Si hay un encuentro que el cine y la literatura —tantas veces quejosa la segunda del trato dado por el primero— siempre han celebrado especialmente es el del escritor siciliano Giuseppe Tomasi di Lampedusa y el director milanés Luchino Visconti a propósito de la novela del primero El Gatopardo. Aristócrata nacido en Palermo, el príncipe de Lampedusa escribió a mediados de los años 50 una novela que no llegó a ver publicada en vida (lo fue a título póstumo, en 1957), construida sobre hechos y personajes de su propia familia, que situó en la época de la famosa expedición de Garibaldi y sus camisas rojas a Sicilia y que supuso el fin de la monarquía borbónica de las Dos Sicilias. El escritor narró el efecto que ese cambio provoca en el seno de una arquetípica familia de la nobleza siciliana, los Salina, símbolo del tránsito de un modelo de organización política y social a otro… que en realidad lo que hace es transmutar para así mejor mantener el viejo orden (¿quién no conoce la famosa frase de «si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie»?). Pues bien, Luchino Visconti, prestigioso director también de origen noble (los Visconti fueron los amos de Milán en el cambio de la Edad Media al Renacimiento) pero famoso por su notoria simpatía comunista, parecía predestinado a ser el adaptador ideal de la novela, por una doble condición: su condición de cineasta sensible por excelencia frente a un libro escrito con un notable sentido estético, y por la presunta perspicacia ideológica que le daba su doble condición de aristócrata y hombre comprometido con la izquierda. Pues bien, mi revisión de El Gatopardo me ha confirmado lo que ya pensaba de su primer descubrimiento: que, en efecto, si la novela de Lampedusa es una obra maravillosa con un sentido social y moral bien trabado a partir de su inolvidable sentido de la estética, la película de Visconti es una obra sobrevalorada que convierte la refinada sutileza del original en un ejercicio de enfatismo que, aun así, posee los suficientes elementos de interés (a la cabeza, su enorme belleza visual) como para ser disfrutada, algo sin duda insatisfactorio para una película que, está claro, fue concebida con intención de convertirse en una obra de referencia en la historia del cine.
Ahora bien, si la película parecía destinada desde antes incluso del primer chasquido de claqueta a ser excepcional, resulta curioso descubrir que el libro tuvo grandes dificultades para ser publicado, pues las principales editoriales a las que fue enviado lo rechazaron, por consejo de alguno de los popes literarios del momento, que consideraban su estilo y su temática una antigualla. Y desde ese punto de vista es cierto: no hay en El Gatopardo ni el menor asomo de las principales tendencias que entonces se llevaban en la literatura y que venían heredadas de las primeras décadas del siglo XX y de esos autores que, presuntamente, empezaron a dar pie a la «destrucción de la novela» en su sentido decimonónico (o sea, el camino que va de James Joyce, Virginia Woolf y William Faulkner al nouveau roman francés)
Cierto es: a Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957), cuyas inquietudes literarias permanecieron en sordina hasta sus últimos años, esa evolución de la novela está claro que le traía sin cuidado. Su historia conforma un libro en apariencia clásico, que se toma su tiempo para describir personajes, situaciones y psicologías, que opta por retratar un fresco social al mismo tiempo que moral y personal a partir de un planteamiento que utiliza la Historia con mayúscula para imbricarla en la historia con minúscula. Para ello, parece optar por el clásico narrador omnisciente que lo sabe todo y que incluso le va anticipando al lector lo que le sucederá a sus personajes en el futuro. Pero no hay que dejarse engañar. Su narrador no es nada decimonónico: teniendo en cuenta que el relato se ambienta, ante todo, a principios de los años 60 del siglo XIX, no duda en hacer referencias a Freud y a Eisenstein (¡citando la famosa escena de la escalinata de Odesa en El acorazado Potemkin para comparar el efecto que produce la acción de uno de los personajes!), e incluso, en el magnífico capítulo del baile de presentación de Angelica entre la alta sociedad palermitana, cuando un irritado don Fabrizio se pasea por las nobles (y vetustas) salas del palacio que lo alberga reflexionando de modo inevitable sobre la fugacidad de todo lo terrenal, incluso de lo más bello, entonces ese narrador, como digo, se permite informar al lector, con ironía y no con fatalismo, que el fresco del techo que admira el príncipe será derrumbado en 1943 por una bomba «fabricada en Pittsburgh, Penn.».
