«Estoy empaquetando mis cosas en el mismo pañuelo que usaba mi madre cuando iba al mercado, y me voy de mi valle, y esta vez no regresaré jamás. Dejo atrás cincuenta años de recuerdos. Recuerdos… Es curioso que la mente olvide tantas cosas que suceden en el presente y, en cambio, conserve claro y brillante el recuerdo de lo que sucedió hace muchos años, de hombres y mujeres muertos hace tiempo. Sin embargo, ¿quién puede decir lo que es real y lo que no lo es? ¿Puedo creer que mis amigos han desaparecido cuando todavía sus voces son un canto en mis oídos? No, y repetiré que no una y mil veces, porque siguen siendo una verdad que vive en mi memoria. Ninguna cerca ni reja rodea el tiempo pasado. Se puede volver atrás y revivir lo que se quiera si se recuerda. Por eso, cierro los ojos a mi valle, tal como es hoy, y desaparece, y lo veo tal y como estaba cuando yo era niño, un valle verde, rebosante de vida…». De todas las películas que comienzan con una voz en off para introducirnos en su historia, ninguna tiene la capacidad de ¡Qué verde era mi valle! (1941) para desencadenar, desde su mismo inicio, la emoción más incontenible. Durante las dos horas siguientes, la película no es sino un encadenado de episodios, de imágenes y de diálogos cuyo primer, y casi único, objeto es conmover nuestra sensibilidad, consiguiendo que el niño que evoca la historia de su familia, en el valle del título, sean todos y cada uno de los emocionados espectadores. El propósito es tan extremo y tan radical que solo mediante la poetización de cada instante hubiera sido posible no incurrir en el sentimentalismo más atroz. Por fortuna, el director del estudio llamó para dirigir la película al más grande poeta que dio nunca el cine. Ese hombre era John Ford.
Para los espectadores que contemplen esta película en cualquier rincón del mundo, la magia, sin duda, comienza con esa combinación entre la sugerente narración y la belleza de ese plano que comienza con un hombre, cuyo rostro no vemos, envolviendo, tal como cuenta, unas pocas y míseras pertenencias en un pañuelo negro, entre ellas un libro añoso que hojea un momento y en el que se adivina la biblia familiar, ese objeto precioso no tanto por su contenido sino por el modo en que simboliza la continuidad entre generaciones, que quienes no hemos sido educados en un ambiente protestante, hemos aprendido a respetar gracias al cine.
Pero para mí, como para tantos espectadores españoles que conocimos esta película por alguna de sus emisiones televisivas en tiempos en que no había posibilidad de ver las versiones originales, el principal catalizador de la emoción es la inolvidable voz que lo narra. Una voz templada por la tristeza, que poco a poco se va inundando de alborozo ante el torrente de recuerdos que fluye a su memoria. La voz de uno de esos maravillosos actores de doblaje de antaño, cuyo nombre no figurará nunca en los créditos de esta película, pero que yo reivindico porque supieron convertir un ejercicio de traducción en magia sonora. Se llamaba Antolín García.
Un hombre recuerda cómo era el valle de su niñez —un valle que, lo indica el nada engañoso título, ya no es el mismo valle—, en el corazón de Gales. Se trata de Huw Morgan, el más pequeño de seis hermanos, cinco varones y una muchacha, hijos de Gwilym Morgan, minero él y mineros todos sus vástagos. La mina está en lo alto del pueblo, y después de tantos años, la escoria del carbón ha formado un río negro y áspero que desciende por toda la calle principal, delante de las casitas de los mineros. De pronto, haciendo realidad a la afirmación del narrador —«¿quién puede decir lo que es real y lo que no?»—, el valle sombrío del presente se transforma en el radiante vergel del pasado. La imagen sigue estando en blanco y negro, por supuesto, pero diríase que el espectador es capaz de verlo tan verde como el niño que lo contempla con su padre. La luz, en el cine, es una textura, y la memoria también transforma la luz.
¡Qué verde era mi valle!, como enuncia el protagonista, es una magnificación de esa dimensión esencial del ser humano que es el recuerdo, bien entrelazado con su hermana mayor, la nostalgia. El hombre maduro, al que ya no basta el presente (y esa es la eterna diferencia entre el adulto y el niño), sabe que nada es real salvo nuestros recuerdos, y poco importa si esos recuerdos se ajustan a la realidad: basta con que creamos que así fue.
