Entrar en las películas de Jacques Tourneur supone entrar en el terreno de la ensoñación: cruzar la frontera de esa dimensión prosaica que solemos llamar «realidad» para penetrar en el reino que no tiene un contorno exacto, lo que no quiere decir que mientras no estemos en él no creamos firmemente que todo cuanto hay en él posee más sustancia que la sustancia de lo real. Ese fue el sello especial de un director cuyo nombre no se viene a la cabeza cuando se habla de los más importantes directores de todos los tiempos, pero cuyas películas se empeñan en quedarse en la memoria e ir mejorando aún más en el recuerdo, obligándonos a regresar a ella del mismo modo que Jeff Markham, el protagonista de uno de sus mejores títulos, Retorno al pasado (1947), tenía que volver al pasado para comprender por qué su presente no tiene salida. Siempre he pensado (por petulante que pueda parecer) que fue fácil ser John Ford, Alfred Hitchcock o Ingmar Bergman, grandes personalidades con eso que se llama mundo propio y que tuvieron la fortuna de conseguir a lo largo de su carrera la independencia necesaria para poder probarlo. Tourneur no. Tourneur se movió siempre en los aledaños de la serie B (a veces, alguna producción A en la que él, desde luego, nunca fue considerado su principal valor), por lo común sin capacidad de elección del proyecto, de los actores o del guion. Y sin embargo, por disímiles que sean los títulos en los que trabajó, sus grandes películas denotan a un mismo hombre tras la cámara: todas ellas poseen el mismo poderoso sentido del lirismo, la atmósfera evanescente, esa cualidad narrativa para sugerir antes que mostrar y un encanto inmarchitable que las hacen perdurar en la memoria, pase el tiempo que pase.
Y son muchas, por fortuna. Algunas de ellas, incluso, poseen el suficiente respeto cinéfilo, como el ciclo de films fantásticos que rodó en la RKO para el gran productor Val Lewton, en especial La mujer pantera (1942) y Yo anduve con un zombie (1943). En el mismo género filmaría años después otra obra cumbre, La noche del demonio (1957). También abordó con fortuna la aventura, al servicio de Burt Lancaster, en la encantadora El halcón y la flecha (1950) o el western (Wichita y Una pistola al amanecer, ambas de 1956), y ya he mencionado en el párrafo anterior su gran clásico del cine negro.
Pero hoy quiero hablar de otras tres películas, situadas cada uno en un género diferente, por las que siento una especial predilección y que creo que, de modo diferente pero a la vez complementario, personifican muy bien esa fundamental cualidad onírica que tiene el cine de Tourneur.
Noche en el alma (1944)
El primer sueño se llama Noche en el alma (1944), bello rebautizo español de un film titulado Experiment Perilous. En él se dan cita dos modas del cine norteamericano de esa convulsa época de los Estados Unidos: el melodrama romántico (surgido del lógico deseo de escapismo de una sociedad embargada por una terrible guerra) y la intriga de trasfondo psicoanalítico (no menos inevitable en un momento en que Freud se ponía de moda en la Meca del Cine). Esta fusión dio al menos una obra maestra, la inolvidable Recuerda (1945) de Hitchcock, pero también diversos títulos, más o menos delirantes, más o menos conseguidos, como mínimo sugerentes. Noche en el alma, por ello, importa menos por el contenido del relato que por su textura.
La trama comienza a bordo de un tren, en el que un hombre que hubiera preferido leer con tranquilidad se ve molestado por la charla embarullada de una mujer de mediana edad a la que presta poca atención. Sin embargo, cuando poco después se entera de que ha muerto, y recuerda que la mujer a duras penas dominaba un evidente estado de miedo, los remordimientos le impulsan a investigar lo que ha podido pasar. Y así conocerá al hermano de ésta, un hombre de la alta sociedad, el elegante y refinado (lógicamente, también inquietante) Nick Bedereaux, y en especial a su esposa Allida, bella, lánguida, que parece pasearse por la vida como un objeto que en cualquier momento puede ser quebrado. Como es natural, el protagonista caerá rendidamente enamorado de la mujer y descubrirá que el marido, el hermano de la mujer muerta, esconde en su interior a un monstruo.
