Blade Runner 2049 o la balada del replicante triste

La novela                   Blade Runner 2019  I      II

Sugestivo cartel anunciador de Blade Runner 2049Es posible que, en estos 35 años que han pasado desde que se estrenó ese film que se recibió con hostilidad y que hoy seguramente sea (con permiso del 2001 de Kubrick) el más influyente de la historia de la ciencia-ficción, nadie hubiera pedido ni esperado una continuación, una secuela, y menos aún la posibilidad, debido al éxito que está teniendo su estreno, de originar una franquicia. Sin embargo, ya no tiene remedio: Blade Runner 2049 existe, y es ocioso lamentarlo. Quienes reverenciamos el original, es evidente, no podíamos ignorar esta continuación, pero tampoco fingir que cualquier resultado nos valía. De entrada, eso sí, a la hora de enfrentarme a ella, intenté persuadirme de que era necesario evitar incurrir en una de estas dos estériles actitudes: la del policía cinéfilo («a ver qué se han atrevido a hacer con mi película favorita…») o la del ingenuo que espera asistir a la misma experiencia extática de 1982, cuando aquel contexto ya es irrepetible. Pues bien, hacía tiempo que no me encontraba con una secuela tan inteligente y tan sugestiva como este film ahora encomendado no a Ridley Scott (por fortuna…) sino al canadiense Denis Villeneuve. Blade Runner 2049 carece del sello hipnótico del anterior, arrastra más de un defecto y de una incoherencia, y desde luego dilata demasiado su metraje, pero demuestra un notable respeto por el espectador que ama la historia, un profundo conocimiento del ambiente de ficción en que se sitúa y un admirable propósito de hacerlos evolucionar y no ofrecer un previsible ejercicio de mimetismo, todo ello sin abandonar las coordenadas donde ya funcionaba Blade Runner 1982: esto es, la misma y bella cualidad de thriller de ciencia-ficción existencial.

Hace treinta años, el blade runner Rick Deckard (el policía especializado en cazar replicantes, androides proscritos en la Tierra por su insultante perfección) abandonó su apartamento con esa mujer por la que estaba dispuesto a convertirse él mismo en proscrito, Rachael, objeto inhumano para todos menos para él. Hace treinta años, Deckard todavía pudo llevarse consigo el cálido recuerdo de un beau geste de complicidad humana, simbolizado en ese unicornio de papel que delataba que el policía Gaff había estado allí y, por tanto, consentía su huida. Hace treinta años —obviemos el incoherente y edénico plano final de la versión estrenada en cines que el estudio impuso en un inútil intento de conjurar el fracaso comercial que veían anunciado en el intenso pesimismo de la película: el llamado director’s cut, que se cierra sin más con la huida de Rachael y Deckard, es para mí en este sentido el definitivo—, la pareja de fugitivos escapaba probablemente hacia ninguna parte, porque en esa Tierra del 2019 difícilmente podía quedar algún rincón que no fuera un infierno de degradación.

La imagen icónica de un blade runner y su spinnerEn 2049, cae la misma lluvia, perenne y silenciosa, sobre Los Angeles. Estamos en el mes de enero. El invierno se abate sobre el planeta ya de por sí invernal, y por eso algunos días sus habitantes se despiertan bajo una nevada suave y taciturna, como el mismo antihéroe cuyos pasos vamos a seguir a lo largo de toda la historia, otro blade runner como Rick Deckard, tan solitario como este pero aún más aislado de la humanidad, y no por opción propia como el personaje encarnado por Harrison Ford.

Porque la primera decisión inteligente de la historia, en un consecuente paso adelante, es que este protagonista sí sea ahora un replicante. (Aclaro: como ya explico en el artículo publicado en este mismo blog, para mí el hondo planteamiento humanista de Blade Runner no tiene sentido si su protagonista Deckard no es un ser humano, como insidiosamente intentó subvertir, asimismo en el director’s cut, utilizando medios tramposos —planos añadidos que no estaban en el original, como el famoso sueño del unicornio—, ese técnico con ínfulas de autor llamado Ridley Scott.)

