La lista de Schindler: había una vez un hombre bueno

poster de La lista de SchindlerDel mismo modo que se dice que el sueño de todo cómico es demostrar que también posee un lado trágico, Steven Spielberg, bautizado en ese tiempo como el Rey Midas de Hollywood gracias a las fenomenales taquillas de sus «entretenimientos», también se empeñó en dejar claro que podía hacer cine «serio». Su bautizo, en este terreno, fue El color púrpura (1985). Ocho años después, añadió una dimensión más a su currículo, la de cineasta comprometido. El trabajo con que lo hizo fue La lista de Schindler, ese film en el que el cineasta reivindicó de modo bien patente su condición de judío y se dispuso a levantar el documento definitivo sobre el Holocausto. Lo hizo en un año en que la jugada artística y comercial fue colosal: Parque Jurásico (1993), estrenada unos meses atrás, se convirtió en la película más taquillera hasta ese momento, amén de elevar el listón del realismo en los efectos especiales (ya digitales) como nunca se había visto. Pero su película «importante» no fue la de los dinosaurios —es más, llegó a declarar que la había realizado casi como un encargo, algo ciertamente insólito si consideramos la millonada invertida— sino la crónica de un caso real, el de un industrial alemán, Oskar Schindler, miembro del partido nazi y bien situado ante las altas instancias del poder, que salvó la vida a más de un millar de judíos al incluirlos en una lista de trabajadores supuestamente especializados para su fábrica de Moravia. Una historia concebida para instruir y emocionar.

Nacido en una localidad morava primero perteneciente al imperio austro-húngaro, luego a Checoslovaquia y, por fin, a Alemania tras la anexión de los Sudetes —un devenir de lo más simbólico en la oscilante trayectoria vital del personaje—, Oskar Schindler fue uno de tantos buscavidas que se arrimaron al Partido Nazi para prosperar. Fue así que, en la Cracovia ocupada por los nazis, con dinero judío y aprovechando lo barato de tal mano de obra, levantó una fábrica de menaje para el ejército que lo convirtió en un hombre rico. Gracias a su capacidad para las relaciones sociales (sin duda, bien trabada con su conocimiento de las debilidades humanas) y su infinita obsequiosidad (léase: soborno), cuando comenzó a ponerse en marcha la «Solución Final», Schindler convenció a Amon Goeth, el sádico capitán de las SS que dirigía el campo de Plaszow (aledaño a la ciudad) para mantener a sus trabajadores judíos. En algún momento, Schindler fue abandonando el inicial interés material y acabó implicándose en una increíble obra de filantropía: cuando, en el ocaso del Tercer Reich, se ordenó acelerar el traslado de los judíos a los campos de exterminio, reconvirtió su fábrica para una labor de máxima prioridad, el armamento, la trasladó a la más segura Moravia y consiguió que Goeth aprobara, también, la transferencia de todos sus trabajadores, hasta más de mil (la famosa «lista de Schindler»), salvándoles la vida a todos. El precio fue la propia ruina económica; el premio, la humanidad.

Spielberg y sus actores de La lista de SchindlerHasta aquí los hechos reales, que Thomas Kenealy popularizó gracias a un libro, publicado en 1982, que tituló El arca de Schindler. El guion recoge las líneas maestras de esos hechos, por lo que puede decirse que todos los personajes que aparecen en la película son «reales». Las diversas barbaridades que vemos hacer a Goeth en el film son, asimismo, verídicas: desde la terraza de su casa, que le permitía dominar todo el campo (la reconstrucción, como puede comprobarse a través de las fotografías, es fidedigna), gustaba de disparar con su fusil con mirilla telescópica a los prisioneros.

Ahora bien, cualquier aproximación que se haga a esta película debe partir de un hecho insoslayable, que marcará la mayor o menor tolerancia hacia la misma: pese a su alegación realista, se trata de un film que no esconde en ningún momento su condición de fábula redentora, de cuento de hadas cuyo principal propósito es narrar la eterna lucha entre el Bien (encarnado por un radiante paladín de inmaculada apariencia, arrebatadora seducción y abnegado valor) y el Mal (encarnado por un innúmero conjunto de sicarios que matan por inercia, cuyo principal representante es un siniestro psicópata que ejerce un poder casi omnímodo sobre sus víctimas).

