A vueltas con La vida es bella

Poster español de La vida es bellaNo hay como revisar películas que, en el momento de su estreno, se ven acompañadas de un ruido tan excesivo que resulta muy difícil abstraerse de él. Sin lugar a dudas, La vida es bella constituye un ejemplo emblemático. El film constituyó un enorme éxito comercial tanto en su Italia natal como en el resto del mundo, gracias al respaldo de la poderosa distribuidora estadounidense Miramax, cuyo cénit estuvo marcado por la obtención de tres Oscars de Hollywood, un logro inédito hasta entonces para un film no hablado en inglés por cuanto no solo consiguió el de mejor película extranjera sino también el de mejor actor protagonista (para Roberto Benigni, alma máter del proyecto) y banda sonora (Nicola Piovani). Ahora bien, la polémica bañó su estreno por doquier, al considerarse que se atrevía a tratar bajo una óptica de humor un tema tan serio como el Holocausto: hete aquí una de las primeras ocasiones en que el imperio, hoy por desgracia omnímodo, de la corrección ideológica dirigió sus garras hacia una obra artística (y gracias a Dios que no existía Twitter…). En cualquier caso, es evidente que, entonces y ahora, La vida es bella es una película que apuesta por no dejar indiferente. Y no por el «atrevimiento» en abordar tema tan delicado desde una óptica que a los más delicados (valga aposta la redundancia) pudiera ofender, sino porque su entramado dramático tensa hasta el límite de lo admisible la famosa suspensión de la credulidad. La vida es bella pretende emocionar a toda costa, y este propósito, ya se sabe, puede resultar admirablemente digno o bochornosamente enojoso. Yo mismo, cuando la vi en cines en aquel lejano enero de 1999 en que se estrenó en España, caí rendido por completo, y sin embargo a lo largo de las casi dos décadas que he tardado en volver a verla (y precisamente por ello) he ido sospechando que no me despertaría el mismo sentimiento. La revisión ha confirmado mis sospechas, aun cuando todavía guarde la gratitud que entonces me despertó el cineasta y reconozca no solo que posee momentos magníficos sino que encierra un admirable hálito de nobleza.

Se dice que todo cómico, en el fondo, sabe que la vida es dolor y tarde o temprano se decide a cruzar al otro lado: a demostrar que él también puede ser «serio». La vida es bella es la apuesta de su autor, el italiano Roberto Benigni, por demostrar la veracidad de este axioma. Como muchos otros cómicos cuya ambición artística acabó desbordando el mero ámbito de «hacer reír» —el primer ejemplo que se me ocurre, claro, es el de Woody Allen, pero también podría hablarse de Takeshi Kitano, a quien en España conocimos primero por aquel programa de batacazos llamado Humor amarillo—, Benigni había velado sus primeras armas en la confrontación directa con el público, en clubes y escenarios a lo largo y ancho de su país, dando después el salto a la televisión, lo cual fue popularizando su rostro y su particular vehemencia (tan italiana, después de todo: es la tradición de Totó o Alberto Sordi) entre sus conciudadanos.

Roberto Benigni, con su mujer Nicoletta Braschi y el director Jim JarmuschEn cine, los cinéfilos del mundo entero lo conocíamos, ante todo, por sus colaboraciones con Jim Jarmusch: en particular, recuerdo cómo me tronchaba en el cine con el episodio ambientado en Roma de Noche en la tierra (1991) donde, a bordo de su taxi, conducía literalmente a la muerte al incauto sacerdote que caía víctima de su incontenible y soez facundia. Incluso, llegó a tener un fallido intento de lanzamiento internacional a las órdenes de un ya caduco Blake Edwards dando vida nada menos que a un supuesto hijo del inspector Clouseau en El hijo de la pantera rosa (1993). Sin embargo, Benigni era un cineasta de enorme éxito en Italia por varias películas en las que ya se había dirigido y escrito a sí mismo, y que se estrenaron en nuestro país sin especial repercusión: que levanten la mano quienes en su día vieron Soy el pequeño diablo (1988), Johnny Palillo (1991) y El monstruo (1994). Yo, desde luego, no.

