Hannah Arendt y la banalidad del mal

Póster español de la película Hannah ArendtEl 20 de mayo de 1960, agentes del Mossad israelí secuestraban en un arrabal de Buenos Aires a un hombre de edad madura y aspecto corriente que vivía bajo la identidad de Ricardo Klement. Trasladado días después, en medio lógicamente del mayor secreto, enseguida el estado de Israel proclamaba al mundo que uno de los mayores criminales nazis en fuga había sido capturado e iba a ser sometido a juicio público. Se trataba de Adolf Eichmann, miembro de las SS, más conocido después de la guerra que durante ella (lo cual ya da una buena idea de la escasa consideración que sobre su personalidad tuvieron los mismos jerarcas del nazismo), que había sido, como director de la Sección IV-B-4 de la Gestapo, encargado de dirigir la deportación a los campos de exterminio de los judíos de los territorios ocupados por Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. El juicio, que tuvo lugar durante el año 1961, concitó la atención del mundo entero puesto que los responsables políticos del mismo decidieron convertirlo en una gigantesca tribuna para denunciar el Holocausto. El tiempo ha hecho que este proceso sea conocido, ante todo, por las crónicas que para la revista New Yorker, luego corregidas y aumentadas para su publicación en forma de libro, escribió una relevante pensadora de origen alemán, ya nacionalizada estadounidense, que había tenido que marcharse de su país a la llegada del nazismo. Se trata de Hannah Arendt. Su libro, acogido en su momento entre la comunidad judía mundial con notable polémica, Eichmann en Jerusalén (1963), es una de las obras maestras del género ensayístico: un lúcido intento de comprender el problema del mal en la siniestra, y al mismo tiempo «cotidiana», versión que singularizó el totalitarismo nazi (cualquier totalitarismo, de hecho), y que simboliza (pero no se limita solo a él) el concepto más famoso que emerge de la obra, presente desde su mismo subtítulo: la banalidad del mal.

Ayer y hoy, la principal característica que rezuma el libro es su profunda independencia. Hannah Arendt (1906-1975), judía obligada a emigrar a Francia desde su Alemania natal con la llegada del nazismo, recluida en un campo de internamiento con el estallido de la guerra (¡por ser alemana, esto es, «enemiga»!) y evadida justo en el momento en que Hitler entraba en París, supo más tarde que la práctica totalidad de las reclusas que permanecieron en él acabaron en las cámaras de gas.

Esa independencia —había sido sionista en su juventud: ¿cómo no serlo una joven de su carácter en las circunstancias en que le tocó vivir?— le costaría el rechazo y la execración pública por parte de los suyos, es decir, de los judíos del mundo entero. Porque Arendt no se limitó a corear el proceso sin más cuestionamiento, sino que, en su libro, denunció sus defectos y, sobre todo, a la hora de enjuiciar al acusado, no aceptó sin más las tesis del fiscal (que era una mera correa de transmisión de las consignas que venían desde la misma presidencia del país, ocupada por David Ben Gurion), que pretendía convertirlo en un monstruo absoluto que actuó casi con total autonomía. En ese hombre sin atributos, anodino, vulgar, amigo de las frases hechas y los clichés, envanecido por ser el centro de atención absoluta por primera y última vez en su vida, no vio un monstruo, sino la consecuencia más aterradora de un sistema que aprovecha la mediocridad general para potenciar el mal. Arendt escribió que hubo muchos como Eichmann en la Alemania nazi, «hombre que fueron y siguen siendo terrible y terroríficamente normales». El sistema totalitario les dio ocasión de cometer sus delitos en circunstancias que «casi les impide(n) saber o intuir que realiza(n) actos de maldad». Esto es lo que ella definió como la banalidad del mal.

