Después de haber recibido un olímpico menosprecio de los críticos durante años (y de haber servido, por lo general, de pasto para risas de los cinéfilos), el llamado fantaterror hispano —el mero vocablo elegido ya me parece cargante— parece disfrutar en nuestros días de una increíble revalorización. No la comparto en absoluto. Por mucho que se note que a algunos de sus principales responsables (Paul Naschy, Amando de Ossorio) les animaba un genuino amor por el género, la realidad es la que es: el terror español llegó con una década de retraso con respecto al resto del mundo, cuando (en su vertiente gótica, que es la qué había reinado durante más de una década) por doquier llegaba a su degradación, y lo que se creó en estas tierras ibéricas es un terror degradado, porque no podía ser de otro modo. Entre los defectos del fantaterror se encuentran: la lastimosa falta de talento de sus principales creadores (directores, guionistas, actores); la nulidad estética; el evidente propósito de sus productores de satisfacer, antes que otra cosa, el fácil morbo sexual para espectadores frustrados, aprovechando la relajación de la Censura; la depauperación presupuestaria, que de entrada obligaba a ambientar en tiempo coetáneo las historias de terror gótico que mal se avienen con el presente; el machismo indisimulado que afectaba a casi todo el cine de «consumo» patrio de la época (landismo y demás)… La lista es interminable, pero eso no quiere decir que todas las películas de esa época sean deleznables/desechables: estadísticamente es imposible. Aun contándolos con los dedos, hay títulos no solo dignos sino incluso valiosos. Y hoy quiero rescatar dos de ellos, dos films que incluso poseen renombre fuera de nuestras fronteras… aunque en gran medida sea porque no parecen españoles (de hecho, son coproducciones rodadas en inglés: spanish horror) pero que cuentan con el importante activo de estar dirigidas por dos realizadores patrios y que permiten sacar algo el pecho en un género al que tan pocas aportaciones reseñables ha hecho la industria nacional.
Son dos piezas bien imbricadas en distintas tendencias del terror internacional de la época. La primera, Pánico en el transiberiano (1972, Eugenio Martín), en rigor, es una monster movie con sus gotitas de ciencia-ficción (un engendro alienígena que llevaba «eones» congelado es revivido por los incautos de rigor y comienza a realizar la habitual escabechina en un espacio cerrado, en este caso el mítico tren del título), pero el ambiente es propio del terror gótico, tanto por la ambientación de época como por el recurso a la pareja de actores más emblemática de ese tipo de cine, los geniales Peter Cushing y Christopher Lee. La segunda, No profanar el sueño de los muertos (1974, Jorge Grau), aspira incluso a poseer una aureola «moderna», en cuanto que aborda una temática todavía apenas inexplorada, la de zombis devoradores de carne, mediante una historia por tanto ambientada en tiempo coetáneo que además intenta proponer un mensaje propio del cine respetable y revestirse de pretensiones parabólicas.
Pánico en el Transiberiano (1972)
Es comprensible el cariño que se siente por Pánico en el Transiberiano pues, aunque en su momento fuese ejecutada con el sencillo propósito de elaborar una digna serie B que obtuviera buena respuesta en taquilla (lo cual consiguió), más de treinta años después diríase que se ideó precisamente para dar pie a una cult-movie cinéfila. Véase si no. Es una coproducción anglo-hispana a la que, pese a contar con un equipo técnico-artístico español en su casi totalidad, se logra dotar de una completa apariencia british, es decir, la «nacionalidad» por excelencia del terror gótico, protagonizada además por el emblemático dúo Lee-Cushing (¡y de héroes los dos!, como simpáticamente celebra Carlos Aguilar); cuenta con un excelente diseño de producción (sobre todo el decorado de los vagones del famoso Transiberiano) y efectos especiales muy aceptables en su modestia (el maquillaje de las víctimas de la criatura, con la sangre desbordándose por las cuencas oculares o los ojos blancos tras afrontar su mirada; incluso resulta entrañable el Ibertren que se desliza por la maqueta de la estepa siberiana); sin abandonar nunca la seriedad dramática de su tono, cuenta con numerosos guiños de humor, el más famoso de los cuales es la mítica réplica de los protagonistas a la posibilidad enunciada por el inspector de que el monstruo se haya apoderado de alguno de los dos: «¡Imposible, somos ingleses!». En suma, de la película emana un inequívoco encanto que entronca directamente con el espíritu que debe animar todo noble propósito de cine de género.
