Estoy convencido de que a Richard Matheson no le gustó The Haunting of Hill House, la novela de Shirley Jackson. Es decir, sí aprobó el planteamiento, pero desde luego no la resolución. Como Jackson, Matheson también era un escritor interesado por trasladar los viejos temas de la literatura de terror a un mundo más cotidiano y reconocible, más «moderno» (entrecomillo el término porque parece justificatorio, y porque cada época juzga una cualidad de modernidad diferente). De tal modo que, aunque parezca petulante pensarlo, Matheson corrigió la novela anterior mediante el establecimiento del mismo punto de partida —la pugna entre cuatro investigadores de lo sobrenatural y una casa perversa— pero cambiando los elementos que llevaban Hill House al fracaso. (No es por nada, pero ¿es casualidad que su casa tenga un nombre casi idéntico a la de Jackson: Hell House?) El resultado, La Casa Infernal, sin embargo, aunque mejora a Jackson tampoco supone una obra redonda, ya que acaba incurriendo en otros errores que rebajan mucho su eficacia. Aun así, en ella se encuentra el germen de la historia definitiva de casas encantadas, como probó la adaptación inmediata que se hizo al cine, con el nombre de La leyenda de la mansión del infierno. Y entre las razones del triunfo, ahora sí, de la película se encuentra el formidable trabajo de síntesis que hizo el mismo Richard Matheson, como guionista, de su propia obra.
Matheson, sin duda, aprobó el rechazo de la clásica armadura gótica. Aprobó el pretendido carácter científico con que el responsable del enfrentamiento aborda el fenómeno, que por otra parte no niega, de las casas encantadas. Lo que éste niega es que ese encantamiento provenga de la existencia de fantasmas que perviven en ellas, es decir, niega el componente fantástico de lo sobrenatural. El científico protagonista de La Casa Infernal, el doctor Barrett, considera que todos los fenómenos calificados de sobrenaturales tienen su origen en el campo energético que los cuerpos humanos son capaces de crear, y que dejan un residuo en aquellos lugares donde la tensión emocional que puede provocar el hombre ha sido excesiva. Por ello, considera que es un fenómeno natural que debe abordarse mediante una solución científica. Quien me lea, claro, dirá que esa hipótesis, en el fondo, es tan fantástica como su contraria, y es cierto: la coherencia existe en el interior de la novela, por mucho que el lector pueda, y deba, reinterpretarla según su criterio.
En cualquier caso, a Matheson le debió irritar considerablemente que el científico de Hill House, el profesor Montague —que comparte el mismo propósito que Barrett: la dignificación de la parapsicología— actúe de modo tan poco científico. Por ejemplo, el «equipo» que Montague reúne para enfrentarse a la casa está seleccionado de un modo bastante a la ligera, a partir de notas sobre personas a las que no conoce y que tampoco están confirmadas (por ejemplo, lo que hacía válida a Eleanor era una experiencia poltergeist en su infancia… y nada más). Todo lo que hace Montague es darle a su equipo unos impresos para que cada noche los rellenen contando sus impresiones del día y efectuar unas medidas aquí y allá, mientras él se dedica a leer a Samuel Richardson (!!).
Matheson convierte a su Barrett en un verdadero científico. En primer lugar, es un físico, es decir, lo que le proporciona un bagaje mucho más concreto para analizar los fenómenos, también físicos, de la Casa Belasco, conocida como la Mansión del Infierno (desde ahora, llamaré así a Hell House, pues me parece más rico y adecuada la traducción que hizo del término la película). Y las personas que acuden con él a la casa tienen experiencia sobrada en esos trances, pues son dos médiums. Un médium físico, Fischer, es decir, capaz de traducir tales contactos en fenómenos físicos: levitación, telequinesia… y una médium mental, Florence Tanner, es decir, sensible al contacto con las presencias del más allá. El cuarto integrante de la experiencia (pues, de modo significativo, Matheson repite el mismo número de huéspedes que Jackson) es Ann, la esposa y ayudante del propio Barrett.
