El cine bélico ocupa un puesto importante en la filmografía de Steven Spielberg, desde ya la lejana (y piadosamente olvidada) 1941, dirigida en 1979. Después de varias películas de ambiente bélico pero acotadas al escenario de los campos de concentración (El imperio del sol, de 1987 y La lista de Schindler, de 1993), sería con Salvar al soldado Ryan (1998) cuando por fin ingresaría plenamente en el género, y además con la ambición de dar vida a «la» película definitiva sobre la guerra: desde luego, y al menos, en su momento no se habían visto reconstrucciones tan realistas de batallas como en ella. Su éxito lo animó a producir —en esas labores también participó Tom Hanks, el protagonista de la anterior— una miniserie para televisión sobre la campaña del Pacífico, Hermanos de sangre (2001). Pues bien, en el campo del cine bélico, la mejor propuesta que ha salido de las manos de Spielberg, al menos hasta el momento, me parece que es Caballo de batalla (2011), un film quizá todavía muy reciente para poder valorarlo en su justa medida y que en su momento no tuvo ni el éxito ni la repercusión habituales en su director. Y si bien la película del soldado Ryan me parece bastante buena, encuentro en la última una coherencia que le falta a aquella. En el film de 1998, Spielberg se enredaba entre la denuncia hiperrealista de la guerra y el canto a la participación americana en el conflicto. En 2011 sigue existiendo la mirada acerca de la inhumanidad de la guerra, pero la pretensión primera es, sencillamente, y nada menos, que contar una historia de acuerdo con un modelo, el melo-drama clásico con espacio para la emoción, muy propio del Hollywood que el cineasta tanto ama. Y que si sale bien es por la convicción con que lo aborda.
Caballo de batalla transcurre en la Gran Guerra, el nombre por el que primero fue conocida la Primera Guerra Mundial hasta que aquel cabo de origen austriaco desató de nuevo las furias sobre Europa. Al contrario que en la película sobre el soldado Ryan, y seguramente porque ésta ya existía, Spielberg no intenta, ni mucho menos, ofrecer esa mirada absoluta, y absolutista, a que se ha visto tentado más de una vez. Bien al contrario, el propósito de partida elude el hiperrealismo anterior para entrar en el terreno de la fábula, en ocasiones al borde mismo de la irrealidad, pero sin dejarse arrastrar nunca por ella, de tal modo que cuanto narra siempre está anclado en el sustrato de lo real, por mucho que lo tense en muchas ocasiones, a veces con riesgo de romperse: la magia del film se encuentra precisamente en la forma en que se elude esta ruptura.
No hay sino que resumir el argumento para saber por qué nos hallamos ante una fábula. Y es que su protagonista es un caballo pura sangre, Joey, criado en las plácidas tierras granjeras de Devon, en el SO de Inglaterra, que se ve «reclutado» para la Gran Guerra, perdiendo de vista al joven amo que lo adiestró para tiempos duros (con lo cual, sin saberlo, le salva la vida, al prepararlo para aguantar las pruebas más terribles), y pasando de dueño en dueño, de un bando a otro, componiéndose así un mosaico, diverso, sobre los diferentes aspectos de ese primer gran desastre bélico que azotó Europa en el siglo XX.
Por fortuna, Spielberg no intenta narrar aquí el hecho bélico tamizado por un fácil subjetivismo «mágico», al modo cargante de El imperio del sol y su joven protagonista, en parte porque el personaje que aquí conduce la acción nunca expresa de modo verbal sus impresiones: en todo caso, la intensa expresividad que parece emanar del caballo se basta para sugerirlo. (Por fortuna, se descartó una de las posibilidades iniciales que se plantearon los guionistas: dar una voz interior al corcel.) El resultado, en su delicado equilibrio entre la estilización y la reproducción realista, consigue desnudar la guerra desde distintos ángulos, cada uno de los cuales complementa al anterior, y que además observa un riguroso sentido del crescendo. Pues las peripecias que va padeciendo el protagonista, convertido involuntariamente en un títere que pasa de mano en mano, lo van conduciendo poco a poco al infierno.