La trama, por otro lado, es una de las canónicas del género: el grupo enfrentado en un espacio cerrado del que no pueden salir contra un ser de poderes sobrehumanos. La acción tiene lugar en 1906, con el hallazgo en Manchuria —aunque el rótulo sobreimpresionado en la pantalla indica Szechuán, provincia china situada justo en el lado del país opuesto a la primera, del mismo modo que más tarde la estación es situada por un rótulo en Pekín y por los diálogos en Shanghai— por parte del profesor Saxton (Lee) de un antropoide prehistórico preservado en hielo. En la estación se producen ya los primeros incidentes relacionados con la caja que transporta el «fósil»: un ladrón que intentaba forzar su cerradura aparece muerto y con las pupilas enblanquecidas; un monje, al no conseguir trazar con una tiza sobre la caja la señal de la cruz, afirma que es Satanás quien viaja en su interior…
Arrancado el viaje, la película dedica los siguientes minutos a presentar la galería de personajes principales (de tan diversas nacionalidades como cosmopolita también es el reparto reunido: ingleses, norteamericanos, españoles, argentinos, húngaros, alemanes… si bien la mayoría a cargo de intérpretes aclimatados desde mucho tiempo atrás en España) entre los cuales el espectador sabe que se irá produciendo la progresiva masacre. Hay que señalar que, además del dúo estelar, todos los actores resultan tan adecuados como excelentes: el argentino Alberto de Mendoza, bien ayudado por una caracterización soberbia que claramente evoca a Rasputín, está impresionante en la piel del monje que solo desea ser poseído por el Mal; el veterano Julio Peña transmite una considerable ambigüedad en su interpretación del policía en el que primero penetra la monstruosa entidad; Telly Savalas está tan divertido como siempre en su exuberante derroche de brutalidad (es genial el momento en que, cuando el noble ruso encarnado por Jorge Rigaud le amenaza con hacerlo enviar a Siberia, le responde con jocosa chulería: «¡Ya estoy en Siberia!»); y Helga Liné y Silvia Tortosa destilan belleza y elegancia.
Con la graciosa desfachatez propia del entretenimiento pulp que nunca oculta que es, Pánico en el Transiberiano evoca/reproduce previos modelos del cine fantástico. Inicialmente se propone como una monster movie típica, mientras es el elusivo antropoide —un rostro casi consumido por el tiempo y las inclemencias, en el que destaca la feroz pupila roja que se enciende en el momento de sus ataques, así como una garra peluda que emerge siempre por el borde del plano o desde la oscuridad de la caja— el que se pasea por el tren eliminando a aquellos a quienes se encuentra a su paso. Sin embargo, a partir del momento en que, tras morir aparentemente bajo los disparos del inspector, posee a este último, la historia da un sugerente giro de timón para proponerse como una variante del ¿Quién hay ahí?/La cosa de John W. Campbell y John Carpenter: la criatura tiene la capacidad de pasar de cuerpo en cuerpo (heredando sus recuerdos y características personales) a medida que su huésped anterior va pereciendo, de tal modo que durante un buen rato la intriga gira en torno al suspense que para el resto de personajes es la identidad ahora usurpada. Por último, el clímax final en que la criatura anima a todas sus víctimas para lanzarlas contra los héroes que intentan matarlo tiene un inequívoco saber a cine de zombis, puesto que aquéllos se enfrentan literalmente a un conjunto de muertos vivientes.
Este ensamblaje de elementos está punteado por una serie de ideas y ocurrencias, unas inteligentes, otras delirantes, otras divertidas, a veces todo ello a la vez. Doy varios ejemplos. La curiosa habilidad del antropoide para, desde la caja en que está encerrado y prácticamente sin poder ver lo que hace, hacer una ganzúa con un tornillo y abrir el candado que lo aprisiona (¿acaso su cuerpo pertenecía originalmente a un ratero prehistórico?). El hecho de que la posesión del inspector por el monstruo tenga un efecto colateral inesperado (su mano izquierda se convierte en una garra peluda como la del antropoide muerto), lo que lo obliga a llevarla siempre escondida en el bolsillo. El descubrimiento de los ingleses, al hacer la autopsia a los cuerpos asesinados por el monstruo, de que sus cerebros han quedado completamente lisos y sin pliegues, lo cual les lleva a avanzar la (más bien atrevida) teoría de que sus recuerdos han sido completamente arrancados: la perspicacia de la pareja resulta de lo más notable, incluso para unos ingleses. La música (más bien el silbido) preternatural que resuena en el tren justo después del primer ataque del monstruo y que es justo la que estaba tocando la condesa polaca, idea tan inexplicable como francamente sugestiva.
