El planeta de los simios o el mudo reproche de la Estatua de la Libertad

El mítico plano de Charlton Heston frente a la Estatuaa de la Libertad

Un hombre en una playa solitaria horrorizado al descubrir los restos varados sobre la arena de la Estatua de la Libertad, que identifica el desconocido planeta en el que se encuentra como la Tierra. Existen pocas imágenes más emblemáticas, más conocidas, no ya en la historia del cine de ciencia-ficción, sino del cine a secas. Es el famoso final de El planeta de los simios (1968). Descontando a los que tuvieron la suerte de ver la película en el momento de su estreno —y acudir a la sala de cine sin que nadie se la destripara—, ¿habrá algún espectador que haya emprendido su visionado por primera vez sin tener ni idea de él? Se me antoja casi imposible, pero por fortuna la película es muchísimo más que ese genial momento shock, todo lo contrario que otros títulos que, una vez superado el impacto de un final pierden bastante (se me ocurre, por ejemplo, El sexto sentido). Es ciencia-ficción perteneciente a ese noble bloque de obras que utilizan el género para especular acerca del concepto de humanidad, pero no del futuro sino del presente: en este sentido, pertenece a la estirpe de joyas como El increíble hombre menguante (1957), Sucesos en la IV fase (1974), Gattaca (1997) o, por mencionar un film que no proceda del ámbito anglosajón, la modesta pero espléndida película argentina Moebius (1996). Las aventuras de ese viajero estelar en un mundo en el que parecen haberse invertido las leyes de la evolución encierran un evidente propósito parabólico, que no por ingenuo deja de ser sugestivo. Ahora bien, y como suele suceder, lo mejor de la película no se encuentra en la premisa que le sirve de «escaparate», sino en aquellas ideas que sugiere sin necesidad de subrayarlas (esto último supone el principal defecto del film), así como en su magnífica elaboración visual y sonora, responsables de que, por encima de cierto envejecimiento, todavía mantenga un indudable encanto.

En el principio, eso sí, y como tantas veces, fue la novela. El nombre del francés Pierre Boulle (1912-1994) sin duda es hoy más conocido por el cine, debido a la atención que este arte le prestó a dos de sus obras, que por el conocimiento directo de éstas: El puente sobre el río Kwai (1952) y El planeta de los simios (1963). Más divergencia temática, como se ve, imposible.

Ante todo, debo señalar que la película es muy superior a la novela, en cuanto que, partiendo del (eso sí) muy interesante motor argumental creado por Boulle, lo mejora notablemente, otorgándole un grado de interés y unas posibilidades para la reflexión que en el original se encuentran bastante atenuadas. En cualquier caso, en él se encuentra ya la premisa central de la película: un trío de viajeros estelares alcanza un planeta desconocido, y el único de ellos que sobrevive con pleno uso de sus facultades —aquí llamado Ulises Merou, que curiosamente no es científico sino periodista— se tropieza para su inmensa sorpresa con una civilización gobernada por simios en la cual el hombre tiene el mismo papel que en la suya propia se otorgaba a aquéllos: animales cuya similitud física les sirve de entretenimiento a la vez que de estudio.

Edición en Edhasa de la novela de Pierre BoulleHay sobradas diferencias suficientes entre ambas versiones. Merou narra su historia en primera persona, contenida en un manuscrito hallado por una pareja de viajeros del espacio en el equivalente de la proverbial botella de náufrago. Los tres cosmonautas no chocan contra el planeta, sino que dejan su nave en órbita y descienden a él en una chalupa estelar. En el trayecto, descubren desde el aire unas ciudades imponentes, pero se llevan la sorpresa de que, en el bosque donde toman tierra, los seres que los reciben son unos humanos que no saben hablan y que se comportan como animales, además de reaccionar muy mal ante los detalles que, precisamente, distinguen al trío foráneo de sus primitivos congéneres: sus ropas, el sonido de su voz, incluso su capacidad para sonreír. No habrá mucho tiempo para estudiarlos, pues enseguida se produce la descomunal sorpresa: un grupo de simios (en concreto, gorilas) caza sin misericordia alguna al grupo de humanos que han encontrado, matando sin piedad a unos y esclavizando a otros, entre ellos al mismo Merou, que es puesto en una jaula, en la que también se encuentra una muchacha en la que se ha fijado y a la que bautiza como Nova.