Edición española de Eichmann en JerusalénEs en la descripción de las condiciones bajo las que Eichmann desarrolló su trabajo donde Arendt escribió aquello que generaría más rechazo: su exposición del papel jugado por los Consejos Judíos, formados por miembros prominentes de la comunidad de cada país, que el acusado creó para que se encargaran de los detalles básicos de la operación de traslado: la identificación y selección, incluso la recaudación del dinero necesario para sufragar los gastos de su propia deportación (una de las maniobras favoritas de los nazis, ya se sabe, fue implicar a sus víctimas en la ejecución de sus propios castigos). La comunidad judía internacional se arrojó sobre la autora acusándola de convertir a las víctimas en culpables. Curiosamente, Arendt no carga innecesariamente las tintas sobre estos prominenten (que creían, ilusoriamente, estar salvando, al menos, a algunos miembros de su comunidad), pero sí subraya que la colaboración con los verdugos no fue una obligación inevitable: se pudo resistir, y donde se hizo, los nazis no pudieron eliminar ni a tantas víctimas ni con tanta rapidez.

Sus contemporáneos, tanto los comprometidos con la causa judía como también quienes no admitían que el nazismo no fuera calificado en términos absolutos, ni entendieron las sutilezas de su reflexión ni admitieron sus referencias a los judenräte, reaccionando con gran indignación: Hannah Arendt era una «traidora» a los judíos. El tiempo, sin embargo, acabó ensalzando su figura y dignificando su compromiso con el análisis de las zonas grises, su no conformismo con el mensaje oficial, ya sea de un estado de opinión, de las presiones de la intelectualidad de la época en que crees integrarte o de los tuyos. Y no quiero que nadie piense que se debe a que, en el fondo, el estado de Israel ya iniciaba esa senda desdichada que ha ayudado a conducir a la intolerable situación actual con los palestinos: si los acusadores de Arendt de la época no tienen razón, no es porque fueran los nuevos «malos» (tan malo es el sionismo acrítico como el antisionismo sectario, en nombre de nuevos conceptos de lo progresista)… sino porque se empeñaron en dejar que los árboles les impidieran ver el bosque, y denunciaron a la mujer que tomó un hacha y se empeñó en desbrozarlo.

De poco le valió a la autora que, en sus conclusiones, invalide varias de las críticas que se hicieron contra el proceso (por ejemplo, desde la misma Alemania, donde tan condescendiente se había sido contra otros responsables de la barbarie nazi), entre ellas la muy importante de que el estado de Israel no tenía jurisdicción para procesar a Eichmann (ella señala que se la dieron los mismos nazis al dirigir sus crímenes contra los judíos como entidad política y no geográfica). Eso sí, la autora defiende que hubiera sido mucho mejor la existencia de un tribunal internacional que legitimara del todo este tipo de procesos: al menos, en este sentido se ha progresado de un modo que, con sus imperfecciones, ella hubiera aplaudido. Del mismo modo, desmonta por completo la excusa que el acusado defendió en el proceso (como antes los criminales juzgados en Nuremberg): la atribución de sus actos a la obediencia debida al cumplimiento de la legalidad vigente en el momento de realizarlos… como si cualquier ley, aun siendo monstruosa, solo por el hecho de estar aprobada por los órganos competentes para hacerlo, ya sea digna.

Adolf Eichmann, monstruo u hombre demasiado corriente Eichmann en Jerusalén se divide en dos partes, o consta de dos intenciones. La primera es el análisis del juicio y de sus circunstancias; la segunda, una minuciosa exposición del exterminio judío en Europa, país por país, y por tanto una mirada sobre la inhumanidad general de ese mundo sobre el que el nazismo cayó para catalizar toda la mezquindad que ya estaba presente, a modo de huevo de serpiente, en el seno de sociedades presuntamente civilizadas. Impregnando ambas intenciones se encuentra el dibujo del hombre que, en teoría, era la estrella del proceso, pero que ante la incisiva mirada de Arendt desnuda su insignificancia.