Ahora bien, sin duda la idea más descabelladamente genial es el otro descubrimiento del dúo al hacerle la autopsia al mismo antropoide: que sus ojos contienen la memoria visual de la criatura, lo cual comprueban del modo más delirante, esto es, examinando un poco de su sustancia ocular en el microscopio, para encontrarse con una especie de flash-back acelerado y literalmente hacia atrás: de la impresión del inspector en el momento de dispararle a las imágenes de animales prehistóricos y, por último, de la Tierra vista desde el espacio. La conclusión es «lógica»: el ser es una criatura extraterrestre, que consiste ante todo en una emanación energética que necesita encarnarse en cuerpos físicos, y que quedó encerrada en nuestro planeta en la alborada de los tiempos, nueva reminiscencia a la cosa creada por Campbell e inmortalizada por Carpenter.
Pánico en el Transiberiano se desarrolla con buen sentido del ritmo, aprovechando bien el óptimo modo en que los guionistas van renovando el desarrollo de la historia a medida que cada dirección planteada va agotándose. En cuanto a la dirección de Eugenio Martín, si bien carece de la imaginación o de la capacidad atmosférica de los grandes del género, cuando menos desborda de la picardía propia del buen cine modesto (por ejemplo, los diversos ataques de la bestia, se centran, por medio de un astuto montaje de planos rápidos y «bamboleantes», en el progresivamente impactante deterioro del rostro, del que la sangre se escapa por ojos, boca y nariz, hasta que por fin las pupilas se vuelven blancas). Oportunidad y oportunismo, así pues, a través de recursos narrativos que son sencillos al tiempo que eficaces y, por ende, económicos. Y otro sabroso detalle para acabar: cuando todo parece perdido, el Mal acabará sucumbiendo gracias a que, advertidas las autoridades (sin que se explique cómo, eso sí), éstas envían a la más cercana estación la orden de hacer pasar el tren a la vía muerta que concluye en un precipicio: y aunque los empleados del tren saben que eso significa la muerte de quienes van a bordo, las órdenes de la autocrática Moscú se cumplen incondicionalmente…
No profanar el sueño de los muertos (1974)
Bajo este sugerente, incluso bello título, se encuentra la segunda aparición cinematográfica de los zombis bajo la advocación nacida en La noche de los muertos vivientes (1968), de George A. Romero —la intención del productor italiano que buscó al director Jorge Grau no era otra que efectuar un exploit que aprovechara el impacto internacional del mismo. Con Romero nacieron los zombis bajo la forma de seres tambaleantes, invulnerables a cualquier ataque físico convencional, que marchan a la caza de víctimas vivas a las que devorar, y a las que contagian su mismo estado como si fuera una plaga (en lo que supone, como es obvio, una variante bastante bruta del clásico mito del vampirismo). Y pasaron a mejor vida los muertos vivientes en su versión antillana, esa que fuera prestigiada por clásicos como La legión de los muertos sin alma (1932) o Yo anduve con un zombi (1943) y a la que solo se volvería de modo ocasional, como la en su momento casi ignota y hoy justamente revalorizada Muertos y enterrados (1980, Gary Sherman) que, en buena medida, retorna a esos parámetros y, de paso, se erige en el mejor film zombi después de aquellos clásicos mencionados.
La película está rodada y ambientada en Inglaterra, con actores mediterráneos angloparlantes. La pareja protagonista que ha de luchar contra la maldición (sin que nadie parezca creer en ellos) está formada por nuestra Cristina Galbó, entonces afincada en Italia, y por Ray Lovelock, joven galán transalpino de padre inglés. A ellos acompañan unos intérpretes ibéricos muy familiares en todo tipo de producciones que exigen dominio de idiomas, como Fernando Hilbeck (de lo más inquietante en el papel del primer muerto revivido: su primera aparición avanzando a trompicones por entre las lápidas del cementerio es inolvidable), Jeannine Mestre o Joaquín Hinojosa, a los cuales se une el refuerzo de un actor norteamericano de prestigio, algo muy usual en el cine de género italiano de la época, en esta ocasión el gran Arthur Kennedy.
La explicación argumental que se da a la zombificación de los cadáveres es la utilización de una máquina que bombardea la apacible campiña británica de radiaciones ultrasónicas con objeto de acabar con los insectos y todo tipo de plagas. Los científicos y técnicos que la están probando alegan que solo tiene efecto en metabolismos muy sencillos: esto hará que afecte a los cadáveres de personas recién fallecidas (donde, señala George, el protagonista, todavía late cierto hálito de vida) pero también a los recién nacidos, que se vuelven insólitamente agresivos (hoy día serían imposibles imágenes como la del bebé cuya ropita y rostro aparecen ensangrentados, tras haber atacado a una enfermera, pero el cine mediterráneo de la época abunda en momentos así de bizarres: recuérdese el plano final de La saga de los Drácula, filmada en 1975 por León Klimowsky, con la sangre cayendo sobre los labios del pequeño que es el último de la dinastía vampírica).