Como puede verse, el doble encuentro con humanos y simios será respetado por la película (Nova no es una invención made in Hollywood, como podría pensarse). Sin embargo, a partir de aquí ya apenas hay parecido entre libro y film: Merou es conducido a una ciudad simia que es, ni más ni menos, igual que cualquier ciudad terrestre coetánea al año de redacción de la novela, donde será sometido a observación por los científicos, entre los cuales enseguida atrae la atención de la más abierta de aquéllos, la doctora Zira, a quien no tarda en convencer de su condición de ser inteligente proveniente de las estrellas. Zira, con la ayuda de su prometido, otro eminente sabio llamado Cornelius —como muchos saben, el doblaje español (merecedor de reparos por diversas razones) lo rebautizó por razones para mí ignotas como «Aurelio», y no puedo evitar que me resulte más familiar que el auténtico—, consigue presentar a Ulises ante toda la comunidad científica y periodística, de tal modo que el humano es liberado y consigue plena libertad para moverse por ese mundo simio, lo cual no evitará que en torno a él se vayan organizando diversas intrigas de los monos que ven en su mera existencia un peligro para el dominio de su especie.

A algunos lectores, buenos conocedores de toda la saga cinematográfica surgida tras el éxito del film dirigido por Franklin J. Schaffner, esta trama seguro que les resulta familiar. En efecto, la segunda secuela del mismo, Huida del planeta de los simios (1973), que narraba la llegada a la Tierra del siglo XX de la pareja Zira-Aur…, perdón, Cornelius, adoptaría esta estructura narrativa para contar el efecto que produce la aparición de los dos simios inteligentes entre la sociedad humana de la época. Incluso, lo que desencadena la definitiva hostilidad contra estos también procede de la novela: Merou tiene un hijo con Nova que manifiesta la inteligencia del padre y no el atraso de la madre, lo cual será lo que determine su fuga del planeta, ayudado por sus amigos.

Espléndido poster renovado de El planeta de los simiosDe cualquier modo, a Pierre Boulle le pertenece la idea de utilizar una civilización de simios para efectuar, mediante el juego de espejos, una reflexión sobre el hombre. Una reflexión que incide en ideas sencillas, incluso parvularias, pero eficaces, en cuanto que la sociedad a la que llega Ulises Merou posee los mismos vicios que la que dejó atrás: la misma aparente igualdad que encubre toda clase de elitismos y desigualdades; el mismo papel jugado por los mitos, ya sean de la religión o de la ciencia; la misma superficialidad que encubre el presunto papel de la prensa como cuarto poder… Boulle no profundiza en las características sociales, históricas y científicas de ese mundo más allá de la triple división en orangutanes, gorilas y chimpancés (a estos reserva sus simpatías), pues, como bien indica Carlos Caranci Sáez en su reseña del libro para la página Fabulantes, lo que interesa al autor es antes que nada «elaborar una sencilla parábola moralista, muy al estilo de las creadas por Jonathan Swift». Pero una parábola que acaba resultando un tanto antipática primero por su falta de fuerza y segundo por cierta ambigüedad ideológica en torno a su bien poco simpático personaje, sobre el que unas veces parece verter toda la carga crítica sobre la infinita autocondescendencia del hombre para sí mismo y otras, en cambio, ofrendar un rechazo de la otredad bastante resbaladizo. En cualquier caso, quedémonos (la película no se atreverá a tanto) con el esbozo de atracción sexual que surge entre el humano y la doctora Zira, y con el impagable hallazgo de que sea ella quien lo rechace finalmente… por no poder soportar su enorme fealdad.

