Tiburón: no confundir el clasicismo con los tópicos

Tiburón, de Steven SpielbergSomos muchos los amantes del mar que compartimos un momento muy delicado de nuestro pasado acuático: el verano en que, siendo pequeños, vimos Tiburón… y bañarse en «lo hondo» ya no pudo ser lo mismo. Las estadísticas y los artículos de prensa de la época lo confirman: el impacto de la película de Spielberg fue grande entre los bañistas. Yo vi la película en una sesión organizada en mi colegio y, como es lógico, la chavalería que abarrotaba la sala jaleó todas y cada una de las apariciones en pantalla del enorme escualo. Ah ese calorcillo humano que nos damos todas las multitudes cuando compartimos una experiencia gregaria. Pero después, en la playa, sin los compañeros, la cosa ya no era tan divertida… En fin, sirva toda esta introducción en plan batallita para asegurar que Tiburón es una película a la que le guardo un inmenso cariño. Sin embargo, su revisión reciente me ha desmontado muchísimo el recuerdo que yo le tenía como un film excelente. En general, es una película que suele valorarse bastante dentro de la filmografía de Steven Spielberg, de quien constituyó su primer gran éxito, y de hecho he leído más de una crítica que la alaba como un ejemplo perfecto de película moderna de digno aroma clásico. Pues bien, y como digo en el título del comentario, no debemos confundir el clasicismo de verdad, incluso el noble concepto de arquetipo, con el de tópico puro y duro… que, desgraciadamente, es lo que, a mi juicio, compone este Tiburón. Con todo, eso no impide que le siga teniendo cariño a esta película, como se lo debemos tener a todas aquellas historias que una vez fueron importantes en nuestra vida, sobre todo en esos años más inocentes que son los de la infancia o la adolescencia.

Ahora bien, las cosas como son: Tiburón es una película que ha envejecido bastante mal. Suele considerarse que es el primer manifiesto de la fluidez narrativa de su autor. Sin embargo, y aunque uno pensaba que era así —con ciertas reservas sobre unas o dos cuestiones: nunca aguanté al oceanógrafo encarnado por Richard Dreyfuss—, la revisión del film concluye con la desoladora conclusión de que es un título que está construido a base de unos cuantos tópicos ramplones a más no poder y que, lo que es peor, esa fluidez no es sino mera mecánica aplicada por un hombre que, es claro, tenía muy en cuenta la tradición narrativa del cine en que había crecido como espectador y al que se incorporaba como realizador.

El joven Spielberg, en las Mandíbulas de su TiburónUna tradición que, sin embargo, sólo da pie a una serie de clichés, de recursos trillados, de «trucos» muy propios de alguien que ha devorado muchas películas y que, en unos momentos en que el estilo del cine era muy distinto, en apariencia más «feo», aparentaba una insólita devoción a los clásicos. Pero no basta: ese conjunto de recursos (de convenciones) necesitaba, para ser algo más que un ejercicio mecánico, una dramaturgia a la que servir y de la que servirse, unos personajes y de una historia que contar, y no la sarta de tópicos e incluso sandeces que ilustra.

Y conste que la novela multiventas que lleva a la pantalla es mucho peor. Confieso habérmela leído en su día —algún familiar, al ver cuánto me gustaba la película, consideró que era un buen regalo de Reyes— y ya no me gustó nada. Primero, lo reconozco, porque fue una de las primeras ocasiones en que descubrí que puede haber «diferencias» entre una película y un libro, aunque una adapte al otro, y en esa época yo lo que quería era revivir literalmente, en letra imprenta, la experiencia vivida en imágenes. Pero es que, además, era muy aburrida: el clímax final era distinto y mucho más pobre, y encima había una horrible trama sentimental que llenaba páginas y más páginas, y que el mismo Robert Benchley, como coguionista, decidió suprimir (o le dijeron que la suprimiera).

La gracia de Tiburón, película, residía en su manera de reformular el tradicional género de la monster movie, tan de moda en el propio Hollywood de los 50, desde una óptica realista, lo que provoca que el monstruo sea en esta ocasión un animal real y por lo tanto una amenaza del todo creíble, el gran tiburón blanco. El guión sigue, por ello, la misma estructura argumental de aquellos films, como por ejemplo el clásico emblemático del subgénero, La humanidad en peligro (1954, Gordon Douglas). Es decir, se divide en una primera parte en que reina la ambigüedad sobre la amenaza que acecha a los bañistas de la localidad turística de Amity, y una segunda en la que, resuelta ya toda duda sobre aquélla, se produce su caza y exterminio.