Toda la narración se basa en una licencia poética bellísima, pero incongruente teniendo en cuenta ese principio. Quien rememora los hechos pasado del valle, en la película (por mucho que su voz seguirá punteando muchos de sus momentos), no es ese hombre que afirma tener cincuenta años, sino el niño de diez años que fue. Sin esa perspectiva infantil, sería imposible aceptar ese perpetuo estado de emotividad que desborda las imágenes sin incurrir en el sentimentalismo o la cursilería. La mirada de Huw es el filtro de cuanto pasa ante nosotros, la mirada de un niño cuya principal cualidad es que todo le deslumbra y, por tanto, todo se transmuta ante él. Los hombres corrientes, y sin duda, vulgares que son su padre y sus hermanos se convierten en titanes de la vida doméstica. La madre entrada en carnes es el centro mismo del universo. El predicador que cumple con su deber como pastor de almas, el maestro que conduce a Huw hacia la sabiduría. La hermana y la cuñada, los ángeles más bellos que jamás existieron.
Es más, el progresivo deslizamiento de la película, en su segunda mitad, hacia la amargura y la tristeza incontenibles, se corresponde, precisamente, con el crecimiento del protagonista, con la conversión del niño sin más deber que amar a su familia en el hombrecito que tiene responsabilidades hacia ella y que, por eso, se hará también él minero, rechazando la posibilidad de la educación que su despierta inteligencia le brindaba. Huw elegirá convertirse en otro hombre como su padre y sus hermanos, porque ellos, para él, siempre serán la verdad. El precio, por supuesto, es el desengaño y la desolación: el hermano mayor morirá en un accidente en la mina; los otros cuatro irán marchándose del pueblo cuando el trabajo se acaba en este; el pastor renunciará al amor de la hermana para no arrastrarla a la pobreza que él ha aceptado para su vida, y la hermana se casará con un hombre al que no ama, el hijo del dueño de la mina, para dejar de ser una carga para sus padres…
Insisto: la película no puede admitirse ni como ensayo de realismo social ni como folletín melodramático, dimensiones ambas que, admirablemente, la recorren y permean pero ni mucho menos la absorben. Lo primero hubiera desnudado su inconsistencia como documento social; lo segundo, lo ridículo de sus pretensiones de sublimidad. Y sin embargo, ¡Qué verde era mi valle! transpira autenticidad. Sus mineros sufren por las duras circunstancias de sus vidas y el escaso premio que reciben por ellas, los seres humanos que recorren sus imágenes sueñan, aman o penan, y sentimos todas estas sensaciones como si fueran nuestras. La clave de la profunda verdad que encierra ¡Qué verde era mi valle!, y que que no tiembla un solo instante (porque un solo instante que se filtrara la duda, todo se vendría abajo), estriba en su condición de poema. Y los poemas tienen sus propias leyes, ante las que ni el más severo defensor del realismo ni el más ceñudo censor de la sentimentalidad pueden hacer nada. Por eso, ¡Qué verde era mi valle! solo admite ser una experiencia arrebatada y única. Contemplarla no ya con sonrojo, sino con indiferencia, sería un fracaso para ella.
Si la mirada de Huw es la de todos los espectadores, se debe, en gran medida, al acierto en la elección del joven protagonista (que hay que adjudicar al director William Wyler), Roddy McDowall, nacido en Londres, en 1928, que no era un neófito, pues ya acumulaba varios años de trabajo. Es más, al documentarme para este artículo, he descubierto que participó en una película cuya existencia desconocía y que, desde ahora, me propongo buscar: nada menos que una adaptación del inmortal personaje de Guillermo Brown, creado por Richmal Crompton, bajo el título de Just William (1940). Él interpreta a Pelirrojo, el amigo del alma del protagonista. Su interpretación es prodigiosa, plena de sensibilidad sin ser jamás sensiblera, tanto cuando contempla el mundo con asombro como cuando lo hace con la enorme tristeza de ver desmoronarse su universo familiar. McDowall sería uno de los contados actores infantiles que pasarían el muro de la adolescencia y desarrollarían una carrera estable, tan buen intérprete de adulto como de pequeño (en su caso, además, beneficiado por la extraña presencia que el tiempo le iría confiriendo), pero es evidente que no volvió a conocer otro momento tan glorioso como el que le da su inmortal Huw.