Este cuento se halla, por completo, al servicio de una causa y de un propósito —como ya he indicado, de índole general (la denuncia del Holocausto) y de afirmación personal (la capacidad de hacer cine «serio» y comprometido)—, lo cual no es ni bueno ni malo en sí mismo. Es un hecho, y lo que debe juzgarse es si Spielberg consigue dotar a su obra de la densidad artística y dramática necesarias, con independencia de que, es evidente, en su momento el éxito comercial y el crítico (Oscar a la mejor dirección incluido) parecieran darle la razón.

Liam Neeson es Oskar SchindlerEn mi opinión, que ahora justificaré, no lo consiguió ni de lejos. La lista de Schinder adolece de un problema fundamental: la falta de credibilidad dramática, es decir, la inconsistencia de los personajes y de sus actuaciones (¡y hablamos de una historia basada en hechos reales!). Era de esperar en un cineasta notablemente superficial (incluso en sus «entretenimientos») que, inexperto todavía en el cine «serio», aplicó a este los mismos métodos de Tiburón o los Indiana Jones, en especial, ese tipo de construcción narrativa que tiene por objeto que el espectador, cual perro pavloviano, anticipe complacido la reacción que va a suceder a determinada acción (por ejemplo, cada vez que aparece un judío en problemas, en el siguiente plano sabremos que ya estará trabajando para Schindler), sin que se equivoque nunca. En una película de pretensiones lúdicas, esta mecánica puede valer; en una obra que quiere emocionar, no.

En especial, hay una contradicción de raíz entre esa condición fabulesca, irreal, que se impone sobre los personajes, y el extremo realismo con que se reconstruye el Holocausto. Es más, en su parte final, se exige una entrega absoluta al espectador para que este siga creyéndose las cada vez más arriesgadas acciones de Schindler en un contexto en que estas parecen imposibles (hay demasiadas escenas en que lo lógico sería que los nazis le pegaran un tiro de una maldita vez, como esa en que alivia el atroz calor de los judíos hacinados en sus trenes ante la mirada atónito de Goeth y sus hombres). Importa poco que, en más o en menos, así sucediera en la realidad, pues la ficción (y La lista de Schindler es ficción, da igual cual sea su origen) exige sus propias leyes de convicción para conseguir la famosa «suspensión de la incredulidad» de que hablaba Coleridge.

Es curioso que un director coetáneo, años después, se atreviera a abordar la misma temática, jugando a fondo idéntica carta, pero subordinando, ahora sí, el realismo a la ensoñación, y sin embargo su propuesta también incurriera en la inverosimilitud, si bien la derrota, en este caso, fuese mucho más digna. Hablo, claro, del italiano Roberto Benigni y La vida es bella (1997), película que también triunfó en taquilla y consiguió toda clase de premios, pero a la que sí se le acusó de «trivializar» el sufrimiento. No entiendo por qué Benigni «trivializaba» y Spielberg no, cuando el planteamiento del americano contiene, también, sobradas dosis de puerilidad que, quizá, jugando la baza de Benigni (y teniendo en cuenta que es un director mucho mejor), le habría supuesto salir con bien de la empresa.

Ben Kingsley, esplendido Itzhak Stern, mano derecha de SchindlerEs cierto que, para una película que se va a las tres horas y cuarto de duración, el metraje no solo no se hace pesado sino que su historia se sigue con interés, denotando una vez más la evidente habilidad del director para «contar cosas», un mérito que, sin embargo, más de una vez se ha confundido con la condición de «narrador clásico» (yo mismo he incurrido en ello). También es cierto que, al menos para quienes tenemos tanta debilidad por el melodrama, el film consigue que, en determinados momentos, aflore en nosotros una evidente emoción. Sin embargo, si los films genuinamente emotivos (por ejemplo, los de uno de los directores más admirados por Spielberg, el gran John Ford) mejoran en el recuerdo, y por tanto, nos hacen mejores al recordarlos, La lista de Schindler desnuda, en la distancia, sus incontables defectos. Es una película que solo funciona (y hasta cierto punto) mientras la contemplamos.

Cualquier lectura de las circunstancias biográficas de Schindler, es evidente, indican que nos hallamos ante un individuo sobre el que podía haberse efectuado un apasionante estudio sobre la ambigüedad que es consustancial al ser humano. Schindler debió de ser un tipo de notable encanto personal, magnífico calibrador de las características (y debilidades) de cada tipo que se cruzaba en su camino. Fue un hedonista al que le gustaba vivir bien. Fue un mujeriego que tuvo numerosas amantes, algo que su mujer tuvo que consentir (de hecho, en el coche en que abandonó la fábrica morava, al final de la carrera, iban con él esposa… y amante). En determinado momento (y las fuentes coinciden en señalar el impacto que para él fue la masacre del gueto de Cracovia, que presenció personalmente), esa fuente de luz que había en su interior acabó por emerger (sin que eso supusiera convertirse en un santo: nunca lo fue), y dedicó el resto de la guerra a esa empresa admirable en la que, no debe haber la menor duda, perdió todo su dinero pero, sobre todo, pudo haber perdido la vida.