Apoyada en una delicada ambientación visual de fin de siècle decimonónico, Noche en el alma supone una estupenda fantasía romántica distinguida por una atmósfera de cuento de hadas siniestro por la que se pasean, antes que personajes, entrañables arquetipos. Un noble paladín (que ahora ejerce el más moderno oficio de psiquiatra), valiente y enamoradizo, al que encarna un buen actor injustamente olvidado, George Brent (por cierto, uno de los intérpretes que más cómodamente lució las elegantes ropas del siglo XIX). Una bella dama en peligro de mirada lánguida a quien enseguida intuimos amenazada por el horror, a quien Hedy Lamarr presta muy bien el tipo de mujer que fascina sin que haya una razón real para esa fascinación. Y un dragón que adopta las trazas de un sofisticado caballero pero cuya mirada encierra el brillo de la locura —la razón de su locura, delirantemente freudiana, radica en su sentido de culpa por haber asesinado a sus progenitores (la madre murió en el parto, el padre se suicidó al no poder soportar la pérdida)—, papel que borda, como es natural, el espléndido Paul Lukas. Incluso hay un pequeño por cuya salud física y mental teme la bella dama, que intuye la obsesión de su esposo por la infancia desgraciada.
En mayor medida que los otros dos títulos de los que voy a hablar, Noche en el alma solo tiene sentido considerando que se desarrolla en el país de los sueños, lo cual remarca esa magia delicada e irreal que otorgaba el rodaje absoluto en decorados. En sus imágenes se dan cita todo un imprescindible conjunto de elementos estéticos y argumentales, escenográficos y sensoriales: calles cubiertas por nieve, pues nada como las estaciones frías (el otoño o el invierno) para ambientar este tipo de historias; capas con caperuza que esconden a mujeres de hipnótica belleza; un niño al que su padre intenta dormir contándole cuentos de terror; una criada pintoresca y corta de vista; las peceras gigantescas que adornan el piso superior de la casa de los Bedereaux, y que sugieren de manera admirable la profundidad malsana que se agita en el inconsciente de su dueño: es lógico que, en el final, estallen violentamente, volcando su contenido sobre el hombre que lo está tratando de detener… El título español acierta plenamente: cuando la noche se abate sobre el alma, los sueños se convierten en pesadillas. Menos mal que en Hollywood siempre había un noble caballero a mano.
Stars in My Crown (1950)
Tourneur siempre declaró que Stars in My Crown era (junto a Yo anduve con un zombie) su película favorita de entre todas las que rodó. Luchó por que le fuera encomendada, aun reduciendo en mucho sus emolumentos, y el resultado le gratificó enormemente (también al protagonista, y amigo personal del director desde sus tiempos escolares, el magnífico Joel McCrea). Ahora bien, en su momento fue un fracaso. Nunca se estrenó en España y solo recientemente —cuando el impacto es mucho menor que en la época en que solo teníamos una o dos cadenas de televisión— se ha emitido en formato catódico, bajo el título de Estrellas en mi corona. Es por ello que sigue constituyendo hoy uno de sus títulos más difíciles de ver, y una de las sorpresas más rotundamente agradables con que un cinéfilo curioso se encuentra, tan pronto consigue dar con él.
Se trata de una modesta producción de complemento del principal estudio de Hollywood, la Metro Goldwyn Mayer, que tiene cierto sabor de western pero que, ante todo, pertenece a un género que solo tiene sentido en los Estados Unidos, no en vano se conoce como «Americana». Se trata de un tipo de película, por lo común difícil de encasillar en un modelo concreto —reúne elementos del melodrama, a veces del drama, de la comedia, bañando todo en lo que aquí en España llamaríamos costumbrismo—, ambientada en pequeñas ciudades del interior del país (si habláramos de films de terror o de dramas de gran crudeza, diríamos la América Profunda) y protagonizada por gentes sencillas cuyo cotidiano devenir pretende expresar algo así como la esencia de ese llamado gran país. Muchos grandes directores estadounidenses dejaron eminentes muestras del mismo: tal vez los más recurrentes fueron John Ford y Henry King, pero incluso el mismísimo Orson Welles entregó una de sus obras maestras en este género, pues no otra cosa es su maravillosa El cuarto mandamiento (1942).
