ante todo a las numerosas novelas cortas del francés (de una de ellas, El coronel Chabert, sí había hablado en este blog), pero solo ahora, que he pasado varias semanas devorando con ansiedad libros de y sobre Honoré de Balzac, es cuando comprendo que, en realidad, no lo había leído. Leer a este autor con cuentagotas y sin continuidad, separando en años los regresos a su obra, significa hacerse una idea muy reducida de su grandeza. A pequeñas dosis, Balzac parece un escritor «normal»: su estilo se nos antoja desaliñado; en unos momentos se vuelve en exceso prolijo, pero en otros se echa en falta una mayor profundización; diríase (y teniendo en cuenta la increíble cantidad de todo lo que escribió) que el autor se lanza a redactar un libro sin tener un plan profundo, dejando que los personajes y las incidencias vayan brotando de su pluma como si fueran surgiendo de improviso, dando vueltas aquí y allí, incurriendo muchas veces en la digresión innecesaria. Pamplinas. La grandeza de Balzac no está en el método: está en la capacidad para componer, y no soy original al decirlo, claro, un universo social y moral (que denominó La comedia humana) cuya vastedad deja sin aliento a poco que uno comience a visitarlo. Y es que, como en el caso de Henry James, creo que se necesitarían varias vidas para conocer cada uno de sus planetas.

Desde que en 1829 publica Los chuanes, el primer libro que firmó con su nombre verdadero (antes habían visto la luz otros que él, considerándolos alimenticios e indignos todavía de la gloria que esperaba alcanzar —en los primeros incluso compartió autoría—, despachó con seudónimo), Balzac se reveló como un escritor enormemente prolífico, no en vano su rutina de escritura, muy célebre en la mitomanía literaria, lo ataba a la mesa de trabajo durante quince horas del día. Balzac no escribió para vivir: vivió para escribir, vivió escribiendo (y aun así tuvo tiempo de mantener famosas relaciones sentimentales y enredarse en empresas varias que lo dejaron endeudado para toda la vida: es uno de estos seres ante los que uno debe preguntarse si no contó con un hermano gemelo igual en apariencia y talento que le permitió duplicar sus actividades).

El tío Goriot, por DaumierEnseguida concibió el propósito de considerar sus diferentes novelas como historias que tienen lugar dentro de un mundo compartido, de tal modo que personajes aparecidos en una vuelven a brotar en otra (nuestro Galdós tomaría buena nota de este hallazgo). En unos casos, es apenas una mención; en otros, una intervención secundaria; pero de pronto aquel nombre en apariencia fugaz se convierte en protagonista de su propio libro, y ello sin necesidad de mantener un orden cronológico, de tal modo que una obra posterior puede contarnos acontecimientos de ese personaje recurrente sucedidos tiempo atrás. Los especialistas señalan que es Papá Goriot (1835) el primer libro en que lo hace a gran escala. De hecho, con el tiempo y las sucesivas reediciones, Balzac no dudó en modificar sus libros anteriores para dotarlos de mayor comunicación interna, añadiéndoles tanto páginas como referencias, reestructurando contenidos de tal modo que historias concebidas por separado pasaron a unirse o cambiando y recuperando nombres a discreción para enredar aún más la madeja. Es por ello que da igual por dónde empecemos a leer esta magna obra1.

Un buen ejemplo es Un asunto tenebroso (primera versión de 1841), cuya estructura modificó para su edición definitiva de 1846 hasta el punto de convertirlo, casi, en un libro diferente, añadiéndole un capítulo final situado en una reunión de la aristocracia parisina cuyos integrantes comentan entre sí, aclarándolo para el espectador, el misterio central del argumento. Esos personajes son varios de los más reconocibles de la novelística de Balzac: Rastignac, la princesa de Cadignan, el dandy De Marsay, la marquesa D’Espard, el escritor Darthez…

