Todos los incondicionales de Julio Verne tenemos una novela favorita (o dos, o tres) de entre todos los capítulos que componen los Viajes Extraordinarios. Para unos es el periplo submarino a lo largo de 20.000 leguas, para otros la estancia en la isla misteriosa o el viaje a las entrañas de nuestro planeta o la vuelta alrededor del mundo del imperturbable Phileas Fogg o incluso la tenacidad del correo del zar frente a cuantos obstáculos se atraviesan en su camino a través de la inmensidad de Rusia. Pero si tuviéramos que recomendar una novela que resuma de modo más completo lo que es el universo verniano, su quintaesencia, puesto que supone un notable catálogo de sus principales elementos argumentales, narrativos, geográficos, dramáticos e incluso, por qué no, obsesivos, no cabe duda de que la mayoría elegiríamos Los hijos del capitán Grant. Por encima de todo, la historia es un conmovido himno del autor tanto al poder desencadenado de la naturaleza (pocas novelas son más pródigas en desastres naturales: aludes, riadas, huracanes, erupciones volcánicas) como a la capacidad del hombre para dominarla (de ahí la importancia, más que nunca en la novelística verniana, de establecer claramente la historia del descubrimiento y posesión por parte del hombre de los distintos territorios y parajes por donde tiene lugar el viaje, que se entremezclan siempre de modo admirable con la peripecia aventurera: en absoluto sobra esa crónica, sino que por el contrario es imprescindible). En fin, si no es la obra maestra de Verne, sí es la más grandiosa de sus novelas.
La historia fue publicada primero por entregas, a partir de diciembre de 1865, en la revista Magasin d’education et de recreation —la revista que su editor, Jules Hetzel, creó para difundir de forma amena entre los jóvenes los logros de ese siglo del conocimiento, y donde publicó por entregas, al modo entrañable de los folletines, la mayor parte de las novelas de su escritor—, y a su conclusión en tres volúmenes, en 1867-68. Su trama, muy conocida, viene a proponer la primera de las vueltas al mundo que animan la obra de Verne: vuelta al mundo siguiendo el paralelo 37º sur, en busca de unos náufragos (el capitán Grant y dos marineros), de cuyo paradero sólo se tiene la latitud pero no la longitud, debido al deterioro del mensaje de auxilio que estos enviaron. Las diversas interpretaciones (erróneas) del mismo hacen que primero se busque a los náufragos en América del Sur, después en Australia y por último se acabe en Nueva Zelanda.
Este primer elemento, el secreto confiado a un documento en principio indescifrable, es, como bien sabe, una de las claves recurrentes de la obra de Verne, que fuera un apasionado de la criptografía. Recuérdese que ya en Viaje al centro de la Tierra el camino al interior del globo había sido contenido en un antiguo pergamino con caracteres rúnicos cuya clave está en que se lee al revés. Y muchos años después, en una de sus novelas menos conocidas pero más curiosas, La jangada (1881), hará girar toda la trama en torno al desvelamiento de un mensaje formado por una sucesión de letras trabadas de modo aparentemente abstruso, y que constituyen la única prueba de la inocencia de un hombre, acusado injustamente de un crimen por el que ha sido condenado a la prueba capital.
En el estómago de un pez martillo, pescado en aguas británicas, el escocés lord Glenarvan y sus amigos, navegantes en el yate Duncan, encuentran una botella que contiene un mensaje escrito en tres idiomas distintos: francés, inglés y alemán. Es la petición de auxilio por parte del capitán Grant, un famoso marino también natural de Escocia, desaparecido tiempo atrás en el mar, y dos de sus hombres, en cuya búsqueda se lanzan con entusiasmo. En el capítulo 2 del libro, Verne reproduce los restos balbuceantes de los tres documentos y lanza a los protagonistas a la primera de las interpretaciones, la que los conducirá a América del Sur. Más adelante, y a medida que las minuciosas pesquisas en cada territorio se revelan estériles, siempre surgirá una nueva (y en apariencia, más afortunada) interpretación, en especial cuando al viaje se une un integrante fundamental, el geógrafo Santiago Eliacin Francisco María Paganel. Y sin embargo, y buena muestra de que el en apariencia muy racionalista Julio Verne también estaba recorrido por una decidida inclinación a lo más instintivo e irracional del ser humano, cuando por fin encuentran al capitán Grant será por intervención del azar. La verdadera redacción del documento, pues, nunca será resuelta por los expedicionarios.