La novela está dividida en ocho segmentos que no sé si llamarlos capítulos, cuadros, secuencias o qué sé yo, cada uno precedido de una especie de somero guión de las incidencias que van a poder leerse en él y una fecha. Esta incapacidad mía para definirlos se debe a que, aunque es evidente la continuidad que los ata a todos, al mismo tiempo poseen una autonomía propia que va más allá de lo que se entiende por un capítulo, y que permite su relectura por separado. La historia comienza en mayo de 1860, justo con el desembarco de Garibaldi y sus camisas rojas en las playas de Marsala, y sus seis primeros apartados —los que Visconti tomó para su película, desechando los dos últimos— se extienden a lo largo de dos años, correspondiéndose así pues con la formación del Reino de Italia, siendo el que culmina la historia un baile (¿tal vez el último?) de la buena sociedad de Palermo. Este capítulo es el que corona el film y lo clausura; en la novela, los dos que restan se desarrollan ya décadas después y cierran el retrato de la familia protagonista, en el plano físico y el simbólico.
La fortuna de la novela es la de su inolvidable personaje central, don Fabrizio Corbera, príncipe de Salina, a través de cuyas reflexiones y sensaciones (más que actuaciones, puesto que su papel en esos episodios es puramente pasivo, dejándose llevar sin más por ese principio que enuncia el famoso leit-motiv de la obra… y que es su sobrino favorito, Tancredi, quien realmente lo dicta) se desarrolla el curso de la historia. Que en realidad no es curso: en El Gatopardo, realmente, apenas pasa otra cosa que el asentimiento del príncipe de Salina a la obligada conformidad (o alianza) con la nueva clase burguesa (o con los antiguos siervos enriquecidos por la especulación que permiten los tiempos revueltos, tanto da) mediante la boda de Tancredi, de quien es tutor, con Angelica, la bella hija de don Calogero Sedara, alcalde de Donnafugata, el pueblecito que constituye su feudo ancestral, en el que ha pasado todos los veranos de su vida, y que ante su sorpresa se ha convertido no solo en un hombre tanto o más rico que él sino de notoria influencia en el régimen incipiente.
En su momento, El Gatopardo fue «denunciada» por la crítica más avanzada (entonces, la marxista) como una obra reaccionaria en su condición de nostálgico réquiem por una clase social, entonado además por uno de sus descendientes. Es evidente que es eso, por supuesto, pero quedarse en dicha condición resulta una lectura harto empobrecedora. A través de su personaje protagonista, Lampedusa efectúa una mirada sobre la condición humana, entendiendo que una de sus características más notables, por no decir la principal, es su perpetuo caminar hacia la muerte, no ya desde el punto de vista físico sino también social, moral e histórico. El autor no se limita a lamentar la evolución social que acaba con el poder exclusivo de los suyos, aun considerándola inevitable (como acaba haciendo el príncipe de Salina), sino que entiende que el ser humano no desea cambiar para mejorar sino para perpetuar lo que conceptúa como bueno, más aún si antes le estaba vedado. (Es un tema clásico de la dialéctica social: el proletario aspira a ser burgués; el burgués, noble.) Para ello, escoge a toda Sicilia como metáfora de su premisa, como tierra «dormida» que no desea ser despertada. O como tierra en el fondo de muertos: la progresiva invasión de lo mortuorio en la novela (sobre todo en sus últimos capítulos, los desechados por Visconti) no está tratada nunca desde el punto de vista de la elegía, sino de la impotencia: al hombre, parece señalar Lampedusa, no le queda otra salida que vivir para degradarse. Pues es la vida entera, y no solo la aristocracia, lo que se degrada.