En cualquier caso, el guión de la película destaca por dos cualidades: el buen dibujo de la relación entre la pareja protagonista, entre quienes nunca llegará a surgir la previsible historia de amor, sino la lógica unión entre dos seres a quienes nadie parece creer y que acaban luchando contra todos, muertos y vivos; y el excelente desarrollo de las peripecias, que va incrementando progresivamente el número y ocasión de las amenazas. Eso sí, si el guión es bueno, no le va a la zaga la realización de Grau, en especial en las magníficas secuencias de terror: en particular, el primer ataque de Hilbeck a Cristina Galbó y luego, aún más virtuoso, a la hermana de ésta en la soledad nocturna de su casa; y la larga secuencia en la cripta del cementerio, cuyo sentido del suspense resulta casi insoportable: no solo el zombi cierra la única salida a la pareja sino que no tarda en resucitar a los otros cuerpos inertes por el procedimiento de hacerles probar su sangre (en realidad, y puesto que están muertos, de ungir sus ojos, lo cual encierra un notable carácter blasfemo, sobre todo para la época). Por cierto, que este hallazgo argumental es lo que va a justificar el canibalismo de los zombis en el resto de la historia: el film posee unos toques gore que en su momento debieron impactar bastante.
Jorge Grau, director formado precisamente en Italia y cuyas primeras realizaciones en España no disimulaban esa genealogía, era un hombre que no se contentaba con la mera vocación artesanal, de tal modo que es muy probable que a él deban achacarse esos dos elementos de cine serio que aportan al film unas pretensiones artísticas que lo singularizan (eso sí, recuérdese que ya en su día también fueron atribuidas al modesto título de Romero). El primero es del todo oportuno, pues se trata de un mensaje ecologista que tiene el mérito de proceder de una época donde no era obligado y que además justifica, de modo imaginativo, la conversión de los cadáveres en engendros redivivos. El otro, en cambio, irrita considerablemente por la torpeza con que carga las tintas en dicho aspecto. Se trata de una denuncia antiautoritaria personificada en el personaje del violento policía encarnado por Kennedy.
El contenido ecologista está bien imbricado en una denuncia de la deshumanización de la sociedad contemporánea (es justo reconocer que el mito del zombi se presta de modo muy oportuno a este simbolismo: la conversión del hombre en un ser que supone una grotesca parodia de humanidad es la lógica consecuencia de esa deshumanización). Esa denuncia ya viene punteada (de modo a la vez simple y sugerente) durante su escena de créditos, en la cual seguimos el recorrido del protagonista en moto mientras abandona la ciudad: las imágenes registran calles sucias, cubiertas de basura, o bien chimeneas y rejillas que lanzan humaredas tóxicas al aire; los transeúntes caminan con la boca cubierta por una mascarilla (en 1974, esto no era tan familiar como puede ser ahora en las megalópolis del mundo). Pero, sobre todo, vemos a la gente contemplando con indiferencia cuanto sucede a su alrededor (¡aunque sea algo tan llamativo como el típico happening de una muchacha corriendo completamente desnuda!), lo cual es buena metáfora de la incomunicación. Ahora bien, es irónico que esta historia que parece preferir el campo a la ciudad —el mismo protagonista recorre la segunda con el rostro tapado por su bufanda, pero nada más salir a los verdes campos, se la quita— convierte el primero en el espacio donde se va a desatar un horror inexpresable.
[Quien no conozca el final de esta película debe dejar de leer aquí]
Es una pena que el personaje de McCormick resulte tan insoportable y que sus apariciones resten vigor a la propuesta. Aunque al menos la elección de Arthur Kennedy es adecuada —su previa imagen, con diversos personajes de villano, por ejemplo los que rodó en los westerns de Anthony Mann, o de antihéroe nada simpático, como el de Encubridora (1952, Fritz Lang), lo permitía—, en una sola persona se quieren denunciar demasiados vicios del conservadurismo de la época: la filiación fascista (George se despide una vez de él con un heil, Hitler), el desprecio a la nueva moral y a los nuevos modos masculinos (con expresión de asco, el inspector remarca que George lleva melena, viste ropa afeminada y, sin duda, debe drogarse), la violencia represora de los guardianes del orden (el inspector hace uso de ella con facilidad, incluso antes de que tenga ocasión de tener motivos reales para sospechar de la pareja protagonista, y llegado el momento no duda en ordenar que, si es necesario, disparen a matar contra George… lo que él acabará haciendo sin dudar). Encima, el final no puede ser más penoso: el «ajusticiamiento» del inspector en su habitación del hotel a manos del ahora zombificado George. Son defectos que atenúan un poco la eficacia de No despertar el sueño de los muertos, pero que no rebajan su enorme solidez, en todos los sentidos, y su capacidad para extraer un notable interés de un mito del terror que (en su versión «romeriana», aclaro) me parece bastante monocorde.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Pánico en el Transiberiano / Horror Express. Año: 1972.
