A vueltas con El hombre que fue Jueves

Jueves againPuesto que yo mismo la había propuesto para una tertulia que hacemos unos amigos, he leído por enésima vez la novela de este autor conocida bajo el fascinante título de El hombre que era Jueves. Y el entusiasmo ante esta «gozosa pesadilla», como tan bien la definió su traductor Alfonso Reyes (Una pesadilla es el subtítulo que el mismo escritor dio a su ficción, que los despistados no deben olvidar) ha sido tan incontenible como la primera vez que la leí. Ahora mismo no tendría el menor reparo en calificarla como la mejor novela de todos los tiempos. Y sí, claro que exagero, más que nada porque ese mero enunciado empobrece el conocimiento de la literatura de quien la profiere: un lector (o un espectador) solo debería decir eso justo después de leer esa obra que tanto le ha entusiasmado. Y en cualquier caso, sí afirmo sin vacilar que, a mis ojos, casi ninguna otra posee la increíble fluidez que esta revela (únicamente alguna del gran Robert Louis Stevenson, no por nada el modelo confeso de Chesterton, y la fuente de inspiración concreta de esta particular fantasía); la desbordante capacidad para hacer que devoremos la página y saltemos a la siguiente; que leamos una frase ingeniosa o una frase divertida y, además de paladear el ingenio y la diversión, nos inquiete sospechar que hay algo más detrás de ellas. Además, lo digo ya, después de un buen puñado de relecturas del libro —acotación: descubro que solo son cinco, pero me parece que la he tenido que leer cada año de mi vida desde que la descubrí—, acabo de decidir lo que quiero ser en la vida, lo que hubiera querido ser en la vida: alguien capaz de conducirse por ella como su inolvidable protagonista, el poeta detective Gabriel Syme. Es decir, con la misma capacidad tanto para asombrarse como para complacerse con el asombro; con el mismo ingenio en los labios; con el mismo valor y el mismo sentido del riesgo; con el mismo concepto jubiloso de la amistad; con la misma ecuanimidad para juzgar a quien parece horrendo o detestable. Dicho de otro modo: yo hubiera querido ser Jueves.

Es una lastima que, al igual que ya he leído esta novela —lo digo porque, sinceramente, a quien más envidio en este momento es a quien puede abrir sus páginas sin saber nada de lo que va a leer—, también haya escrito un artículo sobre ella, que publiqué en este blog hace unos pocos años. Y es que confieso que uno de los placeres que me proporciona la lectura desde hace mucho tiempo es saborear con anticipación lo que voy a escribir sobre lo que estoy leyendo, aunque su alcance sea tan modesto como este blog.

Por ello, lo primero que voy a hacer es insertar el enlace al mencionado artículo, y después añadiré algunas impresiones (u ocurrencias) que me han brotado con la relectura (o que tal vez ya se me ocurrieron antes pero no escribí para no alargar mucho aquel). A quien esté interesado en este libro, y eso le haya conducido a esta entrada del blog, animo a leérselo primero y luego, si no le ha parecido mal, retomar la lectura de estas «apostillas» que incluiré a continuación.

El hombre que fue Jueves

Claude Monet House of Parliament Sun

La felicidad del reencuentro con el libro no se demora nada: es memorable desde su mismo arranque, con la descripción del barrio periférico, e imaginario, de Saffron Park donde se inicia la acción. Chesterton lo hace, si se me permite el aberrante término, recurriendo al cromatismo dramático, al uso del color como encarnación de la atmósfera, de las emociones que a continuación el espectador va a sentir: de una dramaturgia, un concepto que demasiados escritores olvidan. Los chestertonianos saben bien que el artista lo era en el pleno sentido de la palabra y que pudo haber sido dibujante como acabó siendo literato. El color rojo domina esos párrafos iniciales, no solo porque la historia comienza un crepúsculo, no solo porque las casas del barrio estén hechas de ladrillo de color vivo, no solo porque los cabellos del poeta anarquista Lucien Gregory (la puerta de entrada del protagonista a la aventura) sean fulgurantemente escarlata, sino porque la atmósfera que provoca esa acumulación supone el adecuado presagio de la aventura. Chesterton señala que ese atardecer parece el del fin del mundo, y en el alma abierta a los colores y a los emociones de Gabriel Syme ya se presagia la formidable peripecia que enseguida va a vivir (por otra parte, no hace falta insistir en la imagen más común asociada a este color: la sangre, y nos vamos a ver ante una historia en la que, por momentos, es clara la amenaza de que se va a verter mucha de ella). Bajo semejante luz, es inevitable tener la sensación de la más completa irrealidad.