Pues bien, La vida es bella es el salto delante de Benigni, su propósito de demostrar que, desde su terreno natural de la comedia, era bien capaz de introducir unos componentes dramáticos que se vieran, a la vez, justificados y sublimados por la necesidad de la risa (de la sonrisa, si se quiere). El argumento no puede ser más arriesgado: Guido Orefice, el dueño de una papelería de Arezzo, judío, en el último año de la guerra, con Mussolini convertido ya en un mero títere de los nazis, es conducido con su hijo de cinco años, Giosué, a un campo de concentración. Para evitarle el trauma a su pequeño, Guido le hace creer que esa estancia es un regalo de cumpleaños: un particular parque de juegos en el que debe permanecer escondido y evitando a los «malos» (así, además, le salva la vida: todos los niños del campo son ejecutados en los primeros días del encierro), con el fin de conseguir el premio final, que no es sino un tanque de verdad, vehículo por el que el pequeño siente una especial atracción.

El admirable propósito de Benigni —en su triple condición de director, escritor y muy vívido personaje de ficción— es entonar un muy agridulce canto por la necesidad de la Imaginación frente a la Crueldad, de la Poesía contra la Sordidez. Guido intenta camuflar para su hijo la suciedad del mundo y de las personas que lo habitan, aprovechando tanto la inocencia natural del pequeño Giosué como (y esta es la clave de la dramaturgia del film, sin el cual sería un desastre de principio a fin) el mismo concepto de vida que su padre le ha sabido transmitir durante los años de su corta existencia. Es decir, que la vida es bella cuando quienes nos rodean se esfuerzan por convencernos de que no puede ser de otra manera. Y Guido Orefice es uno de esos seres que iluminan las vidas de los demás porque se empeñan en inundarlas de poesía, de luz, de alegría.

Roberto Benigni y Nicoletta Braschi, la pareja protagonista de La vida es bellaLa película se divide en dos partes claramente diferenciadas, de metraje similar. La primera transcurre en 1939 en Arezzo, ciudad a donde Guido se traslada para montar una librería, y gira en torno a sus intentos por conseguir el amor de Dora, una maestra local que al mismo tiempo es la prometida del estúpido jerarca fascista de quien depende la concesión de los permisos municipales. La segunda se traslada a 1944, y es la que conduce la acción al lager donde son recluidos padre e hijo, y también Dora (no por ser judía, sino por su empeño en acompañar a su familia hasta el final). Hay quien señala el desequilibrio que existe entre ambas, en cuanto que la primera aborda un argumento claramente cómico (las continuas barrabasadas que protagoniza Guido, unas veces de forma involuntaria —dentro de ese clásico rol de imán para las catástrofes cuyo mejor encarnador, en cine, para mí ha sido el gran Jerry Lewis— y otras para intentar llamar la atención de esa mujer de la que se enamora desde el primer momento en que la ve), mientras que el segundo introduce la durísima realidad que todos asociamos a otro tipo de película.

Pues bien, la segunda parte de la historia no tendría ningún sentido de no habérsenos contado antes la primera. Es decir, para admitir que Guido sea capaz de envolver a su hijo en semejante enredo de la imaginación es necesario que el espectador admita que, en efecto, el protagonista es muy capaz de conseguirlo, porque ya lo ha demostrado: la forma en que conquista a Dora es envolviéndola en una atmósfera de lirismo mágico en que deja bien claro que es capaz de hacer realidad cualquier deseo, cualquier observación de la mujer, ya sea una llave que caiga del cielo o un sombrero seco que reemplace al que se le ha empapado bajo la lluvia.

El mundo puede ser un lugar gris, mezquino o, en tiempo peores, cruel, pero Guido sonríe (casi) todo el tiempo, no porque haya siempre un motivo para sonreír, sino porque no está dispuesto a admitir que no sea posible que la vida sea bella si nos proponemos que lo sea. Guido, en suma, es un individuo que no se rinde nunca en su propósito, por mucho que al resto del mundo pueda parecer un pobre infeliz zarandeado por las circunstancias de la vida. El problema, por supuesto, es del resto del mundo, de quienes son incapaces de advertir que Guido enriquece la vida de quienes lo rodean.

