El tren: apoteosis del ferroviario

Cartel original de El trenNo solo soy un apasionado usuario del tren, sino además un entusiasta de este vehículo como escenario de una ficción, en especial de una película: la atmósfera de claustrofobia que depara el espacio cerrado o la armonía visual de esa unión de líneas rectas que conforman el universo ferroviario han dado lugar a muchos clásicos en la memoria de todos. No puedo dejar de recordar Alarma en el expreso (1938), de Hitchcock, el prototipo de thriller de suspense a bordo de un tren; Pociag (1959), también conocida por su título internacional de Tren nocturno, del polaco Jerzy Kawalerowicz, por la espléndida atmósfera existencial que extrae de esas vidas cruzadas que componen los viajeros; o Pánico en el Transiberiano (1973), del español Eugenio Martín, entrañable demostración de cómo el tren es un estupendo lugar para el terror. Todas esas películas, sin embargo, exploran el tren en su interior: se desarrollan, ante todo, dentro de sus vagones, componiendo un mosaico humano con sus pasajeros, complaciéndose en la exploración del espacio cerrado. Sin embargo, el tren también admite una mirada exterior: sobre esas rectas paralelas, infinitas, que marcan su camino, sobre la estampa serpentina que adquiere vista desde el aire, sobre la máquina que lo conduce, esa entrañable locomotora de los días gloriosos del carbón y el vapor. Por tanto, no trata sobre los pasajeros sino sobre quienes los conducen a quién sabe dónde: los ferroviarios. Y hay una película que viene a suponer una apoteosis del ferroviario y del tren como «animal metálico» (en el Far West —lo sabemos, claro, por el cine— los indios lo llamaban el «caballo de hierro»). No podía llamarse sino El tren (1964). Se trata de un film bélico (o de aventuras bélicas, si se prefiere) situado en los días finales de la ocupación francesa y, como el buen cine-espectáculo del Hollywood de otrora, busca compaginar el atractivo de una trama plagada de incidencias con el propósito de reflexión trascendente. Pero por encima de todo, como indico, es un emocionado homenaje al tren.

El film pertenece a un claro contexto: la edad de oro del cine bélico como gran espectáculo cinematográfico durante la década de los 60. Aun cuando en los años 50 ya puede hablarse de precedentes como El puente sobre el río Kwai (1957, David Lean), seguramente fuera el enorme éxito de Los cañones de Navarone (1961), del injustamente menospreciado realizador británico J. Lee Thompson, el que abriera la espita a todas las demás producciones cuyos argumentos versan sobre misiones más o menos suicidas de un dispar grupo de combatientes (la más famosa de todas ellas sería Doce del patíbulo). El tren había sido un proyecto inicialmente entregado al director Arthur Penn. Sin embargo, su «visión» chocó con la de su gran estrella protagonista, Burt Lancaster, siendo despedido y reemplazado por John Frankenheimer, que ya le había dirigido en tres películas, entre ellas El hombre de Alcatraz y Siete días de mayo.

La trama es enormemente seductora. Ante la inminente liberación aliada de París, un oficial alemán, el coronel Von Waldheim, que siente una absoluta devoción por el arte contemporáneo, decide fletar un tren especial en el cual embarca un elevado conjunto de obras maestras almacendas en el Museo del Juego de Pelota. Informada la Resistencia, y a instancias también de la todavía lejana autoridad en Londres, decide impedir que el tren salga de Francia con ese «patrimonio nacional», misión que encomienda a uno de sus hombres, el ferroviario Labiche, un hombre con la determinación suficiente para salir con bien de la empresa pero que a la vez siente un completo rechazo ante el elevado número de vidas que van a sacrificarse por un objetivo que no comparte.

Este argumento está trabado sobre la realidad: de hecho, los créditos alegan que el guion se basa en un libro titulado Le front de l’art, escrito por Rose Valland. Esta mujer fue una de las heroínas secretas de la segunda guerra mundial. Conservadora del Museo del Juego de Pelota desde 1932, Valland fue mantenida en su puesto por los ocupantes alemanes, que sin duda la menospreciaron por su condición de mujer solterona de aspecto insignificante. Sin embargo, dominaba el alemán, cosa que ignoraban los hombres petulantes que organizaban el saqueo del arte francés delante de ella, sin sospechar que todos los datos eran transcritos en taquigrafía y entregados a la Resistencia. Gracias a su labor, se calcula que se salvaron 60.000 obras de arte de los museos franceses: recientemente, dos películas se han encargado de glosar este esfuerzo de salvamento en dos películas muy dispares, que no la citan en absoluto, la excelente Francofonía (2015), del ruso Aleksandr Sokurov, y la más conocida The Monuments Men (2014), de George Clooney, donde su figura sirve como inspiración para el personaje encarnado por Cate Blanchett.