La tremenda sutilidad tanto del príncipe como del novelista (¿debemos considerar a la fuerza al uno por el portavoz del otro?) supera la posible rigidez de esta premisa mediante una riquísima percepción psicológica que demuestra, una vez más, que el ser humano es demasiado complejo como para ser abarcado bajo una sola perspectiva. Lampedusa, por ello, antes que narrar unos hechos concretos lo que hace es plasmar la exposición de una sensibilidad que impregna todas y cada una de las páginas de la novela, y que no se efectúa meramente por medio de la morosidad con que se describen pinturas, trajes, objetos (es decir, la textura de lo refinado), sino de un detalle narrativo, de una expresión irónica, de una atmósfera en la que caben tanto el elogio del estancamiento de clase como la denuncia de la claustrofobia existencial que esto supone. Es una novela, como señalaba líneas arriba, con sentido de la estética, que no esteticista: pues la estética como filosofía de vida forma parte indisociable de la personalidad del príncipe de Salina.
Luchino Visconti tuvo rápido acceso a la novela y, una vez leída, se aseguró sus derechos, para filmarla justo a continuación de Rocco y sus hermanos (1960), una de sus mejores películas. Desde el principio se tuvo claro que la correcta adaptación exigía un presupuesto mayúsculo para la época, que se resolvió bajo la habitual fórmula de la coproducción (entre Italia y Francia), más el necesario concurso de una major norteamericana, la poderosa 20th Century Fox. Este estudio exigió una estrella internacional que aportara poder de convocatoria al proyecto y entre los actores ofrecidos (uno de ellos fue Marlon Brando, ufffff…), Visconti tuvo el acierto de elegir a Burt Lancaster. Es de justicia alabar al cineasta porque si hoy parece incontestable, en su momento pudo parecer un gran error de cásting. Lancaster, desde luego, estaba especializado en papeles de hombre noble y viril, pero demasiado rudo como para encarnar a un aristócrata. Sin embargo, cualquiera que contemple El Gatopardo diría que la elegancia con que inviste al príncipe de Salina era una virtud natural. Nada de esto: es, sencillamente, la palmaria demostración no ya de las extraordinarias cualidades interpretativas de Lancaster sino de su increíble versatilidad para todo tipo de papeles. No tiene por qué ser lo mismo. Hay actores magníficos pero no versátiles (Gregory Peck o James Cagney, por ejemplo). Lancaster reunía ambas virtudes, y su don Fabrizio es una de las cumbres de su repertorio.
Al lado de Lancaster (pero sin hacerle sombra en ningún momento, justo como dictaba la atmósfera dramática de la historia), el director puso a dos jóvenes intérpretes a los que él mismo había ayudado a encarrilar hacia el estrellato en su previa Rocco y sus hermanos, y que están no menos espléndidos. Alain Delon todavía no había descubierto el hieratismo de sus papeles en el cine policiaco y basaba sus actuaciones en ese encanto natural, lleno de ambigüedad (recuérdese su inolvidable Tom Ripley de A pleno sol, la primera y magnífica versión de la novela de Patricia Highsmith), que le proporcionaba su bello rostro. Y su Tancredi es un personaje muy propio de esta primera etapa de su carrera: un manipulador nato de quien ya resulta imposible discernir cuándo es sincero y cuándo actúa con cálculo. Un tipo encantador, sin duda, capaz de meterse en el bolsillo a su sutilísimo tiazo don Fabrizio.
En cuanto a Claudia Cardinale exhibe esa sensualidad natural, bien templada de genuina espontaneidad expresiva, que restalló de modo maravilloso a lo largo de sus papeles de los años 60, a uno y otro lado del charco. El resto del reparto fue cubierto por sólidos característicos europeos, de los cuales destaco al italiano Romolo Valli, como el padre Pirrone, inseparable de la familia Salina y fiel testigo de sus debilidades, y al francés Serge Reggiani, cuya característica expresión tristona (que tan imborrable torna el papel de su vida, su personaje de París, bajos fondos, uno de los títulos más amados del cine francés clásico) otorga una considerable dignidad a su papel de Ciccio, el organista de Donnafugata y compañero de caza, y de confidencias, de don Fabrizio.
El resultado fue un extraordinario éxito artístico y económico, recompensado inicialmente en el Festival de Venecia, y luego proyectado por doquier, de tal modo que El Gatopardo sigue ocupando hoy un puesto de honor en la valoración crítica y cinéfila. Puesto de honor que a mí me resulta incomprensible, por las razones que ahora explicaré, lo cual no quiere decir que me parezca un film despreciable: sucede que sus virtudes, incuestionables, me parecen mucho más modestas que sus desaciertos.