Dirección: Eugenio Martín. Guión: Arnaud d’Usseau y Eugenio Martín. Fotografía: Alejandro Ulloa. Música: John Cavacas. Reparto: Christopher Lee (Profesor Saxton), Peter Cushing (Dr. Wells), Telly Savalas (Kazan), Silvia Tortosa (Condesa Irina), Alberto de Mendoza (Pujardov). Dur.: 84 min.
Título: No profanar el sueño de los muertos / Non si deve profanare i sonni dei morti. Año: 1974.
Dirección: Jorge Grau. Guión: Sandro Continenza y Marcello Coscia (sin acreditar: Juan Cobos y Miguel Rubio). Fotografía: Francisco Sempere. Música: Giuliano Sorgini. Reparto: Cristina Galbó (Edna), Ray Lovelock (George), Arthur Kennedy (Inspector McCormick), Fernando Hilbeck (Guthrie). Dur.: 93 min.
El que señalas me parece también el fallo del cine fantástico español en esa época concreta: a Paul Naschy y Ossorio hay que reconocerles un gran amor por el género y ganas de contar historias, pero los resultados eran bastante patosos por una combinación de imposiciones al público de la época, limitaciones presupuestarias y falta de talento. Aún así, la segunda entrega de los templarios ciegos de Ossorio me parece una muestra de fantástico bastante competente, y la mejor de las cuatro o cinco de la serie. Otros casos, como Jess Franco, son de garbancería pura y dura, aunque a finales de los noventa algunos intentaran recuperar a este director alegando la diversión casposa de sus películas (que en realidad, nunca ví por ningún lado. Era un señor que hacía películas como churros, y para de contar).
En el caso de estas dos coproducciones, sí que resultan dos ejemplos muy válidos: Pánico en el transiberiano es una película de aventuras, un poco de ciencia ficción pulp, muy clásica y muy divertida. Y No profanar el sueño de los muertos resulta una película de zombies muy competente y desde luego, bastante menos torpe que lo que podía rodarse en Italia entonces..aunque de lo que podía filmar Lucio Fulci también me he visto unas cuantas, y me siguen resultando igual de absurdas, torpes y divertidas que el primer día.
Con esto de las coproducciones, me ha venido a la cabeza aquella serie de TVE, La tía de Frankenstein, que tanto por sus escenarios como por su remezcla de actores y capital, tenía una ambientación y atmósfera muy particular. Y que a mí me encantaba.
Uno de los grandes problemas de la saga de los templarios, o de la del hombre-lobo Waldemar Daninsky, aparte de la torpeza de sus autores, la inadecuación de los actores o la falta de presupuesto, es… unas ambientaciones contemporáneas que arrebatan cualquier intento de atmósfera a las historias. No es que fuera obligado (ahí está «No profanar el sueño de los muertos» para demostrarlo), pero sí exigía un mayor cuidado en todos los otros detalles. De los templarios, hace pocos días he vuelto a ver el tercer capítulo, «El buque maldito», cuyo planteamiento en principio me parece el más encantador (mezclar a los templarios con la leyenda del Holandés Errante), pero el resultado es ridículo, una cosa espantosa que produce vergüenza ajena contemplar.
Sobre Jesús Franco, su época buena es la de los años 60 y sus películas en blanco y negro. De los 70, mejor no hablar (y más allá de esos años, mejor no ver). Las películas de Fulci nunca las he visto: no me producen buenas vibraciones y como ya te he dicho alguna vez, para el género de zombis prefiero estar muy seguro. Eso sí, varios de los «gialli» que hizo en los 70 me parecen muy buenos. De «La tía de Frankenstein» guardo un recuerdo nebuloso pero encantador: sería bueno que pudiera verse de nuevo en alguna edición doméstica, aunque seguro que por Internet rueda alguna versión de video, si las hubo en su día.