La diferencia esencial de su novela respecto a la de Jackson es que, allí donde ésta se centraba todavía en una elaboración puramente psicologista de los acontecimientos paranormales, Matheson propone una dialéctica, un enfrentamiento, entre la ciencia y la creencia en lo sobrenatural. Enfrentamiento que tiene como antagonistas a dos de los personajes: el científico Barrett, que intenta dignificar la parapsicología, puesto que piensa que todos los fenómenos calificados de sobrenaturales tienen su origen en el campo energético que los cuerpos humanos son capaces de crear; y la médium mental Florence Tanner, quien, dominada por sus profundas creencias religiosas, es una mística que se considera un instrumento a través del cual Dios intenta abrir puertas entre el mundo de los vivos y el de los muertos, para traer consuelo a unos y a otros.
El primer acierto de Matheson es que sus cuatro personajes están dibujados con equilibrio, sin que uno prevalezca sobre los otros, como sucedía con la Eleanor de Hill House, y que además los cuatro resultan interesantes, de tal modo que cuando la acción se centra con prioridad en uno de ellos la intensidad de la historia no se viene abajo.
Pero el logro fundamental de su novela es hacer de la Mansión del Infierno un lugar en el que se entiende la maldad terrible que flota sobre cada rincón. Es decir, Matheson le otorga un pasado suficientemente espantoso como para justificar su reputación de ser «el Everest de las casas encantadas». Una mansión en la que tuvieron lugar terribles sucesos de maldad, depravación y perversión sexual hasta la muerte de todos sus moradores, en 1927. Atraídos los estudiosos de lo sobrenatural hasta ella, en 1930 y 1940 hubo dos intentos de acabar con su encantamiento, saldados ambos con el desastre, con la práctica muerte o destrucción de cuantos entraron en ella. El único hombre que entró en ella y escapó ileso, si bien quebrantado espiritualmente, fue el médium físico que ahora vuelve a ella, Fischer.
El origen del mal se encuentra en el hombre que construyó la casa y dirigió todas sus terribles experiencias, Emeric Belasco, apodado el Gigante Rugiente, cuyo cuerpo no apareció jamás entre el caos de cadáveres de 1927. La maléfica figura de Belasco se cierne sobre cada uno de los actos de la casa —en la película incluso más que en la novela— convirtiéndolo, en realidad, en el gran protagonista de la historia. Matheson lo modeló a partir de la figura real de Aleister Crowley, en su día apodado por la prensa «el hombre más malvado del mundo», y que posiblemente fue la mayor figura del siglo XX —o al menos el que mejor ha sido promocionado, por él mismo y por sus admiradores— en el campo del esoterismo, de lo sobrenatural o del satanismo. En los años 20, Crowley fundó en Sicilia un lugar de acogida para sus adeptos llamado la Abadía de Thelema (del término griego que significa «voluntad») y cuyo lema era Haz lo que quieras. La aureola de escándalo que provocó el pleno cumplimiento de ese lema —libre consumo de toda clase de drogas, prácticas sexuales heterodoxas para la época y rumores de toda clase— llevó al mismo Mussolini a ordenar el cierre del lugar y la expulsión de sus habitantes. Matheson encontró aquí la fuente de inspiración para su novela.
Ahora bien, por mucho que los elementos de su historia eran los adecuados, tampoco Richard Matheson triunfa en su empeño, y su novela, aun estimable y desde luego mejor que la de Jackson, resulta también muy discutible. Ante todo, esa dialéctica entre las posturas que defienden Barrett y Florence Tanner no resulta del todo convincente, sobre todo en su forma de intentar dar validez final a ambas : sí existe una presencia que hechiza la casa, la de Belasco, pero la ciencia de Barrett tiene poder para debilitarla (una máquina capaz de invertir la polaridad energética de un lugar). Huelga decir que, por mucho que intente guardar una ecuanimidad, al final Matheson se decanta por la explicación fantástica, y menos mal porque la invención de ese aparato caza-fantasmas, la verdad, no es lo mejor del libro. En cualquier caso, Matheson ahoga demasiado su historia en un caudal de palabrería científica y parapsicológica, y su intento de utilizar una narración «objetiva» no puede evitar traicionar, a la fuerza, ese propósito ecuánime, de tal modo que determinadas escenas (las conversaciones de Florence con el espíritu del presunto hijo de Belasco) respiran cierto aroma tramposo.