De hecho, es evidente la filiación que este título tiene con una de las grandes películas de Ford, ¡Qué verde era mi valle! (1941), en cuanto que el cuerpo del relato es la evocación que, desde la edad adulta, realiza un personaje que en la trama es un niño (Dean Stockwell, magnífico «niño prodigio» que consiguió hacer carrera adulta) que registra cuanto ve con sus ojos sensibles y lo reinterpreta bajo la mirada de la fábula. Un niño, John Kenyon, que vive con su tía materna y el esposo de esta, el pastor (o sea, el predicador) de Walesburg, Josiah Gray, el hombre que para él supone poco menos que un dios, un clérigo que, siendo el faro moral de la pequeña localidad donde transcurre la acción, Walesburg, posee una chispa, un conocimiento de los entresijos de la vida práctica y un aire tan poco clerical que, en los recuerdos de John, bien podría haber sido sheriff.
Y lo que recuerda el pequeño es un caleidoscopio de imágenes, cuyos elementos de dureza (el racismo, la vileza de algunos vecinos, la rigidez de otros, la aparición de una epidemia mortal de la que se culpará el mismo pastor) vienen tamizados bajo el espíritu del cuento de hadas. Es más, en rigor la película cuenta sucesos en los que John no está presente, y sin embargo no importa porque, cuando no ven, los niños imaginan lo que ha pasado en función de su conocimiento presente de las personas.
La primera muestra es la evocación de la llegada del protagonista a Walesburg. Gray desciende del tren que lo deja en la localidad, avista el saloon repleto de tipos bebiendo, entra en él, se sitúa junto a la barra, exclama que va a dar justo ahí su primer sermón, ante la hilaridad de los parroquianos… y acto seguido saca dos enormes colts para pasmo de la concurrencia, que desde luego calla por completo y se dispone a escucharlo. He aquí, de entrada, el principio enunciador de todo el film: importa poco si en verdad así fue el ingreso de Gray en la vida de Walesburg, pero así es como John, nuestro narrador, es capaz de imaginarlo, y el detalle más genial es, precisamente, el de las dos pistolas. ¿A qué niño no le gustaría imaginar a su ídolo como todo un westerner? Huelga señalar la convicción, al mismo tiempo serena y socarrona, que Joel McCrea, intérprete precisamente de tantos westerns modestos, aporta al personaje, en el que tal vez sea el papel de su vida.
La mirada del pequeño John transmuta el recuerdo en idealización, la crónica real en fábula, la vida en sueño, si bien un sueño que no pierde de vista la realidad, porque a veces la realidad se define mejor mediante los sueños. El mejor ejemplo es la inolvidable escena del «milagro» que realiza Gray, salvando la vida de la maestra del pueblo cuando estaba desahuciada por su propio prometido, el joven y racionalista médico de Walesburg que desde el primer momento lo ha tratado con considerable hostilidad. Cuando hablamos de milagros en cine, se suele citar ante todo a Dreyer (y ciertamente, La palabra es un film extraordinario), pero es injusto que no se haga con este sublime momento de Stars in My Crown, inmejorable forma de demostrar que un gran director es capaz de convencer de todo, incluso de aquello que en cualquier otro sería materia de burdo redentorismo cristiano.
¿Se salva la maestra a causa del rezo ferviente del pastor o porque la puesta en escena de Tourneur no admite otro resultado? Describirlo es inútil: hay que verlo —¿qué materialista cree en los prodigios que él mismo no ve?—, pero baste señalar que la clave está, precisamente, en que el director consigue convencernos de que la irrealidad de los elementos de la secuencia (la forma de pasar del encuadre aislado del pastor al encuadre compartido con la enferma, el viento penetrando en la estancia, la luz que parece venir acto seguido, la mano de la maestra que se mueve hacia la mano del pastor del mismo modo que la vida busca la vida…) es el producto de la convicción del niño que no estaba en la estancia pero que imagina lo que pasó, porque sabe que el hombre responsable del prodigio es capaz de todo. Sencillo, coherente: conmovedor.
