Bienvenidos a la Dimensión Desconocida

Excelente libro colectivo sobre The Twilight Zone«Hay una quinta dimensión más allá de las que conocemos. Es una dimensión tan vasta como el espacio e intemporal como el infinito. Es una zona intermedia entre la luz y la sombra, entre la ciencia y la superstición, que yace entre el abismo de nuestros miedos y la cúspide de nuestro conocimiento. Es la dimensión de la imaginación y se encuentra en un lugar que conocemos como la Dimensión Desconocida.» El 2 de octubre de 1959, estas palabras resonaron por primera vez en todos los hogares americanos donde el televisor ya era el rey de la casa, acompañadas de una sugerente cobertura sonora del gran Bernard Herrmann sobre un fondo de imágenes nebulosas que dibujaban un paisaje surreal y misterioso. El episodio que introducía, titulado ¿Dónde están todos?, mostraba a un joven surgido en medio de la nada, que entraba primero en una cafetería situada junto a una solitaria carretera y luego en una clásica middle town sin encontrar a un solo ser humano… pero con inquietantes rastros de que hasta un momento antes debían haber estado ahí (un cigarrillo humeante, un grifo abierto, un cine en el que comienza la proyección de una película). Como bien había indicado esa voz narradora, la del creador de la serie, el gran Rod Serling, el muchacho había hecho una incursión en los límites de un espacio sugerentemente llamado en el original The Twilight Zone (La Zona Crepuscular) y en los países hispanos La Dimensión Desconocida. Ese capítulo iba a ser el arranque de la más conocida e influyente serie de ciencia-ficción de la historia de la televisión.

Rod Serling (1924-1975) era uno de los más renombrados guionistas de ese momento en que la televisión comenzaba a robar el protagonismo al cine como principal medio de entretenimiento de los estadounidenses. En el año 1958, propuso a la cadena CBS la realización de una serie que presentaría semanalmente diferentes historias de ciencia-ficción, bajo el formato de episodios de 25 minutos de extensión. Tras las reticencias iniciales, CBS aceptó. El éxito fue instantáneo, y la serie prorrogaría su existencia a lo largo de cinco temporadas que acumularían nada menos que 156 capítulos. De ellas, la cuarta ensayaría el formato de 50 minutos, pero en la siguiente y última se volvió al metraje tradicional.

Rod Serling, creador de The Twilight ZoneEl mismo Serling escribió una buena cantidad de episodios, sobre guion original o adaptando historias previas, si bien enseguida se dio cuenta de la necesidad de hacerse con un conjunto de colaboradores que otorgaran personalidad al proyecto. Para ello, lógicamente, buscó entre los buenos escritores del género, atrayendo en especial a dos, que al final serían, junto a él mismo, los creadores de las historias más recordadas de la serie, Richard Matheson (sobradamente conocido por su influyente trabajo como escritor y guionista, cuyo nombre está asociado a obras como Soy leyenda, El increíble hombre menguante o La leyenda de la mansión del infierno) y Charles Beaumont (también firmante de buenos guiones cinematográficos, sobre todo para Roger Corman, pero que, por desgracia, murió de modo prematuro en 1964). Junto a ellos, claro, debe destacarse la importancia del productor de las tres primeras temporadas, Buck Houghton, y una nómina de excelentes realizadores, músicos y directores de fotografía, por no hablar de la labor de escenografía y el concurso de excelentes actores. Las cuatro primeras temporadas, por cierto, se beneficiaron de su rodaje en los lujosos sets de la Metro-Goldwyn-Mayer.