La adaptación de la novela, como en el caso de la de Shirley Jackson, se planteó enseguida, dentro de los parámetros de lo que entonces todavía era digna serie B: sin grandes estrellas, con los medios suficientes y con el respeto debido. El resultado, La leyenda de la mansión del infierno (1973), es posiblemente la mejor manifestación cinematográfica del tema de la casa encantada, si dejamos a un lado la inalcanzable ¡Suspense! (1961) como, más bien, un relato de fantasmas. Buena parte de su atractivo radica en la formidable labor que el mismo Richard Matheson hizo sobre su guión —tenía sobrada experiencia en este campo, por otro lado—, que encara con el adecuado espíritu de síntesis: respetando las líneas básicas del argumento, pero eliminando todo aquello que alargaría innecesariamente la película (por ejemplo, diversos detalles de los personajes) y concentrando acontecimientos en los momentos adecuados, en especial el final (en el libro es mucho más dilatado). Al igual que en la novela, los bloques de secuencias están señalados mediante la indicación del día y la hora en que tienen lugar; la mayor parte de los diálogos están retomados de modo literal, y no hay ninguna diferencia sustancial en el desarrollo argumental.
No hay sino como ver esta película después de la que le sirve de modelo para advertir por qué una es plúmbea y artificiosa, y la otra, jugando en apariencia con las mismas bazas, posee sin embargo una fuerza hipnótica, aun admitiendo también diversos defectos. En primer lugar, si en la película de Wise no solo los personajes eran fallidos sino las interpretaciones también, en el caso del film de Hough los actores están espléndidos y cubren incluso los defectos que poseen en el libro de Matheson. Es más, consiguen jugar muy bien con la escasa simpatía que merecen sus personajes, de tal modo que la identificación con cada uno de ellos va oscilando en función de la escena, consiguiendo una formidable ambigüedad en la siempre obligada necesidad del espectador de identificarse con los protagonistas de films cuyas criaturas viven peligros mortales.
Allí donde Richard Johnson y su doctor Montague no conseguían dar la impresión de un científico apasionado con un tema que sabe discutido entre sus colegas, sino más bien un apagado y plomizo profesor de instituto, Clive Revill transmite a la perfección la profunda convicción de un hombre que intenta convertir en una disciplina científica lo que todos toman por un conjunto de ficciones subjetivas: incluso, su doctor Barrett, con esa mirada que parece juzgar en poco a cuantos le rodean, tiene las ínfulas de un fanático iluminado que se ha marcado un camino y al que nada importa cuanto le conduce a la meta. La guapa Gayle Hunnicutt, encarnando a su esposa Ann, consigue dar muy bien el tipo de esposa reprimida sobre quien la casa actúa por donde la sabe más vulnerable, su sexualidad a flor de piel, propia de una mujer que se sabe atractiva pero que se viste y peina de forma monjil para no distraer a su marido de sus objetivos: es imborrable el deseo que desprenden sus dos incursiones nocturnas en busca de sexo, y que, en su patetismo, solo encuentran, como única forma de saciar dichas ansias, al pobre Fischer, un hombre que difícilmente podría aspirar en condiciones normales a estimular las fantasías eróticas de ninguna mujer. Por otro lado, hay que señalar que en la película Barrett no es el hombre lisiado e impotente del libro, lo cual sin embargo no resta un ápice de eficacia a la represión sexual de su esposa pues, como he señalado, aquí se le otorga otro sentido.
