En 1951 se estrenaba con apreciable éxito una película que portaba el impactante título de The Day the Earth Stood Still, esto es, El día en que la Tierra se detuvo (el verbo admite otras traducciones en el mismo sentido), que aquí en España recibió el tampoco malo rebautizo de Ultimátum a la Tierra. Su repercusión, unida a la de otros títulos del mismo año —como El enigma de otro mundo o Cuando los mundos chocan—, contribuyó a la consolidación de un género del cine fantástico, la ciencia-ficción, que hasta entonces, y en Hollywood, prácticamente había permanecido en el muy modesto reducto del serial. Con el paso del tiempo, el film se fue convirtiendo en uno de estos pequeños clásicos que todo el mundo cita y recuerda con cariño, si bien no con devoción, y que queda como «intocable» en el recuerdo cinéfilo. Pues bien, de modo inesperado, en 2008 la misma 20th Century Fox (aunque ya poco tiene que ver con el mítico estudio: es más bien una marca comercial) estrenaba una nueva versión de la misma historia, es decir, la del extraterrestre que llega a la Tierra para transmitir a la desconcertada humanidad un mensaje de paz que contiene la amenaza de la destrucción en el caso de que aquélla no rectifique ese comportamiento bélico que civilizaciones más avanzadas del cosmos no están dispuestas a admitir. Y surgió la polémica, claro.
Cada remake es hijo de su tiempo y, además de demostrar la confianza básica que se tiene en una historia para volver a contarla, lo que hace es responder a las características del cine y de la sociedad del momento en que se reformula: de la evolución de las costumbres tanto como de los objetos cotidianos, de su sentido narrativo y psicológico y, sobre todo, de su concepto de la verosimilitud. Sin embargo —y aun respetando prácticamente el mismo argumento y personajes— la diferencia esencial que hay entre estos dos títulos es de tono. La película de Robert Wise triunfa en su propósito de ofrecer una parábola humanista, casi de cuento de hadas, precisamente porque su abierta ingenuidad constituye el marco adecuado para su propuesta. La película de Scott Derrickson, que contiene elementos mucho más adultos, acaba fracasando porque lo que interesa a sus promotores es más la espectacularidad superficial, y por ello su intento de reformular la historia de modo «realista» lo que hace es desnudar en mayor medida su banalidad. En la confrontación entre ingenuidad y realismo, gana la primera.
En primer lugar, hay que señalar que el origen de la historia se encuentra en un relato publicado por Harry Bates en una de las más conocidas revistas pulp de preguerra, Astounding Stories. El relato apareció en octubre de 1940 bajo el título de El amo ha muerto: en España se ha publicado, al menos, una vez, en la antología Vinieron del espacio exterior que editó la entrañable editorial Martínez-Roca —en aquella colección, Super Ficción, cuyas portadas ya bastaban para que mereciera la pena su adquisición— y que agrupaba un conjunto de añejos relatos que dieron origen a diversos films de ciencia-ficción de los 50.
En sus poco menos de 50 páginas, el relato ya contiene las líneas básicas que luego pasarán al cine: la llegada de una nave espacial al centro de Washington; la aparición de un extraterrestre de apariencia benévola, Klaatu, que enseguida es abatido de un tiro y muere; la presencia, en apariencia amenazadora, de un enorme robot (Gnut en vez del Gort de la película) que se queda inmovilizado delante de la nave; y la resurrección final de Klaatu a manos de la tecnología manejada por el robot. Lo que cambia es el punto de vista: la historia es narrada por un fotógrafo de prensa cuando Klaatu lleva ya varios meses muerto y él advierte que, en la soledad de la noche, el robot está haciendo extraños manejos mientras todos duermen. La sorpresa final del cuento, de la cual el cine prescindió, es que el «amo» al que se refiere el título resultará no ser Klaatu sino Gort: es decir, la máquina y no el instrumento biológico que utiliza como mensajero.