Desde hace muchas décadas, el de Luchino Visconti es uno de los nombres de prestigio incontestables del cine italiano, como los de Federico Fellini o Roberto Rossellini. Pronunciar su nombre es evocar un tipo de cine culto, sensible, apoyado en una meticulosa recreación escenográfica, que delata a eso que suele llamarse un hombre de fina sensibilidad. Buena parte de su filmografía está apoyada en novelas de prestigio —muy diversas, lo cual indica la amplitud de las lecturas que le ocuparon—, de Dostoyevski a Camus y Thomas Mann pasando por glorias nacionales como D’Annunzio o autores coetáneos como James M. Cain (suya fue la primera versión cinematográfica de El cartero siempre llama dos veces, si bien sin acreditarlo). En un viejo artículo de la revista Dirigido por…, el 200 (presidido por una meticulosa encuesta acerca de las mejores películas de todos los tiempos, que precisamente ganó el film que nos ocupa), el gran crítico José María Latorre señalaba que el tratamiento que Visconti dio a las adaptaciones literarias puede dividirse en dos etapas. Hasta El Gatopardo, el acercamiento del cineasta a los autores es intensamente personal, remodelando las obras según sus inquietudes; a partir de esta película, viene marcado por la extrema fidelidad a los originales. A la primera etapa pertenece Noches blancas (en mi opinión, su obra maestra), maravillosa reformulación del cuento de Dostoyevski; a la segunda, El Gatopardo o Muerte en Venecia, dos fracasos en su labor como adaptador.
Con independencia de los capítulos de que prescinde —sin duda con acierto: al estar situados en tiempos ya alejados del núcleo argumental central, podía haber dispersado en exceso una película ya de por sí excesiva en su innecesario alargamiento de metraje—, Visconti y el nutrido conjunto de guionistas respetan casi cada incidencia de la novela, amén de reproducir buena parte de sus diálogos. Es más: algunas de las reflexiones interiores de los personajes también acaban siendo expresadas en voz alta, lo cual puede comenzar a situarnos en el que supone el peor pecado de la película: el tenaz recurso al subrayado.
Siempre me ha parecido que no es propio de sensibilidades refinadas (y es difícil encontrar un texto sobre Visconti en el que no se lo califique así) el dejarse llevar por la tentación de la insistencia, el énfasis, el propósito de dejar bien claro lo que se quiere decir, como si no se confiara en la propia sutileza expresiva, o peor aún, en la capacidad del público para comprender. Por subrayar, Visconti hasta hace que la famosa frase se pronuncie hasta dos veces, por si no ha quedado claro: una justo como en la novela, al principio de la historia, en labios de Tancredi; la otra, por parte del mismo príncipe, mucho después, supongo que por si se nos había olvidado.
Pero en particular, el cineasta se ceba con el retrato que se efectúa de esa emergente burguesía arribista que no solo no sabe cuál es su sitio sino que intenta aparentar una finura que no posee. El principal ejemplo tiene que ver con el contraste entre las dos familias cuya alianza familiar supone el hilo conductor de la historia: los aristocráticos Salina y los plebeyos Sedara. En concreto, el personaje de don Calogero recibe un tratamiento que busca enfatizar continuamente su condición ridícula, en la forma de vestir, de hablar, de comportarse: así, el momento más bochornoso de la película es aquél en que el alcalde, mientras intenta leer solemnemente el resultado del plebiscito sobre la unión de Donnafugata al nuevo Reino de Italia, es interrumpido continuamente por las extemporáneas intervenciones de la banda local, en lo que no es sino un recurso de fácil comedia bufa. (En la novela, aun retratando de modo despiadado la falta de soltura social de don Calogero, Lampedusa no comete el error de caricaturizarlo: deja bien claro que es un personaje al que habrá que respetar.) Otro molestísimo ejemplo es la carcajada que lanza la joven Angelica, durante la comida en casa de los Salina, ante la broma gruesa de Tancredi, que resulta exageradamente vulgar y se dilata de modo inverosímil, amenazando con dejar sin aire a la muchacha.