Haciendo la lista de SchindlerrQuien busque un estudio de esa personalidad ambigua, eviden-temente, no lo encontrará aquí. No es que la historia no muestre cómo, en la parte inicial de la guerra, se aprovecha descaradamente de los judíos, o eluda su condición de mujeriego (llegó a pasar unas noches en la celda porque, incluso, besó a una judía en público, algo prohibido por la ley). Sin embargo, incluso entonces nos vemos ante un ser tan radiante que resulta imposible creer que todo no vaya a suceder como acaba sucediendo. Oskar Schindler es un personaje carente del menor espesor: es un personaje hueco (lo son todos lo de la película), un recipiente utilizado por el director para expresar sus ideas sin preocuparse por hacer que su evolución resulte acompasada y coherente. De hecho, cuando Schindler se «transforma» es una transformación total, sin el menor matiz ni sombra. Por ejemplo, incluso acaba reclamando a su esposa —aparecida fugazmente al principio del film, y que lo abandona precisamente por su incapacidad para serle fiel— para que comparta con él su obra, sin que, en imágenes, tenga mayor explicación que dejar bien claro que la redención es completa. No hace falta, además, recordar que si ha habido un entusiasta en el cine moderno de la institución familiar es Spielberg: para dejarlo bien claro, incluso se permitió destrozar la sugerente variación que sobre el inmortal Peter Pan de J. M. Barrie había esbozado, poco antes, en Hook, el capitán Garfio (1991).

Si, pese a todo, el personaje tiene una mínima consistencia se debe a la buena interpretación de Liam Neeson, bien sustentada por su atractiva presencia, algo fundamental si tenemos en cuenta que el mismo Schindler es bien consciente de ser, ante todo, una buena fachada. Es por ello que su presentación en la historia es brillante. Es una magnífica idea presentar a Schindler a través de su rutilante apariencia exterior, de tal modo que lo primero que vemos de él es cómo dispone sus trajes y corbatas, con mimo, sobre la cama para elegir uno de ellos, cómo se viste con minuciosidad y cómo llega al local donde se encuentran esos militares nazis a los que le interesa abordar, sin que la cámara nos lo muestre directamente hasta que reclama la atención de esos individuos. Del mismo modo, es otro acierto dejar bien sentado, desde el primer momento, cuáles son las claves de la fascinación que despierta Schindler: el atractivo personal, el encanto y el desparpajo de sus maneras y, por supuesto, su constante obsequiosidad hacia aquellos a quienes quiere seducir.

Los otros dos personajes principales existen solo en función del protagonista. El primero, Itzhak Stern, primero su judío de confianza y, con el tiempo, mano derecha, es el necesario «testigo» de las progresivas bondades del hombre que para él, al principio, solo es Herr Direktor. Podría pensarse, equivocadamente, que La lista de Schindler es la historia del progresivo respeto de Stern hacia Schindler, es decir, de la crónica de una amistad (simbolizada por esa copa que el segundo ofrece al primer continuamente y que este rechaza, hasta el previsible momento en que, por fin, la aceptación supone la rendición completa ante su bondad). Pese que la excepcional hondura interpretativa de Ben Kingsley, como era de esperar, hace que Stern, enseguida, nos resulte muy humano, es alguien que no hace nada que no esté encaminado a reforzar la imagen de Schindler, en ocasiones de modo muy burdo. Por ejemplo, véase esa sonrisa que asoma a su rostro después de que Goeth, en vez de emprenderla a golpes —o a disparos (aunque lo hará luego, que para eso es malo malo)— con el mozo de cuadra por caérsele al suelo su valiosa montura, lo «perdone»: es inverosímil, por cuanto él no estaba presente, que sepa que todo se debe a la previa charla que Schindler ha tenido con el personaje acerca de cómo uno de los atributos del Poder es la arbitrariedad de perdonar según su antojo.