El guionista Edmund H. North optó por la considerable novedad de convertir al primero en el protagonista absoluto de la historia, que de hecho comienza con la llegada a la Tierra de su nave espacial. El inicio de Ultimátum a la tierra (1951) es espléndido. Bajo los títulos de créditos van apareciendo una serie de imágenes del espacio, desde la primera, nuestra entrañable Vía Láctea, hasta la última, que muestra un plano de la Tierra vista desde la Luna: todo ello para dar pie a la idea de algo que se aproxima a nuestro planeta. Para crear este efecto de viaje espacial resulta imprescindible la música compuesta por Bernard Herrmann para la ocasión: la combinación de instrumentos (sobre todo el arpa y el sigular teremín) crea una sensación de extrañeza que sin duda es memorable. A ello contribuye que el objeto que cruza los cielos de la Tierra no se muestra directamente (pero sí las reacciones que despierta en todos los países que atraviesa) hasta que aterriza en el corazón de Washington. Su diseño se revela estupendo: un artefacto con la forma canónica del platillo volante de aquella época, de superficie absolutamente lisa, que de pronto se abre allí donde no se sospechaba una sola fisura para dejar avanzar, con suave elegancia, una plataforma de desembarco. Ese gusto por las formas lisas se mantiene con la aparición del robot Gort, cuya frontalidad —como si se hubiera materializado de una pintura de las antiguas civilizaciones fluviales— resulta del todo majestuosa. Será naif, pero es inolvidable.
El viajero que desciende de la nave no tarda en descubrir cuán violentos e irracionales son los hombres: sin dar tiempo a escucharlo, un soldado nervioso dispara y lo malhiere. Atendido en el hospital, Klaatu no tarda en descubrir que no va a ser fácil reunir a los dirigentes políticos de la Tierra, como desea. De ahí que escape y se convierta en un hombre cualquiera, que se aloja en una pensión para así poder comunicarse mejor con esos seres y descubrir cómo razonan. Y enseguida descubrirá que ha hecho bien, pues conoce a una joven viuda (interpretada por la gran Patricia Neal) y a su hijo pequeño, con quien no tardará en hacer buenas migas y que encontrará en él a un padre espiritual. El pequeño se convertirá en su cicerone por ese mundo que quiere comprender.
Ultimátum a la Tierra sigue pareciendo lo que intentó ser: un hijo de la guerra fría, como tantas producciones de la edad dorada de la ciencia-ficción en el Hollywood de los años 50, una parábola pacifista que denuncia la escalada hacia la guerra a que parecía verse conducido el mundo en esa época. Por supuesto, no es un relato ecuánime, pues no hay extraterrestre que no aterrice en la capital del mundo libre y no se impregne de algún modo de la esencia del americanismo, como demuestra la honda gravedad y profunda admiración con que el protagonista realiza la visita a los lugares más emblemáticos de la capital, del cementerio de Arlington al Memorial de Lincoln, donde, claro, no puede sino alabar las sabias palabras que se hallan grabadas junto a la imponente estatua del presidente que abolió la esclavitud. Eso sí, hay que reconocerle que, a diferencia de otros títulos de la época, la visión que da del ejército —siempre decidido a cortar por lo sano cualquier amenaza a la «seguridad nacional»— no es precisamente positiva.
En esta parábola, no por casualidad, su mesías adquiere las trazas de una figura crística, como se ha comentado sobradamente: Klaatu adopta el apellido «Carpenter» (carpintero), se encuentra con la incomprensión de los hombres ante su mensaje de paz, es traicionado por un Judas (el prometido de la viuda), muere (cayendo abatido en una postura con los brazos en cruz) y resucita, anuncia en todo momento que es un heraldo que viene a salvar a los hombres de sí mismos, etcétera… Si el personaje no es tan cargante como amenazaba, sino todo lo contrario, en gran parte se debe al actor que lo interpreta, el gran Michael Rennie. Inglés, alto, delgado y de rostro anguloso, Michael Rennie podía haber pasado por el hermano mayor de Montgomery Clift (no solo por la forma del cráneo y los rasgos del rostro, sino también por la gentileza que sabía transmitir con la mera sobriedad de su expresión), pero asimismo por un dibujo del mítico John Romita (de hecho, el perfil que dibuja su cuerpo tendido y oscuro, debido al contraluz, en la escena de la resurrección, parece surgido de las páginas de Spider-Man). Su interpretación es suave a la vez que firme, noble pero con un punto de fanática obcecación (no en vano anuncia amenaza de exterminio para toda la Tierra si no se le escucha…), capaz de inspirar ternura y a la vez inquietud.