El hombre de aspecto joven e imperturbable (pero su imperturbabilidad, acabaremos sabiendo, no es sino una máscara) que recorre la pantalla es un ser mecánico, construido, «no nacido» (como remarcan los diálogos). Un tipo al que todos desprecian: sus compañeros de la policía y sus vecinos lo tildan despectivamente como «pellejudo» (skinner), palabra que incluso está escrita insultantemente en su puerta. Como no es un ser humano, no tiene nombre humano sino un número de serie que todos abrevian, comenzando por él mismo, dejándolo en «K», insólito hallazgo que no puede sino evocarnos a ese gran poeta que ya convirtió la deshumanización en un abstracto grito de denuncia contra la destrucción del ser humano: Franz Kafka.

Robin Wright, la teniente Joshi de Blade Runner 2049El trabajo de K sigue siendo el de retirar a otros replicantes como él, pero de estatus ilegal, antiguos Nexus (modelo 8, es decir, superior al de Batty y sus camaradas de 2019). Ahora bien, el asunto central sobre el que giraba la angustia de esos replicantes ha desaparecido: los Nexus 8 y el mismo K no tienen ya ese tiempo vital limitado a cinco años que atormentaba a aquellos. Es una buena idea, porque la reflexión sobre la esencia de la humanidad no tiene ahora como clave dramática la rápida caducidad de una existencia de plenitud física… sino la posibilidad de que los seres artificiales puedan reproducirse. El último muro que separa a humanos y androides, como lo define la teniente Joshi, la jefa de K. He ahí el motor argumental de la historia: el hallazgo por parte del mismo K, en la aislada granja donde se ha ocultado durante treinta años uno de esos Nexus-8, de una caja (un ataúd) que contiene los huesos de una mujer muerta al dar a luz. El problema es que, al analizar esos huesos, los técnicos de la policía descubren que era una replicante, y nada menos que Rachael. La implacable teniente Joshi le encomienda encontrar a toda costa a ese vástago imposible y ejecutarlo, porque el mero conocimiento de su existencia provocaría en la Tierra la guerra definitiva entre la humanidad y los androides. Pero no será el único en emprender esa búsqueda…

Con estos mimbres, Blade Runner 2049 explora hacia distintas direcciones las mismas reflexiones que ya contenía el original —el cual, no se olvide, siempre parece latir por debajo de las nuevas imágenes—, esto es, las contradicciones que subyacen bajo el concepto de humanidad, y que se caracterizan porque a cada nueva negación de la misma, el elemento negado, rechazado, parece abrirse camino hacia lo humano con renovada fuerza.

Repito: no puede ocultarse que los autores del nuevo film remarcan orgullosamente la esencia del primero. Habrá quienes critiquen esta circunstancia, alegando que Blade Runner 2049 es un vacuo y mercantil intento de remedar el original, sin mayores ambiciones. Y desde luego, se entiende. Por ello, quizá sea necesario señalar antes que nada estos vasos comunicantes. En primer lugar, la estética del film de Scott es la estética del film de Villeneuve: incluso los numerosos escenarios nuevos que aparecen en el film (por ejemplo, una fantasmal Las Vegas) parecen verdaderamente extraídos del genial diseño de producción original, como si hubieran sido «reservados» o «desechados» del montaje final, algo increíble por mucho que uno sepa que en 1982 todos esos escenarios eran reales, tangibles, mientras que en 2017, en su mayoría son digitales, virtuales.

Replicantes para el placer, una de ellas, increíblemente similar a Daryl Hannah

Esta prolongación, sin embargo, es absolutamente coherente con el planteamiento. No puede extrañar que parezcamos seguir en 2019, porque treinta años después la Tierra perpetúa la misma degradación, la misma suciedad pegada a su piel sin esperanza de limpieza. El desastre ecológico no tiene vuelta atrás y las autoridades terrestres hace mucho que tiraron la toalla: las colonias exteriores siguen siendo el sueño de una vida mejor para todo aquel que puede permitírsela. Y mientras tanto, los marginados, los impuros, se hacinan en la Tierra. Ahora bien, y como ya pasaba en Blade Runner, la identificación que se busca establecer entre espectador y protagonista provoca que, en medio de la superpoblación, la soledad siga siendo la característica eminente de ese Los Angeles existencial: una vez cerrada la puerta de su casa, y por mucho que hayamos visto que reside en un bloque de apartamentos donde se acumula gente (incluso en pasillos y escaleras), diríase que K penetra en otra dimensión, en la que no parece quedar la menor huella sonora o moral de la presencia, al otro lado, de esos hostiles vecinos. Soledad que ahora remarca una decisión espacial de los autores del film: hacer que K se pasee no solo por la ciudad sino por los lugares situados donde la ciudad termina, remarcados por el abandono y la degradación. En este sentido, Blade Runner 2049 cumple con creces el más ansiado sueño de quienes amamos la primera película, enseñarnos con mayor minuciosidad el mayor número posible de rincones de tan fascinante escenario.