Guido tiene la llave de la felicidad, en La vida es bellaDurante toda esta primera parte de la película, y pese a que junto a momentos sofisticados se encuentran otros demasiado toscos y fáciles (su suplantación del inspector escolar fascista, que acaba exagerando el buen efecto cómico inicial), Benigni, en efecto, exuda una notable capacidad de convicción, jugando muy bien con evidentes evocaciones cinéfilas, a la cabeza de las cuales se encuentra Charles Chaplin. No en vano, el gag que abre el film tiene ecos evidentes de películas como Tiempos modernos (1936) o El gran dictador (1940): el gesto de Guido para que la multitud se aparte al paso del coche sin frenos donde viaja es tomado por el saludo fascista que lo confunde con el jerarca del partido cuya llegada están esperando. Este arranque de La vida es bella es ciertamente ejemplar, porque se basta para situar muy bien al espectador en términos argumentales y dramáticos: la innata capacidad de Guido para verse implicado en desastres; el juego bufo con la realidad política en que vive el personaje (de momento, el fascismo; más adelante, el incluso más letal nazismo); y, de inmediato, cuando el coche se detiene por fin, la introducción del personaje de Dora, que llega a los brazos de Guido literalmente desde el cielo. Esta es una idea muy bella: si en adelante será él quien lleve la magia a la vida de ella, en un primer momento es al revés, lo cual subraya de modo muy bonito el hecho de que si Guido va a ser capaz de hacer que la vida sea bella es porque ha recibido la inspiración de la belleza en la persona de Dora.

Es una lástima, y aquí comienzan mis objeciones a la película, que Nicoletta Braschi no esté a la altura interpretativa de su compañero (y esposo en la vida real). Aun esforzada, a la actriz le falta el necesario encanto que debía transmitir su personaje y justificar semejante rendición sentimental (que es incondicional y desde el primer momento, insisto), de tal modo que la mayor parte del esfuerzo dramático descansa sobre los hombros de Benigni. Justo es señalar, también, que el director y guionista no termina de darle al personaje femenino la debida autonomía, como si solo existiera en función del masculino, de modo ciertamente narcisista. Por ello, uno de los grandes defectos de la segunda parte del film radica en el escaso peso que tiene la presencia de Dora dentro del lager: Benigni solo parece acordarse de ella cuando quiere lucir sus esfuerzos líricos para hacerle saber que Giosué y él siguen vivos (la escena en que consigue que en todo el campo se escuche la música que disfrutan los dirigentes nazis en su fiesta particular: la Barcarola de Offenbach que los dos escucharon la noche en que por fin Dora se rindió al amor de Guido), consiguiendo solo que se lirismo resulte aquí impostado.

La ciudad de Arezzo es fundamental en la primera parte de La vida es bella

Ahora bien, si La vida es bella finalmente no consigue estar a la altura, ni de lejos, de su encomiable propósito, se debe antes que otra cosa a las limitaciones de Roberto Benigni como realizador. En mi opinión, Benigni no consigue nunca hacer creíble la situación planteada en el campo de concentración. Por mucho que se esfuerce en transmitirlo a través de su entregadísima composición, Benigni carece de la capacidad para crear la atmósfera de arrebatador onirismo que se requería. No basta con que la voz del narrador señale al principio de la historia que vamos a contemplar una «fábula» para que, en efecto, las imágenes adquieran la sustancia fabulesca que requerían. No basta con la contratación de un director de fotografía de la calidad de Tonino Delli Colli —que trabajó con los dos directores italianos con mayor capacidad para la sugestión visual que ha conocido su país, Sergio Leone y Federico Fellini (de quien, en determinados momentos, también hay toques evidentes, no en vano Benigni trabajó con él en su última película, La voz de la luna)— porque el realizador carece de la intuición de aquellos, sin la cual ni el mejor iluminador del mundo es capaz de hacer milagros. Si algo falta en la segunda mitad de la película es sentido de la atmósfera, y ya puestos, un compositor cuya música supliera sus lagunas: aunque suene tópico, el film requería a un Ennio Morricone, y se queda en un Nicola Piovani cuya banda sonora, por popular que se hiciera, a mí me resulta bastante monocorde.