Ultimátum a la Tierra tiene el acierto de proponer un desarrollo argumental y un estilo narrativo propio del thriller, del cine negro que en aquella época vivía un momento dorado. El realizador, Robert Wise, y el director de fotografía, Leo Tover, consiguen dar a las imágenes la textura de un típico policiaco de búsqueda y acoso a un criminal, aunque esa caza esté a punto de provocar terribles consecuencias para la Tierra. En el equilibrio entre el realismo que propicia ese tratamiento y el atractivo de sus elementos de ciencia-ficción se encuentra una de las claves de la armonía que preside el desarrollo de la historia. Es de convenir que, cada vez que reaparece en escena el robot Gort, la película alcanza una fascinación especial: es genial cada vez que, en primer plano, su visor comienza a abrirse, con exasperante lentitud, y aparece en su ojo de cíclope el brillo que anticipa su rayo desintegrador. Y qué cinéfilo no se sabe de memoria el mítico «conjuro» con que se aborta el programa mortal del androide: Klaatu barada nikto.
Durante décadas, esta película permaneció como un hito intocable e intocado, sobre el que nadie se preocupó en volver. Pero en 2008 llegó el anuncio de un remake. Muchos cinéfilos se echaron las manos a la cabeza, clamando contra la falta de ideas que desembocaba en ese proyecto. Lamento inútil, porque los remakes han existido desde que el cine es cine: como siempre señalo, la calidad no se encuentra en el tipo de película que se haga sino en su resultado. Es cierto, sin embargo, que la nueva Ultimátum a la Tierra (2008) contenía la promesa de un planteamiento diferente (sin necesidad de variar apenas el argumento), incluso más adulto, aunque por desgracia no consigue materializarlo porque, como he dicho, no era ese el objetivo de sus promotores. Aun así, resulta de lo más interesante la comparación entre las dos versiones.
La primera modificación es la causa del ultimátum. La visita de Klaatu tiene en esta ocasión como objeto no proteger a las otras civilizaciones espaciales de la posible agresividad humana, sino salvar al planeta Tierra de su peor amenaza: el hombre. La guerra fría es sustituida por el ecologismo: un ecologismo sin más opción que la muerte. Ante esto, es lógico que el nuevo Klaatu tenga poco de mesías de la paz. Al contrario que el original, al primer fracaso en la búsqueda de un interlocutor válido que represente a toda la humanidad —en este caso, el gobierno de los USA intenta tomar medidas más contundentes que encerrarlo bajo llave en una habitación de hospital— desata contra ella la amenaza que contiene la entidad mecánica que ha llegado con él. Klaatu es ahora un heraldo de la muerte, aun cuando el guión siga manejando referentes religiosos. Ahora bien, y de acuerdo con este cambio fundamental, ya no son crísticos —aunque, curiosamente, en un momento dado el protagonista camina sobre las aguas—, sino que esta vez, y de modo significativo, se evoca el mucho más terrible Antiguo Testamento: lo que libera el alienígena sobre la Tierra es el equivalente a las plagas de Egipto en una sola, una nube de devastadores bichitos que aniquilan vorazmente todo a su paso.
