Ultimátum a la Tierra El enigma… de otro mundo Planeta prohibido
No cabe duda de que los años 50 constituyeron toda una edad de oro para la ciencia-ficción, en literatura y en cine. En el primero de estos campos, el género comenzó a emerger del encasillamiento dentro de la literatura pulp (estadio del género no solo valioso en sí mismo sino imprescindible por cuanto la mayor parte de los escritores hoy considerados clásicos comenzaron su trayectoria ese tipo de publicaciones) y a ir ganando un respeto y un conocimiento que desbordaba ese margen demasiado especializado. A los 50 asociamos nombres como los de Isaac Asimov, Ray Bradbury, Richard Matheson, Fritz Leiber, Robert A. Heinlein, Fredric Brown o el primer Philip K. Dick, y como símbolo de esa consciente madurez bien podrían valer esos emblemáticos Premios Hugo, que se entregaron por vez primera en 1953. El cine, que siempre ha encontrado en la literatura una obvia fuente de inspiración, fue reflejo fiel de esa eclosión. Aun todavía encerrado en los márgenes de la serie B, el género conoció un momento de esplendor industrial, asociado en la memoria de los cinéfilos a unos productos caracterizados antes por su inventiva que por sus medios, por lo común desbordantes de ingenuidad pero en los mejores casos dueños de una imperecedera densidad dramática. A lo largo de este artículo, voy a hacer un pequeño recorrido por los títulos más representativos de esa década, citando apenas aquellos a los que ya he dedicado alguna entrada en este mismo blog (sobre estas líneas facilito a los interesados los oportunos enlaces), y dedicando mayor extensión a films en la memoria de todos: de La humanidad en peligro a El increíble hombre menguante, de La mujer y el monstruo a La invasión de los ladrones de cuerpos.
Los expertos hacen hincapié en la importancia de la guerra mundial y sus consecuencias para señalar el cambio de tendencia dentro del cine fantástico: el terror (que a lo largo de esa década había ido viviendo una progresiva decadencia) fue sustituido por la ciencia-ficción porque las preocupaciones del hombre se hicieron mucho más cotidianas y el horror gótico aborda un tipo de «anormalidad» demasiado ajena a ese horizonte doméstico. Esa preocupaciones eran, claro, la preocupación constante por un nuevo conflicto bélico (las invasiones extraterrestres suponen un evidente simbolismo de este temor), por la guerra fría, por el miedo a perder la identidad (en un mundo tan polarizado, cada bloque insistía en la deshumanización que encerraba la visión de la vida en el bando contrario), por las mutaciones de un cuerpo sometido al horror atómico, incluso, por qué no, de la posibilidad de vida en otros planetas (el primer avistamiento de platillos volantes se había producido en 1947, en los mismos Estados Unidos)… De todo este magma consciente, e inconsciente, surgirían distintas fantasías que darían cuerpo de un modo distinto pero complementario a cada una de ellas.
Suele señalarse 1951 como el año en que Hollywood fabrica sus primeros clásicos indiscutibles. En concreto, son dos. Ultimátum a la Tierra (1951, Robert Wise) une la inquietud ante la posible vida extraterrestre con la preocupación por la guerra fría, a través de la historia del visitante que llega a la Tierra en el sempiterno platillo volante, y cuyo mensaje de paz se tropieza con la violenta desconfianza del ser humano. Su atmósfera de cine negro, el bonito diseño de sus elementos alienígenas (la nave espacial, el entrañable robot Gort, el sonido «espacial» de la partitura del gran Bernard Herrman…), el elegante aplomo de Michael Rennie en el papel protagonista y el curioso carácter de parábola evangélica que adopta su historia siguen manteniendo vivo este clásico, proverbialmente ingenuo pero indudablemente hermoso. En cambio, El enigma… de otro mundo (1951, Christian Nyby), un tanto mitificado por la aureola hawksiana de su dibujo de personajes (Hawks fue su productor, en efecto), aborda la misma guerra fría desde un antipático y maniqueo prisma militarista que no consigue ser compensado por otros elementos. Se trata de un film, por tanto, sobrevalorado aunque también agradable: ahora bien, mejor es ir a la fuente original, el relato ¿Quién hay ahí? de John W. Campbell en que se basa, o en su soberbio remake por John Carpenter, La cosa (1982).