Eichmann había acabado por convertirse en el «gran conocedor en asuntos judíos» del partido porque se había tomado la molestia de un par de libros que él llamaba «básicos» (uno de ellos El estado judío, de Theodor Herzl, la Biblia del sionismo), había realizado un viaje a Palestina para estudiar sobre el terreno la situación de las instalaciones judías (en su primera época, defendió la emigración como solución del problema judío, con tanta aplicación como luego la Solución Final: no por convicciones personales, sino porque esas eran las consignas que le llegaban desde arriba, y él no era hombre que cuestionara las resoluciones de los hombres preparados), e incluso entendía un poco el yiddish. Ya es sintomático que tanto «estudio» no le valiera más que para convertirse, señala Arendt con ironía, el «especialista en transportes» del Holocausto nazi. Nada más, pero nada menos. Las páginas del libro dejan bien claro su cometido. Y a eso se aplicó, sobre todo tras la tristemente célebre Conferencia de Wannsee, donde él actuó a modo de secretario, admirado de ser admitido a la compañía de gente tan importante.

(Inciso: aunque la comparación pueda parecer denigrante para Andersen, el dibujo que la autora hace de este individuo me recuerda al patético protagonista del inolvidable cuento El abeto, que hasta el final se siente fascinado por esos individuos superiores —los seres humanos— que lo arrastran de aquí para allá hasta reducirlo a leña y ceniza, y a los que él, aunque nunca entiende del todo lo que pasa, no deja de aplaudir, exclamando: «¡Que bien pensado! ¡Qué inteligentes son los hombres!»).

Fotografía de la real Hannah ArendtA ratos, Eichmann parece tristemente comprensible, en su patética reclamación de que no le dejaron ser todo lo eficaz que él había sido —increíblemente, él se define como un «idealista», palabra que, claro, queda pervertida en sus labios, pues pasa a significar «hombre que se entrega absolutamente a una labor»… sin efectuar la menor reflexión, claro, sobre su dignidad o indignidad. En otros, resulta inescrutablemente enigmático, pues parece imposible tanta estolidez: hay que recordar que el mejor testigo de la acusación contra Eichmann… fue Eichmann, quien no solo contestó minuciosamente a cuantos interrogatorios le realizaron (uno se imagina a este hombre sintiéndose halagado por la amabilidad de quienes le preguntaban cosas tan interesantes) sino que escribió raudamente la biografía personal que le pidieron. Arendt no deja de sorprenderse de cómo su lenguaje está poblado de frases hechas, por lo común de cara a la galería (para colmo, la que pronunció en el momento de su ejecución, como si fuera el protagonista de una mala película). No hay que olvidar que a otro judío alemán, Viktor Klemperer, que salvó su vida porque su esposa «aria» se mantuvo fielmente a su lado, se debe uno de los más impresionantes análisis de la perversión del lenguaje en manos del totalitarismo, LTI. La lengua del Tercer Reich, donde ya se formula esa asociación entre maldad y trivialidad lingüística.

En particular, el libro supone una valiosa síntesis del desarrollo y características de la Solución Final, país por país. El disgusto que produce la confirmación de la mezquindad provocada tanto por el antisemitismo (que no inventaron los nazis) como por el oportunismo o la sumisión al poder (es especialmente lacerante leer que los gobernantes de Vichy hicieron la muy humana distinción entre judíos extranjeros —que entregaron sin compasión, incluso con especial meticulosidad— y los «nacionales», que protegieron con idéntica tenacidad), viene contrapesado por las admirables excepciones que también hubo, y que, insiste la autora, demuestra que de ningún modo era «inevitable» por parte de los países ocupados el tener que cumplir las imposiciones nazis. Quienes se negaron no solo no vieron peligrar sus vidas, sino que se encontraron con que los mismos alemanes se volvían inesperadamente firmes a la hora de resistir las presiones de los funcionarios de fuera que venían a pedir explicaciones (por ejemplo, del mismo Eichmann). Son los casos, sobre todo, de dos países: el ya conocido y emocionante caso de Dinamarca, y el ignorado pero no menos digno de Bulgaria.