El reparto que le acompaña no es menos excepcional. El actor menos fordiano de la película, Walter Pidgeon, está espléndido, y eso que, sobre el papel, su elección parecía inadecuada. Y es que la imagen que tenemos de Pidgeon (quienes lo recordamos, que ya no somos tantos) es la de un intérprete especializado en papeles de aire patriarcal, lejos por ello del aire de fatalismo romántico que acaba impregnando su personaje, el sacerdote Gruffyd, tras renunciar al amor de Anghard, la hermana de Huw, porque no quiere arrastrarla a su vida de sacrificios. Ahora bien, la nobleza que exuda Pidgeon, y la forma en que su aire de hombre responsable ahuyenta la fácil tentación del malditismo (que hubiera amenazado con conducir la película por otros caminos), ayudan a crear un personaje tan sencillo como imborrable: un hombre que conforta especialmente a los Morgan (será quien se tome sobre sus hombros la recuperación de Huw tras sus largos meses de convalecencia por la congelación de sus piernas) pero que está condenado a no poder participar de su calor familiar.
El papel de Angharad fue adjudicado a una joven actriz irlandesa que acababa de llegar a Hollywood, Maureen O’Hara, y que se convertiría en la mujer fordiana por excelencia, con papeles imborrables, por ejemplo, en El hombre tranquilo (1952) o Escrito bajo el sol (1957). Entre los secundarios, brillan Donald Crisp y Sara Allgood encarnando a los padres de Huw (él fue galardonado con el Oscar al mejor actor secundario) y otros viejos conocidos de las películas del director: Anna Lee (cuya belleza serena, encarnando a la mujer de su hermano, no extraña que enamore al pequeño Huw), Arthur Shields (en uno de sus característicos papeles de reverendo, solo que aquí denotando una mezquindad estremecedora, cuando por lo común se le concedieron papeles de enorme bondad, como en El hombre tranquilo) o Barry Fitzgerald, ese actor que pareció encarnar al irlandés oficial de Hollywood y al que Ford, siempre que pudo, le dio algún papel, siendo el más conocido de todos el que también interpretó en esa summa de la «irlandesidad» que es el ya mencionado film de 1952, en que aparecen tantos de los anteriores.
He hablado de William Wyler, y es que este director fue el hombre que preparó el rodaje, desligándose de él a última hora. ¡Pero cómo!, ¿no estábamos ante un film «fordiano» por los cuatro costados? He ahí, primero, la magia del cine, que es ante todo una labor de equipo, y ¡Qué verde era mi valle! tuvo la suerte de ser un proyecto personalísimo del gran jefe de la 20th Century-Fox, que cuidó al mínimo todos sus detalles, haciendo honor a esa consideración (como defiende mi amigo y excelente escritor de cine Juan Carlos Vizcaíno) de que es el mejor productor que ha dado nunca el cine, Darryl F. Zanuck.
En segundo lugar, los grandes del cine (y John Ford, como bien dijo Orson Welles, fue tres veces grande) trasvasan su impronta a las películas que les encargan sin necesidad ni de escribir su guion ni de haber sido la primera persona en quien se pensó para filmarla. Ford no entró en el proyecto desde primera hora, pero una vez que lo aceptó, lo hizo suyo hasta sus entrañas —no en vano, en esos galeses vio un trasunto de sus amados irlandeses, «celtas todos ellos»—, de tal modo que, quien conoce su filmografía, bien puede creer que el cineasta planeara conscientemente esa trilogía de maravillosas películas con las que se despidió de Hollywood antes de ir a la guerra, al frente de la unidad documental de la Marina, y que abordan, todas ellas, la dura vida de gentes sencillas en periodos de crisis: Las uvas de la ira (1940), La ruta del tabaco (1941) y el film que nos ocupa.