El miedo a las mutaciones atómicas dio origen, dentro del género, a un nutrido campo de películas sobre monstruosidades (la más famosa fue japonesa: el entrañable dinosaurio radiactivo Godzilla, que nació en 1954, y cuya progenie alcanza nuestros días), especialmente sobre animales corrientes sometidos a un proceso de gigantismo. La más notable producción de este estilo, y en sí una excelente película, fue titulada en los USA de modo tan sencillo como sugerente: Them!, pero en España la conocemos por el más rimbombante nombre de La humanidad en peligro (1954, Gordon Douglas). En su condición de film seminal dentro de su subgénero, la propuesta contiene la práctica totalidad de los elementos usuales del mismo: la inicial indeterminación acerca de la amenaza, la intervención de los científicos para dar cierta cobertura «racional» a la empresa, la inclusión de algún romance supuestamente destinado al hipotético público femenino (aquí, por fortuna, ese romance tan sólo se sugiere) y la eliminación final de la amenaza por parte del ejército de los Estados Unidos. Y si son evidentes las deudas que tiene con el antedicho título de Nyby y Hawks, la apología militarista que emana del despreciativo retrato de los científicos empleados en aquella película (en el mejor de los casos, tratados como niños grandes y molestos) aquí da paso a una franca colaboración entre ambos estamentos.
La gran virtud de esta película es haber comprendido que la dilación en la presentación de la amenaza era su mejor baza. Así, su media hora inicial —no sólo lo mejor de toda la película, sino en sí misma una pequeña obra maestra del cine fantástico en toda su historia— se dedica a mostrar la desorientación de los encargados de la investigación (un modesto policía local y un agente del FBI) ante un puñado de episodios atroces para los que no encuentran explicación, entrecruzando una vez más el thriller con el cine fantástico, en un soberbio ejercicio atmosférico que se construye a partir de tres elementos: un estupendo sentido del presagio, una ejemplar utilización del sonido como fuente de terror y la valoración visual del desolado paisaje desértico donde transcurre su historia. Como se sabe, esa amenaza resultará ser un grupo de hormigas gigantes mutadas por la radiación atómica, animadas de forma tan naif como entrañable, con las que el ejército acabará entablando un match en las alcantarillas de Los Angeles.
El mismo año de 1954 vio el estreno de La mujer y el monstruo (1954, Jack Arnold), uno de los títulos más populares de la década, hasta el punto de desencadenar dos rápidas secuelas y haber propiciado en fechas muy recientes una muy exitosa reformulación de su idea central, una especie de what if que fantasea con la posibilidad de que los dos seres que componen la pareja titular se hubieran atraído mutuamente y no solo fuera cosa del más monstruoso y al tiempo indefenso de sus componentes: la muy estimable La forma del agua (2017), de Guillermo del Toro. La sencillísima trama de este título —en el corazón de la Amazonia, una expedición científica se tropieza con un eslabón perdido de la evolución humana, que se enamora irremediablemente de la más bella integrante del grupo— suele considerarse una versión del clásico La bella y la bestia, aunque yo no estoy de acuerdo, porque falta precisamente el proceso de enamoramiento mutuo que sí se da en la película del mexicano. En todo caso, podría considerarse (y no es ocurrencia mía, claro) como una variante del mítico King Kong de los años 30, desgraciadamente más simpática que conseguida.
El principal problema de este film es que, después de un sugestivo arranque dotado de ese sentido lírico que permitía la síntesis narrativa de la mejor serie B, desde el momento en que se llega a la Laguna Negra del título original, donde ya transcurrirá toda la trama, la manifiesta pobreza argumental degenera en una aburrida morosidad (continuas idas y venidas del barco al fondo de la laguna sin el menor sentido de la progresión), subrayada por lo tópica e incluso insufrible que es la galería de personajes (la burda contraposición entre dos científicos: uno moreno y noble; el otro rubio y vanidoso, que más que un hombre de ciencia parece el clásico cazador pérfido de las películas de Tarzán, por no salirnos del escenario: claro, el primero se lleva a la chica y el segundo paga con su vida…).