Memorable Ralph Fiennes como Amon GoethAhora bien, sin la menor duda, el peor personaje de todos es el del propio Amon Goeth, por mucho que sirviera para introducir en el cine a un actor espléndido, el inglés Ralph Fiennes. Insisto de nuevo: por mucho que sean ciertas las atrocidades que el personaje comete, en cine hay que dotar de una necesidad dramática a los actos de perversidad para que no parezca que se está buscando una mera reacción primaria en el espectador. No digamos los parvularios intentos de demostrar una cierta humanidad (degradada, claro), a través de la más bien insostenible relación con su criada judía. Goeth no existe como ser creíble, sino como espejo deformado del protagonista (Spielberg lo deja bien claro usando y abusando de ese recurso que tanto le gusta, la narración paralela para confrontar a dos personajes: los dos afeitándose a la vez, tratando con mujeres —de modo muy distinto— a la vez…), por mucho que la fascinación que siente por la presunta distinción de su antagonista sea fundamental para hacer creíble su casi absoluta sumisión a la voluntad de Schindler. Es más, si el montaje hubiera prescindido de al menos dos tercios de las escenas que protagoniza Goeth, la trama en absoluto lo hubiera notado y la película habría ganado considerablemente.

En su momento, La lista de Schindler llamó la atención por estar rodada en blanco y negro, algo por entonces arriesgadísimo para una superproducción. Son varias las razones que lo justifican (dar un aire documental a historia con ese prurito de realismo, conseguir la pátina de prestigio que, a esas alturas, ya tenía el blanco y negro como «color del clasicismo»), pero la principal es de índole dramática (en este caso, con acierto): es coherente despojar del color a un relato que nos va a mostrar lo más oscuro, lo más negro, de que es capaz el ser humano, y por ello tampoco es mala idea que la primera imagen se inicie con la fotografía normal, en el momento en que una familia judía enciende la vela con que comienza su celebración del sabbat y que el color vaya esfumándose a medida que se apaga su llama.

Por desgracia, y pese al magnífico trabajo de Janusz Kaminski, director de fotografía indisociable desde entonces a su cine y a quien contrató por vez primera para este film, Spielberg se empeña, en varias ocasiones, en arruinar el buen propósito atmosférico mediante un uso de la simbología que incurre en el esteticismo más pretencioso. El color vuelve a hacer acto de presencia en el abrigo de una niña que corre, en medio del caos y la muerte, por las dantescas calles del gueto de Cracovia, mientras el protagonista lo ve todo desde las alturas de la ciudad. ¿En serio hacía falta este subrayado para dar cuenta de la transformación que va a provocar? Igualmente, el director construye una escena especular con respecto a la apertura: cuando, por fin, los judíos pueden volver a celebrar el sabbat, al encender la vela vuelve el color. Dejando de lado su obviedad, es otra de tantas escenas inverosímiles: pese a que los convencidos dirán que se debe a los sobornos o a la seducción de Schindler, no me parece creíble que los guardianes alemanes de la fábrica, a quienes llega el sonido de los rezos, lo consientan.

La nina del abrigo rojo que ve Schindler

Es una pena, pero el apasionante proceso que lleva a Schindler desde la oscuridad a la luz (o peor: desde el desprecio por la diferencia entre la luz y la oscuridad, al modo de tantos alemanes que no eran nazis, que eran «personas normales») carece de la progresión emocional que requería. Schindler se convierte en un hombre bueno porque sí, porque lo decide el director y no porque se nos convenza de que dentro de él surge un conflicto. El director se limita a reforzar continuamente su dimensión filantrópica hasta incurrir en el exceso de añadir un momento de emoción tras otro: tarde o temprano, la saturación llega. Y qué mejor ejemplo que el final. En vez de preferir una sobria exposición para narrar la despedida de Schinder, que no necesitaba subrayado alguno para ser genuinamente emotiva, se empeña en hacer que los sentimientos del protagonista se desborden de modo desatado (obligando a Neeson a sacar un registro patético para el que no está dotado), clamando que habría podido salvar a más judíos con vender cualquier otra cosa, y todo ello para que todos se arracimen sobre él, es decir, lo abracen por delegación del conmovido espectador. Lo siento, pero hace falta ser un Frank Capra para que el desbordamiento sentimental no provoque incomodidad.

En el epílogo, rodado para dejar bien sentado que todo lo narrado está basado en hechos reales, el director, cuando menos, acierta al hacer que, en ese desfile final de los judíos ante la tumba de su salvador (para poner sobre la lápida una piedrecita, como señal de respeto según sus creencias), quienes lo hagan sean los verdaderos supervivientes, con nombres y apellidos, y que el actor que los ha encarnado en pantalla, comparezca con ellos, dando vida a su supuesto descendiente, bonito detalle final que evoca el desfile final de personajes propios de películas como la fordiana ¡Qué verde era mi valle! (1941), cuyo objeto es que el espectador pueda despedirse de ellos con la sonrisa en el rostro.