La otra escena que juega admirablemente con la suspensión de la incredulidad es la visita nocturna del Ku Klux Klan al Tío Famous, el anciano negro que, tercamente, se niega a vender su propiedad al ricachón local. De un modo que preludia la muy parecida escena de Matar a un ruiseñor, el pastor salva la situación leyendo, antes de que el viejo sea «ajusticiado», el testamento que éste ha dejado, en el que va legando uno por uno sus bienes a los niños del pueblo a los que él trató toda su vida (y los planos van indicando que esos niños, ya adultos, son quienes se camuflan bajo las capuchas, ahora abochornados). La imborrable estructuración de la escena posee una coda estupenda: el descubrimiento por parte de John, testigo de la escena, de que los papeles que el pastor aparentaba leer están en blanco…
¿Paternalismo, providencialismo, sermón desde la pantalla? Lo admirable es que el aparentemente radiante final feliz de Stars in My Crown, con todos los habitantes del pueblo reunidos en la iglesia cantando el himno favorito del pastor (el que da título al film, por cierto), incluidos el médico racionalista, el malvado ricachón y algunos ateos convertidos por la última hazaña de Gray… no puede ocultar, también, indudables puntos amargos. Recuérdese que el argumento sentimental utilizado por el pastor ha sido recurrir a la relación que tuvo el anciano con los honrados ciudadanos cuando estos eran niños. Pues bien, Tourneur no deja de indicarnos, tristemente, que solamente en la infancia puede permitirse la confraternización entre blancos y negros. Y es que en esa idílica reunión comunal solo falta el Tío Famous, al que el director muestra apareciendo al otro lado de la ventana de la iglesia, yendo despreocupadamente a pescar. Y compartiendo el encuadre, el feligrés que canta con rostro seráfico en este lado de la ventana, perfectamente integrado en la comunidad como un pilar de la misma, es el mismo ricachón que la noche anterior lo quiso matar.
La mujer pirata (1951)
Desde la primera vez que la vi, nunca he dudado de que el formidable atractivo de esta película estriba en que, bajo el formato de un film de aventuras en Technicolor prototípico de la Edad de Oro del género en Hollywood, discurre una historia en la que importan muy poco sus peripecias al lado de lo que es en realidad: la crónica del nacimiento de la sensualidad en un personaje femenino primario en todos los sentidos, capaz tanto del salvajismo más fiero como de la ternura más arrebatada, y la tragedia que supone para ella la contrariedad en la satisfacción de esos nuevos sentimientos. Los guionistas de Hollywood elaboraron una fantasía masculina tan irreal como sugestiva sobre un personaje que, una vez más, solo puede existir en el territorio del sueño (¡una mujer capaz de ser obedecida por ese ejemplar especialmente salvaje de hombre que fueron los piratas!). Pero qué sueño… un sueño de exaltado romanticismo al tiempo que de malsano sado-erotismo, en el que el roce de los cuerpos vale tanto como la expectativa de su sufrimiento: y en La mujer pirata sufren los cuerpos y sufren las almas, se ama con exaltación, se odia con depravación, se tortura físicamente, se acaricia con salvajismo al ser que antes se torturó, se sueñan viles torturas para la mujer que se descubre que se lleva las caricias verdaderas…
En el arranque del film, una mano va tachando (con tinta roja como la sangre…) los nombres de barcos hundidos en el Caribe y recita el nombre del pirata que cometió la atrocidad, el temido capitán Providence. Enseguida sabemos que ese capitán es una mujer, Anne Providence, protegida del mítico Barbanegra, la cual, al capturar una de sus presas, encuentra en las bodegas a un hombre encadenado, que se presenta como un corsario francés enemigo de los ingleses, el capitán La Rochelle. La mujer pirata lo enrola como piloto, y la primera vez que llama su atención (qué magnífica idea de guion…) es porque, de un botín del que todos sus hombres escogen dinero, armas o alcohol, él elige un bonito vestido de mujer. Es el primer ramalazo de sensualidad despertada que siente Anne, quien no tardará en convertir a ese hombre en su amante (en su primer amante), no sin antes herirlo y torturarlo al sospechar que esconde un secreto. Él le hará creer que es la pista del fabuloso tesoro de otro pirata mítico, Morgan, pero, ay, todo es una trampa: La Rochelle busca entregar a Providence (eso sí, ignoraba que era una mujer, lo cual, por otra parte, no cambia en absoluto sus planes) a los ingleses, a cambio de que le devuelvan el barco que estos le capturaron. ¡Una mujer en la cumbre de su sensualidad vendida por un barco! Ah, pero es que La Rochelle guarda una esposa, también bellísima, en Nassau, con los ingleses, y ese será el precio que se cobre Anne Providence después de descubierta la traición…
Esta breve recensión, espero, resultará sobradamente jugosa para anticipar el cúmulo de posibilidades que encierra el film. Antes que nada, el inolvidable personaje de Anne Providence encuentra a la mejor actriz que podía encarnarla en la maravillosa Jean Peters alguien capaz de dotar a su personaje del equilibrio exacto entre la niña que todavía es (capaz del candor más ingenuo —su forma de proponerle al hombre del que todavía no sospecha su traición un futuro viaje a París— y de la más terrible arbitrariedad: todo el despechado trato que le reserva a la esposa de ese hombre indigno), la adulta implacable que tiene que mantener el estatus de mando que ha alcanzado entre los piratas, y la mujer que se abre a la belleza del amor y el sexo, dando trompicones, subiendo altas cimas y despeñándose en profundos barrancos porque ni sabe medir los sentimientos propios ni defenderse de la falsedad de los ajenos.