Lo mejor de la película, lo que justifica la irresistible fuerza iconográfica de este film, viene dada por los dos personajes centrales. Por un lado, el fabuloso diseño del traje escamoso de la criatura, especie de iguana antropoide con enormes garras palmípedas, cuyos movimientos natatorios, impulsándose primero a izquierda y luego a derecha, con la cabeza rígida (seguramente porque el caso que llevaba el actor así lo era), despiertan una notable fascinación, tanto como esos ojos que, tal vez por permanecer inmóviles todo el tiempo, despiertan cierta sensación de hallarnos ante un niño grande pero vulnerable. Por otro lado, la belleza turgente de Julia Adams, que templa el profundo deseo que despiertan sus curvas con una expresión de serenidad que resulta encantadora. La famosa secuencia en que la actriz nada mientras es espiada por la criatura sigue figurando entre las más imborrables deparadas por el género en toda su historia: siempre me ha parecido que buena parte de su atractivo radica en la absorta inmovilidad del monstruo mientras la muchacha no deja de moverse.
El tema de los viajes interestelares tuvo un ejemplar excelente en la película Planeta prohibido (1955, Fred M. Wilcox), un título que diverge de los otros que aquí abordo por su espectacular colorismo y el derroche de medios propio de la Metro, una major cuyas serie B podía pasar por serie A en cualquier otro estudio. Dotada de un prestigio extra (para quienes necesitan estos extras) por su presunta condición de versión libre de la shakesperiana La tempestad, el film mezcla, de modo a veces encantador y a veces molesto, la densidad adulta que permite su planteamiento dramático (una mirada sobre cómo emergen los demonios interiores —los del doctor Morbius, el pionero del espacio que no quiere compartir con nadie su edén estelar— al contacto con una tecnología tan incomprensible para el hombre que acaba pareciendo ancestral magia negra) con los tópicos e ingenuidades propias de que sus responsables, es muy evidente, creen que lo que cuentan va dirigido a públicos sin la menor sofisticación intelectual. Desde luego, el inolvidable robot Robbie y la personificación de las turbulencias del Id (del subconsciente humano) bajo la forma de una especie de demonio de Tasmania eléctrico, suponen otros dos iconos imprescindibles del género.
Los dos últimos títulos que voy a comentar son, probablemente, los dos mejores ejemplares que dio el género en esa década, y dos referencias imprescindibles todavía hoy, creadores de escuela e inspiradoras de versiones de diversa laya.
La primera es La invasión de los ladrones de cuerpos (1956), paradigma perfecto de ese saludable vector del género conocido como ciencia-ficción paranoica, que versa sobre la destrucción del concepto de la normalidad desde la alucinada subjetividad de algún personaje que bien puede estar siendo arrastrado por la locura o por una pesadilla. Un planteamiento, por lo tanto, que demuestra que casi cualquier reflexión sobre lo humano es cuestión de determinada perspectiva. El novelista Jack Finney, autor de la estupenda novela original (que el guion sigue con fidelidad, salvo la parte final), acertó al dar cuerpo a una preocupación fundamental del ser humano: la pérdida de la identidad. Pero una pérdida aquí encarnada en la destrucción de aquello que distingue al hombre del resto de seres vivos: su profundo sentido de la individualidad. Recuérdese su trama, que se ha convertido en una de las fundamentales del género: los habitantes de una pequeña localidad californiana llamada Santa Mira sufren una particular invasión extraterrestre, mediante la cual son sustituidos por unas réplicas perfectas surgidas de vainas vegetales, que los convierten en miembros de una conciencia colectiva desprovista por completo de cualquier emoción o principio de individuación. Un planteamiento que, en su contexto original, fue interpretado como una parábola anticomunista pero que, con el tiempo, también puede considerarse como una amarga reflexión sobre los riesgos de que una comunidad se vea conminada a la uniformidad moral e ideológica: una amarga mirada sobre el ambiente conspiranoico de la era del macarthismo.