La ultima edicion completa de La comedia humana, por HermidaDel mismo modo, no extraña que muy pronto sintiera el deseo de dar cohesión a ese río de libros agrupándolos por series, con nombres como Escenas de la vida privada, Escenas de la vida de provincias, etc. El concepto definitivo de La comedia humana, mediante el cual reorganizaría definitivamente su obra, surge en 1842. En uno de esos habituales momentos en que, como a tantos de sus personajes, las deudas se le cuelgan al cuello, Balzac llega al acuerdo editorial de agrupar y reeditar todas sus novelas. Los editores le piden un título que no sea tan corriente como el Obras completas, y el escritor recupera un término que se le había ocurrido pocos años atrás. Balzac, de hecho, hizo algo más que buscar un nombre que unificara su obra: concibió un grandioso plan mediante el cual el conjunto total estaría compuesto por 137 novelas más diversos volúmenes de cuentos en el que hiciera un completo recorrido por la vida francesa desde el final de las guerras napoleónicas hasta el presente, del cual completó tan solo (!) 87 títulos.

Como todos los grandes representantes de la novela del diecinueve que, desde una óptica u otra, analizan la sociedad de clases que triunfa a lo largo de esa centuria (de Dickens a Dostoyevski pasando por Zola y Galdós), Balzac otorgó una notable importancia a la categoría económica, al dinero. Él bien que lo supo, por cuanto incluso cuando ya era un creador consagrado las deudas recurrentes fueron el principal quebradero de cabeza de su vida. El dinero es para Balzac, en grado incluso mayor que para los otros grandes novelistas del siglo, mucho más que la traducción de una posición en la sociedad. Es una sustancia vital que no solamente garantiza el progreso en la escala social sino que condiciona el progreso moral, pero no por el determinismo en que acabarán incurriendo tantos novelistas (Zola, por ejemplo) sino porque, para quienes no se contentan con el puesto que les ha reservado la vida (y La comedia humana abunda en seres descontentos), es como el aire que le falta a quien se ahoga: condiciona el progreso moral. Un hombre sin dinero, nos dice el escritor, difícilmente podrá ser bueno salvo que posea una fortaleza de carácter solo reservada a los seres excepcionales (o que se conforman con su suerte, lo cual, nos viene a decir también Balzac, es signo de mera mediocridad). Ejemplos del primer modelo son sus jóvenes delfines Eugène Rastignac y Lucien de Rubempré (el primero como vencedor; el segundo como derrotado); del segundo, el escritor Darthez.

La piel de zapa de Balzac en la inmortal coleccion El ojo sin parpado, de SiruelaPor otra parte, es lógico que alguien como Balzac —que desde muy joven tuvo que luchar para demostrar (en primer lugar a su familia, que asistió con horror a su declaración de no dedicarse a la abogacía, como le habían destinado, sino a la escritura) que poseía las dotes suficientes no ya para ganarse la vida con esta sino para demostrar que era mejor que los demás— otorgue un papel eminente en esta lucha por la preeminencia social al talento. Y por desgracia, dinero y talento rara vez están unidos, como bien saben esos mismos personajes arriba señalados. Balzac, por otra parte, no sobrevalora esta última cualidad. Es cierto que el talento puede abrir las primeras puertas, pero también que no es garantía de nada si su dueño solo se confía a él. El hombre talentoso necesita, del mismo modo, dejar a un lado todo escrúpulo moral para perdurar. «La conciencia es uno de esos bastones que todo el mundo coge para apalear a su vecino, pero que nunca nadie hace servir para sí mismo», le dice el cínico periodista Lousteau, en Las ilusiones perdidas, precisamente a su joven amigo Rubempré. Y el muchacho no medirá adecuadamente la fuerza de su talento para mantener la posición que cree haber alcanzado: y cuánto más rápido se sube, más rápido se baja. Es lo que tienen los globos cuando los pinchan.

De entre los libros que han caído en mis manos en este primer asalto serio a Balzac, creo que los dos que mejor reflejan esta mefítica asociación entre dinero y talento, siendo además dos obras maestras, son Papá Goriot (yo lo he leído bajo el título de El pobre Goriot, en edición de Alba con estupenda traducción de María Teresa Gallego, que justifica el cambio de nombre a partir de la polisemia de la palabra père) y Las ilusiones perdidas, esta en la edición de Alianza, ahora traducido no menos espléndidamente por José Ramón Monreal.