Es una pena el discreto resultado, porque el noble propósito de apelar a los sentimientos más básicos, sin complejo alguno, no tenía por qué haberse resuelto con tanto cliché. ¿Acaso se dejó llevar por su propia condición de judío? Me niego a creer que la implicación personal justifiquen el exceso y el maniqueísmo: Hannah Arendt, que vivió la amenaza nazi en sus propias carnes, supo mantener el debido rigor y no por ello su excepcional Eichmann en Jerusalén no despierta la empatía necesaria hacia las víctimas. Tal vez Spielberg hizo esta película demasiado pronto, cuando todavía no había aprendido (ya fuera en sus entretenimientos o sus películas serias) que la peor manera de enfocar cualquier tipo de historia es mediante la trivialización, porque esta enseguida degenera en puerilidad. Que era capaz de hacerlo mucho mejor, y de usar lícitamente el recurso a las emociones, lo demostrarían, en el futuro, películas tan magníficas como Inteligencia artificial (2001) o Caballo de batalla (2011). Es una pena, pero lo que queda de La lista de Schindler es poco más que el melancólico leit-motiv musical de John Williams y la bella cita del Talmud que los judíos grabaron en el anillo que regalaron a Schindler en su despedida y que se convirtió en el atractivo eslogan del film: Quien salva una vida, salva al mundo.

La tumba de Schindler

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: La lista de Schindler / Schindler’s List. Año: 1993

Director: Steven Spielberg. Guión: Steven Zaillian; libro de Thomas Keneally. Fotografía: Janusz Kaminski. Música: John Williams. Reparto: Liam Neeson (Oskar Schindler), Ben Kingsley (Itzhak Stern), Ralph Fiennes (Amon Goeth), Caroline Goodall (Emilie Schindler), Embeth Davidtz (Helen Hirsch). Dur.: 190 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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13 respuestas a La lista de Schindler: había una vez un hombre bueno

  1. JAVIER A dijo:

    Muy de acuerdo con tu visión de la película. Los personajes se quedan en un esbozo. Parecen retratados al carboncillo sobre la pantalla. La historia carece de tensión dramática y se convierte en una sucesión de apariciones estereotipadas que desvirtúan la narración.
    Sobre el Holocausto me pareció un prodigio «El hijo de Saúl». Una historia muy bien contada, que se sirve de las imágenes envueltas por un silencio que te penetra el alma. Descarnada, dura y dolorosa. Su visionado se convierte en una experiencia estremecedora.
    Un abrazo José Miguel

    • Una lástima que no haya personajes, en efecto, sobre todo en el caso de Ben Kingsley, un actor genial desaprovechado en un rol que se limita a servir de complemento servil para la bondad suprema del protagonista. No conocía «El hijo de Saúl», pero ya me he informado y tiene buena pinta. ¡Gracias!

  2. Franklin Padilla dijo:

    De nuevo comparto mi racionado interés por “La lista de Schindler”, aunque debo verla de nuevo y pronto, pues ya casi no la recuerdo (sin ironía). Me queda en la memoria el cambio del color al b/n y viceversa y la muchachita en color delante de un grupo de gente en b/n. No sé, Spielberg no se me logra quitar el sambenito de pesetero y manipulador de las emociones. Es un Midas, pero no sólo porque todo lo transforme en dinero, sino que lo banaliza, lo trivializa, le pone mantecado, chocolate y una guinda ad usum delphini. Me logró conmover con “El color púrpura”. Pero todo en seguida se difumina, se diluye –para seguir con el símil de las golosinas- se vuelve nada en la boca como el algodón de azúcar.
    En lo que se refiere a la música no puedo dejar de recordar que la Sociedad de Autores y Compositores de Argentina lo denunciaron por no mencionar en los créditos a Carlos Gardel y Alfredo Le Pera como autores de la música y la letra del tango “Por una cabeza” que es el que Schindler baila al comienzo del film. Parece una nonada y al final Spielberg no fue sancionado, pero ahí se ve todo un rasgo caracterológico.
    ¿Por qué Oskar Schindler y no Viktor Frankl? ¿Por qué un buscavidas y no un m´édicoque recorre cuatro campos de concentracióny organiza grupos de discusión sobre elsentido de la vida como modo de sobrevivir? Por qué un Saulo que sin camino de Damasco y sólo por el deus ex machina del director se transforma en EL benefactor? Bueno, me pueden decir “porque sí”. Así ocurrió y Spielberg lo quiso contar. Bueno, si es así no hay más nada que decir. No conozco a Spielberg ni mucho menos es mi confidente para andar inventando, pero existe un mecanismo de defensa llamado “identificación proyectiva”y especulando un poco se puede uno preguntar si Spielberg no se identifica con ese magnate (rey Midas) que un buen día, gracias a una metanoia, decide no seguir explotando a sus personajes y más bien salvarlos a través de ese ente de ficción real que se redimió al contacto con el misterio.
    -“Zaqueo, baja pronto, que hoy me voy a hospedar en tu casa”
    -“Sí, Señor, daré la mitad de mis bienes a los pobres, y si he defraudado a alguien le devolveré el cuádruple” (Lucas 19:7.8)