Ya he dicho que quisiera ser Syme. Me fascina que, en el momento más culminante de la aventura, su mente sea capaz de vagar con la más completa libertad hacia la reflexión más peregrina. Por ejemplo, en la escena que tantas veces evocaré de la persecución en suelo francés, la vertiginosa huida por un bosque entre cuyos árboles se filtran los rayos fugaces del sol le lleva a pensar que en ese lugar ha encontrado «lo que la gente moderna llama impresionismo». Y apostilla, de modo genial: «que es otra manera de llamar a ese escepticismo final que no encuentra fondo al universo». Me fascina que siempre siga el impulso de la pura acción, no dudando en enarbolar una espada frente a la multitud que está a punto de devorarlos a él y a sus amigos, o de pedir langosta con mayonesa, por ver si el deseo se hace realidad (y se hace, claro que sí), en la tabernucha donde Gregory lo ha conducido en el preámbulo a su inmersión literal en el anarquismo.

Portada inglesa de El Hombre que fue Jueves (2)Recuérdese que la confrontación entre Syme y Gregory se desencadena por la afirmación del segundo de que «un artista es idéntico a un anarquista» y, en especial, de que «el poeta se deleita sólo en el desorden», de tal modo que, poniendo un ejemplo, si los obreros que viajan en el Metro tienen ese aire tan triste es porque saben que el tren siempre llegará al destino para el que han sacado billete. Syme derriba esa aseveración mediante una divertidísima apología del orden, reivindicando el asombroso triunfo que supone que los trenes alcancen su estación («cada vez que llego invariablemente allí siento que me he librado por un pelo», resalta). Chesterton anticipa Un metropolitano llamado Moebius (A. J. Deutsch, 1950), un relato de ciencia ficción acerca de un vagón del metro que un día literalmente se pierde y que daría origen a una bella reflexión sobre la soledad existencial en la película argentina que lo trasladó al cine, Moebius. A la reivindicación que hace Gregory de la sublevación, replica que nada de poético hay en ella, poniendo como ejemplo esa sublevación del cuerpo que es el mareo. Cuando además afirma que Gregory, en realidad, no habla en serio del anarquismo, no puede extrañar que la profunda irritación que Syme despierta en aquel lo mueva a demostrarle justo lo contrario, conduciéndolo a la reunión en que su célula ha de elegir al representante del distrito en el Consejo Anarquista Central, cuyos miembros tienen por alias nombres de días. Es así como se ponen en marcha los acontecimientos para que Gabriel Syme se convierta en el hombre que fue Jueves.

Desde el primer capítulo, el andamiaje sobre el que se sustenta la aventura es ese arte de la paradoja que Chesterton idolatraba. Y si en más ocasiones de la cuenta a lo largo de su vasta obra ese deleite intelectual incurre en el riesgo del mero cerebralismo (en manos del autor, la paradoja es un juguete con el que no se cansaba de jugar), eso no sucede en el presente libro, quién sabe si porque era tan solo su segunda novela o porque la escribió en un estado de gracia. Por ejemplo, cuando Syme llega ante el balcón donde los miembros del Consejo desayunan ruidosamente, al principio no ve a Domingo porque es «demasiado grande para ser visto». Él mismo expone una afirmación en cuyos paradójicos términos se encuentra la clave del libro: «La aventura podrá ser una locura, pero el aventurero debe ser cuerdo».

otra-curiosa-portada-inglesa-de-el-hombre-que-fue-juevesSiempre me pareció increíble que el cine no se fijara en esta novela (en general, Chesterton ha sido adaptado más por la televisión), si bien al redactar estas líneas descubro que hay una versión estrenada en 2017, una coproducción multipartita de la que no pareció enterarse apenas nadie, y cuyo tráiler delata ambientación coetánea y considerables libertades. En cualquier caso, es de lamentar que el cine clásico anglo-americano, en tiempos de mayores garantías artísticas, no la adaptara porque es un libro tan cinematográfico que casi podría utilizarse como un guion. Hay momentos que parecen pensados no para ser ejecutados por una pluma sino por una cámara, como aquel en que Syme, en Leicester Square, se dirige al balcón donde están desayunando los otros miembros del Consejo de los Días y ve por primera vez a Domingo: Chesterton lo describe como si estuviera utilizando el travelling, el contrapicado, el zoom, el plano de detalle.