Ese paseo por los espacios eludidos por el film de 1982 reserva, además, la sorpresa de evocar la magnífica novela de Philip K. Dick sin la cual no existirían los dos Blade Runner, esto es, la espléndida ¿Sueñan los androides con ovejas mecánicas?, cuya ciudad (p0r cierto, no Los Angeles sino San Francisco), recuérdese, era el reverso del cinematográfico: un lugar medio despoblado, incluso fantasmal, al borde de la pura entropía. Que un producto en principio tan poco «recomendable» como una secuela sea capaz de enlazar los dos universos de referencia, me parece un hallazgo formidable.

Otro elemento que se mantiene con inteligencia es la misma textura sonora. La banda sonora aparece firmada por dos nombres, los de Benjamin Wallfisch y Hans Zimmer. A falta de saber cuál es la aportación concreta de cada uno, lo cierto es que la música asimismo prolonga la hipnótica sonoridad de Vangelis, sin recurrir a sus temas exactos salvo en un momento concreto (y consecuente: luego lo señalaré). En todo caso, creo que a Zimmer deben adjudicarse los segmentos en los que la banda sonora juega a musicar el ruido, de un modo muy similar a sus trabajos en las películas de Christopher Nolan, de El caballero oscuro a la más reciente Dunkerque, con resultados a veces excesivos.

cartel-alternativo-de-blade-runnerFinalmente, hay momentos concebidos para que ambos films se comuniquen directamente: el ojo ¿de quién? con cuyo primer plano se abren las dos películas, y que deja bien claro que, en ambas, todo es cuestión de mirada; la escena, en relación con lo anterior, en que K va ampliando cada vez más la imagen del hueso del cuerpo hallado en la caja hasta descubrir el número de serie que delata su fabricación artificial (y que supone un eco del genial momento en que Deckard se internaba literalmente en una fotografía con la ayuda de un artefacto de ampliación); el escalofriante parecido de la joven actriz Mackenzie Davis con Daryl Hannah, no en vano también encarna a una replicante fabricada como objeto de placer; el uso icónico de un animal, esta vez no un unicornio de papel sino un caballito de madera que, aquí sí, puede suponer la diferencia entre la posibilidad de ser replicante o humano, de que las sensaciones asociadas a él sean un implante o un recuerdo genuino…

Donde, por fortuna, este film supera netamente al anterior es en su puesta en escena. Ridley Scott, siempre lo he dicho, sin duda enamorado del diseño visual y sonoro, observaba los personajes y sus problemas desde fuera, más atento a la belleza estética que a la poesía del desgarro que se precisaba: el famoso final con la muerte de Batty es para mí el símbolo de su fracaso, ya que su puesta en escena (el personaje a contraluz, el relamido simbolismo de la paloma que sujeta, el vuelo del ave al ralentí cuando muere) convierte el carácter elegíaco de la escena en lirismo de papel de celofán. El canadiense Denis Villeneuve hace honor a la fuerza atmosférica de las dos películas que le conocía (Prisioneros, La llegada), y consigue, ahora sí, fundir física y moralmente personajes y ambientes, consiguiendo el tono de melancólica balada que mejor se aviene con la triste odisea de su protagonista, compaginando acción y reflexión, sordidez y sublimidad, degradación y belleza.