En las primeras etapas, mientras su dueño circunstancial todavía es un ser humano con relativa libertad sobre sus acciones, Joey recibe el cariño y consideración necesarios. Pero finalmente, y así pasará casi toda la guerra, termina en la más completa y anónima degradación cuando pasa a ser propiedad del ente colectivo más deshumanizado, un ejército en guerra. El planteamiento, por supuesto, es sencillo, e incluso corre el riesgo de caer en lo obvio: los avatares por los que pasa un animal en días de guerra suponen una alegoría de la inhumanidad, una expresión del horror que es capaz de convocar el hombre cuando decide exterminarse mutuamente. No puede escaparse el simbolismo de este proceso: la guerra en sí misma como el hecho humano más terrible y despersonalizador, una marea que acaba engulliendo todo y a todos, dejándose en el camino todo sentimiento humano… O casi, pues, en el mismo corazón de las tinieblas, siempre hay todavía un último rincón donde se esconden esos sentimientos que nos hacen humanos, que son capaces de permitir la fraternidad incluso en circunstancias extremas (la colaboración entre el soldado inglés y el alemán para liberar a Joey de la mortaja de alambre que lo cubre).
En manos de un director como Spielberg, tan inclinado desde siempre hacia el sentimentalismo, era doblemente peligroso: en cada parte del film, y teniendo en cuenta que el caballo siempre actúa como catalizador de los sentimientos de quienes lo rodean, se encuentra la tentación de tensar lo puramente sensiblero. Y no digamos si, desde el momento en que se separan Joey y el joven Albert Narracott, el espectador puede estar seguro de que tarde o temprano se reencontrarán (como el famoso Marco, el muchacho jura, en el momento de la separación, que acabará dando con él) y que tal instante, por fuerza, se procurará que incite a la máxima emoción.
Pues bien, en pocas ocasiones en toda su carrera se muestra Spielberg no contenido sino lícitamente sensible e incluso sentimental, lo cual no es lo mismo que sensiblero. Es decir, es verdad que Caballo de guerra contiene varios momentos muy emotivos, siendo uno de ellos, en efecto, el del reencuentro, resueltos además de un modo muy propiamente spielberguiano, es decir, de acuerdo con esas fórmulas heredadas del Hollywood de toda la vida. Pero, en primer lugar, se hallan tamizados bajo la cobertura, por fuerza flexible, de su carácter de fábula. Y en segundo, por una considerable seguridad en los recursos propios que parece decirle a Spielberg cuándo se necesita un momento emotivo rotundo (por ejemplo, la escena del arado del campo) o cuando, por el contrario, el instante exige un pudor, incluso una intimidad que aleje la tentación de la fácil explosión lacrimógena… aunque acabe inspirando alguna lágrima. Y aquí me refiero al mencionado reencuentro.
De entrada, Caballo de guerra tiene que arrastrar un punto de partida como poco temible, por lo menos para mí, la recreación cinéfila de un minigénero del Hollywood clásico considerablemente cargante: la relación de amistad entre un niño o un joven y un animal por supuesto más humano que los humanos. Ese arranque tiene lugar en la pequeña aldea de Devon y su protagonista es una familia humilde, los Narracott, que se ve al borde del desahucio por el desatino del cabeza de familia al gastarse todo el dinero que tienen en la puja por un caballo pura sangre que, además, no era el animal de tiro que necesitaban para las faenas de cultivo. El hijo de la pareja, el adolescente Albert (Jeremy Irvine) ya se había prendado del animal antes de verse convertido en su dueño y ahora lo convierte en el centro de su existencia, dándole el nombre de Joey y domeñando su indómita naturaleza hasta el punto de responder, como un perro, siempre que realiza determinado silbido.
Por supuesto, y siguiendo la onda de viejas producciones como El despertar (1946, Clarence Brown), esa relación, en principio no natural, entre muchacho y animal es una forma de desahogar la difícil comunicación entre aquél y su padre (espléndido Peter Mullan), un hombre nada cariñoso, cojo y encima bebedor, marcado por la experiencia de combate en la guerra de los bóers, de donde llegó con unas medallas que nunca ha querido enseñar a su hijo porque siempre se ha avergonzado de esa experiencia de muerte en la que tuvo que participar. El tercio inicial de Caballo de batalla, por lo tanto, contiene una serie de tópicos carentes de interés, entre los cuales, claro, no falta el personaje de la madre de carácter aparentemente irascible pero que sabe bien cómo ser el «corazón de la casa» (encima, interpretada por ese bluff llamado Emily Watson, cuya expresión nunca he conseguido soportar) y la evocación del universo de gentes sencillas tan propio de John Ford (vieja tentación de Spielberg, por otra parte).