Quintaesencia de Verne. Pese al gazmoño recato con que se trata la relación sentimental entre el capitán Mangles y la joven María Grant; pese a lo antipático que resulta la utilización que hace Verne del nacionalismo escocés sólo para justificar su propia anglofobia; pese a algún segmento con el que se estira demasiado la trama (sobre todo en la parte que se desarrolla en Australia); pese a esos diversos defectos, lógicos después de todo en las obras desmesuradamente grandiosas, Los hijos del capitán Grant es un relato de trazas imborrables, en el que se pasa con perfecto equilibrio del humor al drama, del optimismo más acendrado al pesimismo más conspicuo, de lo íntimo a lo colectivo, por medio además de un conjunto de personajes que se hace imprescindible.
Así, lord Glenarvan supone uno de los tipos más intensamente humanos creado por Verne, con su temperamento eternamente volcánico, e incluso su esposa lady Elena, teniendo en cuenta la escasa habilidad de Verne para los personajes femeninos, está trazada con convicción (no sucede lo mismo con la inocua y anodina María, la hija del capitán Grant). Incluso personajes que aparecen en unos pocos capítulos acaban dejando un fuerte poso en la memoria del lector, como ese indio de gallarda estampa y lealísimo comportamiento que es Thalcave o el intrigante Ayrton, que aunque ostenta el papel de architraidor en la trama no puede evitar desprender cierto aire de grandeza, o ese pequeño aborigen, Toliné —al que dediqué ya un comentario en mi entrada sobre la ambigua anglofobia/anglomanía de Verne—, ganador de un primer premio de geografía por parte de sus maestros ingleses, y cuyo conocimiento del mundo, probado por el interesado Paganel, revela que todo el mundo conocido es… británico.
Entre ese numeroso dramatis personae que compone el libro, se encuentran dos absolutamente memorables: el geógrafo Paganel y el mayor MacNabbs. Dos personajes que son ante todo dos prototipos, cierto, pero ello no les resta un ápice de su inolvidable excepcionalidad. Paganel como emblema de todos los sabios «renacentistas» de la obra de Verne, y a la vez de ese sello nacional francés (extroversión, bondad extrema, un punto de locura, valentía y arrojo sin límites) con que se complacía en retratar a sus compatriotas, rara vez protagonistas de una aventura pero siempre importantes miembros de muchas de las principales, en la estela de un Michel Ardan o un Passepartout. MacNabbs, ídem como encarnación de esos británicos (aunque se reafirme rabiosamente escocés, eso sí) imperturbables y flemáticos, capaces de mantener la cabeza fría en las circunstancias más apuradas: no en vano en más de un momento esa sangre fría libra a sus camaradas de más de un apuro, ya sea por acordarse de guardar víveres y armas (cuando la avenida en tierras sudamericanas) o por desenmascarar al taimado Ayrton en Australia. Significativamente, Verne hace que estos dos personajes tengan un vínculo especial, que hace especialmente relevante el contraste de sus caracteres externos. Así, nadie como MacNabbs para picar a Paganel, para reírse de sus despistes, para estimular su prodigiosa memoria: no extraña que acaben emparentados familiarmente, cuando, a la conclusión de la empresa, el geógrafo desposa a la prima del mayor. De la mano de ambos el humor entra a raudales en la aventura, aun cuando sea Paganel, en razón de su extremo pintoresquismo, quien asuma especialmente este capítulo.
La contagiosa vitalidad del personaje es imprescindible para animar a Glenarvan y sus camaradas en su empresa, ya sea como guía por los diversos territorios por los que se internan, ya sea como manantial de sabiduría e información para sus compañeros, ya sea incluso para salvarles la vida, tanto de modo consciente (¡provocando la erupción volcánica que les permite huir del poblado maorí!) como de modo insconciente (cuando el último de sus despistes permite la reaparición del Duncan como verdadero deus ex machina en el momento en que los maoríes parecían a punto de dar cuenta de ellos definitivamente). El personaje de Paganel es la excusa a través de la cual Verne expone los imprescindibles conocimientos históricos y geográficos que subrayan el control de la naturaleza (de su destino) por parte de los arrojados aventureros surgidos de su imaginación. Esa erudición nunca es mecánica, sino constructiva, interesante siempre, y en ocasiones da lugar a algún episodio de delicioso humor, como la apuesta que cruza el mayor con el geógrafo, que afirma ser capaz de citar del tirón a más de 50 exploradores del continente australiano. MacNabbs lo cuestiona, tomando por jactancia la erudición de aquél: por supuesto, pierde.