En los días de agosto en que los nazis estaban a punto de abandonar París, Valland alertó de un último y muy nutrido cargamento, que la Resistencia se encargó de retener en una estación de las afueras de París. Sin duda, este suceso real es el que aprovechan los guionistas del film, magnificándolo por supuesto para darle el sustrato a su aventura bélica. Es más, la misma Valland aparece en el arranque del film, una vez más con otro nombre. En él, el coronel Von Waldheim visita de noche el Juego de Pelota, complaciéndose en el examen de sus amadas pinturas, y allí encuentra a la conservadora, la señorita Villard (Suzanne Flon, otorgándole al personaje la dignidad que merecía pese a su breve aparición), quien le agradece el respeto mostrado a esas obras maestras durante la ocupación, pero que entonces recibe la desagradable información de que el alemán piensa llevárselas de París en un tren especial hacia Alemania.

Como señalaba, era especialidad del buen cine de Hollywood el saber revestir el espectáculo visual y narrativo propio de la gran producción de acción con un propósito mucho más trascendente, más reflexivo, que la mera retahíla de peripecias. La reflexión central de la historia, claro, de cuyo portavoz ante el espectador es Labiche, es la siguiente: ¿merece la pena sacrificar vidas humanas, sean muchas o pocas, por algo que no está destinado a salvar ninguna vida: es decir, por meros objetos? ¿O la fuerza simbólica de esos objetos, como muestras eminentes de la creación humana, es decir, de la humanidad, justifica la empresa?

Paul Scofield como el obcecado coronel von WaldheimMientras se va desgranando la historia, además, otros elementos se van añadiendo a la reflexión. Uno es muy evidente: la misteriosa capacidad del ser humano para hacer convivir en el mismo sujeto la monstruosidad y la sensibilidad estética, encarnados en el alemán Von Waldheim (genial Paul Scofield, en su primer papel importante en el cine), quien, si se considera con derecho a llevarse (a «salvar» las pinturas), si se considera dueño de las mismas con más justificación que sus legítimos propietarios, es tanto por una sugestión sobre la naturaleza más elevada que él encarna como por la supuesta indignidad de sus rivales. Cuestión que, sin embargo, convierte a Von Waldheim en un patético paladín que lucha contra todo y contra todos: contra los franceses, sí, pero también contra sus propios compatriotas, quienes igualmente consideran que, en las circunstancias de la penosa retirada, sus intenciones son irrelevantes —si su superior acepta montar el tren no es por reverencia al arte sino por el argumento económico que emplea el otro: la cantidad de dinero que valen esos cuadros—, hasta el punto de acabar prácticamente perdiendo completamente la racionalidad, en su último intento de desalojar un convoy de soldados alemanes heridos para subir las pinturas a bordo de los camiones que los trasladan, una vez el tren ha sido puesto definitivamente fuera de combate. No hay que olvidar que este hombre que, en primera instancia, parece responder al prototipo de fanático nazi, en realidad está dispuesto a darlo todo por un conjunto de obras de arte que los jerarcas e ideólogos del partido consideran «degenerado»…

Por supuesto, Von Waldheim encuentra su réplica perfecta, su doble opuesto, en Labiche, quien al mismo tiempo, tanto por su apariencia como por su tosquedad, diríase que viene a darle la razón al alemán: es un hombre indigno e incapaz de entender la cultura, por tanto, inferior. El gran Burt Lancaster se avenía espléndidamente a dar ese tipo: aun cuando su papel más famoso haya acabado siendo el del cultivado príncipe Salina de El Gatopardo (1963: acababa de interpretarlo, pues), su imagen física —musculoso, de rasgos proletarios y expresión dura— convenía más bien a esos personajes de escaso barniz educativo. Es más, Lancaster se entrega al papel de modo increíble, aprendiendo personalmente cuantas faenas técnicas propias del ferroviario debe realizar en pantalla (desde conducir la máquina a procecer a la reparación de sus piezas o desmontar los raíles; en esos momentos, no interpreta: lo hace) y ejecutando personalmente los alardes físicos de su personaje: en una escena rodada sin cambio de plano, se desliza escalerilla abajo desde la torre de las agujas de la estación y sube a un tren en marcha, del mismo modo que salta y trepa arriba y abajo de máquinas y vallas o, en la exhibición final, se arroja personalmente por el enorme terraplén que lo conduce a las vías que quiere sabotear. Por mucho que sepamos que la profesión inicial de Lancaster fue la de acróbata, lo que lució en clásicos de la aventura como El halcón y la flecha, a esas alturas el actor ya rebasaba el medio siglo…

Ahora bien, el guion acaba planteando un juego de espejos entre esos dos hombres en principio tan diferentes. A pesar de sus diferentes sensibilidades, en el fondo ambos acaban hermanados por la obsesión más férrea y tenaz a la hora de cumplir cada uno con su propósito, lo cual a la fuerza los convierte en íntimos enemigos. Es por ello una idea estupenda del guion que sea el mismo Von Waldheim quien, sin darse cuenta de ello, sea quien fuerce su propia perdición al impulsar al hasta entonces reticente Labiche a hacerse cargo de la misión de sabotaje del tren.