Eichmann en Jerusalén es un libro que se devora con pasión, que estimula intelectualmente, que satisface al que quiere aprender de la Historia, pero que, en especial, rinde a quien exige en el ensayo la misma calidad literaria que en la ficción: está escrito de modo maravilloso (y la traducción de Carlos Ribalta así consigue transmitirlo). El número de reflexiones o de frases para el recuerdo es incontable. Por ejemplo, la fundamental contradicción de que una prueba de cargo de la criminalidad nazi fueran las Leyes de Nuremberg, que negaban a los judíos la posibilidad de contraer matrimonio con los arios, cuando en el nuevo estado de Israel los enlaces matrimoniales estaban sometidos a la ley rabínica, también restrictiva. O la constatación del llamado imperativo categórico del Tercer Reich: compórtate de tal manera que si el Führer te viera, aprobara tus actos (un principio aplicable a cualquier estado totalitario y sus líderes). O la lapidaria reflexión sobre el gobierno eslovaco, al señalar que entre sus miembros solo había un antisemita «moderno» (el ministro del Interior), mientras que «todos los demás eran cristianos, o creían serlo»: en este territorio, cuya primera estadía entre los países independientes se debió a Hitler, los judíos perdieron sus derechos antes que en ningún otro.

Hannah Arendt, sola en Jerusalén ante su máquina de escribirLa lectura del libro puede complementarse, de modo excelente, con la visión de una reciente película europea (si bien mayoritariamente alemana) que se titula, precisamente, Hannah Arendt (2012), dirigida por Margarethe von Trotta, integrante de la famosa generación del Nuevo Cine Alemán (como Wenders o Fassbinder). Como pudiera hacer pensar el título, demasiado general, no estamos ante un biopic sobre la figura de la famosa pensadora, sino frente a una historia que toma como eje, precisamente, su participación en el juicio y las repercusiones posteriores, no en vano el film comienza justo con el secuestro de Eichmann en la capital argentina. Pues bien, si Hannah Arendt consigue interesar con facilidad desde el mero punto vista documental o histórico, su pertinencia radica en el espléndido acercamiento dramático que realiza a la figura de la escritora, analizando tanto el impacto que tuvo su libro en los círculos judíos y progresistas de la época (lo cual incluyó, dolorosamente, a varios de sus mejores amigos), como sabiendo proyectarse hacia la reflexión del pasado personal de la autora, agitado al revolver las ascuas de su identidad judía. Esto quiere decir que no duda en abordar (por medio de una serie de flashes) el que supone su más famoso episodio biográfico, su relación sentimental con Martin Heidegger, uno de los filósofos más influyentes del siglo XX, a quien marcó para siempre su abierto apoyo al régimen nazi, incluida su política antisemita.

La película parte, de entrada, de una magnífica interpretación de la alemana Barbara Sukowa, quien encarna a una Hannah Arendt muy humana, tan firme como vulnerable. Con ese baluarte, Trotta levanta una película que destaca por su triunfo en una cuestión que es fundamental en toda película que se centra en una figura de gran relevancia real: despojarla de su mera cualidad iconográfica y dibujarla con precisión en su entorno personal y en sus características centrales. Arendt resulta, por ello, un ser humano a quien caracteriza una indomable independencia intelectual pero que sufre por el efecto que produce (sin renunciar nunca, por comodidad o prudencia, a seguir declarando lo que considera la verdad).

Barbara Sukowa y Axel Milberg, Hannah Arendt y Heinrich BlucherEl film centra gran parte de su atención en el retrato del círculo de intelectuales judíos de origen alemán que emigraron a América y que forman una piña (a ratos casi excluyente: véase ese magnífico momento que discuten, en alemán, sobre las primeras impresiones del caso Eichmann, dejando aislados a los dos invitados americanos que no entienden su idioma, una de ellas la escritora Mary McCarthy/Janet McTeer, amiga íntima de Hannah y su mayor defensora en sus momentos de mayor cerco). Del mismo modo, es magnífico el retrato de su relación con su segundo marido, el poeta y también filósofo Heinrich Blücher, un magnífico Axel Weinberg, que destila una muy especial y socarrona humanidad, la cual sirve muy bien para puntear esos fugaces flash-backs en los que Arendt no puede evitar recordar al hombre que marcó su vida, en el aspecto intelectual y en el nacimiento al amor, Heidegger. Por cierto, que es un buen detalle que, en sus breves intervenciones, Heidegger deje en la pantalla un hálito de distanciamiento, de deshumanización, que contrasta con la cálida luminosidad de la actriz que encarna a la joven Hannah, Friederike Becht.