Fogueado en numerosos thrillers de serie B, el director Don Siegel supo cómo proporcionar a las imágenes y a la narrativa la adecuada textura, de lo que destaco un magistral uso dramático del día y de la noche. A plena luz del sol, las acusaciones de los habitantes de Santa María (que sus seres queridos, por mucho que físicamente sean iguales, ya no son quienes dicen ser) parecen, en efecto, el producto de una histeria colectiva. Sin embargo, tan pronto llega la noche, la inquietud transforma el pueblecito: es cuando los protagonistas descubren esos cuerpos todavía indefinidos pero que ya sugieren su condición de copia, y cuando asisten, horrorizados, a la apertura de las vainas en el invernadero, mientras celebran una alegre barbacoa. Ahora bien, el momento más genial de la película, en el que el horror se instaura ya sin posibilidad de vuelta atrás, tiene lugar significativamente bajo la nitidez del nuevo (¿del último?) día: es esa estupenda escena en que la pareja protagonista contempla desde la ventana de la consulta donde están escondidos el nacimiento de una mañana cualquiera en Santa Mira, con todos sus habitantes dedicados en apariencia a sus ocupaciones habituales, hasta que de pronto comienzan a actuar como una sola persona, reuniéndose para recibir instrucciones: la invasión debe trasladarse a otras ciudades.
Es una pena que, una vez concluida la filmación, los productores ordenaran incluir un prólogo y un epílogo que convierten el relato en el flash-back mediante el cual el protagonista revive la pesadilla que acaba de vivir. Su error es evidente, pues deja bien claro que el protagonista, el doctor Miles Bennell (magnífico Kevin McCarthy, cuyo aire de sabihonda condescendencia se ajusta estupendamente a la piel de un individuo satisfecho de su vida, que ignora lo rápido que se puede abrir el abismo a sus pies), por mal que le parezcan ir las cosas a lo largo de su odisea, conseguirá escapar de Santa Mira, y permite además un final esperanzador que desmiente el pesimismo previo, al hacer aparecer, por fin, las pruebas que demuestran que su relato no es el mero desvarío de un chiflado. Se desvirtúa, así, el antológico tramo final de la película, con esa desesperada huida hacia ninguna parte de los protagonistas (¿cómo olvidar el terrible plano-contraplano en que Bennell comprende que su chica, al dormirse, ha sido sustituida por la réplica sin emociones?) y la angustiosa secuencia en que el doctor intenta, inútilmente, atraer la atención de los coches de la autopista donde cree, por fin, haber encontrado refugio, mientras sus perseguidores aguardan en la distancia, sombríamente expectantes. El famoso grito «¡Usted podría ser el próximo!» que profiere un McCarthy con el rostro en el paroxismo del horror debería haber sido el mejor cierre del film.
Particularmente, la culminación de este ciclo me parece que es El increíble hombre menguante (1957), que sintetiza con memorable fortuna esa capacidad del género para la reflexión especulativa y la entraña paranoica. La odisea de Scott Carey, representante de eso que podría llamarse «americano medio», quien comienza a menguar de tamaño después de verse envuelto una radiante mañana, en el mar, por una nube de posible origen radiactivo (rescoldo, una vez más, del temor nuclear), sirve a Richard Matheson, guionista del film a partir de su novela previa, para efectuar una magnífica plasmación del tema fundamental de su obra literaria y cinematográfica (la fragilidad del concepto de normalidad, puesta de relieve cuando un factor altera la perspectiva habitual con que contemplamos aquella). La progresiva reducción de tamaño de Scott Carey le revela que la realidad es un concepto relativo, que se viene abajo tan pronto se rompe la convención que lo une a sus semejantes: su trabajo, su vida matrimonial y su seguridad se hunden cuando este hombre vulgar se convierte, de modo involuntario e indeseado, en una rareza, un ser grotesco, un freak. No en vano, poco antes Matheson ya había deslumbrado con una originalísima exposición del mismo planteamiento en su espléndida novela Soy leyenda: como Scott, su protagonista, Robert Neville, el último ser humano en una Tierra en la que todos los demás se han convertido en vampiros, descubre que esa singularidad lo convierte a él, ahora, en el auténtico monstruo.