Los tres escenarios donde se desarrolla la acción dan pie a episodios memorables. En América del Sur, la aparición del indio Thalcave salvando a Roberto Grant de un cóndor, la riada fluvial que los convierte en huéspedes de un árbol solitario donde los expedicionarios acaban en la tesitura de tener que decidir entre el fuego que acaba devorándolo o los caimanes que esperan en las aguas, o el acoso a que los lobos rojos someten a lord Glenarvan, Robert Grant y Thalcave durante una noche interminable. En Australia, las tribulaciones provocadas por el descubrimiento de que el marinero Ayrton, supuesto superviviente del mismo naufragio que el capitán Grant, en realidad es un convicto que busca apoderarse del Duncan para convertirlo en un barco pirata y que pone en jaque a la expedición al conseguir el mensaje que le permitirá presentarse a bordo y conducirlo al rincón de la costa australiana donde están emboscados sus hombres.
Sin embargo, las páginas más dramáticas, más intensas, más conseguidas, tienen lugar en la última de las aventuras, la que se desarrolla en Nueva Zelanda. Si ya el acceso a este territorio se produce en tristes circunstancias —los protagonistas creen que Ayrton se salió con la suya y se apoderó del Duncan, lo cual además pone fin a sus intentos de buscar al capitán Grant—, Verne va incrementando poco a poco los obstáculos que encuentran unos aventureros que ya poco ánimo tienen para aventuras. Así, la travesía desde Australia hasta Nueva Zelanda se basta para crear la atmósfera de pesimismo necesaria: desde las evocaciones de Paganel de las atrocidades cometidas por los maoríes con los europeos puestos en sus manos a la tormenta que hace embarrancar a la maltrecha nave en tierra muy peligrosa. El episodio en que los expedicionarios caen en manos de los maoríes resulta memorable, tanto por la tensión sostenida de lo que parece la última aventura del grupo como por la intensidad y respeto del retrato que hace Verne de los indomables maoríes, salvajes implacables, eso sí, pero dueños de una entidad que los eleva de la mera animalidad y los convierte en rivales dignos de los protagonistas.
La aventura concluye, además, con una sucesión de clímax a cuál más emocionante. Primero, la fuga en el último momento de la prisión maorí, apenas a unas horas de su ejecución por parte de sus captores. Segundo, la erupción que provoca Paganel en la montaña volcánica cuyo tabú les concede un momento de respiro en la persecución de los salvajes. (No se olvide la admiración que sintió Verne por los volcanes, la máxima expresión del poder de la naturaleza para el autor: un volcán supone el exacto polo norte en Las aventuras del capitán Hatteras; un volcán, apagado, sirve para entrar en el centro de la Tierra (y otro, esta vez encendido, para salir de ella); un volcán preside La isla misteriosa y al final será responsable de su destrucción; un volcán, en fin, permite la supervivencia de los viajeros estelares en el cometa de Hector Servadac, la más fantástica de las novelas vernianas.) Tercero, el rescate en el proverbial último segundo por parte del Duncan, que da pie a un momento de intenso dramatismo, pues realmente no creen sino que es el yate en manos de Ayrton y sus sicarios, sin saber todavía que Paganel salvó al buque (y a ellos) al enviarlo, por error, a la costa de Nueva Zelanda y no de Australia, librándolo así de la trampa del traidor, el cual, debido a su furiosa reacción ante su inesperado contenido, está encerrado en la bodega.
Después de tanto drama, y cuando la novela parece encaminada a una conclusión melancólica, con el fin de los sueños de sus protagonistas, el azar, como dije líneas arriba, interviene conduciendo al Duncan a un peñasco solitario en medio del Pacífico, la isla de Tabor, donde descubren al capitán Grant y sus compañeros. ¿El azar? En Verne, por supuesto, el azar también está inextricablemente unido a la mayor virtud del hombre: su determinación. Sin ella, el viaje de Glenarvan y sus hombres se habría acabado mucho antes de llegar a ese rincón isleño que también está sobre el paralelo 37. Lo había expresado ya por boca de su inmortal capitán Hatteras: «No hay obstáculos humanamente insuperables. Hay voluntades más o menos enérgicas».