Durante mucho tiempo (aunque hoy parezca mentira), la crítica de cine solía machacar a un director poco imaginativo con la peyorativa calificación de su puesta en escena como «televisiva», haciendo referencia a la monotonía de la planificación, con mucho plano-contraplano en las escenas de diálogos y poca afición a mover la cámara. Pues bien, La Dimensión Desconocida es un caso ejemplar de uso del lenguaje cinematográfico en formato pequeño. Los excelentes directores que trabajaron en el programa se dividen entre aquellos que iniciaron su trayectoria profesional en la misma televisión (aunque algunos acabaron dando el salto a la entonces llamada gran pantalla, casos de Richard Donner, Stuart Rosenberg, Elliot Silverstein o Ted Post, unos con carreras más reconocibles de otros) y quienes procedían del cine, si bien se habían movido en los márgenes del cine modesto (John Brahm, Robert Florey, Robert Parrish, incluso Don Siegel y hasta el mismísimo Jacques Tourneur en un episodio lógicamente memorable).

Ahora bien, Rod Serling fue el alma mater de la serie: no solo su reconocible voz (que abría todos los episodios —si bien la entradilla varió de temporada en temporada—, amén de introducir y cerrar cada capítulo con algún tipo de enunciación lapidaria, que siempre concluía con el nombre de la cabecera), sino también su imagen visual. A partir de la segunda temporada, él mismo se encargó de «introducirse» en el seno de la historia, mirando directamente al espectador, cigarrillo en mano, para hacer lo que antes hacía en voice over: presentar al personaje central o situarnos ante la inquietante situación en que este iba a verse envuelto. Aunque su presencia, sin duda, se debió tanto al narcisismo personal como al propósito de crear un vínculo común entre historias que procuraban mostrar una considerable diversidad, en ocasiones su aparición se realizaba con ingenio visual, mediante algún movimiento de cámara que introducía un sugestivo impasse en la trama central.

Burgess Meredith en una imagen clásica de La Dimension DesconocidaEn esos poco más de 20 minutos, cada episodio conseguía plantear una situación de considerable ingenio argumental: unos astronautas que aterrizan en un mundo muy parecido a la Tierra del siglo XX pero cuyos habitantes están afectados por una inexplicable inmovilidad; otros viajeros del espacio que, en otro planeta misterioso, se tropiezan con una nave idéntica a la suya, en la que descubren aterrados tres cadáveres que son los de ellos mismos; un oficinista de vida apacible y feliz que un día, al oír un ruido a sus espaldas en su propio despacho, se encuentra con que la «cuarta pared» no existe y está ocupada por un equipo de cine grabando esa escena; un hombre que regresa a su pequeña ciudad después de una ausencia de cuatro días para descubrir que es como si hubieran pasado veinte años… El sello de identidad de la serie se encontraba en la conclusión, pues cada historia solía acabar con eso que los anglosajones llaman twist (o giro de tuerca final), unas veces impactante, otras tristemente lógico.

La serie recorrió, con múltiples variantes, todo el catálogo de temas habituales de la ciencia-ficción: los viajes en el tiempo, la exploración de algún planeta desconocido, la alteración de la normalidad, la monstruosidad, la existencia de dimensiones paralelas, las invasiones extraterrestres, el fin de la humanidad, la porosidad entre los sueños y la realidad… La Dimensión Desconocida hizo magnífico uso de esa capacidad de la ciencia-ficción para trazar, por fantástica que sea su premisa, una reflexión sobre el eterno concepto de lo humano. Señala Jordi Ardid en el imprescindible volumen colectivo The Twilight Zone1 (cuya portada encabeza este artículo), la serie constituyó, ante todo, «una perpetua reflexión sobre la identidad» (pág. 284), y aunque estoy de acuerdo, creo que el terreno donde obtuvo sus mejores logros fue en la exploración del concepto que yo relaciono más que ningún otro que con el género: la soledad como principal (y triste) atributo del ser humano, del que proporcionó inolvidables reflexiones. Y es que la serie entendió bien que un género que aborda la reflexión sobre el hombre presente, por futurista que sea su envoltura, no parece que pueda adoptar otras trazas que las del cuento pesimista.