Ahora bien, en el aspecto puramente narrativo, ese tercio inicial de la película está magníficamente contado. Los tópicos serán tópicos, pero Spielberg los cuenta con convicción y consigue hacerlos pasar con una fluidez de la que otros directores no serían capaces. Una de las secuencias, además, y como ya he dicho, es memorable: el arado del campo pedregoso del cual depende la subsistencia de la familia, y que Albert y Joey consiguen llevar a cabo, después de que sus continuos esfuerzos parecieran estar condenados a la esterilidad, gracias a una lluvia «milagrosa» que ablanda el terreno. Los planos rodados desde la cuchilla del arado, hendiendo la tierra y apartándola a los dos lados, resultan tan arriesgados como estupendos, y la secuencia, pese a que funciona a partir mecanismos sentimentales harto sobados, consigue llegar hasta el espectador y transmitir, por fin, el vínculo emocional que se ha establecido entre el muchacho y el caballo, algo sin duda fundamental porque no tardarán en ser separados y el resto de la película va a girar, precisamente, sobre la expectativa del reencuentro.
El acontecimiento que precipita esa separación es el estallido de la Gran Guerra. El trauma de la separación viene mitigado, para el espectador, por la gentileza que revela el militar al que el padre de Albert vende el caballo, el capitán Nicholls, al que el estupendo Tom Hiddleston (el Loki de los Thor) otorga una notable hondura para ser un personaje episódico. Hiddleston, sin duda, es un actor que sabe mirar, y sus gestos bastan para expresar primero la nobleza de un carácter —que lo lleva a aceptar de Albert el gastado estandarte que su padre llevó a la guerra de los bóers y atárselo a Joey, lo que será pieza importante en el final del film— y luego el triste presagio de que esa guerra que empieza de modo tan alegre y confiado no puede acabar bien.
En efecto, los libros de historia nos cuentan que todos los contendientes marcharon al frente radiantes de alegría, pensando que en Navidad habrían vuelto a sus hogares con el orgullo de haber aplastado al enemigo. Largos años de propaganda imperialista, nacionalista en suma, y la idea, todavía fulgurante, de que la guerra es un acto que permite al hombre mostrar lo mejor de sí mismo, hicieron que decenas de miles de gente sencilla (eso que, pretenciosamente, se llama pueblo) se aviniera a dejarse utilizar como carne de cañón de intereses políticos que no habían creado pero que sin duda aplaudieron.
Como pieza didáctica, Caballo de guerra resulta de lo más oportuna. Por ejemplo, la primera batalla en que se ve implicado Joey desnuda precisamente el hecho de que la guerra, si es cuestionable que alguna vez lo fuera, con las mortales armas modernas ya no podía ser considerada una guerra de caballeros. El pelotón de caballería (y en especial sus aristocráticos oficiales) descubre por las bravas el anacronismo de su mera existencia: la carga a caballo, con el sable en ristre, acaba en una carnicería ante las ametralladoras de los alemanes. Con triste ironía, Spielberg remarca su condición de ensoñador espejismo mediante un travelling que muestra su cabalgada a través de un campo de altas y doradas de hierbas y su avance, cruzando el campamento enemigo (y eso sí, matando de un modo muy poco caballeresco: por la espalda a los boches que, sorprendidos, corren espantados de un lado a otro) hasta que, al llegar al bosquecillo situado ante ellos, se tropiezan con un nido de ametralladoras. Spielberg concluye la escena con un significativo plano que muestra cómo los caballos pasan, pero los jinetes no.
A partir de entonces, Joey ya irá pasando continuamente de mano en mano: y nueva muestra de ironía, todo aquel que, con las mejores intenciones, se fija en él y lo protege, acaba muy malparado, empezando por los dos hermanos alemanes que desertan ante la inminente batalla (y cuyo fusilamiento da pie a otra buena idea de Spielberg, que remarca esa apuesta por la intimidad que embarga muchos de los mejores momentos del film: en el momento del disparo del pelotón, las aspas del molino donde se habían escondido, que giran mecidas por el viento, ocultan con pudor su muerte del espectador).
Justo después tiene lugar el episodio sin duda menos afortunado de la película, el único que es sensiblero sin más, como ya hacía presagiar su ubicación idílica en una bonita casita en la campiña donde viven, a lo Heidi, un abuelito «entrañable» y su nietecita, una jovencita enferma para la cual el caballo será símbolo de sus ganas de vivir. El episodio podía haber servido, una vez más, para resaltar el sentido trágico de esa corriente de destrucción que todo lo arrolla, como un paréntesis de aparente paz, por tanto ilusorio, en medio de un infierno destinado a engullir todo lo bello. Pero solo consigue resultar tópico, rompe el ritmo de la historia y la alarga demasiado (el film, como toda gran producción del mainstream actual, se «obliga» a extenderse por un metraje excesivo).