El planeta de los simios fue llevado al cine en un año tan emblemático para la ciencia-ficción como 1968. El film de Schaffner y 2001, una odisea del espacio, de Kubrick, estrenado poco después, dieron al género el lustre de «seriedad» que éste supuestamente necesitaba, de la mano de las propuestas «adultas» que ofrecieron al público. En realidad, la verdadera aportación de ambas películas —pues ni la seriedad ni el tono adulto eran ajenos al género con anterioridad, y no es cuestión ahora de hacer una lista— estriba en que se trata de las dos primeras grandes superproducciones que abordaron el género con el presupuesto necesario para despojar sus planteamientos fantásticos y futuristas del toque kitsch al que parecía abocado en la serie B y que dificultaba su difusión entre públicos «finos». La puerta abierta ya no se cerraría.

En el nivel más notorio, la película recoge el planteamiento de Boulle —el juego de espejos entre el ser humano y el simio civilizado— centrándolo en la clásica dialéctica entre religión y ciencia, entre ortodoxia y heterodoxia, entre fe y verdad. Todo ello, claro, a lo largo de una trama de acción y aventuras (pero no tanto como parece) que permite sostener la reflexión sin dejar de lado el puro componente de entretenimiento tan propio del cine comercial norteamericano. Ahora bien, en el nivel más profundo, y que es donde se encuentran sus mayores virtudes, los responsables del film —en todos sus órdenes, desde la apariencia visual hasta el juego dramático o las interpretaciones de los actores— establecen como leit motiv el siguiente principio: lo más aparente provoca extrañeza, para así permitir que lo más esencial descubra la familiaridad.

El humano Taylor, los simios Zira y CorneliusUn ejemplo emblemático lo constituye, como digo, la interpretación. Es muy sugerente el modo en que los actores desarrollan la contraposición entre el agreste humano que tiene luchar por demostrar que no es un animal (Taylor) y esos simios cuya imagen bestial viene desmentida por la sensibilidad que emana de ellos (la pareja Zira-Cornelius). O lo que es lo mismo, la explosividad de Charlton Heston, reafirmando su virilidad mediante un constante desaliño que le hace lucir su físico (así, quien parece más cercano todo el tiempo a la naturaleza es él y no sus amigos), versus la muy sutil interpretación de la pareja formada por Roddy McDowall y Kim Hunter, ambos geniales por la forma inolvidable en que consiguen transmitir una gestualidad humana, inteligente, pese al «obstáculo» de su maquillaje simiesco. Así, el momento hacia la conclusión en que Taylor se afeita no es un mero acto de coquetería del actor Heston sino una reafirmación racial, del mismo modo que el beso final que le da a la doctora Zira (ante el incómodo rebullir de su prometido) implica el homenaje a la calidez nada animal de tan leal amiga.

La primera fortuna de la película es la decisión de respetar tan sólo las líneas estructurales del planteamiento de Boulle y cambiar casi por completo el guión, empezando por el hecho de que el protagonista (aquí lógicamente norteamericano: Taylor) no deja de sufrir el acoso de los simios a lo largo de toda la historia, más cuando se descubre que es un animal inteligente. Taylor posee una densidad que ni de lejos posee Ulises Merou, bien ayudado por la espléndida interpretación de un hosco y sombrío Charlton Heston.

La piedra cardinal del planteamiento es el dibujo del protagonista como un misántropo que si ha aceptado partir hacia las estrellas —sabiendo que, en razón de la teoría de la relatividad, deja para siempre su planeta y a los hombres que conoció— es precisamente por el bajo concepto que posee de una humanidad de la cual, por una ironía del destino, acaba convirtiéndose en su último y desesperado defensor. De modo consciente o no, sobre esto flota la influencia del gran escritor Richard Matheson, especialista en narrar conflictos que surgen cuando la Normalidad se convierte en Anormalidad por un vuelco en las circunstancias del contexto. El ejemplo emblemático es su maravillosa novela Soy leyenda (1954), de la que El planeta de los simios no es sino una sugerente variación: recuérdese que esta novela también trata sobre la angustiosa reivindicación de su singularidad por parte del último hombre de, también, una Tierra cuyos habitantes han acabado convirtiéndose en una especie de vampiros. ¿Es casualidad que un par de años después, cuando Hollywood adaptó a lo grande este libro —bajo el equívoco título de The Omega Man, en España El último hombre… vivo—, su protagonista fuera el mismo Charlton Heston?