La invasion de los ladrones de cuerpos preludia The Twilight Zone, y su protagonista, Kevin McCarthy saldría en un capítulo memorableThe Twilight Zone no puede explicarse sin tener en cuenta que su aparición sucede al final de una década fabulosa de la ciencia-ficción estadounidense, que había visto surgir una excelente hornada de autores del género hoy míticos: Isaac Asimov, Ray Bradbury, Fritz Leiber o el mismo Richard Matheson. El género había florecido previamente en la llamada gran pantalla, mediante su primera edad de oro, que conoció clásicos del calibre de Ultimátum a la Tierra, La invasión de los ladrones de cuerpos o El increíble hombre menguante. Sin embargo, a finales de los años 50, la decadencia del famoso «sistema de los estudios» del Hollywood clásico (y del concepto de serie B que había permitido la existencia de esos títulos) —amén del resurgimiento del terror gótico en todo el mundo, con la productora inglesa Hammer, la escuela de terror italiana o el ciclo Poe urdido por Roger Corman como ejemplos eminentes— pareció condenar al género de nuevo al olvido. The Twilight Zone, sin embargo, recogería su legado: su textura visual (siempre en blanco y negro), su sentido de la síntesis narrativa, su modestia consustancial y su capacidad de sugestión.

Del mismo modo, y como bien expone el libro antecitado, su influencia en el devenir posterior del género, en el cine estadounidense, es incalculable. Un notorio ejemplo se encuentra en la colaboración de Rod Serling en el libreto de la mítica El planeta de los simios (1968). Después de leer la novela de partida, obra de Pierre Boullé, y haber recuperado gran parte de los trabajos del escritor para su programa, puedo señalar que, por mucho que la novela aporte el sustrato argumental, en la película se rastrean las obsesiones de la serie, comenzando por ese famosísimo twist final en la playa donde Charlton Heston se tropieza con los restos de la Estatua de la Libertad, cambiando el sentido de todo lo anterior, y que es pura dimensión desconocida.

Voy a destacar algunos de los mejores capítulos de la serie, a modo de introducción para quien quiera asomarse a ella, que no por azar se corresponden con los tres mejores guionistas que tuvo (Matheson, Beaumont y el mismo Serling), pero sin dejar de señalar, de nuevo, la importancia de directores, actores, músicos e iluminadores: como en cine, la narración televisiva siempre es responsabilidad de un equipo que debiera estar bien conjuntado.

En sus colaboraciones para la Dimensión, Richard Matheson desgranó sus obsesiones habituales, sabiendo hacer como nadie que esos famosos twists finales fueran algo más que un brillante truco de magia: que resultaran dramáticamente necesarios.

Agnes Moorehead en The Invaders, episodio de La Dimension DesconocidaDos de las historias debidas a él son especialmente memorables y figuran entre las más recordadas de la saga. La primera (2×51: la primera cifra indica la temporada, la segunda el número del capítulo dentro del total), Los invasores, en rigor es una incursión en el terror más puro. Su protagonista es una mujer mayor y además muda que vive en una humilde cabaña situada, nos dice el narrador, «en ninguna parte», sin electricidad ni comodidades modernas, que una noche descubre, aterrada, que un platillo volante se ha posado sobre su tejado, surgiendo de él dos diminutos alienígenas en traje espacial. Lo que libra a este episodio de caer en el más grotesco de los ridículos (¡el duelo a muerte entre una bruja que solo profiere gruñidos y dos muñequitos michelín que se mueven como guiados por un mando a distancia!) es, precisamente, su tratamiento estético y narrativo propio del género aludido. En especial, sobrecogen el magnífico uso de la iluminación y el encuadre, y la alucinante fiereza primigenia que la veterana Agnes Moorehead transmite a su personaje, que consigue hacernos creer sin la menor duda que lucha por su vida. Y al final, el twist, tan del gusto del autor, lo que hará es descubrirnos que los humanos eran esos dos seres casi de juguete, aterrorizados a su vez al descubrir que en la primera expedición terrestre en busca de vida alienígena… han ido a tropezar con una salvaje raza de gigantes.