Ahora bien, no son las únicas torpezas cometidas por Visconti en un film que abunda en ellas. Una de las mayores estriba, precisamente, en uno de los pocos añadidos a la novela original. Se trata del episodio bélico de la conquista de Palermo por las tropas garibaldinas: en Lampedusa, la guerra nunca está directamente presente, pero supongo que las obligaciones de una superproducción ambientada en tiempos tan agitados acabó imponiendo una secuencia que, tal como está rodada por Visconti, una de dos, o no le interesaba en absoluto y la hizo con desgana, o demuestra que el cine «activo» no era lo suyo, en cuanto que cualquier artesano de Hollywood (o de la misma Italia) lo habría hecho mil veces mejor. Visconti resuelve esa (larguísima) secuencia mediante el recurso de situar la cámara en alto, dominando el impresionante escenario de los combates callejeros, y dejar que las figuras vaya pasando delante del plano general, con notoria falta del menor sentido épico, trágico o siquiera dinámico: diríase que están protagonizando una batalla «de mentira».
Por otra parte, el innecesario respeto a la literalidad de la novela lo lleva a veces a introducir absurdos flash-backs que nada aportan a la narración, puesto que además la interrumpen y cortan su fluidez, en especial el que relata cómo Ciccio, el organista de Donnafugata y compañero de cacería de don Fabrizio, madrugó un día para poder contemplar el rostro de la esposa de don Calogero (recluida eternamente en su casa, según cuentan, por su zafiedad campesina)… y en donde el director, sin venir a cuento, se permite una curiosa elección más propia de un planteamiento de film romántico que El Gatopardo no posee, la de hacer que la misma Claudia Cardinale, es decir, la hija de aquélla, encarne también a la madre.
En suma, y durante su primera mitad, a El Gatopardo le falta, de modo notable, la necesaria intensidad dramática, sin que a cambio potencie la dimensión contemplativa. Aun así, brillan varios momentos: el mejor de todos, sin duda, es la despedida de Tancredi de los Salina antes de unirse a los garibaldinos, que transmite el notable cariño que toda la familia siente por él, y que sirve además para que el manipulador personaje también consiga meterse al espectador en el bolsillo. También es soberbia la imagen de los Salina escuchando el Te Deum en la iglesia de Donnafugata, rito ancestral de recibimiento de la familia, sin haber podido limpiarse del viaje, de tal modo que todos, sentados en los lujosos sitiales de piedras a ellos reservados, aparecen cubiertos por el polvo, evocando a unas figuras de cera, decadentes, casi como un grupo tallado y olvidado en el templo, consiguiendo Visconti así una magnífica imagen simbólica de la inmediata decadencia que enseguida va a significar, para ello, la obligada alianza con los Sedara.
La segunda mitad es mucho mejor, y ofrece secuencias muy brillantes, a la altura del prestigio de la película. Es una brillantez que proviene del particular sentido de la cadencia que Visconti obtiene de la mayor de sus virtudes: la belleza que sabe extraer del estupendo sentido de la composición de sus planos. Es una cadencia, por lo tanto, que consigue por fin trabar una relación de intimidad con la esencia de Lampedusa, si bien tiene como mayor defecto el que crea una serie de secuencias extraordinarias que no confluyen con armonía con el resto del film, como si fueran estampas aisladas de un viejo álbum de cromos. Esa irregularidad, capaz de seguir combinando lo mejor con lo trabajoso viene simbolizada por la larguísima parte final (cerca de 45 minutos) en el baile, donde se une una vez más el fácil subrayado (el exceso de énfasis en el malestar físico —símbolo de su desagrado moral— del príncipe, que se sabe ya un muerto en vida) con la sugerencia (el tratamiento del espacio, sobre todo debido a los movimientos de los personajes por los encuadres).
De toda esta segunda mitad, brillan dos secuencias: la conversación entre el príncipe y el enviado del gobierno que viene a ofrecerle un puesto de senador en la nueva cámara (y que es el momento de la película en que por fin se hace exponer al príncipe con coherencia su filosofía: no en vano también es una escena crucial en el libro) y, en especial, la exploración que hacen los recién prometidos Tancredi y Angelica de la vetusta casa de los Salina en Donnafugata: la intensa belleza de los planos del cineasta, el fascinante uso del vacío que destilan esas estancias decrépitas y polvorientas (convertidas en espacios irreales, incluso fantásticos) y el feeling entre Delon y Cardinale deja una imborrable impronta de sensualidad, al mismo tiempo apasionada y melancólica, que deja en el alma del enamorado de la novela de Lampedusa, mejor que cualquier otro momento del film, la pura esencia de ese libro que sin duda enamoró a Visconti, pero al que, me parece, no supo corresponderle como se merecía.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: El Gatopardo / Il Gattopardo. Año: 1963.