Para ilustrar el juicio contra Eichmann, Trotta acierta al no confiar el papel emblemático de Eichmann a ningún actor, sino que utiliza imágenes de archivos con las auténticas intervenciones del nazi en el proceso (no se necesita otra cosa para subrayar su banalidad: la presencia de un actor, un mediador, habría provocado un inevitable efecto de distanciamiento recreador), mientras que el resto de intervinientes sí son actores. Por otra parte, la estancia de la escritora en Israel sirve también al propósito de señalar su vinculación con su «lado judío»: primero, el descubrimiento de una tierra que muy bien pudo ser la suya (recuérdese el sionismo de su juventud); segundo, el reencuentro con amados amigos del ayer, como Kurt Blumenfeld, mentor precisamente durante aquellos días y a quien reencuentra con cariño, pero también con dolor, en cuanto que inevitablemente su libro acabará haciendo que él se distancie de ella, y en su lecho de muerte, de modo irreparable por tanto.

Desde sus primeras conversaciones en las etapas iniciales del proceso, Arendt va concitando el enfado de sus interlocutores, judíos que no admiten otra opinión que la del apoyo incondicional al proceso y la execración estentórea del procesado como un monstruo sin redención posible. El film retrata de modo magistral la incomprensión que sufrió Arendt con su valiente actitud y las presiones que tuvo tanto en círculos universitarios como en los íntimos e incluso en los políticos (ese momento en que es abordada, con insolente prepotencia, por el enviado especial del gobierno israelí mientras pasea por el campo, en las cercanías de su propiedad). Y acierta al dar la voz adecuada al personaje en su secuencia culminante y su espléndido colofón: la sesión pública que dio en la universidad, para alumnos y autoridades, en la que intentó explicar de modo definitivo su posición sobre el caso. Ganándose el aplauso de los estudiantes, manteniendo el mismo y cerrado rechazo de autoridades y amigos que se apartan de ella. Aunque la escena supone un triunfo de coraje intelectual para Arendt, ella lo considera una derrota, al descubrir entre el público a su bienamado amigo Hans Jonas que, sinceramente ofendido, rompe con ella para siempre. Y la película se cierra con la imagen amarga de la escritora descansando en la dolorosa soledad…

El trabajo hace libres, el siniestro eslógan con que Auschwitz recibía a sus prisioneros

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Hannah Arendt / Hannah Arendt. Año: 2012

Dirección: Margarethe von Trotta. Guión: Margarethe von Trotta y Pam Katz. Fotografía: Caroline Champetier. Música: André Mergenthaler. Reparto: Barbara Sukowa (Hannah Arendt), Axel Milberg (Heinrich Blücher), Janet McTeer (Mary McCarthy), Michael Degen (Kurt Blumenfeld). Dur.: 113 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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5 respuestas a Hannah Arendt y la banalidad del mal

  1. Muy buen análisis, como acostumbra a realizarlos La mano del extranjero. Merece la pena puntualizar algunas cuestiones:1) Arendt critica no sólo que el estado de Israel no tenía jurisdicción para procesar a Eichmann, sino que Israel no existía cuando comete sus delitos y en consecuencia no puede procesarle por la vulneración de leyes que el estado de Israel promulgó más tarde, es decir que no podía aprobar leyes retroactivas, que castigaran delitos inexistentes en el momento que se cometieron. Propuso como se indica en el post que debía juzgarlo un Tribunal Internacional
    2)Resalta de Eichmann que no entiende nada, es un burócrata satisfecho de su trabajo, explica con profusión de detalles lo eficiente que fue para cumplir la misión encomendada, ya que detalla los miles de marcos que ahorró en la Solución Final y el aprovechamiento económico de los judíos asesinados. Explica Arendt que no es un monstruo, sino un hombre bastante anodino al que el nazismo ha anulado como persona, lo que contrarió a todo el mundo que estaba satisfecho con la explicación de que «todo se debió a la monstruosidad de los jerarcas nazis».
    3) No me resisto a comentar que nos informa que Eichmann fue enviado a Madagascar para estudiar la confinación de millones de judíos en la isla, previo despojo de sus propiedades, pero se rechazó por considerar que no aseguraba la Solución Final, podían abandonar la isla.
    Como siempre animar a La mano del Extranjero a seguir con un blog imprescindible