Por diós, que bicharraco...Un primer problema de Tiburón es la completa mediocridad de ese primer segmento, en especial por el peso que se otorga a las presiones que el jefe de policía Brody recibe por parte de las fuerzas vivas de Amity para que no cierre las playas. Hasta llegar a la última, y mejor, parte de su carrera —la que se inicia, más o menos, con la magnífica Inteligencia artificial (2001)—, las películas de Spielberg siempre padecieron del lastre de una completa inoperancia dramática, una completa inconsistencia psicológica, y en Tiburón refulge de modo especial este aspecto. La mezquindad mercantilista del alcalde encarnado por Murray Hamilton y sus adláteres está retratada con trazo tan grueso —¡ese insoportable momento en que Hamilton sonríe satisfecho, en la playa, mientras aprecia cómo el agua se puebla de bañistas, tras obligar a uno de sus hombres a ser el primero en zambullirse con su familia!— que el conflicto a que se ve sometido el jefe Brody, entre su integridad profesional y esas imposiciones desde arriba, se desmorona en el plano dramático: no es un conflicto sino un fastidio. Por otra parte, en esta primera parte ya brillan los convencionalismos de narración que se confunde con el clasicismo narrativo: así, la forma de mostrar lo concienzudo de la vigilancia de Brody en la playa, por medio de esos tres planos sucesivos, cada uno más cerca que el anterior, para mostrar al protagonista ojo avizor; o la muy burda secuencia de la falsa alarma, en la que la construcción de la tensión no puede ser más cansina (un hombre que bucea bajo una mujer que flota en el agua, unos niños con una aleta…).

Otro elemento ineficaz es el trazado de personajes, un elemento fundamental siempre en películas cuyos personajes van a ser sometidos a grandes peligros, y sobre los cuales la muerte pesa de continuo: que requiere un proceso de identificación entre ellos y el espectador, vamos. Spielberg y los guionistas confunden aquí, una vez más, el procedimiento de la serie B clásica (el dibujo de personajes mediante rápidos y eficaces rasgos, donde se juega antes con arquetipos que con tópicos), con lo contrario: la imposición de unos clichés que, de tan simples, convierten a sus criaturas en meros monigotes que dependen demasiado del actor que los interpreta.

Por ejemplo, es demasiado fácil hacer que el jefe de policía de una localidad situada en una isla como es Amity resulte ser un hombre… con fobia al agua, suponiendo que esta característica hará más «dramática» su peripecia final en el barco donde se enfrentan al tiburón y, en concreto, que él sea quien elimine a la criatura mientras se está hundiendo, literalmente, en el líquido elemento. Es curioso que Brody, además, sea caracterizado, en especial a partir de la ubicación de la trama a bordo del barco, como el menos activo, por tanto el menos profesional en el sentido más aventurero del término, de los tres protagonistas, cuando antes se le ha presentado como un un policía curtido en las duras calles de Nueva York (simpático, éste sí, guiño a los previos papeles de Roy Scheider en el dirty thriller de los 70, como en el famoso French Connection [1971]).

Los tres cazadores del tiburónEs decir, se supone que es un hombre habituado a manejarse en situaciones de gran tensión, sea ante traficantes neoyorquinos o grandes bichos que se comen personas. Por eso, sobran tantas torpezas de Brody en el barco y todo ese aire de inferioridad con el que se conduce a bordo, por mucho que se quiera justificar con su condición de pez fuera del agua. Uno tiene la sensación de que todo está destinado a la sorpresa final de que sea él, el hombre menos náutico de todos, quien al final acabe con el tiburón. Por otra parte, no puede ser más convencional el retrato de su entorno familiar, empezando por esa esposa encerrada en el architópico papel de leal compañera, a la que le corresponde por lo tanto saber cuándo hay que dar un beso, cuándo sufrir en silencio y cuándo apartarse a un lado para que los hombres tomen las riendas de la situación (además, la actriz que la encarna, Lorraine Gary, carece de cualquier atractivo). La primera familia de la filmografía spielberguiana, bien nutrida de ellas, ya resulta literalmente insoportable, todo un síntoma.

Si, cuando menos, el policía encarnado por Roy Scheider, resulta mínimamente sobrio (aunque sea una sobriedad aburrida y sin nada particular que haga interesante el personaje), sus dos compañeros de aventura ya abusan otra vez del trazo grueso. Richard Dreyfuss, el oceanógrafo Hooper, fue un típico actor setentero, es decir, el negativo perfecto de lo que hasta entonces se había considerado el galán típico de Hollywood, y por lo tanto alguien convencido de que, para compensarlo, había que gesticular continuamente y demostrar en cada escena lo gran actor que se es. A él le corresponde el personaje «simpático», lo cual se traduce en cierto pintoresquismo en la indumentaria y un exceso de extroversión (en términos de Dreyfuss: de tics y gestitos: insufrible las muecas que le hace a Quint, a sus espaldas, como un niño malo a su profesor cuando éste no le ve).