William Shatner en Nightmare at 20000 feet, episodio de La Dimension DesconocidaEl otro episodio (uno de los más famosos de la serie), basado en un relato propio, Pesadilla a 20.000 pies (5×123), tiene como protagonista a un hombre que acaba de reponerse de un colapso nervioso que le sucedió precisamente durante un vuelo, y que coge su primer avión desde entonces, descubriendo angustiado que un monstruoso gremlin está posado sobre el ala del aparato, intentando levantar el fuselaje y destrozar el motor. El excelente uso del encuadre subjetivo por parte del director Richard Donner (luego pasado al cine con gran éxito) y la angustiosa expresividad, que para muchos parecerá insólita, del joven William Shatner (el entrañable capitán Kirk de Star Trek) se aúnan para que esta trama mínima desate una tensión mayúscula. Como es natural, la cuestión gira en torno a si esa atroz odisea, de la que solo el protagonista parece ser consciente, es real o el fruto de su mente nuevamente perturbada al regresar al mismo entorno donde ya una vez se desmoronó. Pero a la vez, supone la enésima denuncia por parte del escritor de la incapacidad del ser humano para aceptar que lo normal es un estrato en apariencia firme y sólido pero en realidad muy delgado, que una vez que se quiebra… ya no puede reconstituirse.

Richard Conte en Tal vez soñar, episodio de La Dimension DesconocidaLa ciencia-ficción paranoica fue especialmente explorada por el guionista Charles Beaumont, escritor de dos de las obras maestras de la serie. Así, el episodio Tal vez soñar (1×09) está protagonizado por un individuo que un día se presenta en la consulta de un psiquiatra, con evidentes trazas de estar rendido de cansancio, para decirle que no puede dormir, pues está siendo asaltado por una pesadilla que se reanuda con cada nuevo sueño, en la cual una mujer de felino atractivo lo está conduciendo al paroxismo del terror, siendo él un enfermo congénito de corazón, de tal modo que sabe que la próxima vez que duerma no volverá a despertar. Por su parte, el capítulo 2×62, Juego de sombras, retuerce aún más ese concepto de pesadilla narrada desde un punto de vista subjetivo: en este caso, un hombre condenado a la silla eléctrica que intenta convencer a cuantos le rodean de que él y todos ellos están viviendo una y otra vez la misma y recurrente ensoñación, en la que siempre acaba muriendo ejecutado, para retornar entonces a la situación de partida (con la que empezaba el telefilm), el momento en que le fue dictada la sentencia.

Ambos ofrecen dos interpretaciones geniales: la primera del veterano actor Richard Conte, tan característico del cine negro, en el tal vez mejor papel de su carrera, sin exagerar; la segunda, del olvidado Dennis Weaver, protagonista de la ópera prima de Spielberg, El diablo sobre ruedas, y en su día mito entre la chiquillería de mi generación por su jocoso personaje televisivo del policía y cow boy urbano McCloud. Ambos están dirigidos por dos veteranos del cine, en el que cuentan con más de un clásico del thriller, incluso del terror, como Robert Florey y John Brahm, y quizá por ello ambos poseen la misma textura tortuosa y la misma atmósfera expresionista que hace tan verosímil su dibujo sobre lo borroso del concepto de realidad.

Rod Serling escribió más capítulos que nadie, y por ello su diversidad es considerable, así como su irregularidad. Quizá su mayor defecto sea cierta tendencia al apólogo moral, de tal modo que la sorpresa final solía contener el debido «castigo» para las villanías de su personaje protagonista. Pero esa debilidad por la parábola encontró su mejor terreno en un tipo de historia, lindante con la fábula, por lo común protagonizada por uno o varios personajes que deambulan por un espacio que creen reconocible, pero que enseguida se revela sutilmente distinto a lo que debería ser, cuyo desarrollo se ejecuta bajo una poderosa atmósfera de nostalgia o melancolía, y que acaba constituyendo una reflexión en torno a la identidad o la muerte.