Las claves del convulso erotismo del film se basan, en primer lugar, en el atractivo físico de sus tres personajes centrales: Anne, todo fulgor; el capitán La Rochelle, cuya belleza también tiene algo de femenina (era inevitable con la elección del siempre blando Louis Jourdan, pero algo tenía que tener este actor cuando, en pantalla, supo despertar dos amores tan sublimes como los de la mujer pirata y la protagonista de Carta de una desconocida); y la esposa de éste, Molly, que encarna otro tipo femenino, la mujer nacida para estar en peligro, para no saber defenderse a sí misma, para hallarse a merced de hombres (o de mujeres que tienen la voluntad de un hombre), lo cual no quiere decir que no posea también un carácter indomable, que le impide pedir cuartel, lo cual la iguala a su oponente por el amor de ese tipo que nos la merece a ninguna de las dos (Debra Paget, que ofrece un fabuloso contraste con Jean Peters).
El otro elemento fundamental de esta historia de amor, sensualidad y muerte es su profundo pesimismo. Por mucho que el tono fotográfico, la escenografía y los colores del film lo asocien al vitalismo que solía impregnar la mayor parte de producciones del género, La mujer pirata es un film triste, y no sólo porque acabe tristemente con la muerte de su protagonista. Es un film marcado por el desengaño, por las ilusiones destruidas, que por lo tanto no puede acabar de otro modo que con la destrucción. Destrucción de Anne Providence, que acaba dando su vida por amor, porque en ella no hay espacio para el término medio. Y destrucción de los hombres que la rodeaban en su vida, esas figuras inequívocamente paternales que se sitúan a su lado: el doctor Jameson (inolvidable Herbert Marshall), sombrío, existencialista y por tanto borracho, que intenta guiarla lejos del mal y que asiste impotente a su muerte; Red Dougal (James Robertson Justice), el segundo de Anne, puesto allí por su protector Barbanegra, pero que acabará aceptando morir con ella, imponiéndose antes la lealtad a su capitana que la del hombre que lo situó allí; y el mismo Barbanegra (Thomas Gomez), un hombre brutal cuyo único asomo de humanidad había sido la protección (y sobre todo, la educación) de Anne, pero cuya soberbia al ver su voluntad contravenida por quien piensa que le debe guardar obediencia absoluta acaba enfrentándolo a muerte contra su antigua pupila: demasiado tarde comprenderá la amargura que le reservan tal combate y la desaparición de la única chiquilla a la que quería sin doblez ni interés. Lo irónico es que quien sobrevive, salvando a su vez lo que más quería, su esposa, es el personaje más mediocre, en el fondo el más ruin, de la historia y el que provoca, sin pararse a pensar en las consecuencias, la tragedia de la mujer pirata: el capitán La Rochelle.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Noche en el alma / Experiment perilous. Año: 1945
Director: Jacques Tourneur. Guion: Warren Duff; novela de Margaret Carpenter. Fotografía: Tony Gaudio. Música: Roy Webb. Reparto: Hedy Lamarr (Allida), George Brent (Dr. Bailey), Paul Lukas (Nick Bedereaux). Dur.: 91 min.