Ambos tienen en común el protagonismo de un joven recién llegado a París desde provincias y su tortuoso progreso hacia la cima social y la prosperidad económica, en un caso Rastignac, en el otro Rubempré, ya citados. Los dos cuentan con su buena presencia (en el caso del segundo, además, con sus dotes literarias), que les servirá de pasaporte de entrada. En las dos novelas, por otra parte, su protagonismo no es absoluto. En la primera ya nos lo indica el título; en la segunda, de las tres partes de que consta (está formada por la unión de tres libros publicados de manera independiente), Rubempré monopoliza la de en medio, mientras que las otras dos, que transcurre en la provincia de donde procede y a donde regresará con el rabo entre las piernas, otros personajes de su entorno familiar y social recibirán una notable atención.

El pobre Goriot, edicion de AlbaEl pobre Goriot figura entre las novelas más conocidas del autor, seguramente junto a Eugenia Grandet y alguna que otra más. Su publicación data de 1835. Por tanto, estamos ante una de las obras primeras de lo que después será La comedia humana, pero es uno de sus grandes nudos, puesto que varios de los personajes que aquí comparecen en rango protagonista o secundario se convertirán en centrales dentro del universo balzaquiano.

El lugar que reúne a los personajes principales de la historia es uno de los grandes escenarios jamás ideado por Balzac. Se trata de una casa de huéspedes de medio pelo, la Casa Vauquer, ubicada cerca del Barrio Latino, en la que coinciden una serie de personajes cuyo nexo común, por supuesto, es la falta de liquidez monetaria, si bien también ofrece una sórdida estratificación en función de la cual cuanto más arriba está el alojamiento peor es la categoría del huésped. Precisamente, el personaje que da título a la novela, Goriot, que llegó a la Casa con las mejores calificaciones, ha ido bajando en la escala y, por tanto, subiendo a los pisos superiores a medida que el mediano desahogo con que llegó va finiquitándose. La razón estriba en que Goriot, antiguo fabricante de que hizo fortuna especulando para el ejército, ha ido perdiendo todo su dinero a manos de sus dos hijas, a quienes casó en tiempos de bonanza con dos hombres acomodados, el banquero Nucingen en el caso de Delphine, el conde de Restaud en el de Anastasie. Los dos yernos no tardaron en vetar la entrada en su hogar de ese hombre de origen plebeyo, lo que Goriot aceptó trasladándose a la casa de madame Vauquer. Y peor aún, las necesidades económicas de las dos hijas (en ambos casos para mantener, y por tanto conservar, a sus amantes) han ido esquilmando a ese hombre hasta hacerle rozar la verdadera indigencia sin que a aquellas parezca importarle gran cosa. He aquí que el tema universal de El rey Lear reaparece cuando menos se esperaba.

El pobre Goriot, por tanto, aborda el tema de la ingratitud filial y lo hace de modo tanto más patético en cuanto que, por mucho que la entrega del progenitor a las hijas sea total, esto no lo hace merecedor nunca de la simpatía del lector. Todo lo más, de la lástima. La completa sumisión de Goriot a los deseos de las hijas acaba adquiriendo, de hecho, un rasgo patológico que no puede resultar más desagradable, sobre todo porque va minando tanto la cordura como la salud del antiguo especulador, cuyo pasado (se entiende que él, a su vez, no dudó en arruinar a quien fue necesario con tal de medrar económicamente) en nada ayuda a simpatizar con él.

Eso sí, un personaje se verá arrasado interiormente por la desgracia de Goriot, a la que asiste en primera persona por cuanto él acabará convirtiéndose en el amante de su hija mayor, Delphine. Se trata de Eugène de Rastignac, el estudiante de leyes que inicialmente lo desprecia profundamente pero que, tan pronto conoce su historia y, sobre todo, contempla sus desgracias comienza a contemplarlo con una admiración teñida de remordimientos (pues si Delphine está terminando de exprimir al padre es para beneficiarlo a él y, proporcionándole un nido de amor, sacarlo del mezquino entorno de la Casa Vauquer). Indudablemente, Rastignac es el mismo portavoz del lector y lo que él siente es lo que acabamos sintiendo nosotros.