Un mundo devastado... pero no tan extraño

Cada vez que reviso El planeta de los simios me convenzo más de que la parte más brillante de la película es justo el tercio inicial, esto es, hasta la aparición de los simios (brillantez que recupera asimismo en toda la parte final, cuando los personajes parten para la Zona Prohibida). En ese arranque figura tanto un memorable dibujo de personajes —el moderno cine de gran espectáculo ha olvidado que para que interesen las agitadas peripecias de unos tipos éstos han de interesar previamente: si no, se dependerá exclusivamente de la brillantez de la exposición y, como demuestra por ejemplo un Steven Spielberg, el fulgor narrativo no siempre vale— como una genial descripción de lo que debe ser sentirse en una realidad completamente extraña (dentro de la cual es fundamental ese juego entre lo extraño y lo familiar, y su indisoluble unión, que es la base de la historia).

El film comienza con la última grabación que el comandante Taylor consigna ante de sumirse en el sueño de la hibernación. Tras recapitular el propósito de su misión, por último se despide con un interrogante: cuando despierten y haya pasado una eternidad, ¿seguirá siendo la destrucción el propósito que guíe principalmente al hombre? Más tarde, cuando los tres astronautas dan sus primeros pasos en el nuevo mundo, el personaje queda definitivamente retratado como un cínico desengañado cuyas armas son la ironía y la implacable lucidez crítica. De ahí la importancia de los diálogos que cruza con su compañero Landon, el representante de la humanidad satisfecha de sí misma, deseosa de admiración, ególatra («has conseguido la inmortalidad que buscabas», le dice Taylor aludiendo sarcásticamente al hecho de que, gracias a la hibernación, verdaderamente ha vivido más que ningún otro ser humano conocido, salvo sus dos compañeros). Taylor saca a la luz sin compasión las motivaciones que impulsaron a Landon a embarcarse en la expedición: no desde luego el ansia de saber o el espíritu pionero, sino la obligación de llevar hasta el final la pose de patriota, de ser el «primero de la clase», en fin, de hombre demasiado humano que se había fabricado sobre la tierra. De ahí la fuerza que poseen las resonantes carcajadas de Heston cuando observa a su compañero clavando una banderita norteamericana entre las piedras de la desolada costa donde han aterrizado violentamente. De ahí también la impasibilidad con que acepta la acusación que Landon le espeta a su vez: él, Taylor, sencillamente ha escapado, ha dado la espalda a los hombres a quienes despreciaba. (Es triste ironía que Landon acabe convertido en un pobre idiota, al ser sometido a la lobotomización por el maquiavélico Zaius, y también lo es el dolor que produce ese descubrimiento en Taylor.)

Los tres astronautas en la Zona ProhibidaPor otro lado, y como señalaba, hay un triunfo rotundo de los responsables de la película a la hora de sugerir que los tres náufragos estelares, verdaderamente, han llegado a un planeta extraño y hostil, desde la ya mítica composición atonal de Jerry Goldsmith (recuerda el experimento similar realizado para Planeta prohibido —otra película ambientada en un mundo alienígena— con los sones electrónicos de los hermanos Barron), la ubicación en los agrestes y desérticos paisajes de Arizona y Utah, y la magnífica elección de encuadres a cargo del director Schaffner (planos cenitales que empequeñecen a los astronautas en ese mundo amenazador, cámara al hombro en algún instante suelto —no siempre, como se hace ahora— para unirnos a las dificultades que encuentran en el áspero relieve, hallazgos ominosos como lo que toman por extraños espantapájaros, las fugaces sombras que siguen el avance del trío…).

