Vértigo en París, durante la II Guerra Mundial

Reedito un artículo al que le tengo mucho cariño, por constituir una de mis primeras entradas en el blog (la cuarta, en concreto, de 3 de septiembre de 2012) y porque versa sobre un tema que suele eludirse en las críticas de la magnífica película que lo centra, la mítica “Vértigo”, de Alfred Hitchcock: la sugestiva novela de partida. Me anima a recuperarlo, claro, el que ahora, más de cuatrocientas cincuenta y pico entradas después, pueda encontrar más lectores que los mínimos que tuvo en los albores de este blog. Para la ocasión, lo he corregido mínimamente, pues por lo demás figura prácticamente tal cual lo escribí.

El genial poster de Vertigo, por Saul BassLa gran olvidada de la película Vértigo es, precisamente, la novela en que se basa. Normalmente, cuando un gran autor adapta un libro, suele afirmarse con fervor (y sin que sea «obligatorio» haberlo leído) que el susodicho ha llevado la obra a su propio terreno, y así se ha escrito sobre multitud de obras y novelistas. Sin embargo, a la novela De entre los muertos ni siquiera le ha cabido semejante «honor»: lo normal ha sido hacer caso omiso de ella. La dignísima excepción proviene del excelente crítico e historiador Carlos Aguilar, que le dedicó un artículo a la novela en la revista Nickelodeon, nº 8, dedicada a la película de Hitchcock y a La palabra/Ordet, del danés Dreyer.) Es posible que esto se deba a la dificultad en poder confrontar la la película con el original. Me refiero en la actualidad, pues sus autores, los franceses Pierre Boileau y Thomas Narcejac, formaron una pareja especializada en relatos policiacos muy popular en su época, como prueba el elevado número de adaptaciones al cine de sus libros. En España, la última edición (que tampoco gozó de excesiva repercusión) fue publicada bajo el título del film, Vértigo, por la editorial Nebular en el año 2002 (traducción de Jandro Murillo), con un magnífico apéndice a cargo de Roberto Cueto.

En todo caso, siempre se menciona la anécdota de que sus autores la escribieron con vistas a que Hitchcock se fijara en ella, sabedores de que ya había intentado comprar su previa La que no existía, finalmente llevada a la pantalla por Henri-Georges Clouzot en Las diabólicas (1955). Según esta noticia, propagada por el mismísimo François Truffaut en su famoso libro-entrevista con el Mago del Suspense, los escritores franceses habrían hecho un trabajo a la medida del director inglés, reproduciendo sus obsesiones habituales. Aun desconociendo cualquier otro trabajo del dúo, me parece una explicación poco consistente y demasiado «fácil» para quien crea estar preservando así la absoluta autoría de Hitchcock. En primer lugar, cuando menos la otra película basada en novelas suyas, Las diabólicas, ya contiene numerosos rasgos luego exhibidos en Vértigo que hacen pensar que se deben al único vínculo común de ambos films: los autores. Y en segundo lugar, la lectura de De entre los muertos demuestra demasiada personalidad como para creer en una mera mímesis de temas ajenos a los franceses.

Por ello, tristemente, es como si Boileau-Narcejac hubieran pasado a ser una mera carcasa vacía, una marca registrada algo molesta porque obliga a reconocer que la que pasa por ser la mayor confesión personal del tortuoso Alfred Hitchcock… tiene un componente que, en mayor o menor medida, no le pertenece.

Boileau y Narcejac, compenetrados autores de De entre los muertosPues bien, De entre los muertos existe, y su lectura arroja una conclusión asombrosa: no sólo es un libro espléndido, sino que en él ya se encuentra la práctica totalidad de los elementos más significativos de su adaptación cinematográfica, no ya en el plano argumental (que es mucho, claro) sino en el psicológico, en el fetichista, en el obsesivo. Si Vértigo es, ante todo, la historia de una fascinación que degenera en morbosa obsesión fetichista y necrófila, justo eso es lo que es De entre los muertos. No es menoscabo hacia Hitchcock (un autor por el siento gran devoción, del mismo modo que Vértigo es para mí su obra maestra) el reconocerlo.