Las tres se basan en grandes éxitos literarios de la época, pero la fortuna crítica y popular de cada uno de ellos ha sido distinta. El primero, obra de John Steinbeck, nunca ha dejado de leerse. El segundo, de Erskine Caldwell, sigue manteniendo su prestigio, pero solo entre especialistas. El tercero fue escrito por un autor del todo olvidado, Richard Llewellyn, de origen galés (aunque nacido en Londres), que lo había publicado dos años antes con enorme éxito. El libro es muy voluminoso en páginas (672 en la edición de Edhasa en que puede encontrarse en el mercado español), de tal modo que es lógico pensar que añade muchas incidencias de las que prescinde el guion. Un guion, por cierto, que es otra de las claves de la película, modélico en su sentido de la síntesis, obra de uno de los grandes escritores de Hollywood, Philip Dunne, responsable de muchos libretos antológicos, pero al que, en particular, siempre le deberemos la maravillosa El fantasma y la señora Muir (1947), dirigida por Joseph L. Mankiewicz.
¡Qué verde era mi valle! atesora tantos instantes irrepetibles que es difícil hacer selección de varios de ellos, no digamos de uno. Hay un plano especialmente inolvidable, que es el que cierra la panorámica mediante la que vemos salir de la iglesia a Angharad (la recién casada más triste del mundo) y su esposo, mientras todos los despiden, y al fondo, entrando en el plano casi sin que lo advirtamos (porque John Ford siempre supo que el énfasis es el mayor enemigo del lirismo), aparece el pastor Gruffyd, el hombre que ha tenido que sufrir el dolor de casar a su amada, al fondo, bajo un frondoso árbol, a contraluz, sin que sea necesario ni acercar la cámara ni cortar a un primer plano de Walter Pidgeon para contagiarnos su profundo sufrimiento.
Ahora bien, el momento más sublime de una película tan abundante en ellos, aquel que yo creo que bien vale para explicar quién fue John Ford, no se centra en ninguno de los personajes centrales, sino en dos secundarios (y ya se sabe que, para el director irlandés, un buen personaje secundario es el que es capaz de robarle la escena al principal). Se trata de Dai Bando (Rhys Williams), el minero que ya está prácticamente ciego debido a los golpes sufridos por su afición al boxeo —ya había aparecido en la historia como el regocijante instructor de Huw en las reglas del pugilismo, para hacerse respetar en la escuela— y de su amigo íntimo, prácticamente su sombra, Cyfartha (el mencionado Barry Fizgerald). Cuando, en la parte final de la película, vuelve a sonar la sirena del accidente en la mina y todos corren allí, para saber que Gwilym Morgan ha quedado encerrado en las galerías, el sacerdote Gruffyd (que acababa de despedirse de sus feligreses, harto de su mezquina hipocresía), pide voluntarios para bajar con él al rescate, es el ciego Dai Banto quien da el primer paso al frente, y al dirigir su mano hacia Cyfartha para que, como siempre, vaya con él, este mira al suelo y le dice: «Yo soy un cobarde, pero te guardaré la chaqueta».
En el valeroso ofrecimiento del ciego, en el reconocimiento de su cobardía por el amigo que, sin embargo, nos regala esa frase honda y admirable, digna de Shakespeare, y en la fraternal naturalidad con que Dai Banto asume la debilidad ajena sin un reproche, entregando su prenda a Cyfartha, es decir, en la misteriosa densidad psicológica con que John Ford supo siempre investir a sus gentes sencillas, radica la magia de esta película maravillosa y, por ende, de su autor.
Concluida la historia, y como si ese niño que abandona el valle con ese lamento que da título a la película los convocara por última vez en su emocionada memoria, ante el espectador vuelven a desfilar todos aquellos que llenaron la vida familiar de Huw: sus padres, sus hermanos, Angharad y el pastor Gruffyd, en sus momentos de felicidad, cuando el valle en verdad era todavía verde y nada parecía que pudiera oscurecerlo. Con ¡Qué verde era mi valle!, John Ford, hizo el mundo algo mejor de lo que era. Pero, en esos días, el mundo estaba en guerra, y John Ford tuvo que irse a la guerra.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: ¡Qué verde era mi valle! / How Green Was My Valley. Año: 1941.
Dirección: John Ford. Guion: Philip Dunne; novela de Richard Llewellyn. Fotografía: Arthur Miller. Música: Alfred Newman. Reparto: Roddy McDowall (Huw), Maureen O’Hara (Angharad), Walter Pidgeon (Gruffyd), Donald Crisp (Gwylin Morgan), Sara Allgood (Señora Morgan), Anna Lee (Bronwyn). Dur.: 118 min.