Un planteamiento sencillo que, las cosas como son, podía haber sido narrado mediante un molesto sentido de la trascendencia y el subrayado, a modo de apólogo moral, pero que se libra de esa doble tentación gracias a dos elementos. Uno, que pocas veces he visto escrito, es la excelente interpretación del actor protagonista, Grant Williams, en el único papel por el que se le recuerda: si ya resulta inteligente la elección de alguien con tan genuino aspecto de sano all american boy (teniendo en cuenta que, aun cuando mantendrá en todo momento la misma apariencia, será ese cuerpo lo que no tarde en traicionarle), la excelente tensión que transmite su gestualidad, sin incurrir nunca en la sobreactuación, dota a un personaje necesariamente anodino de la debida personalidad. Y dos, la magnífica dirección de Jack Arnold, aquí desbordante de esa creatividad que tanto se echaba en falta en La mujer y el monstruo.
Si toda la primera mitad del film destaca por su implacable sentido de la progresión, desde la inicial inquietud de Scott al descubrir que su ropa de siempre le viene grande o que el anillo nupcial se le cae del dedo, la segunda ya es memorable. En todo momento, Arnold hace un magnífico uso del cada vez mayor gigantismo de los decorados, convirtiendo esos objetos cotidianos ahora sobredimensionados en inquietantes elementos de un universo en constante cambio. Apartado accidentalmente de la protección de su esposa (¡que lo mantenía en una casa de muñecas!), arrojado literalmente mediante un plano genial al sótano, que ahora deviene una especie de planeta misterioso donde todo encierra un peligro, ese hombre que había caído en el pasivo letargo del nihilismo, de pronto revive para recomenzar la historia de la humanidad, de su humanidad, mediante la lucha por el dominio de su entorno (simbolizado en una araña antes inofensiva y ahora monstruosa). Un notable hallazgo del guionista es que, si hasta entonces Scott Carey había ido narrando en off su propia odisea con cierto detalle, desde que cae al sótano su voz se reduce al mínimo: el espacio de reflexión (de pesadumbre) ha dado paso a la acción.
El final de la película (el monólogo mediante el cual Scott, una vez derrotada la araña y alcanzado el jardín —al seguir menguando, puede atravesar la rejilla que antes le impedía la salida a la luz—, acepta por fin su destino) ha provocado toda clase de pareceres: el mismo Matheson se disgustó porque incluyeron una referencia a Dios en las últimas frases. A mí me parece una de las más inolvidables conclusiones de toda la historia del género. La superación de esa rejilla a la que poco antes se había asomado con impotencia constituye un bonito símbolo de la caída de los barrotes que el americano medio se había forjado. Scott acaba aceptando que esa imparable reducción de tamaño, en vez de condenarlo a la impotencia lo que hace es abrir ante él un nuevo mundo totalmente desconocido, ante el que nada valen los parámetros de esa normalidad que tanto le dolió perder. Y así, mientras Jack Arnold brinda un vertiginoso travelling de alejamiento desde el ínfimo protagonista, perdido en la inmensidad del jardín, hasta las estrellas, es decir, la trascendencia, las palabras de Scott Carey componen un monólogo final de una belleza metafísica inexpresable: el «I still exist» (Todavía existo) con que concluye siempre me parecerá el más intenso mensaje de esperanza jamás filmado.
La desaparición del sistema de producción clásico de los estudios de Hollywood, y de la serie B que había auspiciado, provocó el final de esta primera etapa de esplendor del género. El paso adelante se daría en la década siguiente y consistió en la aplicación de grandes presupuestos para dotar de mayor credibilidad visual a los argumentos: en el mismo año, 1968, el éxito de 2001, una odisea del espacio y El planeta de los simios, demostraría que el género interesaba al gran público, pero a cambio se perdió, claro, el encanto que aportaba la modestia de aquellos productos. El canto del cisne de este concepto, sin embargo, había tenido lugar años atrás, en el tránsito de las décadas y no se había producido en cine, sino en televisión.
La inolvidable serie The Twilight Zone (conocida en los países hispanos como La Dimensión Desconocida) fue la que recogió los conceptos desarrollados por la ciencia-ficción de los años 50 y la plasmó en un irrepetible conjunto de variaciones, permitidas por el formato corto de unos episodios cuya duración (salvo en una de sus cinco temporadas) no superaba los 25 minutos. Así, de nuevo el miedo a la pérdida de la propia identidad, la distorsión de la realidad o de la normalidad, el pánico al apocalipsis o a la invasión extraterrestre, los viajes a través del espacio o del tiempo, la reflexión sobre la muerte, etcétera, encontraron su último campo de expresión, en el contrastado blanco y negro de los clásicos señalados, con la misma modestia presupuestaria y el mismo sentido de la sugerencia.