En todo caso, es de admirar el proceso de identificación que el director inglés sintió ante la historia urdida por los dos franceses, puesto que es evidente que Vértigo es tanto una adaptación razonablemente fiel como una reinterpretación de la misma que, respetando sus claves internas, consigue hacer que éstas, armónicamente, confluyan con las propias claves del cine de su autor. Por eso puede decirse que Vértigo es una película intensamente personal al tiempo que una genial adaptación (no hace falta adaptar a Henry James o a Balzac o a cualquier autor respetable para merecer tal consideración) y una memorable traslación al lenguaje cinematográfico, por medio del uso de la puesta en escena, la atmósfera visual y sonora, el montaje y la interpretación. Todo ello es cierto, pero también lo es que sin De entre los muertos no hubiera existido, y sólo por eso la novela ya merece un respeto, sobre todo cuando resulta tan sugerente: ver la película y leer el libro (supongo que es difícil que se haga al contrario: en todo caso no se hará lo segundo) supone una experiencia apasionantemente complementaria.

Añeja edicion de De entre los muertos, en los Libros PlazaA grandes rasgos, la trama de De entre los muertos es la misma, sólo que los personajes, inevitablemente, son franceses y francesa también es la ambientación. El protagonista, aquí llamado Flavières, es un policía retirado después de una traumática (y humillante, se insiste en esto más que en el film) experiencia en la que un compañero murió por causa de su vértigo, sólo que aquí ha vuelto a la profesión cuya carrera estudió: Derecho. Un antiguo compañero de estudios, Gévigne, le pide que siga discretamente a su esposa, Madeleine (¡sí, al menos el mismo nombre se repite de la película a la novela… digo, al revés!), pues en los últimos tiempos está advirtiendo en ella unos síntomas alarmantes: de modo recurrente, adopta una actitud ausente y se dedica a vagar hora tras hora sin rumbo. En conclusión: empieza a creerse la reencarnación de una antepasada (de su bisabuela, en realidad, Pauline Lagerlac, que se suicidó justo a la misma edad que ella tiene ahora). Flavières se encarga de seguirla, progresivamente atraído tanto por la peculiaridad de la historia como por el atractivo de Madeleine Gévigne, y acaba sacándola del río cuando ésta se arroja a sus aguas, en un intento de suicidio. A partir de este momento, y enamorado locamente de ella, se convierte en su asiduo acompañante, al mismo tiempo que intenta arrancarla de su obsesión. Mas sin resultado: un día ella lo lleva hasta una pequeña iglesia rural, sube a lo alto de su campanario y se arroja desde él, ante la impotencia de un Flavières cuyo vértigo le impide alcanzarla…

Toda la envolvente primera mitad del Vértigo de Hitchcock, por lo tanto, se encuentra aquí de un modo razonablemente idéntico, sólo que sin la envolvente partitura de Bernard Herrmann (aunque uno puede ponérsela en el aparato de música y acompañar así su lectura) y sin las empinadas calles de San Francisco. El resto sí: la fascinación que el protagonista acaba sintiendo por Madeleine, los paseos por un cementerio hasta la tumba de Pauline Lagerlac (Carlotta Valdez en el film), por museos donde la joven parece convertida en una pintura más, sólo que viviente (el Louvre, en este caso), una inmersión si no en la bahía de San Francisco sí en el Sena y, de modo especial, la importancia que en el enamoramiento de Flavières posee el halo fantastique que parece envolver la obsesión de la bella amada.

Obsesión falsa, ya lo sabemos. Pero la que sí es muy real es la obsesión del protagonista, que aquí aparece descrito como un individuo mucho más misantrópico que el Scottie original. Si en Vértigo el espectador avisado intuye que el traumático episodio que lo ha alejado de la policía no es sino el símbolo de una vida vacía y al borde del abismo, mucho antes de que la acrofobia la cambiara radicalmente, Boileau-Narcejac utilizan (de modo lógico) la mayor extensión de la palabra escrita para penetrar dentro de su personaje y así contar cómo, desde su misma infancia, éste se ha sentido apartado de los demás, incapaz de trabar lazos afectivos con nadie, especialmente con las mujeres. Flavières es un individuo ensimismado, para quien de pronto Madeleine supone el inesperado fulminante que remueve dentro de su interior su desesperada necesidad de amor, un amor que no puede volcar en nadie vulgar (pues es evidente que el personaje está imbuido de una abierta conciencia de su sensibilidad superior) y que, de este modo, sublima en la bella y misteriosa esposa de Gévigne.