Otro acierto central de la película con respecto al film es la conseguida caracterización de la civilización simia mediante, una vez más, el uso visual y dramático del contraste y la inversión. Los monos no habitan las modernas ciudades de la novela sino pueblos formados por casas que recuerdan a viejas civilizaciones del tipo de la anatólica Çatal Huyuk revestidas de formas orgánicas propias del arte moderno (hay planos que parecen inspirados en el Parque Güell de Gaudí). Es, en cualquier caso, un mundo de apariencia medieval (atemporal, si se prefiere), sin máquinas —el caballo y, por tanto, el carro son sus principales medios de transporte— pero cuyos científicos, misteriosamente, dominan la técnica de la neurocirugía, y sus soldados tienen armas de fuego.

Por otro lado, el film delimita de modo más claro que en el libro la condición y función de las tres castas simias: la cúspide dirigente parece ocupada por los orangutanes (como el doctor Zaius o los miembros del tribunal acusador), la «clase media» embarcada hacia el progreso científico —casi podríamos decir la burguesía— está formada por los chimpancés (Zira y Cornelius), y los gorilas, haciendo honor a su más feroz aspecto, son los representantes de la violencia legítima, los soldados. Los primeros visten ropas de color naranja, los segundos de verde y los últimos, ominoso cuero negro. El soberbio maquillaje diseñado por John Chambers termina por diferenciar bien la triple división: de los chimpancés emana una indudable inteligencia y bondad; los orangutanes manifiestan el aire condescendiente de quien está acostumbrado a mandar sin mucha oposición, y los gorilas… son gorilas.

Merchandising del film con los tres diseños simiescos, o sea, chimpancés, orangutanes y simiosEl eje central del film lo supone la secuencia del juicio en que la pareja de jóvenes científicos, arriesgándose a ser acusados de herejía, intentan convencer de sus teorías al tribunal que representa a los sustentadores del sistema (formado por tres ancianos orangutanes a los que lidera el doctor Zaius, que significativamente es a la vez Ministro de Ciencia y Guardián de la Fe). Un tribunal que no quiere escuchar que Taylor no sea otra cosa que un animal que ha aprendido a mimetizar a los simios, un animal que en ningún caso puede estar dotado de alma como ellos. Algunos críticos, en su momento, definieron esta secuencia como brechtiana: recordemos que Bertolt Brecht dedicó a la figura de Galileo una importante obra teatral. Es una secuencia, sin embargo, demasiado enfática (véase ese momento tan simple en que los tres jueces, ante el enunciado de la verdad limpia que sale de labios de la doctora Zira, se tapan ojos, boca y oídos a semejanza de la famosa imagen de la sabiduría budista), aunque también dotada de algún rasgo de ingenio, como la inesperada mención a Orwell por parte de Taylor cuando, al comprobar la arbitrariedad de los jueces ante los lógicos argumentos de sus amigos, exclama: «parece que algunos simios son más iguales que otros».

Y es que determinados efectos empañan un tanto la espléndida fuerza dramática de la película. Es curioso, por ejemplo, que las dos principales escenas de acción (la cacería en que Taylor cae prisionero y su intento de fuga del pueblo simio) resulten demasiado largas e incluso la segunda adolece de cierta inverosimilitud por cuanto el ya maduro Heston no transmite en absoluto la agilidad que debe permitir las supuestas proezas que realiza: es la única concesión que encuentro a su protagonismo. Del mismo modo, la puesta en escena del buen director Franklin J. Schaffner —cuyo previo trabajo, la inolvidable El señor de la guerra (1965), ya lo había unido a Heston y seguramente fue lo que le valió su elección para este trabajo— abusa más de la cuenta del zoom, es decir, del énfasis, lo que perjudica la sutilidad que en otros terrenos exhibe la película (por ejemplo, la comentada escena de reafirmación americanista por parte de Landon no necesitaba el mencionado movimiento hacia la banderita para resultar más percutante de lo que ya es).

La espléndida parte final une a todos los personajes en la Zona Prohibida (que no es sino el lugar desértico donde aterrizaron los astronautas), en la cueva donde el arqueólogo Cornelius ha hallado restos materiales que ponen a prueba que los simios fueran siempre los dueños de la creación, el más notable de los cuales es una muñeca de figura humana. En el primero de los logrados momentos climáticos del final —y que es una de las pocas aportaciones respetadas de la novela de Boulle—, los asombrados expedicionarios descubren que es una muñeca parlante que exclama «¡mamá!», y que supone la prueba definitiva de que el hombre antecedió al simio en el reinado de ese mundo.