Rastignac y Vautrin, grabado de El tío GoriotEl pobre Goriot desprende el más desesperado aroma de desengaño, hasta lindar con el puro nihilismo. Clases altas y bajas comparten la misma miseria moral; si acaso, las primeras visten mucho mejor (porque encuentran buenos sastres que les fíen, claro). Bajo su prodigioso prisma, Balzac pasa de la sórdida casa de huéspedes a los salones de esa aristocracia que, hastiada de todo valor, consume sus fuerzas en la apariencia, por un lado, y en la entrega a las pasiones, pasiones siempre del sexo (o de la vanidad sexual), por otro. Todo el mundo tiene un amante, un protegido, un pretendiente, pero el amor (por mucho que se proclame en voz alta a las primeras de cambio) tiene poco que ver en estas relaciones. Es cuestión de posesión, y la posesión es tanto más valiosa cuanto se enmascara bajo la atracción personal o, mejor aún, ese talento que ya he señalado. Rastignac goza de ambos: es un joven de magnífica presencia y de notable inteligencia. Incluso así, necesita un empujón, y como después Lucien de Rubempré en Las ilusiones perdidas, este se producirá ante todo por estar en el lugar oportuno en el momento adecuado. El pobre Goriot narra de modo magistral la zozobra de ese joven que todavía se aferra a algún valor pero que no tardará en descubrir que los ideales son un estorbo si se quiere progresar.

Estamos ante una inolvidable obra maestra, dueña de una fuerza narrativa y dramática admirable, que no decae en ningún momento. Para colmo, entre su magnífica galería de personajes figura uno de los más fascinantes, y justamente conocidos, del mundo balzaquiano. Se trata de Vautrin, ambiguo individuo de quien nadie parece saber gran cosa, uno de los huéspedes de madame Vauquer, en cuyos salones gusta de proferir burlas contra cuanto valor o convención social se defiende, entendiéndose que lo hace por el puro deseo de destruir, pero que también se manifiesta capaz de comprometerse con aquel a quien su voluntad distingue de entre los demás. Entre los rasgos particulares del personaje destaca su homosexualidad, circunstancia especialmente notable en la literatura del XIX. Al parecer, Balzac lo recreó a partir del famoso Vidocq, célebre delincuente que acabó en el otro lado de la ley como uno de los fundadores de la policía parisina, la famosa Sureté. Cada una de sus intervenciones en la trama deja una malsana atracción, pues su amoralidad (antes que maldad) actúa como un virus que amenaza a aquellos en los que se fija, comenzando por el mismo Rastignac.

Las ilusiones perdidas, edicion de Alianza EditorialLas ilusiones perdidas es otra de las piedras miliares de La comedia humana, por la enorme cantidad de personajes importantes que en ella aparecen y por el ambicioso propósito de conformar un enorme fresco que, por mediación de su personaje protagonista, el joven Lucien de Rubempré, une los dos escenarios principales de su universo, la vida en provincias y la vida en París. Está compuesta por tres novelas: Los dos poetas (1837), Un gran hombre de provincias en París (1839) y Los sufrimientos del inventor (1843). De su importancia da fe que Balzac escribiera enseguida una secuela, Esplendores y miserias de las cortesanas (1838-1847), compuesta esta vez por cuatro libros, de los cuales los primeros, como puede comprobarse cotejando las fechas, se publicaron de modo paralelo al anterior ciclo. No he tenido ocasión todavía de leer la secuela, pero si alcanza la grandiosidad de la primera parte, no cabe duda de que estaremos ante otra cumbre.