Resulta muy difícil expresar lo que supone Qué verde era mi valle en la historia del cine o de John Ford, o en la historia personal de cada uno de los que hemos creciendo con el cine así entendido, ahora que vivimos instalados en una madurez que corre, demasiado deprisa, a su destino. En esas listas a las que tan aficionados son algunos figuraría Qué verde era mi valle entre las mejores obras de John Ford, entre las cinco primeras sin duda. Pero, ¿qué es lo mejor en John Ford? ¿Es mejor Las uvas de la ira que, por ejemplo, La taberna del irlandés?
Yo siempre me acerco a John Ford también desde una perspectiva emocional, de lo que me transmite y me llega al corazón. Por eso, es muy difícil que pueda diferenciar entre películas supuestamente mayores y menores. Cuando escucho a mi corazón y cierro los ojos de cinéfilo, me tengo que quedar con películas tan llenas de emoción como Young, Mr. Lincoln (la obra de Ford favorita de Eisenstein), la mirada de Fonda en Las uvas de la ira, la sublime y elegíaca They were expendable, el sheriff balanceándose en la silla o bailando en Pasión de los fuertes, la belleza de lo cotidiano en la trilogía de la caballería, el polvo en el camino de Wagon Master, el rostro y la mirada de Wayne en Tres padrinos o Centauros del desierto, la trayectoria vital del boxeador herido en El hombre tranquilo, la emoción y desesperanza que transmite Escrito bajo el sol (una de mis películas favoritas desde niño), la leyenda ocultando la realidad en Liberty Valance, y tantos otros momentos a los que uno acude en busca de serenidad, certezas o consuelo.
Pero es esta Qué verde era mi valle la que tiene un brillo especial, la que destaca por ser un compendio de nuestros anhelos y nuestros deseos, de todo aquello que soñamos y no pudimos cumplir, la que reúne toda la poética de Ford para que nunca la historia del cine y del hombre pueda olvidarla.
Como a ti, para mí John Ford encarna una categoría distinta del cine. Después de muchos años en que creo haberme despojado de mitomanías, y de manías, tengo muy claro de que las clasificaciones y las etiquetas mal describen nada que no sean nuestras certezas, nuestras debilidades, nuestras necesidades. John Ford hace mucho que se libra de todo ello. Es otra cosa. Yo suelo enredarme en ciclos, en redescubrimientos, en reevaluaciones, en eclipses, etcétera, y por el tiempo en que me dura esto soy capaz de sumergirme sin ver nada que no esté relacionado con el presente objeto de mi curiosidad. Pero a John Ford siempre se vuelve sin esfuerzo, sin coartadas. Se vuelve a la emoción, al gesto, a las sensaciones, a aquel plano, a aquella frase, a aquella mirada de aquel actor. Eso sí, dentro de esa galería fordiana creo que «¡Qué verde era mi valle!» es la ensoñación suprema, primero porque eso es justo lo que cuenta, y la película no engaña desde sus primeras imágenes (y las palabras de su protagonista), y segundo porque así lo concibió Ford, única manera de que un conjunto que está más tiempo cerca del cielo que del suelo resulte, al mismo tiempo, tan intensamente real.
Un abrazo, y que todo siga bien, Ángel.
Qué difícil es construir y dirigir una película con tanta carga sentimental despojada de imposturas y artificios. La habilidad para presentar esa variedad de personajes, tan bien insertos en una historia aparentemente sencilla, es prodigiosa. Ningún trazo grueso, retratados con buen gusto y elegancia en toda su complejidad, cada uno de ellos se hacen fundamentales dentro de la comunidad. Para Ford cualquier vida, por muy anodina que pueda parecer es importante para el grupo.
Ford es un magnífico narrador de historias. Ese entretenimiento profundo y ameno a la vez te hace volver una y mil veces a sus películas.
He vuelto a disfrutar otros veinte minutos. Enhorabuena por el análisis.
Nadie como John Ford supo retratar eso tan resbaladizo que es el concepto de «gente sencilla», y sin el menor asomo de pretenciosidad ni trascendencia social, dotarlos de una inolvidable complejidad psicológica sin que dejen en ningún momento de ser eso, gente sencilla. Es más, cualquier intento por nuestra parte de explicar cómo lo hace acaba cayendo en lo pretencioso, que es justamente lo contrario del espíritu con que los envuelve Ford.
Y vaya trío irrepetible de películas: «Las uvas de la ira», «La ruta del tabaco» y «¡Qué verde era mi valle»….