Aunque todo cuanto sucede en el libro es estrictamente realista en el sentido más superficial de este término (es decir, en él no sucede nada que sea imposible), uno de sus grandes atractivos es la facilidad con que sitúa al lector al borde mismo de lo fantástico. Lo preludiaba, debo recordarlo, esa atmósfera irreal que sumerge al barrio de Saffron Park en la alborada de la aventura, pero lo remarcan un buen número de imágenes, evocaciones, episodios, y no solo los que envuelven a Domingo. El primero y genial es el acoso que Gabriel sufre por parte del decrépito profesor que asume el rol de Miércoles: pese a que el poeta posee el exultante vigor de la juventud y corre y corre para dejarlo atrás, cada vez que se detiene es para escuchar, insoportablemente cerca, el jadeo de la respiración afanosa de su seguidor.

Ahora bien, seguramente el momento fantastique culminante se corresponda con la titánica persecución a que los detectives son sometidos en suelo francés por una multitud que, dirigida por el secretario, Lunes, teórica mano derecha de Domingo, se dirige hacia ellos como una gigantesca mancha negra que es capaz de absorberlo todo (una negra nube de langostas, dice Chesterton) y dominar la voluntad de quienes, un momento antes, habían ayudado de buena fe a los perseguidos. Como en esos relatos de ciencia ficción al estilo de La invasión de los ladrones de cuerpos, los antiguos amigos no solo se unen a sus enemigos sino que lo hacen con un resentido fanatismo en sus ojos. En esta genial secuencia, por demás, uno advierte a Stevenson cogido del brazo con Hayao Miyazaki (el de El castillo de Cagliostro y sus episodios para la serie Sherlock Holmes) y a Fritz Lang a hombros de Alfred Hitchcock (por cierto que el genial cineasta inglés está anticipado en múltiples momentos que evocan Con la muerte en los talones, Pero ¿quién mató a Harry? e incluso la mismísima Psicosis).

Mas portadas de El hombre que fue JuevesDebe repetirse que El hombre que era Jueves es una pesadilla. Una pesadilla, por definición, es un mal sueño en que el soñador pierde el control de las cosas horribles que sueña. Desde que Gabriel Syme contempla a Domingo desde debajo del balcón donde desayuna, y por mucho que este personaje no volverá a reaparecer hasta la parte final, su presencia enorme, omnímoda, parece agazaparse entre los renglones de cualquier página. Los seis consejeros que resultarán ser policías comparten ese temor absoluto, y los más pesimistas de entre ellos acuden al combate sabiendo de antemano que el resultado solo puede ser la derrota: alguno dirá que ni el mundo entero que se alzara contra Domingo podría derrotarlo. La misma impresión que le provoca a Syme, en ese encuentro inicial, podría figurar en cualquier antología del terror, por el modo en que instila en el mismo lector la sensación de estar ante alguien diferente en un sentido absoluto. Y no hay que olvidar que la esencia del terror, y su tema principal, es justo ese: el miedo que nos provoca lo que no es normal. Así, a medida que avanza hacia la mesa del desayuno y se acerca a Domingo, su cara se va haciendo más y más ancha hasta que llega un momento en que piensa que, cuando en verdad se sitúe junto a él, aquella será imposiblemente grande y él tendrá que gritar.

Una de las más sugerentes reflexiones que depara esta novela es el conflicto entre la esencia y la apariencia, un asunto que ha dado pie a filosofías enteras de los más grandes pensadores de la historia. Chesterton no necesita componer ningún vasto sistema de pensamiento: le basta con forjar su aventura en torno a la discordancia entre lo que las cosas parecen y lo que las cosas son. La misma descripción inicial de los compañeros de Consejo remarca una serie de rasgos singulares que parecen evidenciar su maldad: la sonrisa torcida de Lunes; la sensación de degradación física que despierta Miércoles o la siniestra sensación que le producen a Syme los lentes negros que luce Sábado y que le recuerdan «horrendos cuentos medio olvidados de monedas de medio penique colocadas sobre los ojos de los muertos».

Edicion de The Man Who Was ThursdayAhora bien, recuérdese que todos ellos no son, una vez más, sino culminantes paradojas. Cada uno de los anarquistas resultará ser un policía (el símbolo es la tarjeta azul que les dio su reclutador), y tan pronto se deshacen del rasgo principal que los caracterizaba, es decir, de su disfraz, se revelan por completo diferentes a lo que parecían. Así, el hombre de los lentes negros que semejaba un cadáver andante, el siniestro Sábado, resultará ser el más irremisiblemente optimista y gentil de todo el grupo.