En un primer momento, Labiche (cuyo grupo de la Resistencia ha quedado reducido a tres hombres, él y otros dos maquinistas, Didont y Pesquet) se había negado a encargarse de una empresa peligrosa y sin utilidad práctica, más aún cuando se les ha encargado una misión más relevante: retener un tren de armamento alemán en una estación concreta para que pueda ser destruido por la aviación aliada. Cuando esta misión ha tenido éxito, sin embargo, se produce un incidente que cambia su perspectiva de las cosas: el viejo y obstinado maquinista Papá Boule (el veterano Michel Simon, asociado a tantos clásicos franceses de los años 30) es descubierto como responsable del pequeño sabotaje con el que pretendía retener unas horas el tren de las pinturas. Enfurecido ante todo retraso, Von Waldheim ordena su fusilamiento, pese a las súplicas de Labiche, quien trata de hacerle ver que no es más que un anciano bruto y obstinado. La escena posee una fuerza excepcional, magnificada por la disposición de los personajes en el encuadre (los dos antagonistas en primer plano, el anciano siendo ejecutado en segundo término, sin que veamos su cuerpo hasta que cae inerte) y la memorable interpretación de los actores, y Frankenheimer transmite con inolvidable intensidad el cambio de decisión de Labiche ante la inhumanidad del alemán. Quien además termina por forzar las cosas al obligar al propio Labiche a ser quien sustituya a Papá Boule como maquinista del tren de las pinturas…

Es una pena, sin embargo, que El tren no llegue a convertirse en la obra maestra que merecía su planteamiento y su atractivo visual, y eso por culpa del mayor enemigo que tiene el arte denso de verdad: el enfatismo. Es un defecto que enturbia las mejores películas de Frankenheimer, su debilidad por el subrayado: quizá por eso, aunque alguna vez estuvo cerca, no llegó a firmar una sola obra maestra. Demasiadas veces diríase que el muy progresista Frankenheimer se nota incómodo con que se pueda pensar que está facturando un mero entretenimiento, y además una apología del heroísmo.

En El tren se insiste demasiado en indicar el disgusto de Labiche en la misión que acaba ejecutando (por contraste, sus compañeros se convencen demasiado pronto). Del mismo modo, la insistencia en el fanatismo de Von Walheim por dar prioridad a los cuadros antes que a los hombres acaba minando la credibilidad de la situación. El juego de espejos entre esos dos tipos tan hoscos se acaba recargando demasiado: acaba volviéndose mecánico, con lo cual pierde parte de su densidad. También se insiste demasiado en que todo francés noble esté dispuesto a sacrificar su vida sin más, sabiendo que incluso si triunfan solo les espera el fusilamiento por parte del iracundo alemán: no era necesario mostrar, en efecto, su vesania con planos de esas ejecuciones porque diríase que lo hace para enfadarnos aún más a los espectadores. En medio de tanto énfasis, incluso la comentada entrega de Lancaster a la película acaba distrayendo demasiado del fondo del mismo, pues acabamos contemplando más al actor que al personaje: al narcisismo propio de una gran estrella de Hollywood.

En especial, la conclusión de la película es un canto al subrayado [spoiler hasta el final del párrafo], con ese molesto montaje que, siguiendo la mirada del disgustado Labiche, alterna planos de los cadáveres de los últimos rehenes ejecutados por los alemanes (gratuitamente, además: otra innecesaria ostentación de lo malvados que son) con las cajas que contienen los cuadros: una vez más, el espectador casi siente en su cogote la respiración de Frankenheimer intentando guiar nuestras impresiones, negando la capacidad del espectador para saber encontrar por sí mismo los resortes de la reflexión. Y así, no puedo evitar ver el ametrallamiento final del alemán a manos del francés como un gesto destinado al jaleamiento moral de la platea, no muy lejano de los inefables momentos en que, en títulos ya directamente infectos, los Stallone o Willis de turno liquidaban, ante la complacencia del espectador embrutecido, al villano de sus tecno-thrillers. Sinceramente, la falta de modestia de Frankenheimer, su error de querer situarlo todo en un primer plano olvidando que muchas veces es mejor hablar en voz baja que gritar, conducen El tren por una vía demasiado estrecha.