    • En efecto, Arendt manifiesta la inquietud sobre muchos temas, parte de los cuales eran los mismos que ya habían figurado al plantearse los procesos de Nuremberg: la aplicación de leyes retroactivos o de delitos no tipificados antes como el genocidio; lo discutible que es que el vencido sea juzgado por el vencedor; o la jurisdicción del tribunal. Pero comienza por lo esencial: la ilegalidad de la detención de Eichmann, que fue secuestrado en un país extranjero. Eso sí, ni ese país, Argentina, ni el suyo de nacimiento, Alemania (en este caso, la RFA), se preocuparon por su situación, resguardándose bajo distintas excusas legales, como buena prueba de que la suerte de Eichmann importaba poco a nadie. Arendt, desde luego, lo que sí rebate es que Israel no esté legitimada para juzgar a quienes quisieron exterminar a los judíos no como seres individuales sino como entidad colectiva. Y desde luego, nunca sigue la corriente ni mantiene opiniones conciliadores, de ahí el gran valor del libro.

      En cuanto a la descacharrante teoría de Madagascar, creo que Eichmann no llegó a viajar allí (sí lo hizo a Israel, antes de la guerra), sobre todo porque con el estallido de la guerra ya no era posible. En cualquier caso, es significativo que, mientras la consigna de su departamento fue la deportación, Eichmann se «esforzó» al máximo por encontrar vías, del mismo modo que luego hizo lo mismo cuando se cambió a la Solución Final. La banalidad del mal: el hombre vulgar que se desvive por cumplir lo que se confía sin plantearse cuestiones éticas ni pensar que está haciendo algo mal.

      Y muchas gracias, claro, por tus palabras, que por supuesto supone un gran estímulo para seguir adelante. Un abrazo.

  2. Ángel Hernando Saudan dijo:

    Hanna Arendt fue una de las grandes pensadoras del siglo XX y una clarividente analista del mal en la sociedad. No sería justo quedarse solo en Eichmann en Jerusalén, un libro apasionante, sino que recomiendo vívamente la lectura de su obra restante para entender muchas de las cosas que han ocurrido en el siglo pasado. Y es que precisamente su gran mensaje, algo que no se entendió bien en su tiempo y fue motivo de numerosas críticas, es que el mal se puede encarnar «en el pacífico y banal vecino que vive a nuestro lado» y que se puede «despertar» si se dan las circunstancias oportunas. Para ser malvado no hace falta tener aspecto diabólico, cuernos y rabo. Por eso, al intentar entender los hechos históricos es un error considerar a los nazis como unos locos o extraterrestres. Eran unos aventureros fanáticos y racistas que salieron de «entre la gente», dijeron a gran parte de la población lo que quería oír y aprovecharon su oportunidad histórica.
    Hombre, no creo que a los que sufrieron en alguna medida (mayor o menor) la Shoah u Holocausto les haga mucha gracia que se diga que se ha convertido en un negocio o que se comercia con ello (si salieran de sus tumbas no saldrían de su asombro al escuchar esta opinión). No se puede culpabilizar a los muertos o los supervivientes de los desmanes que comete actualmente el Estado de Israel.
    Y, como nadie ha dicho nada al respecto, corroboro que Hanna Arendt, la película de Von Trotta, es un fino, sensible y callado film que te permite entender no solo las ideas de Arendt, sino también el entorno en el que vivió y muchos de los fantasmas que han asolado a la nación alemana y, por ende, a Europa como territorio de beligerancia ideológica. Cuenta, además, con una espléndida composición de Barbara Sukowa. De visión obligada para todos los interesados en este tema, que complementaría con un film estrenado recientemente, El caso Fritz Bauer.

  3. podrían pasarme elementos cinematográficos de la película como fotografía, vestuario, música, y argumento

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