Gig Young en Walking Distance, episodio de La Dimension DesconocidaDestaco en particular dos bellísimas obras maestras. Una figura en el episodio 1×05, titulado A poca distancia, que además supone la primera aparición en la serie de una de sus temáticas favoritas, la del desplazamiento en el tiempo. El protagonista es un ejecutivo claramente alienado por las exigencias de su puesto, que por azar debe pasar unas horas cerca de su pueblo natal, al que la curiosidad lo acaba conduciendo. Tan pronto comienza a pasear por sus familiares calles, descubre que nada parece haber cambiado en su ausencia, de la heladería al tiovivo plantado en el parque: y es que Martin Sloan lo que ha hecho es convocar el lugar donde fue feliz por última vez, tal como era. En uno de los momentos más sugestivos de la serie (precioso el encuadre en picado desde el punto de vista del Martin niño), el adulto se encuentra con el muchacho que fue grabando su nombre sobre el madero del kiosco musical. La atmósfera de ensoñación descansa sobre el excelente set en que la Metro reproducía esas adorables middle towns de tantas películas y sobre una evocadora composición musical de Bernard Herrmann, amén, claro, de la excelente interpretación de Gig Young, con esa inimitable expresión de cansancio espiritual.

Abraham Lincoln en el episodio The PassersbyeEl otro episodio, el 3×69, se llama Los caminantes, y supone una delicada fantasmagoría que transcurre justo cuando acaba de terminar la guerra civil norteamericana y los combatientes del sur vuelven, derrotados moral y físicamente, a unos hogares que quizá ya ni existen. El episodio tiene como eje el encuentro entre un veterano sargento y una viuda todavía joven que se mece en el porche de su casa con la expresión de quien no ha aceptado todavía el hundimiento de su mundo. De la mano de una atmósfera a la vez densa y elusiva, la historia se va invistiendo de una sutil aureola fantastique que hace comprender pronto lo que se esconde tras esas imágenes de insondable tristeza: esos caminantes que parecen fantasmas tambaleantes son justo eso, seres que ignoran su condición espectral, del mismo modo que el camino que pasa delante de la casa conduce directamente al país de los muertos. El último de todos ellos será el mismísimo Abraham Lincoln, en una aparición memorable, que se define a sí mismo como «la última víctima de la guerra» y que, con su sempiterno mensaje de paz, convence a la mujer para que por fin emprenda el viaje hacia el descanso definitivo.

Concluyo con los que para mí constituyen los dos mejores episodios de la serie (aclaro, por supuesto, que todavía no he realizado sino una pequeña inmersión en La Dimensión Desconocida). Ambos constituyen dos estremecedores ejemplos, cada uno a su manera, de ese tema para mí central del género que supone el de la soledad. Uno lo hace desde la perspectiva del cine de terror (pero un terror cotidiano y nada gótico); el otro desde la ciencia-ficción canónica sobre viajes en el espacio (y por tanto, en el tiempo). Ambos parten de espléndidos guiones (el primero, de Matheson; el segundo, de Serling) y están soberbiamente dirigidos (por dos veteranos del cine: Jacques Tourneur y el menos conocido Robert Florey, del que ya he comentado Tal vez soñar), amén de poseer esa capacidad para extraer el máximo de sugerencias de la modestia de medios y la síntesis narrativa propia de la serie. Finalmente, indicar que los dos pertenecen a la quinta y última temporada, lo cual indica que en absoluto puede hablarse de decadencia de la Dimensión.