En cualquier caso, el ejército alemán vuelve a incautarse del caballo y lo acaba convirtiendo en una bestia de carga. Una elipsis de los años centrales de la guerra nos lleva a noviembre de 1918, el último año del conflicto, para narrar el final de las desventuras de Joey, justo cuando su antiguo amo, el joven Albert, ha crecido ya lo suficiente para poder ser llamado a filas, y estar justo al otro lado de las trincheras que separan a ambos.
Esa última hora de película es absolutamente magistral. En primer lugar, el caballo se ve liberado de su yugo por la inesperada aparición de un tanque americano que provoca la estampida del pelotón alemán con el que marchaba. El pánico que el acorazado provoca también en Joey lo hace emprender un enloquecido galope que lo lleva a saltar de trinchera en trinchera, en medio de la batalla, hasta acabar cayendo en la tierra de nadie, aprisionado por las alambradas de púas de acero que ha ido derribando en su loca cabalgada. Casi al mismo tiempo, el joven Albert acaba de caer herido por los gases en la trinchera alemana después de haber sobrevivido a una alucinatoria batalla que recupera el tono hiperrealista de Salvar al soldado Ryan. Ambas odiseas suponen un genial paseo por ese dantesco escenario que si hoy conocemos bien es gracias precisamente al cine, y nada tienen que envidiar a otros tan justamente celebrados como el que incluyó Stanley Kubrick en Senderos de gloria (1957). El lastimero estado de Joey, además, dará pie a la comentada y estupenda secuencia en que un soldado de cada bando cruza las alambradas para acudir a liberarlo.
[El lector que desee conocer por sí mismo el final de esta película debe dejar de leer justo aquí]
¿Humanismo o sentimentalismo? Siendo Spielberg, la duda parece justificada, pero el triunfo del director en esta ocasión es que consiga imbricar ambas dimensiones permitiendo que se enriquezcan mutuamente. Esa buena secuencia de la liberación de Joey se encadena directamente con el reencuentro, por fin, entre el caballo y su joven amo en el hospital de campaña donde el segundo es atendido de una ceguera temporal provocada por los gases. No voy a detallar su contenido, pero sí a recordar que está construido sobre el detalle íntimo y la emoción contenida con que se resuelve una situación de raíz claramente folletinesca en la que es fundamental el reconocimiento entre los dos. Caballo de guerra, como es lógico, concluye con el regreso a casa y el reencuentro del núcleo familiar roto por la guerra, que Janusz Kamiski baña de una luz crepuscular literalmente imposible. Imposible en un crudo relato realista (en el que no habría habido además espacio para ese reencuentro). Pero las fábulas deben ser creíbles, que no realistas, deben ser verosímiles, que no naturalistas. Y el triunfo de Caballo de batalla es que consigue esa famosa suspensión de la incredulidad de que hablaba el poeta inglés y que, en el fondo, es la clave de toda ficción.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Caballo de batalla / War Horse. Año: 2011.
Dirección: Steven Spielberg. Guión: Lee Hall y Richard Curtis, basado en la novela de Michael Morpurgo y la obra para la escena de Nick Stafford. Fotografía: Janusz Kaminski. Música: John Williams. Reparto: Jeremy Irvine (Albert Narracott), Emily Watson (Rose Narracott), Peter Mullan (Ted Narracott), Tom Hiddleston (Capitán Nicholls), Niels Arestrup (Abuelo). Dur.: 146 min.
Mejor imposible. 🙂
Gracias, supongo que te refieres a la película :)!
Me gusto la peli, la vi viajando en el bus. Respecto al comentario, obvia el comentarista a otro caballo muy lindo con el que tienen parte de sus andanzas. Muy bueno el comentario sin importar lo último. Muy buena la película!
Hola, Celia. No es que obvie al otro caballo, es que tampoco hay espacio para hablar de todo: si ya muchos amigos me dicen que el problema de mi blog es que los comentarios son demasiado largos… De todos modos, quede constancia de que mediante ese segundo caballo, la película introduce un componente de amistad, o lealtad, entre animales cuyo objeto es ese mensaje de que en la guerra los animales se comportan como hombres y los hombres, como animales. Y sí, la película, estupenda.