Ya lo he señalado: la obra se abre y cierra en provincias, en concreto en Angulema. Allí es donde crece el joven Lucien, cuyo apellido paterno de Chardon lo avergüenza y pretenderá cambiarlo por ese De Rubempré —¿hay que recordar que la partícula que antecede al apellido del mismo escritor fue inventada por este para darse pisto?— que ha heredado por vía materna: su progenitor era tan solo un boticario, pero su madre pertenece a una nobleza arruinada por la Revolución. De ella, por otra parte, ha heredado la belleza: Lucien destaca, primero, por la delicadeza de sus facciones y, después, al menos así lo cree (en la novela tampoco se dan excesivas pruebas), por sus dotes para la poesía. Balzac dedica muchas páginas a narrar tanto el contexto provinciano donde el joven todavía apellidado Chardon agosta su talento como el entorno familiar. Y es que, como Rastignac en El pobre Goriot (pero contado con tanto detalle que acabará siendo un elemento esencial en la tercera novela), lo que hará Lucien es exprimir las posibilidades económicas de su familia (sobre todo de su esposa y de su cuñado, un joven impresor que sueña con inventar un papel resistente y a la vez económico) en beneficio propio, conduciendo a la ruina y a la desesperación a esos seres nobles entre quienes, hasta descubrir que ha vivido en una caverna, vivía con apacibilidad. El lacerante realismo de ese proceso se comprende mejor cuando se sabe que Balzac vivió en sus propias carnes una experiencia similar, justo antes de consagrarse definitivamente a su objeto literario.

Rubempre a la caza de ParisUn gran hombre de provincias, el volumen de mayor extensión de los tres, narra las andanzas de Lucien en París, a donde llega como aspirante a amante de madame de Bargeton, una dama de la nobleza provinciana que le saca unos añitos (nuevo rasgo biográfico: el joven Balzac encontró amantes, y tal vez una madre sustituta de aquella que tan poco lo quiso, entre mujeres de mucha mayor edad que la suya). El brusco rechazo que Lucien sufre en París cuando su amada descubre que no es lo mismo la vida provinciana que la de la capital provocan el resentimiento en el joven y asientan en él su rabioso propósito de subir. Más desvalido que Rastignac (que al menos tiene algún contacto, por vía familiar, en el mundo de la nobleza), Lucien solo cuenta con ese talento en el que cree ciegamente. Pero enseguida descubrirá que no le vale para la literatura (porque, ayer como hoy, publicar sin contactos, y casi aun teniéndolos, es improbable) sino para el periodismo.

Balzac sigue utilizando su propia vida como referencia, describiendo con inigualable soltura los tres escenarios en que Lucien consigue moverse: el mundo de la edición, el del teatro y el del periodismo. Y de los tres ofrece una mirada absolutamente desazonadora. En la edición literaria no cuenta en absoluta la calidad de una obra: los editores, ante todo, editan para especular, y como buena muestra, los escritores que han conseguido colocar un manuscrito no son pagados en dinero líquido sino en promisorias, en evanescentes letras de cambio. En el teatro son los intereses de empresarios y de mecenas los que deciden el ascenso (o el hundimiento) de una obra o de artista (de una actriz, en especial, enseguida convertida en amante o protegida de algún hombre adinerado), contando además con la venalidad de unos críticos que son abiertamente comprados.

Estos críticos nos llevan al tercer mundo, el del periodismo, donde todo es aún peor, aunque sea el lugar en el que parece más fácil ascender puesto que, por su inmediatez, es donde el talento se demuestra con mayor rapidez. El nuevo siglo parecía sancionar el periódico y la libertad de expresión como vehículo para la ilustración social, para el cambio y la crítica. Pero quienes crean que hoy la prensa está sujeta a intereses partidistas encontrará que Balzac ya lo denuncia a través de sus personajes. «Un periódico no está hecho para ilustrar, sino para halagar las opiniones»: ¿no se podría suscribir hoy esta misma afirmación?