El entrañable beso final entre Taylor y ZiraAhora bien, una de las lúcidas ironías del film es que, aquí, la verdad no le sirve a nadie. A Taylor no, desde luego, pues la realidad no deja de convertirlo en un paria en ese mundo, de ahí que decida alejarse una vez más de todo contacto con sus semejantes, internándose por esa playa del fin del universo sin más compañía que la inocua Nova. Pero tampoco a los simios: los jóvenes chimpancés terminarán siendo juzgados por herejía, no porque no tengan razón sino porque el doctor Zaius lo considera una cuestión de supervivencia. En un giro admirable que arrebata al personaje el ciego maniqueísmo que parecía caracterizarlo (y que la espléndida interpretación de Maurice Evans potencia todavía más), ese centinela de la ortodoxia descubre a los jóvenes que no se aferra a su intocable fe solamente por pacatería o para mantener privilegios de casta. Fue el instinto destructivo del hombre lo que provocó tiempo atrás su destrucción (el devastado erial que supone la Zona Prohibida, señala, es la prueba de ello), y la llegada de un humano en plenitud de capacidades intensifica en él el miedo a que todo comience de nuevo. Lo cual añade al film otro elemento de reflexión sobre la inquietud humana en toda época o lugar: ¿qué es preferible: la verdad incierta o la ilusión que proporciona seguridad?

Zaius, sin embargo, pudiendo hacer matar a Taylor lo deja marchar, quizá como último pago de una deuda instintiva contraída con los humanos que dejaron vacante el trono que ellos ocuparon. Cuando Zira le pregunta qué es lo que el humano encontrará más allá, por esa playa en cuya lejanía se pierde a caballo, Zaius replica con tristeza: «Su destino».

Novela y película concluyen de modo muy distinto. Boulle reserva una doble sorpresa. La primera: Merou, Nova y su hijo consiguen regresar a la Tierra y aterrizar en París… solo para descubrir que en su planeta natal también ha triunfado una civilización simia (este es el final adoptado por la discreta segunda versión del libro, dirigida por Tim Burton en 2001). La segunda: concluida la lectura del manuscrito estelar, el escritor nos revela que la pareja que lo ha leído también eran simios. El novelista, en un admirable arranque de sinceridad, no dudó en reconocer que el final escogido por los guionistas estaba mucho más logrado. Con lo cual volvemos a esa playa desolada y a ese aventurero que pierde el último hálito de esperanza que le quedaba: el descubrimiento de que la redención está vedada para los suyos, los hombres, puesto que nunca se ha movido de la Tierra y tiene frente a él la prueba de su inconsecuencia («¡Lo lograsteis, maniacos!», es su grito de rabia final). Y nada más simbólico que el que sean los restos mudos de una estatua que personifica la libertad —el libre albedrío, para lo bueno y lo malo— lo que simbolice el triste fatalismo del callejón sin salida que, tantas veces, nos parece el ser humano.

Poster de El planeta de los simios

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: El planeta de los simios / Planet of the Apes. Año: 1968.

Dirección: Franklin J. Schaffner. Guión: Michael Wilson y Rod Serling; novela de Pierre Boulle. Fotografía: Leon Shamroy. Música: Jerry Goldsmith. Reparto: Charlton Heston (Taylor), Roddy McDowall (Cornelius), Kim Hunter (Zira), Maurice Evans (Dr. Zaius). Dur.: 112 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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9 respuestas a El planeta de los simios o el mudo reproche de la Estatua de la Libertad

  1. Renaissance dijo:

    Tuve la suerte de poder ver la película de Heston sin saber nada. Gracias a la época pre-internet, el ser relativamente normal entonces el quedarse a ver una película que empezara en tv y tuviera un aspecto minimamente interesante, y que tanto la fama de la original como sus múltiples secuelas quedaran ya un poco lejanas en el tiempo.
    Me gustó y me pareció una producción de ciencia ficción muy de entonces, con un actor que cumplía a la perfección su papel y que también acumulaba un buen bagaje como héroe en guiones de carácter distópico, y también, un desarrollo y un desenlace bastante superiores al original de Boulle.
    La novela, en cierto modo, sí se queda con más carácter de fábula, un poco más limitada. Visualmente, prefiero la civilización de simios pretecnológicos que los párrafos del libro donde narran cómo los monetes con sus trajes de corbata se desplazan por la ciudad a través de un sistema de lianas.