Con un padre como Roberto Benigni, incluso el infierno puede parecer un campo de juegos, en La vida es bellaDesde el mismo momento en que padre e hijo suben al tren que los lleva al campo, la credibilidad de La vida es bella se queda en la estación desde la cual parten, y ya nada consigue hacer que regrese a las imágenes. Se desperdician así momentos en teoría bien urdidos, como la particular traducción que Guido hace de las «reglas del juego» del campo a donde han llegado o la reintroducción del personaje del doctor Schelling (el entrañable y ya anciano Horst Buchholz, sobre el que hace poco he escrito un artículo), que engaña a Guido, y al espectador, haciéndonos creer que es un alemán bondadoso, y en realidad tiene el papel de transmitirnos el escalofriante concepto de segunda realidad en que vivieron muchos nazis que creían en el idealismo de su causa: si Schelling ayuda en el campo a Guido, consiguiéndole un trabajo mucho más cómodo, es para así reanudar con él el juego de adivinanzas a que se entregaban en Arezzo, donde se habían conocido… como si todo siguiera igual.

En ocasiones, los esfuerzos de Benigni por transmitir la ilusión de su suprema ficción provocan embarazo: da la impresión de que espera que el espectador (hablo, claro, de quien no entre en la película) tenga la misma y suprema inocencia de Giosué para admitirlo. Y es una pena, porque, quiero dejarlo bien claro, el triunfo del autor hubiera supuesto una obra de referencia imprescindible en el cine de la emotividad, un género por el que siento una notable predilección. Ahora bien, querer creer no significa creer a cualquier precio.

[Quien no conozca el final de esta película debe dejar de leer justo aquí]

El fracaso de la película se cifra en la falta de emotividad de su final: la muerte de Guido (con inteligencia, Benigni hace que suceda fuera de campo) resulta fría y ajena, del mismo modo que el reencuentro entre la madre y el hijo está rodado de un modo tan tosco que parece más propio de un amateur (es un momento demasiado abrupto: faltan planos para crear el adecuado tempo emocional). Sin embargo, la clave que para mí explica mejor que nada ese fracaso estriba en el momento central de la historia para Giosué: la materialización del tanque como prueba de que, pese a sus reticencias de algunos momentos, su padre tenía razón. Es entonces cuando comprendemos el error de Benigni: toda la segunda mitad de la película debía haberse concebido casi exclusivamente desde el punto de vista del pequeño, única forma de traducir el ingenuo onirismo que requería la noble superchería del padre. El tanque aparece, el actor que hace del niño repite por enésima vez su gesto de sorpresa sin límites… y yo, indiferente ante la emoción que sé que Benigni quiere que brote en mi corazón, siento la inmensa pena de ver desaprovechada una de esas ocasiones en que una película es capaz de hacer desbordar infinitas lágrimas no para compensar por un momento el embrutecimiento fácil de la vida cotidiana sino para ennoblecer eternamente el espíritu humano, como Niebla en el pasado, como El fantasma y la señora Muir, como Carta de una desconocida: obras maestras del ensueño y la emoción en cuya admirable estela La vida es bella podía haber convivido con orgullo, pero que acaba siendo nada más que una nota a pie de página en la crónica del sentimiento en el cine.