K y Joi, inseparables en Blade Runner 2049Admirablemente, el guion introduce un tercer factor en esta ecuación entre el hombre y su reflejo especular, el replicante. Y es el personaje de un programa informático que crea una holografía femenina (bellamente femenina, hay que puntualizar) con un nombre, Joi (prácticamente, Joy=Alegría), que expresa bien cuál es su función: acompañar, entretener, alegrar la vida de aquellos usuarios que la compran. (No en vano, Joi es un producto que se exhibe en esas calles invadidas por anuncios publicitarios tridimensionales, en su caso incluso gigantesco: es imposible no mirarla, porque además está desnuda.) Joi, en teoría, es mucho menos que K… y sin embargo, el espectador advierte, desde la primera vez que los vemos juntos en pantalla, que entre el replicante y el programa de entretenimiento fluyen una complicidad y una ternura, que o bien denota una absoluta alienación de ese ser condenado a la soledad (que, por tanto, quiere creer que un mero programa tiene una esencia propia), o bien sugiere que es esa intensa necesidad de su dueño la que hace nacer su personalidad propia (lo cual supone una explicación fantastique que me parece adorable). En cualquier caso, las imágenes no engañan: aun cuando sea por la contagiosa calidez que sabe transmitir la actriz cubana Ana de Armas (la gran revelación de la película), el cariño, es más, el amor que llega a afirmarse entre ambos, resulta absolutamente genuino: es decir, humano.

Así, K le trae regalos (un «emanador», un artilugio que permite sacarla de la consola doméstica donde «vive», es decir, que le otorga la libertad de acompañarlo a cualquier lugar), le sirve una copa como si ella misma pudiera bebérsela (lo hace él por los dos, claro) y la trata con inusitada gentileza. En contrapartida, ella no duda en bautizarle con un nombre de verdad, Joe (nombre humano al par que variante de Joi, lo cual añade una sugestiva ambigüedad a su gesto) y, en una de las ideas más arriesgadas del guion, contrata los servicios de una prostituta —el papel que supone una reminiscencia de la Pris/Daryl Hannah del original— con el objeto de utilizarla como avatar sólido para poder tener el ansiado contacto físico con Joe: para poder culminar el amor que sienten y poder follar como dos seres vivos de verdad. Teniendo en cuenta la importancia dramática de esta relación, bien podría decirse que lo que acaba contando Blade Runner 2049, por encima de todo, es el proceso mediante el cual K se convierte en Joe.

Ryan Gosling, un blade runner poco expresivoEs una lástima, y aquí encuentro uno de los mayores reparos a la película, que el actor Ryan Gosling, por decisión propia o por incapacidad, fracase dolorosamente a la hora de despertar la necesaria empatía del espectador hacia su personaje. Su mirada metálica no es un registro interpretativo: es inexpresividad. Todo lo contrario, como ya he señalado, que Ana de Armas o que el otro personaje femenino que traba una extraña relación con el protagonista, esa teniente Joshi que borda la siempre estupenda Robin Wright, que en sus escasas apariciones otorga un notable espesor a un personaje que se intuye torturado, una mujer implacable en su determinación de proteger a la confiada humanidad (el rictus de dureza de la Robin Wright madura verdaderamente amilana, como saben bien los seguidores de la serie televisiva House of Cards), pero que a la vez parece sentir una turbia atracción por K (hay una escena en que prácticamente se le insinúa, en el apartamento del blade runner). Turbia porque esa mujer que lucha porque la distancia entre hombre y máquina siga siendo inapelable, acabará eligiendo proteger a ese ser «artificial» que para ella, es evidente, resulta demasiado humano (en una nueva vuelta de tuerca al eterno leit motiv de las dos películas).

Por desgracia, hay direcciones del guion que no terminan de estar dibujadas. Pienso ante todo en dos. Una es el personaje del industrial que hace de villano en la sombra, Niander Wallace (Jared Leto, tan inaguantable como siempre), el nuevo genio de la robótica que sustituye al Tyrell del original, embarcado en el propósito de conseguir de sus nuevos y sofisticados replicantes ese rasgo que, de pronto, descubre que un androide antiguo como Rachael consiguió, la posibilidad de la procreación. Wallace envía a su mejor creación, la replicante Luv, tras los pasos de K, deparando así la parte final de la historia, presidida por la acción y la violencia. El problema es que nunca se define bien a Wallace y sus motivaciones: ¿es un individuo aquejado por un complejo de Dios, que pretende demostrarlo mediante la creación del ser artificial definitivo, aun cuando pueda suponer el fin de la humanidad? ¿Es un mero genio del mal? ¿… O acaso él mismo sea otro replicante?