Si en 1951 Klaatu se confundía en medio de la gente corriente de Washington con el propósito de intentar «comprender» mejor a los humanos, aquí ni realiza el esfuerzo. La trama adopta el mucho más simple esquema de un thriller de persecución. Lo significativo es que, si en el anterior título había una evidente crítica hacia la actitud cerril de las autoridades, aquí su actuación hasta resulta lógica, y de hecho la mirada que se arroja sobre la secretaria de defensa (encarnada por Kathy Bates) que dirige la persecución es de comprensión. Y no es para menos, pues allí donde el primer Klaatu había sido un ser cálido y benévolo, el segundo es un ente frío y de gestos mecánicos, con el que resulta imposible empatizar, y que actúa con implacable determinación, haciendo uso de increíbles poderes cuando lo cree necesario. Así, cuando es interrogado en el hospital por un científico de arrogante pose burocrática, que cree tenerlo a su merced bajo las drogas, nada le cuesta no solo devolverle la misma moneda y extraerle cuanta información necesita, sino también dejar sin sentido al pelotón encargado de vigilarlo y escaparse de allí, tras levantar el caos, con suma facilidad. Pero más escalofriante resulta el momento en que un policía lo sorprende y apunta con un arma. Klaatu lo mata, para resucitarlo acto seguido, pues no lo hizo por maldad, sino porque en ese momento era un «obstáculo». Ante ese ejercicio de quitar y devolver la vida como quien tira un papel a la papelera y luego lo recupera, resulta imposible contemplarlo como un ente benévolo.
Todo cuanto refiero parece anticipar una película de gran interés, cuya baza principal es un Klaatu no tanto desalmado como distinto (o sea, alienígena de verdad) y al que por tanto no se puede juzgar bajo parámetros humanos. Sin embargo, y por desgracia, en realidad el film apenas transita por este camino, que sí lo hubiera diferenciado clara y positivamente del título de Wise, puesto que su intención no es otra que ofrecer un mero blockbuster a modo de juguete de espectaculares efectos digitales. Pese a la aparente diferencia entre los dos Klaatus, al final éste también comprende que somos «especiales» y no sólo perdona a la humanidad, sino que incluso, en la escena final, y poniendo en peligro su propia vida, será quien acabe con la amenaza que él mismo había desatado. Es más, si Klaatu da esa sensación de deshumanización es casi de modo involuntario: por la elección de un actor tan gris y monocorde como Keanu Reeves, cuya inexpresividad —la misma que pasea por títulos como la saga Matrix— se aviene bien con las características de su personaje, pero sin ninguna aportación personal. Reeves parece amenazador porque su falta de expresión no suaviza la alarma que producen sus actos, no por consciente elección interpretativa del actor (que, sin duda, cree encarnar en todo momento a un héroe). De ahí que su aparente transformación final resulte tan arbitraria como incomprensible.
Pues su cambio de actitud se debe, una vez más, a su contacto con una joven viuda y su hijo pequeño. Ahora bien, aquí no se teje el menor vínculo emocional entre los personajes. Entre los adultos, no existe el menor feeling entre Reeves y Jennifer Connelly. Y en cuanto al niño, es un personaje insufrible (lo interpreta Jaden Smith, hijo de Will, con lo cual todo se comprende) y además dibujado mediante un psicologismo de tres al cuarto. El pequeño aquí está traumatizado por la muerte del padre, trata con una completa desconsideración a la madre —que ni siquiera es madre natural: era la segunda esposa de su padre— y contempla a Klaatu con total hostilidad desde el primer momento, siendo aquí él quien lo traiciona y avisa al ejército. Una joya de chico, vamos. Por eso resulta inverosímil que Klaatu se ablande al observar a estos dos humanos.