En cuanto a los dos médiums, resultan admirablemente opuestos y a la vez complementarios. Pamela Franklin —que ya había sido la inolvidable niña de ¡Suspense!, lo cual aporta un particular background a su interpretación— encarna a Florence, la médium mental por «elección» divina, con ese absolutismo visionario que requería el personaje y que la convierte en el objetivo ideal de la casa. Ningún personaje recibe más ataques y su piel más laceraciones que ella, y lo malsano es que, en todo momento, es justo lo que espera el espectador, incapaz de concebir por ella la necesaria solidaridad. Finalmente, Roddy McDowall encarna a Fischer, el médium físico, y lo hace mediante una caracterización genial, incluidas esas gafas de gruesos cristales que, unido a su desmadejamiento personal (cuerpo enteco, mirada suspicaz, ropa que parece más desastrada de lo que es), le otorga un aire freak verdaderamente increíble. Es una lástima: McDowall fue un actor de increíble talento al cual el cine no supo sacarle el provecho necesario pese a que su carrera comenzó en la niñez —otro motivo de admiración: es uno de los pocos niños actores (fue el inolvidable Huw de la fordiana ¡Qué verde era mi valle!, de 1941) que consiguió proseguir su carrera como adulto destacando a cualquier edad. Si los cuatro actores de esta película brillan a gran altura, no puedo evitar considerar que McDowall está ya realmente excepcional.
La traducción visual de la Mansión del Infierno es igualmente espléndida, transmitiéndose a la perfección el peso de ese pasado que que se palpa en cada rincón: en esa capilla cuyo ambiente está tan viciado que Florence no puede entrar, en esa mesa donde Ann señala que se realizaban las perversiones sexuales, en esos sótanos donde aparecen cuerpos resecos que fueron encadenados y abandonados, en esas bibliotecas donde pueden encontrarse con facilidad libros sucios, en esos pilares de decoración art-déco que en vez de complacer estéticamente producen una siniestra reminiscencia…
Siguiendo las pautas del libro, la mansión aparece rodeada de una perenne niebla. El interior de la casa —cuyas ventanas están tapiadas: Fischer señala que no es para que no se viera a sus ocupantes desde el exterior, sino al revés, buena sugerencia de que quien entra en ella no sale— aparece siempre iluminado por una luz mortecina o en penumbra: los tonos metálicos, azules, componen la atmósfera cromática servida por el diseñador artístico Robert Jones y el fotógrafo Alan Hume. Otro elemento interesante es el trabajo con el sonido, tan fundamental en una temática de esta naturaleza, y que viene señalado tanto por el trabajo con los ruidos, ecos, susurros, etc., así como por la música, compuesta a base de sones electrónicos y monocordes por parte de Delia Derbyshire y Brian Hodgson.
El director que tenía que orquestar todos estos atractivos elementos argumentales, interpretativos, visuales y sonoros era un joven realizador, con apenas un par de películas como bagaje, una de las cuales pertenecía al género, en concreto el film que cerró la trilogía Karnstein de la Hammer, el irregular pero atractivo Drácula y las mellizas (1971). Sin ínfulas artísticas, por tanto, Hough obra el prodigio de asumir las claves visuales y narrativas de su predecesor Robert Wise para, en apariencia copiando los mismos elementos, otorgarles una prestancia y una necesidad mucho mayores. Allí donde Wise resulta gratuitamente barroco, y finalmente artificioso, Hough, aun usando también las lentes distorsionantes, los ángulos inclinados, los picados y contrapicados extremos y toda la demás parafernalia que hace tan cargante The Haunting… consigue que estos elementos expresen del modo adecuado la distorsionada singularidad que es la Mansión del Infierno. En otras palabras, casi parece que es el mismo Emeric Belasco, el retorcido demiurgo que todavía reina en la Mansión, quien estuviera filmando las evoluciones de los que piensa van a ser sus nuevas víctimas.