Título: Estrellas en mi corona / Stars in My Crown. Año: 1950.
Director: Jacques Tourneur. Guion: Margaret Fitts; novela de Joe David Brown. Fotografía: Charles Schoenbaum. Música: Adolph Deutsch. Reparto: Joel McCrea (Pastor Josiah Gray), Dean Stockwell (John Kenyon), Ellen Drew (Harriet Gray), James Mitchell (Dr. Harris), Juano Hernández (Tío Famous). Dur.: 89 min.
Título: La mujer pirata / Anne of the Indies. Año: 1951.
Director: Jacques Tourneur. Guion: Philip Dunne y Arthur Caesar; historia de Herbert Ravenel Sass. Fotografía: Harry Jackson. Música: Franz Waxman. Reparto: Jean Peters (Anne Providence), Louis Jourdan (La Rochelle), Debra Paget (Molly La Rochelle), Herbert Marshall (Dr. Jameson), James Robertson Justice (Red Dougal), Thomas Gomez (Barbanegra). Dur.: 81 min.
Saludos.
Según mi irrelevante criterio la filmografia de Tourneur no se puede dividir,como otras,en obras mayores y menores,sino en Mayores y Gigantescas.Mi veneración puede parecer desproporcionada,pero aún se hincha más al comprobar lo poco valorado que sigue siendo su cine por buena parte de la cinefilia,aunque goza de bastante más fama que otros representantes de la serie B de su época,como Joseph Lewis o Edgar Ulmer,eso si.
Por otro lado:descubrí hace pocos dias este blog,buscando por el internés datos sobre Harry Flashman después de ver la peli que le dedicó Richard Lester,que no es gran cosa pero al menos es divertidilla.Comentario que extiendo a todo lo que he visto de Lester…En breve voy a agenciarme el primer título de la saga,que promete.
Se agradece encontrar un blog de literatura y cine en el que se hable de cosas que deberian ser fundamentales,como estilo narrativo o puesta en escena,y no las habituales recensiones que se limitan al me gusta/no me gusta/me divierte/me aburre,o peor aún,latosas intenciones de convertir una crítica en una excusa para soltar,bajo cualquier sesgo ideológico,burdos análisis sociopolíticos.
Hasta la próxima.
Hola, Roger, y bienvenido al club. Comparto tu clasificación de las pelis de Tourneur, fuente continua de placer. Desde luego, aunque no pueda decirse que sea un director menospreciado, sí que no se le ha dedicado el interés que a otros de no superior talento pero mayor suerte profesional, crítica y cinéfila: con los mimbres que le dieron ya me gustaría haber visto lo que hacían otras manos..
Me complace que tu puerta de entrada en el blog haya sido por el artículo dedicado a Flashman, porque no me parece que haya tenido mucha repercusión. Yo al personaje lo he descubierto muy tarde, pero creo que hace años debió de vender bien, no en vano Edhasa «amplió» su saga canónica en un par de libros más. Aunque al principio me resultó muy chocante el cinismo descarnado y muy moderno de tal personaje en un ambiente para el que estaba acostumbrado a otro tono, una vez superado el prejuicio me lo pasé estupendamente. De hecho, todavía tengo pendientes varios de sus libros, de ahí la promesa (todavía no cumplida) de prolongar ese artículo con otro que se ocupe de las novelas de una en una.
Por último, ni que decir tiene: en cualquier obra de ficción (cine, literatura, tebeo) importan lo mismo el qué cuenta y el cómo se cuenta. Un narrador sin estilo puede tener interés argumental en un primer acercamiento, pero difícilmente darán ganas de repetir. Buenos críticos de cine me enseñaron a «ver» donde antes solo «miraba»: las películas (los libros) se disfrutan más así.
Un saludo.
Ya sé que voy con retraso, pero solo quería dejar constar que Stars in my Crown es una obra sublime, de una serenidad y una emoción infinitas, y que solo con ella bastaría para que Jacques Tourner ocupase el puesto que ocupa en el olimpo de los directores.
Totalmente de acuerdo, Ángel. Es más, es el tipo de película que o resulta sublime o resulta cargante: por lo tanto, la oportunidad ideal para un genio. Y Tourneur lo era.