Gladys Cooper en Night Call,, episodio de La Dimension DesconocidaLlamada nocturna (5×135) parte de un argumento en principio poco original. Una anciana, la señora Keene, que además de vivir sola (aunque durante el día cuenta con la ayuda de una cuidadora) está impedida, comienza a recibir llamadas telefónicas en mitad de la noche. Inicialmente, lo que percibe es tan solo ruido, pero en sucesivas llamadas comienza a escucharse un gemido humano y, finalmente, una voz que le pide, en el tono más terriblemente quejumbroso del mundo, hablar con ella. Después de telefonear repetidas veces a la centralita, la señora Keene recibe la información de que esos supuestos mensajes provienen de una línea que quedó cortada días atrás, durante una tormenta, justo sobre el cementerio local. La anciana se hace trasladar por su cuidadora a ese lugar y allí descubre que el cable está caído sobre una tumba concreta, la de Brian, el hombre que fue su prometido muchos años atrás y que murió en el mismo accidente de coche que a ella le costó el uso de sus piernas.

No es debido a esta trama por lo que el episodio es magnífico, sino al modo en que Jacques Tourneur (a quien, en un arranque de consciente maximalismo, yo muchas veces califico como el mejor director —esto es, el mejor narrador en imágenes— que ha dado el cine), haciendo honor a su firme convencimiento de que la clave de toda historia se halla en su atmósfera, va impregnando la trama de una insondable sensación de pesar. La soledad restalla en cada fragmento de este episodio: la anciana no solo está desvalida físicamente sino que todo cuanto la envuelve parece remarcar ese abandono, hasta la misma ubicación de su casa (el plano en exteriores parece situarla en mitad de la nada, en un terreno feo y solitario al que se llega por una carretera embarrada). El propio carácter que manifiesta la mujer —en su forma de mirar con disgusto cuanto le rodea, o de hablar tanto a su cuidadora como, sobre todo, a la encargada de la centralita telefónica a quien exige una solución— transmite claramente quién es responsable de su situación actual: ella misma. Es, por tanto, una magnífica decisión de casting la elección de la veterana Gladys Cooper para el papel titular: sus más recordados papeles en el cine son los de las madres tiránicas de La extraña pasajera y Mesas separadas, cuyas víctimas eran nada menos que Bette Davis y Deborah Kerr. Aquí no hay lugar para esa hija a quien dominar (ni nadie) porque ella misma fue responsable de perder al único hombre que la amó.

Y es que la desolada señora Keene le reconoce a su cuidadora que no solo tiranizaba a su prometido, sino que el accidente fue debido a su carácter caprichoso, pues ese día insistió en conducir el automóvil, pese a su poca pericia y contra la voluntad de él. La sorpresa del episodio es que, una vez que identifica a su interlocutor, es ella misma quien aguarda impaciente a que llega la noche para coger el teléfono, sin esperar la llamada, y llamar a Brian. Pero Brian se muestra reticente a hablar, y cuando lo hace es para decirle que, puesto que en la última llamada ella le gritó que la dejara en paz, él cumplirá una vez más su voluntad, cerrando para siempre la última vía de comunicación con la anciana. En el tristísimo final, por tanto, la señora Keene acaba sollozando la pérdida definitiva de su última oportunidad para conjurar el abandono, mientras Jacques Tourneur, haciendo honor a esa elegancia expresiva que siempre fue su seña de identidad, hace que su cámara se mueva desde la desconsolada mujer hasta detener el encuadre en los dos símbolos de su soledad, la silla de ruedas y el sillón vacío a su lado.