    • ¡Qué suerte la tuya! Yo ya conocía todo el pastel la primera vez que me senté a verla, y aun así la disfruté de lo lindo. La relación de Heston con lo distópico, en efecto, es extensa: «Cuando el destino nos alcance» es otro buen ejemplo de magnfíca película. La novela nunca la había leído hasta ahora y al menos a ella le debo las ganas de revisar el film. Empieza bien pero luego se estanca, aunque al menos no aburre nunca. Lo más divertido ha sido descubrir que la tercera película de la serie, «Huida del planeta de los simios» es en el fondo una versión del libro. Incluso el famoso final que desvirtúa la saga (el hijo inteligente de Zira y Aurelio será el que desencadene la progresión de los monos) es una variante del de la novela.

  2. rexval dijo:

    La película la vi en un buen programa de TVE que, a modo de La Clave, tenía su presentación y debate porterior. Creo, solo creo, que el conductor del programa era Martín Ferrán. Me encantó y me animé a leer el libro, que salía en una colección de ciencia-ficción a buen precio. yo, que nací en el 60, era un jovencito entonces cuyas ideas se iban forjando con la adolescencia y primera juventud. Tengo que decir que con las televisiones privadas hemos perdido claramente. Cuando TVE no tenía que mendigar su share hacían programas excelentes que hoy en día no sería posible. Como dijo Ibsen, «la mayoría nunca tiene razón» ya que en el mundo hay más «imbéciles» que personas sensatas. Y es cierto. Devoro los youtubes con vídeos de «Estudio 1», dedicados al teatro o con «La Clave», donde los contertuios eran seres humanos y no esbirros de su periódico o partido.

    «El planeta de los simios» da para muchas lecturas. Realmente es una metáfora de la misma Humanidad. Me llamó la atención el manejo del tema religioso, que no era sino un embuste para controlar a la sociedad; la disyuntiva religión y ciencia y los horrores de una guerra que puede acabar con la civilización. Recuerdo que los contertulios dijeron que en caso de hecatombe, los últimos mamídros en desaparecer no serían simios – al fin y al cabo similares a los seres humanos – sino las ratas, que tienen mayor facilidad para adaptarse a los entornos agresivos. De todos modos, yhay otros seres más resistentes, las bacterias, que fuerosn los primeros seres vivos y serían los últimos. Somos bascterias evolucionadas. Los virus no son considerados seres vivos sino un eslabón entre lo vivo y lo inherte.

    Saludos

    Regí.

    • rexval dijo:

      Vaya.. no son «mamídros», sino «mamíferos»

      • Pues sí, es triste pero la famosa revolución de calidad que nos anunciaron con las privadas lo que hizo fue igualar… por abajo. En concreto, hoy sería imposible formar mínimamente a nadie en el gusto por el cine «antiguo» (ese es el calificativo menos ofensivo que le aplican los chavales de hoy), como nos pasó a quienes crecimos con TVE y sus dos únicos canales: con la Primera Sesión de los sábados, la película de calidad de Sábado Cine, La Clave, los Estudios 1… Hoy, es verdad, quien sienta interés tiene un acceso a cualquier película que nosotros no tuvismo. Pero el problema es que es raro quien se siente estimulado en tales intereses, porque a la edad en que se forman los gustos para toda la vida, ellos solo tienen la play station.