Hola Jose!
Me ha parecido muy interesante tu entrada, he disfrutado con su lectura. A riesgo de sonar ridiculo te dire que le tengo cierto mal rollo a bañarme en pantanos o rios oscuros, no asi en el mar, creo que fue a raiz de ver siendo niño la pelicula de Jack Arnold que me quedo ese miedo absurdo. Tambien me estaba acordando al hilo de lo que comentas de la fiebre que hubo en los USA con los refugios nucleares. Estupendas las peliculas que has citado, las veo una y otra vez, me siguen fascinando.
Un saludo!
Te confesaré que el verano posterior a mi descubrimiento de «Tiburón», cuando mi padre nos llevaba a dar una excursión en hidropedal al «profundo mar», tenía que cogerme de los pelos y tirarme al agua para que no me diera una insolación, porque ni loco me echaba yo de modo voluntario. Me alegra que te haya gustado el artículo, yo he disfrutado la revisión de esas películas en este último mes, a la vez que hacía una inmersión en la ciencia-ficción del cine, la literatura y la televisión de esa época, de la que voy a seguir extrayendo algún que otro artículo.
¡Un abrazo!
No te puedes imaginar lo que he disfrutado con esta maravillosa entrada. Todas estas películas forman parte de mi vida y no solo cinematográfica. Obviamente algunas de las objeciones que fórmulas son indiscutibles, pero siempre serán piezas maestras de mi imaginario cinéfilo. Y sí, las dos últimas coincido en que son las mejores aunque las restantes me fascinan. Puedo imaginarme viéndolas como si pudiese viajar en el tiempo. Qué recuerdos. Gracias por este hermoso regalo lleno de sentimiento y análisis a partes iguales. Un abrazo
Como bien sabes, uno de los principales de este blog es compartir emociones sobre películas y obras de ficción en general, de modo que el mero reconocimiento de que así te ha sucedido es sobrado premio. Evidentemente, para mí también son películas que poseen un valor superior al de sus ya considerables virtudes cinematográficas. Todavía recuerdo la emoción que para mí suponía acercarme cada lunes a ver qué película echaban en el inolvidable programa «Mis terrores favoritos», donde vi buena parte de estos títulos.
Otro abrazo para ti.
Por cierto qué te parecen La mosca y El experimento del doctor Quatermass?
Magníficas ambas. «La mosca» podría haber figurado en este artículo (¡también la descubrí en «Mis terrores favoritos»!), pero hace ya mucho tiempo que no la he vuelto a ver y además, al ser en color rompía un poco la «unidad cromática» del artículo (vale, «Planeta prohibido» también, pero esta solo la mencionaba de pasada 🙂 ). En cuanto a los tres Quatermass de la Hammer, se merecen un artículo dedicado a los tres: tengo bastante abandonada, ahora que lo pienso, a esta productora británica que, sin la menos duda, es mi estudio favorito de cine de todos los tiempos, gracias a mi debilidad por el cine gótico.
Qué gran homenaje le hacía Coppola en su Drácula a la Hammer entre otros. Y sí, La mosca es otro clásico maravilloso. Por cierto, cuánto le debemos los apasionados al cine a la televisión pública. Como sugerencia, los impresionantes ciclos que emitió TVE cuando Pilar Miró fue su directora también se merecen nuestro rendido aplauso y mil crónicas. Hoy, tristemente, sería impensable. Un abrazo
Pilar Miró fue, en lo que yo puedo conocer, fue la mejor directora de tve en relación con la programación de cine. Sus ciclos de cine clásico en vose, aunque fueran de madrugada, a mí me hicieron conocer el cine de verdad. Piensa que los fines de semana yo sacrificaba mi sueño y me levantaba a las 7 de la mañana para ver joyas como «Retorno al pasado» o «Los amantes de la noche».