El cuerpo que flota en el espacio de The Long Morrow

La larga jornada (5×139) se inicia con una de las imágenes más sugestivas de la serie: en una angosta cabina espacial, dentro de una especie de ataúd de cristal transparente, yace un hombre semidesnudo, cuyo cuerpo desprende la fría perfección de un atleta griego, que duerme el sueño de la animación suspendida. Ahora bien, si el cuerpo duerme, la mente (dominada por una febril ansiedad) está despierta y recuerda las circunstancias que le han llevado allí. Así, salvo la conclusión, el episodio está narrado desde su punto de vista, en sucesivos flash-backs que siempre vuelven a la solitaria nave y al cuerpo yacente. Y lo que nos cuenta es que ese hombre, el comandante Douglas Stanfield (espléndido Robert Lansing, cuyo gesto de poderosa determinación es imprescindible), pionero espacial que ha aceptado viajar al mundo más remoto al que jamás haya llegado al hombre, en una empresa que ha de durar cuarenta años entre la ida y la vuelta, y de ahí la obligada hibernación, poco antes de emprender su expedición… se enamoró irremisiblemente, siendo correspondido, de Sandra, una joven empleada de la misma agencia espacial, con quien ha jurado volver a encontrarse a su regreso, aun sabiendo que él seguirá estando insolentemente joven y ella será una anciana de más de 70 años que arrastrará un cuerpo decrépito.

[Es tal la belleza de este episodio, que cualquier atisbo de su final lo estropearía, por lo que quien esté interesado debe dejar de leer aquí]

Estamos ante una cumbre del cuento triste y por tanto, como los buenos cuentos tristes, está contado sin incurrir nunca ni en el énfasis ni en el sentimentalismo fácil, por lo que su profunda emotividad debe buscarse en la atmósfera, en los detalles, en las sugerencias que no siempre reciben nombre. Y es que la esencia de esta historia se encuentra en su declaración fatalista, en su convencimiento de que es metafísicamente imposible eludir la condición eminentemente pesimista de la vida humana. El comandante Stanfield es un solitario (en el arranque del episodio queda claro que, si ha aceptado esa misión, es porque nada le retiene en la Tierra) que recibe una oportunidad para conjurar su soledad y no duda en jugárselo todo… para recibir nada a cambio. Pues cuando, en la conclusión del episodio, transcurridos esos cuarenta años, la narración abandona su punto de vista subjetivo, es para contarnos que Sandra decidió hibernarse el mismo tiempo que transcurriría el viaje y así mantener la misma juventud que su amado. Como era de esperar (no era posible otro final, teniendo en cuenta la atmósfera de la historia), lo que ha hecho Stanfield en ese mismo periodo es abandonar el estado de sueño y dejar que los años pasaran por su cuerpo, en amarga ironía del destino, para que fuese él quien se correspondiera en apariencia física con su amada.

Un pasillo como sublime escenario central de The Long MorrowEl veteranísimo Robert Florey afronta la modestia, incluso pobreza de medios, con increíble audacia, otorgando a su fábula un inolvidable aire de abstracción minimalista que, posiblemente, era la única forma de dotar de convicción (¡y qué convicción!) a una historia que se sostiene sobre elementos tan precarios y a la vez tan absolutistas. Salvo unos innecesarios planos de archivo (de un lanzamiento real), en la primera parte del episodio diríase que en esa Tierra del futuro solo existen la pareja protagonista y el científico jefe que recluta a Stanfield para su misión. Es más, por mucho que se diga que han pasado 40 años, el mundo al que regresa el protagonista parece el mismo. De hecho, el pasillo donde se reencuentran Sandra y Stanfield no ha cambiado en absoluto, y Florey aprovecha para narrar el encuentro del mismo modo que hiciera antes, remarcando así la sensación de que la desdichada historia compone un bucle —un bucle retorcido y sarcástico, eso sí—, metáfora cruel de la existencia humana.