Dirección: Luchino Visconti. Guión: Suso Cecchi D’Amico, Pasquale Festa Campanile, Enrico Mediola, Massimo Franciosa y Luchino Visconti; novela de Giuseppe Tommasi di Lampedusa. Fotografía: Giuseppe Rotunno. Música: Nino Rota. Reparto: Burt Lancaster (Don Fabrizio di Salina), Alain Delon (Tancredi), Claudia Cardinale (Angelica), Romolo Valli (Padre Pirrone), Paolo Stoppa (Don Calogero), Serge Reggiani (Ciccio). Dur.: 185 min.
Si tuviera que elegir solo una película de Visconti sería «Muerte en Venecia». El protagonista D. Bogarde parece como si nos comunicara sus pensamientos y sensaciones sin necesidad de hablar, todo ello realzado por el adagiwetto de Malher que, sesde entonces ha quedado unido a la película. Sin embargo, la nonela corta de Mann, aún gustándome, me produce menor valor estético. Homosexualidad. Este es uno de los factores que no podemos olvidar. Visconti era homosexual y así quería expresarlo en sus películas. En «Rocco y sus hermanos» la censura no le dejó. Para poder estyrenar tuvo que metar las tijeras. Yo notaba que algo faltava, que no encajaba. Era eso. El DVD que tengo es el censurado. Años después salió el «completo» pero me dio pereza comparlo. Finalmente, comentar la famosa frase – tan de actualidad – que diced Burt Lancaster, el aristócrata, en el sentido de que «todo cambie para que todo permanezca igual». Me temo que las próximas elecciones españolas van a ir por ahí. Ojalá me equivoque porque vamos tan apañados como los campesinos italianos del mezzojorno, igual de exploitadops antes que después de la supuesta revolución a la que tanto temía el sacerdote de la aristocrática familia.
Como wagnerianos hay una cosa que lamento. Visconti dirigía ópera; de hecho tenía – según dicen – el proyecto de filmar «El anillo del nibelungo». Desgraciadamente, tenía problemas de salud y debió abandonar el proyecto. Una pena viendo cómo de hermosa le quedó la escena del baile en «Il Gatopardo». Eso sí, grabó era espléndida película de culto para los wagnerianos, «Ludwig», el redy loco u homosexual enamorado de Wagner y su arte. No recuerdo que apareciera música wagneriana, pero si las pinturas de sus castillos de ensueños ilustrando leyengas germanas que el sajón compondría. Otra película a tener en cuenta. Y un triste recuerdo, la actriz que hacía de prima del rey, R.Sneider, que aborreció el papel de Sisí, acabó sus días suicidándose en París; tan bella como infeliz.
Saludos.
Regí
Visconti no es un director que me entusiasme, salvo películas concretas. En el caso de «Muerte en Venecia», creo que la novela corta de Thomas Mann está mucho mejor, aunque el realizador, al menos, cuenta con un Dirk Bogarde en estado de gracia (era un actor que no fallaba nunca). «Ludwig» tampoco me llama la atención, pues crea que desaprovecha bastante un personaje tan apasionante como el Rey Loco. Por cierto, que sí aparece música wagneriana, en concreto el preludio de «Lohengrin» hace algo así como de leit-motiv del protagonista. Eso sí, Romy Schneider me parece lo mejor de la película, y claro, no extraña que abominara de las empalagosas películas de Sissi…
Ya no recordaba la música en» Ludwig». Desde luego, la que mejor le va es «Lohengrin» con su cisne y todo. Sobre el actor Dirk Bogarde coincidimos plenamente. Es estupendo. Lo recuerdo en «El portero de noche», de Cavani, una peli muy dura pero hermosa. También hizo muy buen papel en otra cuyo nombre he olvidado en la que gracias a un naufragio pasa de ser mayordomo a señor. Dirigía Lossey y se llamado «El sirviente». Otra que está genial es «La caída de los dioses», de nuevo con Visconti.