[Quien no conozca los detalles del final de esta novela, ni su relación con otras del mismo autor, debe dejar de leer aquí]
Hablaba líneas atrás de la grandeza, aun sórdida, que envuelve al personaje de Ayrton. Si los expedicionarios encuentran al capitán es porque el traidor llega al acuerdo con lord Glenarvan de que, a cambio de contarle su historia, no lo entregue a la justicia de los hombres (que le reserva, sin duda, la pena capital por sus fechorías en Australia) sino a la expiación de sus crímenes en una isla solitaria, que será Tabor. Allí, Glenarvan lo deja abandonado, pero no olvidado, como le dice —en lo que para mí supone uno los momentos más emotivos de toda la novela, que resume a la perfección la entraña humanista de toda la obra verniana, pues esas palabras del lord vienen a reconocer a todo hombre, incluso al más desalmado, la oportunidad de la redención. Verne despide a Ayrton haciendo que lo último que vean de él los pasajeros del Duncan sea su imagen con los brazos cruzados, contemplando con aparente indiferencia los elementos, sin dejar traslucir la zozobra del abandono en una pequeñísima isla desierta. Imagen que Verne siempre reserva para los personajes más nobles e indomables de su obra: para el capitán Hatteras, para el capitán Nemo, para Miguel Strogoff. Michel Verne, su hijo, que manipuló los manuscritos inéditos de su padre para exprimir su nombre de modo póstumo, le rindió el mejor de los homenajes en el final de Los náufragos del Jonathan (novela que le pertenece casi por completo, y cuyas modificaciones la hacen estupenda, a todo esto), al hacer que su héroe, el Kaw-djer, el anarquista desengañado del fracaso de las utopías, asuma su refugio final en el faro del cabo de Hornos (en el fin del mundo, pues), enarbolando idéntica y orgullosa postura en el imborrable párrafo final de esta novela.
Mientras escribía Los hijos del capitán Grant, Verne ya anticipaba por carta a su editor Hetzel el plan de su siguiente novela, que consideraba, con indisimulable excitación, que iba a constituir un hito en la literatura. Era, claro, 20.000 leguas de viaje submarino, cuya publicación se iniciaría en 1869. Esta otra obra maestra nada tiene que ver con la que ha ocupado este comentario, pero casi diez años después, en 1874, con la publicación de su no menos genial La isla misteriosa, Verne iba a unirlas todas para convertirlas en una inesperada trilogía. No solo la isla del título suponía el refugio de un anciano capitán Nemo, sino que éste (un solitario conoce bien a otro solitario) los encaminaba hacia la cercana Tabor para recoger a Ayrton, por completo redimido, habiendo expiado sus pecados mediante el arrepentimiento, primero, y la regresión a la animalidad, después. Regresión que Verne achaca —de modo nada científico pero sí con coherencia emocional— a su proscripción de la cercanía de los hombres. Convertido en uno más de los colonos de la isla de Lincoln, Ayrton compartirá con ellos alegrías y zozobras —la principal, asistir con impotencia al ataque de la isla por unos piratas que resultarán ser sus antiguos compañeros de fechorías australianas, que han hecho realidad su viejo sueño—, la emoción de ver cómo la próspera instalación en la isla se convierte en la encarnación de la utopía (al contrario que su hijo Michel, Jules sí creía en ellas) y la tristeza de su destrucción a manos del volcán a cuya emersión, irónicamente, debía su existencia. Y los seis colonos (que se habían negado a llamarse náufragos) quedan reducidos a una roca solitaria en medio del Pacífico…
Ah, pero ¿y el Duncan? Para no cambiar de costumbres, en ese momento de indefensión completa de los colonos de la isla de Lincoln, el yate aparece para rescatarlos. No a ellos, claro, sino a Ayrton, pues lord Glenarvan viene a cumplir su promesa de retornar a por ese hombre transcurrido el tiempo necesario para su expiación, cerrándose así el círculo abierto en Los hijos del capitán Grant. Abrir de nuevo las páginas de este libro —empezando por la caza del pez martillo, el hallazgo en su interior de la botella y la interpretación de su mensaje para iniciar la búsqueda de Grant— y después viajar 20.000 leguas de viaje submarino y naufragar en la isla misteriosa constituye una de las grandes experiencias que nos ofrece la literatura universal.
Tengo ese ejemplar…pero en una edición en comic, muy resumida, de esas que poblaban las librerías hace años. Aunque 64 páginas es bastante complicado que captara todo lo que contiene la novela…y una señal de que hoy sería un buen momento para recuperar las novelas de este autor.
Pues te animo, porque esta novela es ideal para comenzar el redescubrimiento. Yo mismo conocí muchas novelas de Verne por sus versiones en comic, en la inolvidable colección Joyas Literarias Juveniles de Bruguera… que en un rapto de inconsciencia y de equivocada «madurez» vendí un buen día. Ironías de la vida, ahora vuelvo a tenerlas todas en edición digital, pero no es lo mismo que tocar y oler el papel.