Madeleine y Judy, dos caras de la misma monedaDe modo inevitable, ese amor tardío y absoluto se manifiesta a través de determinados rasgos: la evocación culta (Flavières llama a Madeleine su Eurídice, sin sospechar todavía el presagio que encierra la elección de ese sobrenombre), el fetichismo (las ropas y objetos de Madeleine, entre ellos un encendedor que él le regala, y que luego serán fundamentales para concentrar el sentido amoroso con que intentará resucitar a aquella en la vulgar Renée) y la oscilación entre el odio que empieza a sentir por su esposo, el hombre al que considera completamente indigno de ella —no duda en resaltar la poca correspondencia que hay entre los atractivos de una y otro, por no hablar de la mezquindad moral que enseguida le atribuye, por su condición de especulador beneficiado por la guerra— y el desprecio que también siente por sí mismo, en cuanto que, es evidente, está traicionando una confianza recibida en intimidad.

Hay una llamativa diferencia con respecto a la película: en la novela no existe ningún personaje como Midge, la amiga de Scottie, enamorada en silencio de él, a quien encarnaba de modo memorable Barbara Bel Geddes. Es significativo, pues, en primer lugar, quiere decir que Flavières no tiene un solo amigo en el mundo; y en segundo lugar, se le niega la capacidad de recibir amor, lo cual subraya el escaso atractivo que en el libro tiene el personaje. Sin James Stewart para suavizar lo más oscuro del mismo, Flavières no es sino un misántropo al que no consigue redimir ni siquiera el intenso sufrimiento que muestra conforme avanza la historia (esto sí es idéntico entre él y Scottie). Es más: en la película, Scottie recibe el amor de dos mujeres (el soterrado de Midge y el abierto de Judy), pero en el libro ni siquiera podemos estar seguros de que Renée lo haya amado alguna vez, ni cuando era Madeleine ni cuando intenta negar por todos los medios que alguna vez lo fue.

Por otro lado, hay otra diferencia fundamental con respecto al guión de la película, que remarca precisamente la ausencia de la nobleza que sí tenía el Scottie de Stewart. Después de perder a Madeleine, Flavières huye del lugar del suicidio y oculta, ante Gévigne, que esa tarde estaba con su esposa. Tiempo después sabrá que, claro, Gévigne fue considerado sospechoso de haberla matado, y más cuando era ella la que poseía el dinero del matrimonio. Esta mezquina decisión de Flavières —pues si huye no es por el vértigo emocional que le produce la pérdida de Madeleine, o no sólo, sino por su incapacidad para hacer frente a un segundo enjuiciamiento público por la misma afección física: recuérdese el magnífico partido que sacaba Hitchcock a la escena de la encuesta, con ese estupendo personaje del coroner cuyas palabras de reproche a Scottie eran otros tantos clavos que martillea sobre su ataúd— dota al crimen de la verdadera Madeleine de una sugerencia añadida para el lector que conoce la historia: la inevitable simpatía que de pronto se proyecta sobre otro personaje en principio despreciable cual es el maquiavélico Gévigne, que de pronto se encuentra atrapado por su propia (y admirable) red de mentiras.

Inolvidablemente torturado James Stewart como Scottie en VertigoHay que señalar ya el rasgo fundamental del libro, fundamental en cuanto que es el que aporta la atmósfera dramática y moral necesaria para personalizar la historia que narra. Y es su ubicación en los convulsos días de la Segunda Guerra Mundial, y significativamente en los más complicados para Francia. La primera parte, durante la cual Flavières se enamora de Madeleine y la pierde, tiene lugar durante las semanas previas a la invasión alemana (la época llamada la «guerra de mentira»), y concluye justamente en los días en que ésta tiene lugar. El contraste emocional no puede ser más impactante: las circunstancias históricas más dramáticas carecen del menor valor para Flavières en unos momentos en que se siente, más que nunca en toda su existencia, completamente al margen del mundo y de la vida, primero porque está construyendo un universo privado en el que nadie salvo Madeleine tiene cabida, y después porque la inesperada destrucción de ese universo lo hace vagar como un fantasma sin importarle nada de lo que sucede a su alrededor.