    • La característica principal de Spielberg durante mucho tiempo fue la banalización. Antes de descubrir el cine «serio», sus entretenimientos ya eran una pálida sombra del cine de género clásico, pese a que a él siempre se le ha querido reconocer como su heredero. La revisión de «Tiburón» lo deja bien claro: los personajes son estereotipos, desde el insufrible oceanógrafo (encima, Richard Dreyfuss con todo su torrente de tics) hasta el marino pseudo-conradiano. El ciclo de Indiana Jones, al que al menos le debo horas de placer en la niñez y adolescencia, no aguanta un round, por su forma de trivializar la aventura clásica con tanta gracieta y falsa ironía: si en la aventura se pierde la sensación de peligro (e Indiana nunca nunca corre peligro, pese a que todo el tiempo le estén atacando, disparando o persiguiendo), no hay aventura.

      Como digo en el artículo, en «La lista de Schindler», Spielberg aplicó los mismos principios en caracterización de personajes (o sea, nada) y en narración, y si puede funcionar la primera vez que la ves (y a una edad más inocente), en la revisión se nos cae de entre las manos. Y es una pena, insisto, porque con ese personaje se podía haber hecho una gran película, pues el planteamiento es apasionante: un buscavidas de trayectoria nada recomendable que se convierte en el mayor filántropo del mundo. En concreto, me habría interesado mucho si Spielberg hubiera abordado el que a mí me parece el aspecto más prometedor, que quién sabe si es el que se corresponde con la realidad: más que por bondad o por amor a los semejantes, Schindler hizo lo que hizo porque comenzó a sugestionarse acerca de sí mismo como ángel de la bondad. Hacer el máximo bien sin ser exactamente bueno es una idea paradójica y apasionante. Y no intento rebajar en nada su obra, porque lo que cuentan, al final, son los actos, sea cual sea la motivación. Sin embargo, esto no era lo que interesaba a Spielberg.

      Ah, «El color púrpura». Siendo Spielberg el director del que más películas he visto en su estreno, y habiendo revisando muchas veces su filmografía, solo me queda un título por ver, y es justo «El color púrpura». Es una cuenta pendiente de hace mucho tiempo, y que puedo saldar en cualquier momento. Si «Schindler» me hubiera gustado en la revisión, planeaba ver acto seguiro «El color» y hacer un artículo con ambas películas. Pero, claro, se me han quitado las ganas. Dejaré mi último Spielberg para más adelante…

  3. marajjos dijo:

    La impresión que me dio cuando vi la película fue como bien se está diciendo aquí la de un mero estereotipo en cuanto a personajes, con excesivo metraje y con el sentimentalismo lacrimógeno al que Spielberg tiende totalmente subido de tono. Siendo en cualquier caso una muy buena película, bien interpretada por los actores y de una factura impecable, pero que le resta fuerza a la tragedia del Holocausto.

    • El metraje excesivo es una característica, al parecer, obligada cuando una película se pretende «importante» (o cuenta con un presupuesto muy alto y se supone que el espectador espera verlo lucir durante mucho rato). Como indico en el articulo, sobran múltiples escenas que le hubieran aportado más síntesis y, creo, más vibración, al no repetir tanto los mensajes que ya han calado a la primera (sobre todo los excesivos ejemplos de bondad extrema y sadismo abyecto de Schindler y Goeth, respectivamente). Pero, por supuesto, la raíz del problema está en la estereotipación de los personajes y, por tanto, del mismo Holocausto: si no fuese por esas escenas en que Goeth hace de las suyas, no hubiera parecido que todo fue para tanto, y he ahí lo gravísimo. Lo terrible del exterminio judío es que no fue necesario que todos sus protagonistas fueran unos sádicos perturbados, como ya señaló Hannah Arendt.