Sin embargo, hay una excepción. Hay quien escapa a esta fórmula, y es el mismo Domingo. Y no porque él sea lo que parece. Bien al contrario, conforme avanza la novela y cada uno de los nuevos amigos cuenta su impresión sobre Domingo, se verá que este no puede ser más polimórfico, y cuando reaparece en los últimos capítulos el mismo lector lo puede comprobar personalmente. Si Domingo escapa a la regla del resto de personajes es porque está por encima de ellos y de toda regla. Domingo es inabarcable (en el fondo, esa imagen que su rostro provocó en Syme es un buen símbolo): no puede definirse, no puede etiquetarse. No debe olvidarse otra de las revelaciones finales, que era fácil de anticipar pero que ni los lectores ni los personajes advertimos hasta que el mismo Domingo lo cuenta: que él mismo es el misterioso jefe que los ha reclutado a todos en una habitación a oscuras, hablándoles de espaldas, que se encuentra en el corazón de Scotland Yard.

De ahí la profunda huella que deja su presencia tanto entre quienes se enfrentan a él como entre los propios lectores, y lo que justifica que esta obra, siguiendo la pertinente reflexión de Borges de que un gran creador crea a sus precursores, sea un anticipo de Kafka. En la misteriosa arbitrariedad, entreverada de lógica implacable, que preside esta aventura en pos de Domingo, encontramos un reflejo de las odiseas que sufrirán el pobre Josef K. en El proceso o el agrimensor K. en El castillo.

Otra portada inglesa de El hombre que fue JuevesDomingo es un enigma y sin embargo, cuando nos enfrentamos directamente a él, lo que nos deslumbra es lo diáfano que es: un hombre tan grande, tan enorme, difícilmente parece el símbolo de lo encubierto. Es más, mientras estamos inmersos en la peripecia, lo que menos nos preocupa es interpretar quién y qué es, por más que esa sea la duda terrible, existencial, de los seis policías. Ahora bien, es terminar la lectura, y los interrogantes se nos acumulan. ¿Tan importante es interpretar quién y qué es Domingo? El mismo Chesterton parece reírse de esa debilidad nuestra cuando multiplica las interpretaciones que cada uno de sus ex anarquistas da acerca de su líder. En una entrevista, a la inevitable pregunta, el escritor dijo que era la cara de la Naturaleza, para acto seguido señalar que detrás de la Naturaleza se encuentra Dios. Podríamos pensar que el mismo Chesterton confirma esa interpretación cuando, en su presentación en la novela, sentado a la mesa con sus discípulos, lo primero que hace su personaje es revelar que entre ellos hay un Judas. La aventura se convierte así en un viaje hacia lo sagrado: no por nada Chesterton acaba llamando a sus aventureros, a sus policías, peregrinos.

Durante la última persecución, ahora tras Domingo por todo Londres —en el curso de la cual este huye en carruaje, en elefante, en coche de bomberos y en globo—, a Gabriel Syme le parece que es como un padre jugando al escondite con sus niños. Y la casa a donde este los conduce, su propia casa, donde concluirá la acción en un remanso de paz inexplicable, les recuerda a todos su infancia, como si fuera una reminiscencia.

Chesterton... o DomingoTal vez sea esta la mejor interpretación: Chesterton nos propone una fábula cuyo objeto, ante todo, es divertirnos, hacernos sentirnos cómodos, pensar que cualquiera de los lectores podría haber sido el hombre que fue Jueves y se comportaría exactamente igual. También nos inquieta, sí, ya lo he dicho, pero esto no es excluyente: ¿acaso muchos de nuestros mejores sustos no nos los han dado cuando éramos pequeños, para hacer más emocionante el cuento con el que se nos quería hacer soñar? Siempre que leo a Chesterton no puedo evitar pensar que podría haber sido mi padre, nuestro padre, en el sentido más anárquico del término, claro: alguien encargado de velar porque la vida nos parezca bien hasta que descubramos, por nuestra cuenta, que no lo es tanto. No en vano en todas sus obras, por irreal que parezca lo que nos relata, siempre se imponen la lógica y el orden. Finalmente, ese físico descomunal, coronado por una cabeza de cabellos blancos, a quien recuerda es al propio Gilbert Keith Chesterton.

Chesterton ha hecho fortuna como encarnación del pensamiento conservador (de ahí, por ejemplo, su éxito editorial en la España franquista: fue, además, un conservador católico). Es evidente que él compartía con sus protagonistas —en realidad, todos sus protagonistas, incluido Gabriel Syme, son avatares del propio Chesterton— la defensa del Orden frente al Caos. Ahora bien, como buen niño grande, y eso es lo que siempre fue, aun defendiendo que el Orden es deseable y el Caos abominable, aun cuando sea un triunfo que los trenes siempre lleguen a su estación, basta que una vez no lleguen para que ese hecho nos resulte mucho más sugerente. El Caos será odioso, pero siempre, siempre, será más atractivo. Y El hombre que fue Jueves, es ante todo una demostración palpable.