Saludos.
Recuerdo también vagamente aquel número de Dirigido por en el que se indicaban las mejores películas de la historia del cine. En efecto, el primer puesto lo ocupaba El Gatopardo, algo que no entendí en su momento, y el segundo (creo recordar) era para El hombre que mató a Liberty Valance, un Ford magnífico, pero no el que más me gusta. Estas listas de «las mejores tal y tal» son siempre arriesgadas porque ¿con qué criterios se define lo mejor? Quizá sería más útil emplear el término «preferido» o algo parecido.
En fin, yo no sería tan duro con El Gatopardo como José Miguel en su espléndido análisis. Creo que sus aciertos redimen el conjunto, aunque sea inferior a la novela de Lampedusa. El problema de Visconti es que a partir de cierto momento empezó a caer en un amaneramiento y una afectación peligrosísimos. Muerte en Venecia, y lamento decirlo, es un buen ejemplo de ello (también inferior al relato de Thomas Mann). A mí la película de Visconti que más me gusta es Rocco y sus hermanos, un film lleno de amargura con un Delon también extraordinario.
Tampoco creo que el Dirk Bogarde de Visconti sea el mejor Bogarde. En mi modesta opinión, el mejor sigue siendo el del (denostado) cine inglés (véanse Victim de Basil Dearden, El sirviente, de Joseph Losey o Darling, de John Schlesinger, a modo de ejemplo).
Yo por entonces no había visto «El Gatopardo», pero ese número me fascinó (tenía comentarios realmente magníficos sobre muchos de mis clásicos favoritos, de «Carta a una desconocida» a «Cuentos de la luna pálida» pasando por «Y el mundo marcha»), de ahí que siempre esperé hallarme con una referencia del cine de todos los tiempos. Y aunque después de verla dos veces es evidente que tiene muchas virtudes y momentos estupendos, no consigo que me llegue a entrar… sobre todo después de leer la extraordinaria novela.
Coincido contigo en que «Rocco» es una maravilla, junto con «Noches blancas» lo mejor que le conozco. De la película sobre Thomas Mann incluso he escrito en este blog: otra gran decepción. En cuanto a Bogarde, fue un actor espléndido en todas las épocas, aunque es verdad que en los años 70 quizá se abusó un poco del aire de «depravación sofisticada» que se le puso en los últimos años. En el cine inglés de los 50 y 60 cuenta con interpretaciones maravillosas, en películas incluso menos conocidas que las citas: si puedes, búscate «Hunted», «El farol azul», «Extraño suceso»…
Totalmente de acuerdo con el diagnostico general. Lo peor que se hace muy larga y que no consigue transmitir la dramaticidad del libro. Es cierto que casi toda la parte más dramática se contiene en los capitulos suprimidos, pero le falta ir al fondo de la historia.
Sólo, querría señalar una pequeña inexactitud, en el libro la frase se dice también dos veces, en el mismo momento que la película.
Gracias por la precisión, Antonio, no sé cómo se me pasó en el momento de la redacción, por cuanto la lectura y el visionado de la película fueron simultáneos.
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Siempre se ha ponderado el amor de Visconti por el lujo y el refinamiento, y asimismo se ha destacado su origen noble para explicar su conocimiento del mundo de la nobleza del Antiguo Régimen. Estando de acuerdo con lo uno y con lo otro, me voy a permitir hacer una observación que parece poner en tela de juicio, siquiera mínimamente, esa familiaridad del gran cineasta con los salones aristocráticos y sus costumbres. Porque, aunque parezca detalle insignificante, que en la cena del baile aparezca alguna señora con los cubiertos en la mano blandiéndolos hacia arriba, no hace honor a ese meticuloso conocimiento del gran mundo. Pues sabido es que, en la mesas de personas bien educadas, nunca, nunca debe el comensal sostener los cubiertos con las puntas hacia arriba. Ciertamente, detalle nimio, pero a la vez revelador.
Confieso no haber reparado nunca en ese detalle, pero aquí queda registrado.