Y es que los cuatro protagonistas afrontan un escenario terrible aportando cada uno de ellos una subjetividad muy distinta, pero en el fondo complementarias: son cuatro seres que han entrado, en un lugar que actúa como gigantesca caja de resonancia, con múltiples problemas psicológicos. La sensación de amenaza que flota en casi cualquier plano, en casi cualquier escena de la película, resulta ciertamente conseguida, otorgando un notable espesor de tensión a su historia, por encima de algunas secuencias más afortunadas que otras (a mi juicio, entre las menos interesantes se encuentran la sesión en que Florence desprende el ectoplasma, o alguna de las escenas en que ésta recibe a Daniel Belasco)
[El lector que no conozca el final de esta fascinante historia debe dejar de leer aquí]
El final de la historia, con coherencia, sirve para unir las dos perspectivas antagónicas de Barrett y de Florence, que significativamente acaban siendo las dos víctimas de la casa, ante todo por su escasa flexibilidad para aceptar el punto de vista divergente: encerrados en sus creencias, son fácil blanco del maquiavélico espíritu de Belasco. Ann y Fischer, en cambio, más frágiles en apariencia, menos rígidos y por tanto más preparados para hacer frente a un horror que destruye con más facilidad las convicciones más sólidas, acabarán triunfando sobre la casa. Siguiendo con fidelidad la conclusión del libro, el final de la película resulta antológico, pues consigue el prodigio de convencernos de que una amenaza tan abstracta como es la de una presencia espiritual puede ser derrotada mediante un enfrentamiento físico. Aunque en principio parece un disparate (y de hecho, en el libro resulta más discutible), la escena cuenta con un aliado fundamental, un Roddy McDowall genial (tanto como, en la versión española, el gran actor que lo dobla, Rogelio Hernández, cuyo trabajo es tan soberbio que nunca he podido ver la película en su versión original: ¿cómo olvidar el momento en que Rogelio grita: «¡Nunca fuiste un gigante rugiente!»?).
Si Emeric Belasco había conseguido convertirse en el quinto protagonista de la función, resulta coherente y necesario que al final reciba una forma física, y además majestuosa. El triunfo de Fischer revela que tras el altar se escondía el cuerpo, como congelado en el tiempo, de Belasco, y el actor escogido para darle encarnación es el del gran actor Michael Gough —una presencia sobradamente conocida del género terrorífico, por ejemplo de varios clásicos de la Hammer, como el primer Drácula de Christopher Lee— que le otorga una presencia inolvidable (¡incluso, sentado en su sitial, alza todavía una copa de vino!). Y no es un hecho accesorio el que Gough sea un representante del viejo cine gótico: por mucha pretensión de modernidad que tengan los acercamiento a la casa encantada, primero de Shirley Jackson y luego de Richard Matheson… al final el terror que inspiran nace de lo más profundo del alma. Y el alma del terror, habrá que convenirlo, es gótica.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: La leyenda de la mansión del infierno / The Legend of Hell House. Año: 1973.
Dirección: John Hough. Guión: Richard Matheson, sobre su propia novela. Fotografía: Alan Hume. Música: Delia Derbyshire y Brian Hodgson. Reparto: Pamela Franklin (Florence Tanner), Gayle Hunnicutt (Ann Barrett), Roddy McDowall (Fischer), Clive Revill (Barrett). Dur.: 95 min.
La novela de Hell House es tan serie B como la película que el propio Matheson guionizó, o al menos, siempre me trasmitió esa impresión. Hay algunos elementos que no han envejecido bien, como las explicaciones parapsicológicas tan setenteras que se marcan los personajes en muchos casos, pero funciona mucho mejor en conjunto que The Haunting. Hasta sus protagonistas, sin caer especialmente simpáticos, consiguen ofrecer algo más, o al menos, no generar antipatía durante todo el libro..en algunos casos, porque el profesor Barret y su actitud de talibán de la ciencia incapaz de respetar otros puntos de vista hace que sea el que pierda más puntos.
En cuanto a la película…genial. Sus cuatro protagonistas, esa capacidad para generar una casa encantada sin una sola aparición de fantasmas, y esos cuatro escenarios góticos que sirven para hacerse una idea de lo que sería la mansión Belasco (o el trabajo que daría limpiar semejante casa y las dichosas estatuas).
Pues lo dices bien: a la novela le perjudica esa palabrería, sobre todo de los personajes de Barrett y de Florence, mientras que en la película todo fluye con mayor armonía (particularmente, no me gustan las dos sesiones de este segundo personaje, sobre todo la de los filamentos, pero bueno). Sobre todo, la intensidad que despierta de principio a fin, y la tremenda atmósfera de opresión que flota sobre los personajes, hacen inolvidable la película.