La segunda es la revelación de que los replicantes que viven en la Tierra han organizado una especie de grupo clandestino de resistencia cuyo objetivo final es la revolución, es decir, el alzamiento contra el hombre, para lo cual les resulta fundamental el vástago de Rachael, a quien le reservan su liderazgo natural. Este elemento es para mi gusto lo más discutible: recuerda demasiado a las películas de la saga de El planeta de los simios ambientadas en la Tierra coetánea (como los simios, los replicantes son seres esclavizados que se acabarán alzando contra sus humanos, para reemplazar su dominio sobre la Tierra… y reproducir sus mismos defectos) y parece pensado más que nada para hacer que en la parte final de la historia confluyan varias líneas argumentales que justifiquen la, eso sí, soberbia secuencia de acción con que culmina la película.

[Quien no conozca el final de la película debe dejar de leer aquí]

Ryan Gosling se interna en Las Vegas de 2049

Todo esto conduce a la reaparición, astutamente reservada para el tercio final de la historia, del añorado Rick Deckard, quien ha pasado esos treinta años, por lo que parece, en la más completa soledad desde que dejó ir a su amada Rachael, a punto de dar a luz, para así prevenir lo que ahora se le viene encima: que se descubra la existencia de ese vástago, a quien él, por otra parte, nunca ha visto. Único habitante (con un perro que quizá sea artificial) de una fantasmal Las Vegas, el lugar, se dice, más contaminado del mundo —por ello lo envuelve una perpetua luz anaranjada, crepuscular, degradada, que parece infecciosa con solo mirarla—, Deckard es buscado por todos: por la policía (no en vano es un blade runner fugitivo, un traidor); por K (que sabe que él posee las claves de su búsqueda); por Wallace, que espera así encontrar una pista que lo conduzca hasta su vástago y que, después de haberlo hecho prisionero, intenta tentarlo con la reconstrucción de su añorada Rachael.

Rick Deckard 2049La reaparición de este personaje —«encarnado» por una Sean Young reconstruida digitalmente, en un proceso que si en principio resulta tan molesto como en coetáneas operaciones similares, aquí al menos tiene la justificación argumental de su condición artificial— está concebida como el momento culminante de la película, y si bien no termina de serlo (en mi caso, me distancia precisamente esa reconstrucción de la actriz original), proporciona un momento espléndido a ese viejo blade runner, que rechaza la tentación que Wallace pone ante sus ojos porque el amor de una vida no puede ser meramente reproducido. «Tenía los ojos verdes», exclamará de modo que a la vez resulta una ingeniosa réplica con la que rechazar la oferta de Wallace y una orgullosa pero también triste reafirmación de que lo que se ha perdido es irrecuperable, precisamente porque fue irrepetible. Por cierto que si Harrison Ford siempre me ha parecido monocorde encarnando al joven Deckard, aquí sin embargo reconozco que realiza una excelente interpretación, que incluso me despierta una inesperada emoción.

Ahora bien, la mayor creación de Blade Runner 2049, por encima de toda duda, es su protagonista. Confieso que hacía mucho que no me tropezaba con un personaje tan desdichado, y por ello tan conmovedor, como K (como Joe), un tipo que se pasa toda la historia siendo machacado literalmente a golpes, maltrato físico que se corresponde simbólicamente con la desoladora destrucción de todas las esperanzas, al principio pequeñas y después ilusoriamente ambiciosas, con que aspira a hacer realidad su mayor deseo: ser (un individuo, un ser humano o incluso ese mesías que una lo mejor del hombre y del replicante, puesto que llegará a pensar que él puede ser el hijo de Rachael y Deckard). El ascético y solitario Joe (o K), que como sabemos conjura la soledad que se le impone con ese hechizo de ternura que para él supone Joi, emprende una odisea primero por pura profesionalidad (hace lo único que sabe hacer) y después por la promesa de la humanidad, pero acabará perdiéndolo todo: el trabajo, la chica a la que ama (cuando Luv destruye, con rictus de inhumano sadismo, el «emanador» que la contenía), sus esperanzas de ser humano, y finalmente su vida.