      • rexval dijo:

        Yo era un fan de La Clave. Posiblemente de ahí viene el interés por las pelis de calidad. Nunca creí que la «libre competencia» sirviera más que para rebajar la calidad. Como dirías Ibsen, la mayoría nunca tiene la razón porque en la sociedad hay más estúpicos que personas con criterio. En mi blog he hablado del tema. Está en catalán pero tengo traductor al castellano por si alguien lo necesita. El youtube está en castellano. Se corresponde a Estudio 1 y está muy bien. Te recomiendo lo bajes y guardes. Cosas como estas ya no se hacen:

        https://rexvalrexblog.wordpress.com/2015/12/11/henrik-ibsen-un-enemic-del-poble-peer-gynt-edvard-grieg/

  3. Ángel Hernando dijo:

    Como se trata de una de mis películas favoritas, no puedo dejar de hacer algún comentario, si bien un análisis tan pormenorizado como el de José Miguel deja poco espacio para ello.
    Recuerdo perfectamente que la película se estrenó en Madrid en el desaparecido cine Avenida y que mi hermana y yo (unos adolescentes por aquel entonces) fuimos al cabo de 2 o 3 días. Y recuerdo también que al término del film, con ese final tan impactante (tantas veces imitado, pero tan pocas veces conseguido), todos los que estábamos en el cine permanecimos en un silencio sepulcral durante un buen rato.
    Yo vi primero la película y luego leí la novela de Pierre Boulle buscando, claro, la misma estructura argumental, pero no es un relato desdeñable.
    Es posible que Heston esté un poco mayor para su personaje, pero les da sopas con honda a todos los protagonistas de las sucesivas secuelas o precuelas (o como se quiera) y dota a su personaje de una mezcla perfecta de rudeza y grandeza, si bien es cierto que la palma se la llevan unos memorables Roddy MacDowall y Kim Hunter. ¡Chapeau!
    Estoy de acuerdo en que todo lo que transcurre, al principio y al final, en la zona prohibida tiene mayor altura, con esos paisajes bellísimos y desolados, acompañados de una magistral, y audaz, banda sonora, de Jerry goldsmith.
    A estas alturas del siglo XXI, El planeta de los simios no ha perdido un ápice de su soterrada ironía, ironía que para sí quisieran cientos de películas del cine fantástico actual, más partidarias de la estridencia y del brochazo gordo que de la finura estilística.
    Gracias, José Miguel por despertar tan buenos recuerdos.

    • Heston fue un grandísimo actor, dotado de una fuerza inigualable, y aunque es verdad que el físico no le acompaña en las escenas de mayor acción (tampoco es culpa suya que sea tan larga la secuencia en que trota de un lado a otro del poblado simio), su capacidad para el sarcasmo brilla con gran fuerza en la primera parte, y su rabia dolorida en la segunda. El relato no es desestimable, pero claro, palidece ante la fuerza y el ingenio de su adaptación.

      Es curioso cómo la nostalgia opera de distinta forma. Yo la película la he visto siempre en la tele, pero en cine tuve ocasión de ver la segunda secuela, «Huida del planeta de los simios». Ya conocía los pormenores de «El planeta…», pero aun así me entusiasmó ver a aquellos monos antropoides. Luego vino la serie, que devoré en mi infancia, con Roddy McDowall de nuevo, si bien en otro papel, e incluso por mis manos pasaron varios de los tebeos que desencadenó. Sin poder compararse con la película original, a ellos pertenecen mis recuerdos más imborrables.

      Por cierto, que hoy acabo de encontrar en la red un enlace que me ha hecho saltar las lágrimas: la serie original, de cuyos títulos de crédito todavía tenía cierto recuerdo:

      Un abrazo.

  4. Gracias por el enlace, Regí, Ibsen es un autor del que hace poco tiempo vi en teatro (en una sala pequeñita pero llena de ambiente de Madrid) su también estupenda obra «Casa de muñecas». Y yo, como tú, vi muchas buenas películas en «La clave». (El debate ya no: me gustaría decir que la excusa es que mi madre quería ver el «Un, dos, tres», pero supongo que es más bien porque en esa época para mí el programa era ante todo la ocasión de ver buen cine: es una pena que cuando ya comencé a valorar sus otros atractivos tuviera las horas contadas.)

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