En cualquier caso, la filiación entre Domingo y Dios no puede negarse, y en el último capítulo se subraya. Los disfraces con que cada uno de los policías se viste en la reunión final, que ha elegido el propio Domingo, son de los días respectivos que ellos representan y su iconografía responde a los hechos de Dios en cada uno de ellos en la famosa apertura del Génesis. Si una vez más nos encontramos ante las fáciles pistas de una interpretación divina, también podríamos, con esta referencia ab ovo, de una regresión. Al final, el útero materno tanto como la acogedora sombra del padre.

No extraña que, en ese momento en que Domingo está hablando tranquilamente con sus ex consejeros, aparezca el airado poeta Gregory para defender su fidelidad inquebrantable a los mismos principios que defendió ante Syme en el inicio en Saffron Park. La queja de Gregory, que dirige tanto a los policías como al mismo Domingo —¿otro símbolo? ¿Gregory sería el Ángel Caído?—, es el reproche de que ellos están «a salvo»: y el mundo, y he ahí la poesía, es incertidumbre. Admirablemente, Chesterton consigue en ese momento que contemplemos al pobre y puro anarquista con la lástima y la admiración que reservamos a quien mantiene hasta el final sus principios, por erróneos que sean.

Saffron Park esta inspirado en el real barrio londinense de Bedford Park

Ahora bien, la última pirueta del escritor es que entonces todo se desvanezca. Después de que el rostro de Domingo parezca expandirse de modo imposible y que Syme pierda la consciencia, al retornar a sí mismo se encuentra hablando amigablemente con el propio Gregory, en el Saffron Park donde se inicia todo, «acerca de alguna trivialidad». Eso sí, en cumplimiento de su promesa, la última aparición en el libro es para la hermana del poeta, para Rosamond con sus gloriosos cabellos rojos. La pesadilla, por tanto, acaba dando paso al ensueño: y el mayor ensueño de todos siempre será el amor.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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4 respuestas a A vueltas con El hombre que fue Jueves

  1. Renaissance dijo:

    Cada vez pasan más años desde que leí El hombre que fue Jueves y parece que esa relectura nunca termina de llegar, aunque casi todo lo que pasó por mis manos de Chesterton fue en la adolescencia. Quizá me cueste un poco más volver por haber pasado tanto tiempo, y sobre todo, que todavía hoy sea capaz de recordar pasajes tan nimios como esas siniestras gafas redondas, o incluso, la expresión de disgusto de uno de los personajes cuando, al preguntarle si sabía tocar el piano, le responden «me hubiera valido con que fuera un buen mecanógrafo, solo necesita tener velocidad con las manos».
    La similitud entre Domingo y un padre jugando al escondite con sus hijos es muy acertada: este pasa de ser una figura inalcanzable, e inquietante, a una benevolente, y esa última persecución acaba perdiendo el punto de realidad a la que la novela parecía sujetarse levemente, para caer en el terreno de la imaginación. Ese mismo «Pero ahora me escapo en un elefante, y no podéis alcanzarme», que podría tener lugar tanto en un juego como sucede en la novela.

    • Precisamente la asociación que hago con Hayao Miyazaki es por la delirante persecución final. Me recuerda el arranque de su primera película, «El castillo de Cagliostro», una huida en coche absolutamente genial donde pasa de todo, y varias escenas de los capítulos que dirigió para la serie «Sherlock Holmes», sobre todo una en que la señora Hudson conduce un coche al borde de los acantilados de Dover.
      Parece mentira, pero este matiz de Domingo como un padre juguetón es en esta última relectura cuando me ha llegado a lo más hondo. Lo que demuestra la eterna capacidad de «El hombre que fue Jueves» para seguir asombrando y revelando nuevas dimensiones. Es verdad que al lector que no entra en la novela (y también conozco algunos, y lectores de todo respeto) le parece una historia que poco a poco se va volviendo pueril, pero quien acepta sus reglas desde la primera líneas solo encontrará un gozo tras otro en cada nueva aproximación.

  2. Javier Quevedo Arcos dijo:

    Gracias por el magnífico artículo, que complementa tan bien el anterior sobre la novela de Chesterton. Comparto su pasión por el hombre-jueves. Ahora que la novela no es más que un reflejo mal disfrazado de las miserias personales, una obra de pura imaginación como la de Chesterton es casi herejía.

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