  4. ALTAICA dijo:

    Excelente análisis con el que no puedo estar más de acuerdo. Tampoco me gustó IA, pese a un arranque magnifico y un desenlace fascinante, pero entre medias se pierde irremediablemente. No sé lo que le pasa a este director que teniendo entre sus manos películas formidables finalmente las lastra irremediablemente. Por ejemplo, “Salvar al soldado Ryan” es una maravilla, con excepción de su ingreso y epílogo que son para tirarlos a la basura. Y ya puestos a recomendar sobre el tema y en blanco y negro también, “Ida” es una maravilla. Lo mismo ya la has visto. Espero que veas “El hijo de Saúl” a ver si le ves el error de concepción que yo le aprecio. Un grandisimo abrazo y espero que todo marche bien.

    • Tengo especial cariño a «Inteligencia artificial» porque fue la primera vez que un planteamiento de Spielberg me pareció interesante y respetable: adulto, vamos. Cierto es que, en su parte central, baja considerablemente el interés, sobre todo en la parte donde aparece Jude Law, y que luego el final posee una sugestión imborrable (el final es el mejor de toda la filmografía de Spielberg). «Salvar al soldado Ryan» también me gusta, aunque ya me parece más convencional. En cuanto a la escena inicial, recuerdo que, en el cine, no la aguanté (esto, y el doblaje pésimo,hizo que fuera una de las pocas veces que me planteara abandonar una sala), pero luego, en la «tranquilidad» del salón de casa me ha covencido más. En cualquier caso, confieso que todos los títulos donde sale Tom Hanks (como mínimo, siempre interesantes) me parece que pierden mucho, precisamente por culpa de Tom Hanks, para mí un actor gris y poco versátil donde los haya.

      Coincido contigo en las excelencias de «Ida». En cuanto a «El hijo de Saúl», eres el segundo en recomendarla, de modo que ya estoy poniéndole remedio a mi laguna.

      Por fortuna, sí, por mi tierra malagueñas las cosas han estado más tranquilas que en otras partes. Espero que también tú y los tuyos hayáis pasado estas semanas sin contratiempos. Otro abrazo fuerte.

      • ALTAICA dijo:

        El hijo de Saúl me gusta mucho menos que a la mayoría por un problema de concepción técnica. Por eso te decía que me gustaría saber tu opinión al respecto. Un abrazo

  5. Ángel Hernando dijo:

    Coincido básicamente con tu valoración de la Lista de Schindler, José Miguel. A mi modesto entender, Steven Spielberg, que es un buen director y tiene buenas películas, está aquejado de dos males importantes. Lo curioso es que ambos derivan de la admiración que profesa a dos de sus cineastas preferidos, John Ford y David Lean. ¡Ah amigo, palabras mayores!
    El primero es que Spielberg, al igual que otros directores actuales, se empeña en hacer la película «definitiva» sobre los temas que aborda. Véase La lista de Schindler sobre el Holocausto o la mencionada Salvar al soldado Ryan sobre la guerra. Esta no pasa de ser una película bélica interesante, con un final insufriblemente empalagoso. Para muchos, pasa por ser la mejor película de guerra (?). Debe ser que no han visto, por citar unas pocas, Sin novedad en el frente de Lewis Milestone, Los invasores de Michael Powell, They were expendable de John Ford, Tiempo de amar, tiempo de morir de Douglas Sirk o, incluso más modernas, Feliz Navidad. Mr. Lawrence de Nagisha Oshima y Cartas desde Iwo Jima de Clint Eastwood.
    El otro mal es su «sentimentalismo». Enfocar una película desde un punto de vista sentimental no tiene por qué ser malo ni bueno. El problema es cuando ese sentimentalismo se acerca peligrosamente a la sensiblería. Y ahí viene la dificultad. Sus admirados Ford y Lean son cineastas de la emoción (basada en detalles, las miradas de los actores, una canción, una cerilla que se enciende, una conversación o un paseo junto al río, un rictus de melancolía al ver a los jinetes árabes que se alejan) pero no de la sensiblería.
    Y Spielberg, que, repito, es un buen director confunde a veces las dos cosas, por ejemplo en esta insuficiente Lista de Schindler, que no es, ni de lejos, la película «definitiva» sobre el Holocausto.

    • Además de cuanto dices, Spielberg adolece de otro enorme lastre: es un pésimo valorador de guiones. Los libretos de sus películas suelen ser muy flojos: por lo general, son mejores los planteamientos y argumentos que el desarrollo final. Los films de Spielberg no fluyen: progresan a base de acumular escenas, atendiendo poco a los detalles (por eso nunca podrá ser Ford, que entendió bien que los personajes crecen a partir de los detalles), pensando más en términos de segmentos cerrados en sí mismos que en un conjunto armónico. De ahí que abunden momentos brillantes en sus películas pero de modo aislado, sin llegar a integrarse en un conjunto fluido.