Ahora bien, todo ello son ráfagas que molestan pero no impiden el disfrute de El tren, uno de estos títulos que, repito, dignifica la ambición del buen cine de acción de otrora. El Frankenheimer puramente narrador brilla a gran altura, de tal modo que todas y cada una de las secuencias culminantes son espléndidas, y que resuelven a la perfección las buenas ideas del guion: por ejemplo, la escena en que los ferroviarios burlan a los alemanes, haciéndoles creer que se dirigen a su país, cuando en realidad están volviendo hacia atrás, por el procedimiento de cambiar los rótulos de las estaciones. Del mismo modo, deslumbra el conjunto de secundarios reunido para la ocasión, cuyos físicos ya constituyen en sí mismos el dibujo de un personaje: de Wolfgang Preiss, estupendo como el inteligente mayor Herren, que representa al militar alemán racional, casi cabría decir que humano, a la nutrida galería de actores franceses (el film fue rodado en las mismas tierras galas que atraviesa el tren), los cuales otorgan una credibilidad absoluta a esos hombres sencillos embarcados en un heroísmo que ejecutan con normalidad, pero que los hace muy vulnerables, claro.

El abrazo de Burt Lancaster a Jeanne Moreau en El trenExcluyo de ellos a Jeanne Moreau, una actriz que nunca me ha gustado por cuanto me parece uno de esos molestos intérpretes que se remiten siempre a sí mismos: que en cada gesto o mirada parecen estar dejándonos bien claro lo maravillosos que son. Por otra parte, me parece un error su inclusión en un rol de colaboración que requería a una actriz menos conocida (pues parece conceder a su personaje una importancia que tampoco es tanta en la historia). Eso sí, cuando menos su presencia permite, en determinado, que Burt Lancaster luzca una cualidad para la que no tenía rival: creo que nadie ha sabido dar un abrazo de consuelo como él en el cine, con esos brazos enormes y musculosos que parecen dar el mayor amparo que nadie pueda necesitar, como demuestra ese momento en que el personaje femenino, superada por la tensión, se derrumba entre ellos.

Sin embargo, y por encima de todo, El tren supone, como señalaba en el inicio de este artículo, la más fascinadora apología del ferrocarril: de sus máquinas y de los hombres que las mueven. ¿Cómo no dejarse arrastrar por esa sinfonía de imágenes que muestran los rostros sudorosos y tiznados de los maquinistas, la forma serpentina que revela el tren desde el aire, el racimo de raíles en que se multiplica la vía principal al llegar a la estación, el duelo entre la locomotora y el Spitfire que trata de ametrallarlos, el increíble amasijo de caos y metal producido por el choque de los vehículos tras el sabotaje, la voracidad con que las calderas tragan las paletadas de carbón que necesitan para respirar, el denso humo que emerge por su chimenea otorgando una breve cobertura a esos hombres que luchan del modo que mejor saben hacer, es decir, dominando a ese inmenso animal de hierro con el que conviven cada día de sus vidas…?

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: El tren / The Train. Año: 1964.

Dirección: John Frankenheimer. Guion: Franklin Coen y Frank Davis, inpirado por el libro Le front d l’art, de Rose Valland. Fotografía: Jean Tournier y Walter Wottitz. Música: Maurice Jarre. Reparto: Burt Lancaster (Labiche), Paul Scofield (Von Waldheim), Jeanne Moreau (Christine), Michel Simon (Papa Boule), Wolfgang Preiss (Mayor Herren). Dur.: 133 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a El tren: apoteosis del ferroviario

  1. Ángel Hernando Saudan dijo:

    A mí, El tren me parece un excelente Frankenheimer, con esa densidad tan suya para el cine de acción y dramático. No sé si su tendencia al subrayado impide que tenga obras maestras (en mi caso me quedo muchas veces pasmado con las opiniones de críticos y expertos sobre lo que es una obra maestra), pero en comparación con decenas de directores actuales que parecen haber descubierto el cine de acción, una evaluación atenta de los films de Frankenheimer brinda una serie de títulos, Siete días de mayo (uno de mis favoritos), Plan diabólico, Orgullo de estirpe, The Iceman Cometh, Ronin e incluso con sus irregularidades El mensajero del miedo, Los temerarios del aire y El hombre de Kiev que ofrecen una concepción y una puesta en escena dignas de agradecer y que si no son obras maestras, se acercan mucho.

    • A falta de ver algunas de sus películas (de ellas, aquella que más atrae mi atención, por las muy buenas referencias que tengo, es «Orgullo de estirpe»), a mí Frankenheimer suele dejarme con la sensación de que le falta algo, aun cuando lo que ofrece ya es de una gran altura. Desde luego, compararlo con los directores actuales de acción es sonrojante: no lo demuestra solo «El tren» sino un film que rodó precisamente en la época de los McTiernan, Harlin, Michael Bay y demás, «Ronin».

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