Ahora mismo, no recuerdo otra plasmación humana de la tristeza y la soledad como la que narra este maravilloso episodio (además, con un sentido de la modestia conceptual que ennoblece todavía más la reflexión). Porque el fracaso de Stanfield es total: su sacrificio no solo le aparta de la amada (es él mismo quien renuncia a ella, sin que la muchacha proteste) sino que ni siquiera le reserva el consuelo del heroísmo, pues en esas cuatro décadas el viaje espacial ha avanzado tanto que su empresa ha sido estéril, ya que se han alcanzado distancias incluso superiores y en menos tiempo. Y el tenaz, el patético, el noble Stanfield dará media vuelta, regresando hacia el fondo del pasillo por donde había aparecido (¿hacia la muerte?), aceptando que para él no puede haber otro destino que esa soledad que le ha acompañado toda su vida.

Por supuesto, los ejemplos que he destacado suponen apenas una superficial exploración del enorme manantial de placeres que esconde la totalidad de la serie. Yo mismo, en cuanto termine de teclear este artículo y colgarlo en el blog, regreso a ella: si a esta entrada no le sucede ninguna otra, tal vez sea que me haya perdido para siempre… en la Dimensión Desconocida.

Rod Serling y su gran creacion, la Dimension Desconocida

1 The Twilight Zone (2011), editado por Scifiworld bajo el patrocinio del Festival de Sitges, cuyos artículos firman Jordi Ardid, Álex Barba, Tomás Fernández Valentí, Sergi Grau, Joan Renter y Lluis Vilanova. En él no solo puede encontrarse un minucioso análisis de la historia de la serie, un repaso a las principales figuras que la hicieron posible y un atento recorrido por los productos que manifiestan su influencia, sino además un pormenorizado e imprescindible análisis capítulo a capítulo, con las correspondientes fichas técnicas.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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9 respuestas a Bienvenidos a la Dimensión Desconocida

  1. Rik dijo:

    Querido amigo. Me alegra que te hayas perdido en la Dimensión Desconocida. Espero que no sea para siempre. Sería una pérdida irreparable en este siglo tan zafio… Alguien que recuerda con amor a Jacques Torneur o a Bioy Casares. ¡Vuelve a nuestro hermoso y previsible planeta, José Miguel!

  2. Renaissance dijo:

    A Twilight Zone la acabamos conociendo a menudo por su herencia en la cultura popular posterior, hasta el punto de reconocer posteriormente argumentos por haberlos visto en el especial de Halloween de los Simpson.
    Y, aunque quizá revisar toda la serie resulte una tarea tan difícil como hacer lo mismo con el doctor Who desde 1963, al menos intentarlo parece un desafío atractivo.

    • Yo vi una docena de episodios a principios de los 90, cuando los pasaron por Canal Sur con el entrañable doblaje mexicano de esa época, y luego en efecto me tropecé con varias menciones de la serie en Los Simpson. También recordé que en su día había visto la película de episodios «En los límites de la realidad», que resultó ser un homenaje-remake del programa de Serling. Pero ha sido ahora cuando me he puesto en serio a ver y leer sobre la serie, y ahora mismo estoy absolutamente atrapado, en buena medida porque llevo un mes y pico enganchado a la ciencia-ficción (literaria y cinematográfica) de los años 50-60.

      P.D. La serie del Dr. Who siempre me ha atraído, pero aquí sí tengo un grave problema: ¿por dónde meterle mano a un ciclo tan longevo y con tantas etapas diferentes??

  3. Altaica dijo:

    Recuerdo algo de esta serie pero tan vagamente que es posible que mis sensaciones me traicionen. Desde mi más tierna infancia juré no ver más series y así ha sido. No las soporto. Eso sí, Los invasores marcaron mi infancia y devoción por la scifi, pero mucho más aún la biblioteca de mi padre, por no hablar de él mismo en todo.

    • ¡Caramba, menuda promesa! Yo vi mucha televisión hasta determinada época y desde hace ya bastante tiempo tampoco veo series, pero por falta de tiempo para seguir largas temporadas. Solo hago excepciones con series de corto formato («Sherlock», «True Detective»). En este caso, la cosa es distinta, porque prácticamente puede considerarse cine en tv, como las antiguas películas de episodios.

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