Después del hiato entre la primera y la segunda parte, la acción se reanuda en los días justo posteriores a la Liberación, en ese duro invierno de 1944-1945 que mostró a los franceses, pasada la euforia inicial, que la sordidez moral y la incertidumbre vital no se habían marchado con los nazis. En ese mundo de buscavidas y supervivientes se produce el reencuentro entre Flavières y la mujer que le recuerda a Madeleine, que tiene que ser Madeleine. La joven es una más de entre esos supervivientes que se aferran a cualquier frágil tabla que flote en el mar de miserias y despojos. La encuentra ahora bajo el nombre de Renée Sourange, convertida en amante de uno de tantos individuos enriquecidos por el mercado negro, justo en el momento en que éste, aburrido de ella, estaba a punto de abandonarla.

[El lector interesado en descubrir por sí mismo la conclusión de la novela hará bien en dejar de leer aquí]

MadeleineEn estos días grises no de posguerra sino de post-ocupación tiene lugar el nada sublime acto final de la pasión obsesiva de Flavières hacia Madeleine. Significativamente, y si en la película Scottie no descubría hasta el final la identificación entre ambas mujeres —otra cosa es que Hitchcock nos lo contaba a los espectadores mucho antes del final, pues no era el misterio lo que le interesaba de la historia—, Flavières no se deja engañar en ningún momento. Renée es Madeleine, si bien hay momentos en que se convence de que la muchacha (que lo niega hasta que ya no puede más) está fingiendo y otros en que todavía se deja arrastrar por la ilusión de la mente escindida de su amada: si antes se creía Pauline Lagerlac, ahora se cree Renée Sourange. En cualquier caso, nada hay de elegante en la tortuosa posesión que Flavières vuelca sobre la muchacha, a quien trata sin la menor consideración ni piedad, y sobre la que efectúa el mismo proceso fetichista familiar a los amantes de la película: intentar que la apariencia, físicamente mucho más vulgar, de Renée vaya cediendo ante la reconstrucción de la añorada Madeleine.

El final, por ello, es mil veces más sórdido en el libro que el original, contagiado tanto por la ruindad moral de la época como por la oscuridad que Flavières lleva consigo a todas partes: después de la confesión de Renée, que para él resulta mucho más horrible de lo que había creído (pues desmorona de modo definitivo el elegante andamiaje sobre el que construyó a su Madeleine), la estrangula, incapaz de soportar que, en efecto, Renée sea Renée y no la mujer de fantasmal misterio y evanescente sustancia de la que se enamoró. Nada de fatalista repetición de actos en el mismo campanario, nada de espectral aparición de la monja, nada de catártica curación del vértigo ante el abismo (en todos los sentidos) que se abre ante él con la muerte (ahora definitiva) de su amada. Sólo un caso más de crónica negra en la Francia sin horizontes de la Liberación.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a Vértigo en París, durante la II Guerra Mundial

  1. Rik dijo:

    Una vez más, ¡gracias José Miguel!
    Acabo de devorar la novela tan breve como intensa que recomiendas. Para mí también Vértigo es mi película preferida de Hitch: esa atmósfera envenenada, el cielo verde… deletéreo (y gracias también por ese adjetivo). Kim Novak es dos y es única.
    La novela, que no conocía, es infinitamente más sórdida. En esa bella Francia que miraba para el otro lado, tan convenientemente ocultada tras los fastos de la Liberación, ocurre el drama. Si en Hitch admiro el artificio de bomba de relojería, aquí el desenlace en un hotelucho es hiperreal. Sí, Flavières ya puede descansar. Esposado, le pregunta al comisario si puede besar al cadáver.
    Una vez más el destino inexorable se cumple.
    Un mundo (la mente de un individuo) donde nada es lo que parece. Donde el mito, la pasión, nuestras obsesiones, suplantan la verdad. La verdad es tan insoportable, ¿verdad?
    Al principio, Flavières espía a Madeleine y a su marido en el teatro con unos gemelos: «Un hombre, en el escenario, besaba a una mujer. ¡Mentira!»
    Un abrazo.

    • Caramba, me emociona que te hayas leído tan rápido la novela, cosas así justifican la existencia de este blog, Rik 🙂 . Y como habrás podido comprobar, novela y película se complementan de modo admirable, cada uno en una dirección distinta pero a la vez de modo muy interdependiente. Más sórdida la novela, más onírica la película. Pero ambas dueñas de una personalidad propia, que es lo que hace tan fascinante esa interrelación entre literatura y cine: cuando el segundo no vampiriza a la primera, sin más inquietud, es cuando verdaderamente salta la chispa mágica.

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