Como sucedía en 2019, el ahora anciano Rick Deckard verá cómo el replicante que inicialmente tenía que matarlo acaba sacrificándose por él, en un final que (no exagero nada) supera al ya mítico de Rutger Hauer. Faltan las bellas palabras que se ponían en su boca, pero las circunstancias son similares, solo que eliminando el esteticismo de Scott por un magnífico uso moral de los gestos y los encuadres, de la luz y de la música, de la forma de evocar y trascender el original. La lluvia da paso a la nieve, más serena y menos ostentosa, pero suena el mismo y bonito tema de Vangelis. Joe, después de dejar a Deckard en la puerta que lo conduce ante el fruto que concibió en su amada Rachael (el futuro), consciente de que él es el pasado, se deja caer sobre las escaleras cubiertas con un blanco sudario, el gesto cansado, y siente (como Batty en 2019, un bonito vínculo) la cercanía de la muerte en la mano que se le agarrota. Batty, más fiero, más desesperado por vivir, ante los primeros síntomas se clavaba un puñal para despertarla. Joe, menos salvaje, más sabio, y también más cansado, se deja arrastrar por el sueño eterno que a todos nos iguala. Ay la humanidad…

Ana de Armas y Ryan Gosling, seres humanamente artificiales

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Blade Runner 2049 / Blade Runner 2049. Año: 2017

Director: Denis Villeneuve.  Guión: Hampton Fancher y Michael Green; historia de Hampton Fancher. Fotografía: Roger Deakins. Música: Benjamin Wallfisch y Hans Zimmer. Reparto: Ryan Gosling (K), Harrison Ford (Rick Deckard), Ana de Armas (Joi), Robin Wright (Teniente Joshi), Jared Leto (Niander Wallace), Sylvia Hoeks (Luv). Dur.: 164 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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7 respuestas a Blade Runner 2049 o la balada del replicante triste

  1. Renaissance dijo:

    Después de verla, puedo decir en su favor dos cosas:
    Una de las más importantes en esta época de metrajes elefantiásicos, que su duración no resulta pesada en absoluto. Simplemente, olvidé el tiempo que transcurría. Sí, es larga, dedica mucho tiempo a la escenografía, impresionante pero a la vez adecuada a la película, y un tanto onírica. Lo dice una persona a la que las dos horas y media habituales en los blockbuster la aburren..¡quiero que tengan un motivo para alargar tanto la sesión, no que hagan explotar cosas! Al menos, aquí lo tenían, aunque solo fuera por justifiicación estética.
    La segunda, es ha sido una buena secuela, al menos en cuanto a la idea de lo que tiene que ser una segunda parte: retoma lo que empezaba a plantearse en la primera parte: la duración de los replicantes, la implantación de recuerdos como algo primero esbozado y ahora comúnmente aceptado.
    No sé que pensar de la subtrama sobre esa especie de resistencia de los replicantes y Jared Leto como potencial antagonista, cuya presencia se queda en unos pocos minutos donde hace gala de un complejo mesiánico de manual: por un lado, parece quizá pensado a ofrecer una posible tercera parte si el tema funciona, más orientado a la acción tópica. Por otra, podría verse como una ironía: el mundo en el que viven los replicantes y los humanos parece estar agonizando. Cualquier rebelión exitosa solo sería una victoria pírrica.
    (Me ha hecho gracia lo de «técnico con ínfulas»…a gente como a J. J. Abrahams no la califico como director ni creativo, sino como un buen gestor y especialista en marketing. Sin que eso sea malo. Se limita a hacer su trabajo, que es hacer cine, y procurar que este produzca un beneficio óptimo – en este caso, gustar a crítica y pública -. No muy artístico, pero efectivo)

    • La idea de que «Blade Runner 2049» inicie una franquicia a mí me produce escalofríos… sobre todo con la presencia en sombras de Ridley Scott. Pero es verdad que hay elementos que se esbozan tan solo, y si no es por exceso de ambiciones del guion, bien puede ser una bala argumental dejada en la recámara. Lo malo, como digo en mi artículo, es que toda esa parte tiene cierto tufo a «ya visto», por ejemplo como variante de la actual saga de «El planeta de los simios» o cualquier otra saga futurista.

      En cuanto a Ridley Scott, he leído en algún lado que si no ha acabado dirigiendo esta secuela es porque no soltó a tiempo «Alien: Covenant», lo cual yo sí celebro. Después de cuarenta años de carrera, creo que su mejor trabajo como realizador sigue siendo precisamente el primer «Alien». Yo cada vez que repaso «Blade Runner» me parece que lo que más ha envejecido es su trabajo, y si le califico de «técnico con ínfulas de autor» 🙂 , es porque el antiguo término de «artesano» implica una modestia y una habilidad narrativa de la que creo que carece.