[Quien no conozca el final de ambas novelas debe dejar de leer aquí]

Un muy buen estudio sobre La comedia humanaLucien alcanza con facilidad lo que él cree una posición en el periodismo. Pero esa creencia se basa, sin embargo, en precarias apariencias: un primer desahogo económico ganado con rapidez (y dilapidado de modo aún más rápido), unos amigos entre los que, mirándose, se cree superior (y aunque lo sea, estos demostrarán ser más astutos, más mezquinos y, sobre todo, estar más protegidos entre sí) y una amante de belleza sin par que además está enamorada de verdad de él. Unos pocos pasos en falso —entre otros, rechazar a aquella amada provinciana que ahora, otra vez deslumbrada por el nuevo Lucien, prácticamente se ofrecía a casarse con él— darán con sus huesos en el lodazal y lo obligarán a regresar a Angulema, sin saber que su cuñado está al borde de la prisión y de la ruina por un acto cometido por él en la distancia, con más ligereza que mezquindad, la falsificación de su nombre en unas letras para conseguir un dinero urgente.

El panorama que Balzac ofrece de ese mefítico París es extraordinario en ambas novelas. Carlos Pujol, autor de una espléndida guía del autor de su obra, Balzac y «La Comedia Humana» (Bruguera, 1982), no duda en señalar que «fue uno de los forjadores del mito de París», del mismo modo que Dickens lo fue de Londres. De las cloacas a los barrios de la nueva burguesía, de los palacios de esa nobleza que siempre se cree superior a los salones donde se deciden reputaciones, la capital de Francia desfila ante nuestros ojos de un modo tan vívido que basta consultar un mero plano para creernos que, de estar allí, sabríamos llegar en un santiamén a la Casa Vauquer, al Palais Royal (donde significativamente se concentran, todos a un paso de todos, los antros de la edición, del juego y de la prostitución) o al palacete del banquero Nucingen, el personaje que, según Pujol, más veces aparece en La comedia humana.

El famoso monumento de Rodin a BalzacVolviendo a la comparación entre ambas obras maestras, los finales divergen en su forma, pero ambos son magníficos. El pobre Goriot concluye con el momento en que Rastignac, después de asistir al triste entierro de un Goriot que ha muerto consumido por la pena y la mezquindad, desde lo alto del cementerio Père Lachaise (hoy tan glamuroso por sus ilustres muertos, pero entonces un mero espacio de muertos), proclama su abierta decisión de imponerse al destino y no permitir nunca que ninguna consideración moral lo conduzca por el mismo camino de ese pobre infeliz que ha dejado la vida en la más desgarradora soledad.

En el caso de Lucien, tras comprobar que sus intentos de ayudar a corregir el mal que ha hecho a sus familiares (ineficaces por cuanto, es evidente, ya no podrá curarse nunca de saber que estuvo cerca de la tierra prometida y la insensatez sigue latiendo en cada uno de sus actos), se propone suicidarse y dejar de ser un lastre para sus seres queridos. Pero es un gesto de cara a la galería, un rasgo más de su vanidad romántica. El encuentro inesperado con un misterioso sacerdote español llamado Carlos Herrera (sic) que se dirige a la capital lo disuade con facilidad. Ese religioso, cuya facilidad de palabra para encontrar argumentos, deja flotando un aire de turbiedad en torno a él, lo toma bajo su protección. Y aunque nada más se dirá acerca de él, el escritor desliza determinadas pistas que permite identificar quién es: nada menos que el reaparecido Vautrin, que se despidió en El pobre Goriot detenido por la policía. Tan prometedor encuentro obliga, claro, a buscar cuanto antes Esplendores y miserias de las cortesanas.

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1 Señala Carlos Pujol que si en la primera edición de Papá Goriot hizo reaparecer a veintitrés personajes previos (el protagonista, Rastignac, había tenido un papel considerable en La piel de zapa), en las reediciones del libro ampliaría el catálogo hasta los casi cincuenta. Esto hace difícil a un lego ordenar el proceso de creación de este recurso. Por ejemplo, en La piel de zapa aparecen, en la famosa escena de la orgía, un buen número de nombres familiares al lector balzaquiano, pero soy incapaz de saber si estaban ya en la edición original o también fueron trasplantados en las posteriores, lo cual es de creer.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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