El pretendido realismo del cine fantástico contemporáneo, en comparación con el ingenuo de décadas atrás, da pie a una curiosa idea de guión. En 1951 a nadie parecía extrañar que el hombre que procede del espacio tenga justo la misma apariencia humana que los habitantes de la Tierra. Aquí, se inventa un prólogo situado en el pasado en el que un montañero, en los montes Karakorum, asiste a la llegada de una de las esferas que luego quedarán sepultadas bajo la Tierra hasta la llegada del heraldo del futuro. Ese montañero tiene ya los rasgos de Keanu Reeves, y al tocar la esfera sufre un desvanecimiento: cuando se repone, observa una extraña cicatriz en su mano. Es decir, las civilizaciones espaciales que mandarán a Klaatu toman una muestra de ADN con la cual poder recrear a uno de los suyos —«mi apariencia verdadera la aterrorizaría», le dirá a la viuda— para así permitirle sobrevivir en la atmósfera terrestre sin necesidad de molestas adminículos de asistencia. (De hecho, Klaatu llega a la Tierra envuelto en una membrana placentaria, y cuando es liberado de ella, adopta de modo involuntario una posición fetal.) Además, el protagonista no es el único visitante que ha tenido el planeta: en una secuencia, se entrevista con uno de los suyos, que lleva muchos años infiltrado entre los hombres, cuyo aspecto oriental se justifica porque también él (si bien ya envejecido) procede del ADN del primer montañero. Este infiltrado será, precisamente, quien después de definirnos como unos seres destructivos e irrazonables, se niega a abandonar el planeta pese a la inminente amenaza que va a ser desatada, y será el primero en hacerle ver a su congénere que, pese a todo, los humanos tienen «algo especial».
Todos estos cambios en el trazado de los personajes, sobre el papel, podían haber dado pie a un estupendo planteamiento de ciencia-ficción sombría que hubiera constituido el complemento perfecto del film de Wise (y su reverso natural). Por desgracia, si los personajes resultan antipáticos, no es por elección de los responsables del film, sino por lo tópico de su dibujo y las malas interpretaciones; si la trama adopta un trazo pesimista, es solo para lucir mejor los efectos especiales y dotar, inútilmente, de épica a la decisión final del protagonista. No hay la menor densidad dramática, y es una pena porque había elementos para al menos haberlo procurado. Aun así, y pese a la decepción final, Ultimátum a la Tierra 2008, gracias a esas pinceladas, se sigue con cierto interés (y se agradece que no intente disparar su metraje más allá de las dos horas y media, como suelen hacer todas las superproducciones del mainstream).
Y como sucedía en 1951, impresionan todas las apariciones de Gort. Por supuesto, ahora es un auténtico gigante animado por los efectos digitales y no un hombretón en un traje de plástico metalizado, pero su diseño evoca el del film de Wise y mantiene el acierto de ese visor ocular bajo el que late un resplandor rojizo que resulta de lo más siniestro. Su aparición entre el humo para defender a Klaatu cuando éste acaba de ser abatido por una bala, su forma de librarse con fría implacabilidad del ataque de dos aviones en el mismo Central Park (pues esta vez el aterrizaje se produce en Nueva York) o el momento en que desencadena la plaga destructora en el corazón del búnker militar, ante la impotencia de los militares que lo observan desde detrás del enorme cristal blindado que lentamente se resquebraja, proporcionan los mejores instantes de la película.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Ultimátum a la Tierra / The Earth the Day Stood Still. Año: 1951.
Dirección: Robert Wise. Guión: Edmund H. North; relato El amo ha muerto, de Harry Bates. Fotografía: Leo Tover. Música: Bernard Herrmann. Reparto: Michael Rennie (Klaatu), Patricia Neal (Helen Benson), Hugh Marlowe (Stevens), Sam Jaffe (Dr. Barnhardt). Dur.: 92 min.
Título: Ultimátum a la Tierra / The Earth the Day Stood Still. Año: 2008.
Dirección: Scott Derrickson. Guión: David Scarpa, según el guión de Edmund H. North. Fotografía: David Tattersall. Música: Tyler Bates. Reparto: Keanu Reeves (Klaatu), Jennifer Connelly (Helen Benson), Jaden Smith (Jacob Benson), Kathy Bates (Secretaria de Defensa). Dur.: 104 min.