  2. altaica dijo:

    Tan interesada en mostrar sistemáticas vinculaciones y referentes con su predecesora, tan interesada en desplegar una superioridad plástica, tan interesada en parecer importante y trascendente, tan interesada en estar a la altura de las circunstancias que al final todo en esta película resulta frío y calculado, mecánico ejercicio ausente del alma que busca y jamás encuentra. No hay una sola secuencia en la película que sea capaz de transmitirme la más mínima emoción. Ni siquiera su esteticista y nevado desenlace, pues para que el mismo haga su efecto es necesario que con anterioridad la transformación de K y, como resultado, su inmolación final sean creíbles y me temo que el personaje principal es tan plano, poco empático y fío que tal logro se me antoja imposible. El cartón piedra que atesora este actor es precisamente lo contrario que conseguía transmitir Ford o Hauer en su día. Pero no creo que sea solo achacable a un problema interpretativo. También conceptual a nivel de guión y realización/dirección. Por poner un ejemplo, la relación entre la mujer hológrafa y él es de casa de muñecas, y la intervención de la otra chica para consumar cierta sexualidad entre ambos es un remedo burdo del promovido en la obra maestra de Jonze, Her (2013).

    Si por algo fue especialmente grande la primera es por su capacidad para transmitir de forma emocional y finalmente lírica cómo unos seres artificiales llegaban a sentir y amar la vida aún más que sus creadores humanos y, en consecuencia, luchar contra la finitud impuesta o su fecha de caducidad (destrozas y de qué manera la famosa y mítica secuencia que forma ya parte de la historia del séptimo arte). Nos llegábamos a preguntar qué es ser humano y no qué es un ser humano. Humano es aquello/quien es capaz de desarrollar la complejidad que suponen los sentimientos, afectos y recuerdos, con independencia del fluido que circula por sus venas, del material del que esté elaborada su estructura o si las percepciones de la memoria han sido añadidas o experimentadas. Qué o a qué eliminaba Deckard nos preguntábamos en su día y se preguntaba él mismo. Y finalmente comprendió que “amaba tanto la vida que salvó la mía” pese a haber dado caza y eliminación sin piedad a su amada.

    Hoy, Blade Runner 2049 se viste de enorme artefacto muy al uso del cine de su director (habiendo visto toda su filmografía, tengo una relación de amor vs odio que esperemos con el tiempo se decante por la primera) y en general del cine moderno para regalarnos un trabajo formalmente impoluto, brillante e incontestable pero nuevamente pomposo y henchido, cuya grandilocuencia esconde una historia repetitiva, plana, paralela, sin ánima y siempre solapada con su original. La culminación/fusión/hibridación del amor entre hombre y máquina es el objetivo de esta película, pero ¿necesitaban los replicantes ese “milagro” para dar sentido a su existencia? ¿es ese antropocentrismo necesario? La fusión entre humano y replicante solo viene a cuestionar (estoy especulando e introduciendo un cierto juego reflexivo) el verdadero sentido y lirismo de la película inicial, de la que algunos deducimos que el eterno dilema del hombre en su búsqueda de lo inmortal representado por esos replicantes que con independencia de lo que circule por sus ausentes venas con capaces de sentir. Insisto, ¿es el hombre humano por lo que está construido?, huesos, sangre, piel y carne, o ¿es hombre por lo que es capaz de sentir, de amar, de percibir, de admirar, de adorar? Cuando Ford se denomina “ex-policía, ex-asesino” ya estaba otorgándoles a sus víctimas la condición de humanos o de seres cuya eliminación suponía un asesinato. La hija surgida entre hombre y máquina ¿es solo la criatura argumental de una visión pobre y egoísta desde la acera humana, desde la necesidad egocentrista de dotar a la máquina de algo de humanidad en la asunción soberbia que nada que no procede en todo o en parte de lo humano jamás será reconocible?. ¿Necesitan los replicantes tal milagro para sentirse únicos, especiales y no aniquilables? ¿Necesitan tal milagro para exigir el respeto vital que le es intrínseco por estar diseñados no a imagen y semejanza de los humanos y sí por su capacidad de amar, sentir y apreciar la vida, como humanos o como máquinas?