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Posdata sobre el doblaje. No quiero concluir sin hacer referencia al doblaje que sufrí en aquel remoto estreno (cuando no podía elegir entre versión española o versión original). Para poner voz a Roberto Benigni, se cometió un enorme error de asignación, al llamar a Jordi Brau, por entonces voz habitual de infinidad de actores estelares, de Tom Hanks y Tom Cruise a Robin Williams y Daniel Day-Lewis… o Steven Seagal. No le había doblado nunca antes (salvo dato que falte en la minuciosa información dela excelente página eldoblaje.com, imprescindible para cualquier interesado en el tema en España), por lo que fue decisión personal del director de doblaje, Miguel Ángel Jenner. Brau tenía la reputación de ser un actor muy versátil (ya lo indica la galería de asignaciones habituales), al que poder entregar cualquier «reto», y el papel de Benigni debió así parecerlo. Sin embargo, las características de la voz de Brau se hallan en las antípodas de la expresividad del italiano (lo cual debiera ser el primer mandamiento de toda asignación: la mímesis entre la gestualidad del actor «original» y las cualidades de la voz «sustituta»). Su timbre metálico, de diapasón usualmente bajo, propio para intérpretes sobrios (o inexpresivos), mal se aviene con los actores y personajes de temperamento histriónico (y eso que ha doblado a muchos de ellos: recuerdo con escalofrío al Nicolas Cage de Corazón salvaje). Por abreviar: para estar a la altura expresiva de la mímica benigniana, Jordi Brau se ve obligado a gritar, descontrolando la voz: su ¡¡¡Buenos días, princeeeesaaa!!! es inenarrable, además de que la «frialdad» de su voz no puede la calidez del gesto del italiano, que demandaba alguien más rotundo, más «salivar». Opciones había, y con actores que ya lo habían doblado antes, como Antonio Lara (voz de Billy Crystal o Matt Dillon) o el hoy bien conocido José Luis Gil (al que considero el más idóneo). Aun así, con Brau y sin Brau, repito, en 1999 La vida es bella me encantó.

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: La vida es bella / La vita è bella. Año: 1997.

Dirección: Roberto Benigni. Guion: Vincenzo Cerami y Roberto Benigni. Fotografía: Tonino Delli Colli. Música: Nicola Piovani. Reparto: Roberto Benigni (Guido Orefice), Nicoletta Braschi (Dora), Giorgio Cantarini (Giosué), Marisa Paredes (Madre de Dora), Horst Buccholz (Doctor Schelling). Dur.: 116 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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4 respuestas a A vueltas con La vida es bella

  1. Altaica dijo:

    A mí ya en día me resultó evidente su utilización excesiva de un sentimentalismo facilón, lo que no quiere decir que no se vea con agrado. Salvando las distancias, es muy evidente en muchas películas y debemos de inflexibles desde un punto de vista crítico, pero comprendiendo que muchas de ellas están confeccionadas para el gran público, la industria y, cómo no, la taquilla. Por poner un ejemplo, hay una película muy famosa en su época y de culto para algunos, que es más de lo mismo pero en otro ámbito y es El club de los poetas muertos. Buen análisis y sincera capacidad de mostrar tu viaje personal sobre esta película. Un abrazo. Por cierto, me han hablado maravillas de Ex Machina. Espero verla pronto.

    • Siempre he creído, y así lo defiendo en mi blog cuando reflejo el cambio de valoración de alguna obra, que del mismo que evolucionamos como lectores/espectadores, también debemos guardar cariño por aquellas obras que durante un tiempo nos alegraron la vida. La película de Benigni es buen ejemplo. Sobre «El club de los poetas muertos», hace mucho tiempo que no la he vuelto a ver, pero en su momento no me gustó nada (pese a mi admiración rendida por Peter Weir). Es más, como profesor, siempre me pareció insufrible el personaje de Robin Williams, como ese gestito con que se atrae a sus alumnos nada más conocerlos (hacer que destrocen una parte de su manual escolar: basta con comenzar por la página que le guste, por diós).

      Tomo nota de «Ex Machina», de la que también me han hablado bien. Un abrazo.

  2. Renaissance dijo:

    Muchas películas requeteoscarizadas no suelen aguantar un visionado más crítico con el paso de los años, y creo que La vida es bella es un uno de esos casos. La primera parte sigue funcionando bien por usar adecuadamente el realismo mágico que aporta su protagonista. La segunda, superada la época del estreno, es más difícil. Es verdad que seguramente habría sido más adecuado si esta se enfocara desde el punto de vista del niño, y no del del público o el de los adultos.
    Ahora mismo acabo de acordarme de El niño del pijama a rayas, que también fue cierta sensación durante el 2008, y hoy seguramente le pasaría lo mismo.

    • La película del niño del pijama no la he llegado a ver nunca, entre otras razones porque en su día no tuve ocasión y luego me ha ido dando la impresión de que ya poco me va a interesar de ella. En cuanto a «La vida es bella», pese a todo, su primera mitad sigue despertándome la sonrisa y parte del cariño que me provocó en su estreno.

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