      En cuanto al cine bélico, basta únicamente «La colina de los diablos de acero», de Anthony Mann para entender la diferencia entre el cine verdaderamente denso y el concepto superficial que posee Spielberg. Sin pretender ni mucho menos erigirse en documento definitivo de nada, esa modesta película ofrece una de las miradas más terribles sobre el sinsentido de la guerra que el ampuloso metraje de «Salvar al soldado Ryan», una vez más una película de momentos pero al servicio de la dispersión.

  6. ALTAICA dijo:

    Desde «Intolerancia», 1916, de David W. Griffith, y «El gran desfile», 1925, de King Vidor, pioneros alegatos pacifistas, el séptimo arte ha alumbrado un puñado de obras mayores sobre la guerra, bien en su condición de monstruo colosal o espectáculo bélico, repudia ética o viaje siniestro al alma humana y su capacidad de destrucción. Por no hablar de aquellas que han dado una visión cómica o satírica del conflicto que dejaré al margen. En una revisión sucinta de uno de los géneros más prolijos, no puedo omitir trabajos como «Sin novedad en el frente», 1930, de Lewis Milestone, que en gran medida marcó las pautas narrativas y emocionales del cine bélico; «Remordimiento», 1932, de Ernst Lubitsch, unicornio en la obra de su autor y un hermoso viaje interior hacia la redención (magistral revisión de Ozon en Franzt); «La gran ilusión», 1937, de Jean Renoir, quintaesencia del humanismo; «Roma, ciudad abierta», 1945, de Roberto Rossellini, reinterpretación del cine realizado hasta la fecha, y plasmación del neorrealismo en estado puro; «Los mejores años de nuestra vida», 1946, de Willian Wyler, emotiva cinta sobre el sombrío retorno; «El arpa birmana», 1956, de Kon Ichikawa, lirismo frente al mayor engendro humano; «Senderos de gloria», 1958, de Stanley Kubrick, la obra antimilitarista por antonomasia a todo lo que representa el estamento castrense; «Nobi», 1959, de Kon Ichikawa, otra desoladora obra maestra del director nipón; «Rey y patria», 1964, del proscrito en la caza de brujas Joseph Losey; «Johnny cogió su fusil», 1971, de Dalton Trumbo, otra víctima del «macartismo», mejor novelista y guionista que director, y una obra que se confecciona como un alegato de la eutanasia; «El quinto sello», 1976, de Zoltán Fábri, el chantaje como depredador de los principios; «Apocalyse Now», 1979, de Francis Ford Coppola, uno de los pilares del cine moderno; «Ran», 1985, de Akira Kurosawa, probablemente la visión mas lúcida del ser humano jamás contada y por ende de la guerra, si bien no estrictamente bélica; y «Salvar al soldado Ryan» de Steven Spielberg, la guerra mejor filmada y una sobresaliente obra pese a su ingreso y epílogo. No creo que la mejor película del norteamericano sea un puñado de escenas. Es una maravilla, olvidando su cominzo y final.

    • Toda una antología del género, de la cual hay una de cuya existencia no conocía («El quinto sello») y otra que, sabiendo que existe, no he visto hasta ahora («Nobi»: si su calidad es rayana a la de «El arpa birmana», desde luego, estoy tardando). Disiento en la valoración de «La gran ilusión», una película que, pese a haberla visto varias veces, nunca consigue convencerme. Me refiero a que, pareciéndome muy estimable, no veo la cualidad magistral con que, en general, es observada: tal vez sea un problema mío con Renoir, ya que la otra película que suele incluirse en todas las listas de grandes de la historia, «El río», también me parece que no se corresponde con su fama (y, habiendo leído recientemente el libro -lo comenté en un artículo de este blog-, desperdicia el memorable original literario).

      A estas que tú incluyes yo añadiría «La colina de los diablos de acero», verdaderamente estremecedora; la soberbia tragicomedia italiana «La gran guerra»; una ignota producción británica, «Fugitivos del desierto»; «Alemania, año cero», estremecedora reflexión sobre las consecuencias de la guerra, que a mí me parece muchor que «Roma…»; y una serie de maravillosas películas soviéticas que acabo de ver, después de muchos años de andar en su búsqueda: «Cuando pasan las cigüeñas», «La balada del soldado» y «La infancia de Iván», hipnóticas visual y dramáticamente.

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