    Finalmente, qué más da si el verdadero lastre de Blade Runner 2049 es que se muestra como un artefacto bellísimo pero prefabricado, alejado del lirismo y la esencia de todo aquello que debería de haber sido objetivo o meta (auténtica profundización en el mundo replicante, altura en la definición y trazados de los mismos, de sus anhelos, de su capacidad emocional y afectiva, de su angustia vital al ser los nuevos esclavos y desheredados de un mundo gobernado por deshumanizados humanos que aniquilan a humanizadas máquinas ) y, por el contrario, derivando en laberintos formales pobres en la esencia pese a su opulenta apariencia. Por no hablar de personajes mal definidos o, mejor dicho, sin definición. La aparición postrera de Ford produce pena, pues solo sirve para mostrar un repertorio gestual de penurias, miedos y fuerzas ya gastadas. Nuevamente salvado por un replicante encarnado por un actor que no transmite ni la más elemental empatía. Esta obra es el ejemplo paradigmático del cine que nos ha tocado vivir y del cine que gusta a la mayoría de los críticos de nuevo cuño. Aparatosos artefactos que pretenden ser desde la apariencia y la atmósfera, y, por el contrario, están notablemente huecos y deshabitados. Un abrazo.

    • Un comentario que supone más bien una entrada en toda regla a este blog, una colaboración que, por argumentar justo lo contrario (o casi) que hago yo con respecto a la misma película, supone en sí misma el perfecto complemento de la mía. Lo irónico es que las críticas que realizas de la secuela podrían perfectamente aplicarse a la película original, no en vano he leído comentarios similares en aquellos a los que el primer «Blade Runner» les deja indiferentes (que los hay, y dando argumentos del todo plausibles, aunque no compartibles). Eso sí, al que no le gusta el film de Scott, supongo que este difícilmente irá siquiera a verlo.

      Es evidente: «Blade Runner 2049» remite continuamente a la película anterior, y esa es la arriesgada apuesta de sus artífices, puesto que, es claro, parece renunciar a cualquier tipo de autonomía artística, estética o argumental. A un paso siempre de parecer una hueca fotocopia del original, sin vida, a mí en cambio, y por las razones que señalo en el comentario, me parece que consigue demostrar admirablemente que, incluso con planteamiento en principio tan anticreativo, el cine no es cuestión de originalidad sino de convicción, atmósfera, dramaturgia y sentido de la narración. No en vano hay muchas secuelas de obras que en principio parecían irrepetibles y que, sin renunciar a mantenerse en la estela de la primera, tienen su personalidad y se hacen asimismo imprescindibles.

      Por tus citas, veo que te remites siempre a la versión estrenada, con la narración en primera persona de Deckard. Por supuesto, es la que yo vi en primerl ugar, pero después me ha convencido la propuesta de Scott (con el que, sabes, pocas propuestas comparto) de eliminarla, no tanto por hacer demasiado explicativa la mirada del protagonista como por invadir en exceso ese «silencio» que las imágenes parecen pedir a gritos, aun cuando su personaje se mueva por los escenarios más abigarrados del mundo.

      Por último, comentas que conoces toda la filmografía de Villeneuve. En mi caso, se reduce a «Prisioneros» (que me pareció magnífica) y «La llegada» (que me sedujo mucho en el momento de verla, pero que creo que tendré que volver a revisar antes de ser tajante en su valoración). Si crees que hay alguna joya entre las otras películas del director, dímelo. Por lo demás, te mando un abrazo y te agradezco infinito tan minucioso contraanálisis, por la evidente riqueza de perspectivas que aporta a la entrada.

  3. altaica dijo:

    No puedo estar más conforme. No hay cosa más difícil en el cine que contar historias ya contadas y hacerlo bien. Obviamente para mí no en el caso que nos ocupa. Y del cineasta canadiense, a parte de las que ya has visto (coincido con Prisioneros que creo que es notable, pero no con La llegada que me parece claramente mediocre), no te puedes perder la extraordinaria Incendies (2010), que si no fuera por un final en exceso recargado y recreado, y por unos innecesarios subrayados que nada aportan y sí restan, estaríamos hablando de una obra casi magistral; Sicario (2015), que pese a su discutible discurso o discurrir ético y a su escasa profundización sobre el tema, es un ejemplo manifiesto de capacidad de dirección, montaje, ritmo vertiginoso y de una potencia narrativa sencillamente impresionante. Enemy (2013) es una película que tiene un planteamiento y un comienzo hipnótico y fascinante, para después convertirse en una suerte de confusa matástasis introspectiva, plúmbea búsqueda de la dualidad interior y la tan de moda ambigüedad simbólica.

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