Y el teórico personaje carismático de la función, el capitán Quint, no es más que, como señalaba José María Latorre hace muchos años, un capitán Ahab de pacotilla, un lobo de mar salido de las páginas de un manual para lobos de mar domingueros. Así, cuando ríe, ríe más que nadie; cuando canta, canta más alto que nadie; cuando grita, es el más soez de los gritones; cada vez que contempla el mar, la cámara pretende hacernos creer que no hay pulgada de agua que pueda guardarle un secreto… Desde luego, no es astucia lo que le falta a Spielberg en el uso de recursos para intentar caracterizarlo como ese hombre con carisma que señalaba. En su presentación, Quint llama la atención del ruidoso público que cacarea, todos al mismo tiempo, en el despacho del alcalde, haciendo rechinar sus uñas contra el encerado de la pizarra; reclamada la atención de todos, Spielberg acerca su cámara con lentitud hasta encuadrar el rostro del personaje, en plan estelar. Más adelante, ya a bordo del Orca, una vez más Spielberg dedica su cámara a mostrar con toda la minuciosidad del mundo (es decir, por medio de numerosos planos de detalle) cómo el marino va ciñendo todos los elementos de seguridad de su silla de pesca, pretendiéndose transmitir así que nadie a bordo, salvo él, ha captado la presencia del escualo, y que no hay nadie, tampoco, más preparado para cazarlo. Lástima: todo es tan burdo alrededor de Quint que no basta la solidez del actor que lo encarna, Robert Shaw, para conseguir que nos creamos que, en efecto, es un marino tan excepcional (¡y encima es el único de los tres que muere!).

El jefe Brody a punto del disparo finalDispuestas así las cartas de los personajes, la segunda parte de la película habría tenido que estar rodada de un modo sobrenaturalmente efectivo para conseguir inspirar el menor interés sobre el destino de éstos. Pero no: aunque, indudablemente, es mucho mejor que la primera, no basta para remontar su mediocridad. Ya es malo el plano con que se inicia la aventura, una nueva asociación visual que destaca por lo fácil: Spielberg encuadra la partida del Orca a través de una de las bocas dentudas de tiburón que cuelgan de las ventanas del almacén del puerto.

El guión intenta dotar de densidad a la relación entre los tres dispares hombres, al tiempo que procura crear cierta atmósfera conradiana en el ominoso retrato de ese mar que esconde un innombrable peligro. En cuanto a lo primero, resulta bochornoso: la progresiva complicidad entre los tres hombres se salda con una escena insoportable, que comienza con una competición de cicatrices entre Quint y Hooper —no se olvide, al ser ambos profesionales del mar, parece obligado convertirlos en rivales— ante la mirada admirativa de Brody y concluye con la típica cancioncilla de lobos de mar coreada a tres voces.

Por lo menos, cuando la presencia del tiburón pasa a un primer plano y hay que atender menos a sus contrincantes humanos, la película mejora bastante. Desde luego, sigue siendo memorable la primera imagen visual de la tremenda boca del escualo, emergida de pronto a espaldas del desprevenido Brody, que hace que una amenaza hasta entonces más o menos inconcreta, se concrete de modo brutal: todavía uno recuerda el enorme grito que pegó en la sala de cine de su colegio. La escena de la caza también es efectiva, sobre todo porque, aunque ya conocemos el aspecto real, monstruosamente real, del enorme animal, Spielberg sigue jugando con el off visual, con su ausencia: resulta muy inquietante el partido que se saca de los barriles amarillos que le clava al lomo y que, flotando y desplazándose por el agua, indican su presencia. Y por supuesto, es excelente el clímax final, sobre todo la idea de hacer que Brody dispare al tiburón desde lo alto del palo mayor mientras el barco se va hundiendo y el mástil traza un ángulo de cuarenta y cinco grados con el agua, mientras se va sumergiendo lentamente…

El estupendo cartel de promoción de la película

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Tiburón / Jaws. Año: 1975.

Dirección: Steven Spielberg. Guión: Carl Gottlieb y Peter Benchley; novela de P. Benchley. Fotografía: Bill Butler. Música: John Williams. Reparto: Roy Scheider (Jefe Brody), Richard Dreyfuss (Hooper), Robert Shaw (Quint), Lorraine Gary (Ellen Brody). Dur.: 124 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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