Los presidentes de «América» (o sea, Estados Unidos) siempre están de moda, pero en días como hoy, lógicamente, más. ¿Cuándo harán una película con Obama de protagonista? ¿La protagonizará Denzel Washington o le pillará ya mayor? De cualquier modo, ya estamos acostumbrados a ver al presidente de los USA en la ficción. Ya sean los reales, convenientemente biografiados (el especialista oficial es Oliver Stone, con sus Nixon o W.), o los inventados, los que protagonizan ese minigénero del que quiero hablar un poco, la ficción política. Género carente de cualquier prejuicio, por cierto. En Hollywood un presidente ya se encargó de plantar cara a una invasión extraterrestre (bueno, él solo no, que lo ayuda el imprescindible Will Smith, en Independence Day, qué gran clásico), otro de demostrar que buena les ha caído a los terroristas que crean que se puede secuestrar su avión así como así (en Air Force One, con Indiana Jones, digo Harrison Ford como el boss). Incluso se han atrevido a retratar al inquilino de la Casa Blanca como un ser despreciable, capaz de llegar al asesinato, en la estupenda película de Clint Eastwood Poder absoluto: el sujeto en cuestión era encarnado por un especialista en tipos desagradables como Gene Hackman.
Desde casi su nacimiento, los presidentes han tenido buena acogida en Hollywood. En un primer momento, por supuesto, los históricos, los supuestamente reales. El mandatario que hoy encarna todos los valores de dignidad del puesto, por lo menos fuera de los EE.UU., o sea, Abraham Lincoln, es posiblemente el más retratado en el séptimo arte: su juventud (John Ford le dedicó un inolvidable film, El joven Lincoln), su madurez, sus años al frente del país y en sus horas más trágicas, las circunstancias de su asesinato y la investigación posterior, incluso episodios menos conocidos de su biografía como su actividad como cazador de vampiros (un momento, ¿de qué diablos estoy hablando…?).
Sin embargo, el contexto en que nacen los presidentes de ficción en Hollywood se produce en un momento muy concreto: a principios de los años 60. Hay que recordar que Estados Unidos vivió años muy convulsos. La presidencia de John Fitzgerald Kennedy trajo las máximas ilusiones, representadas en un hombre que llegaba muy joven al puesto en comparación con los anteriores. Pero también la mayor zozobra, con el recrudecimiento de la guerra fría, que tuvo en los episodios cubanos (Bahía de Cochinos o la crisis de los misiles) sus momentos álgidos. Como siempre, Hollywood supo actuar como termómetro político de su país.
La ficción política, además, no era nueva. Por ejemplo, a este minigénero pertenece el famoso film de Frank Capra Caballero sin espada (1939), parte de cuya acción transcurre en un decorado que es réplica exacta del Capitolio. En 1962, el género va a alcanzar su forma moderna, que ya no abandonará. En concreto, una película con formato de thriller anticomunista, El mensajero del miedo, dirigida por John Frankenheimer, basa todo su sustrato dramático en la intriga política que sustenta su trama (donde el anticomunismo es fundamental), y se hará famosa (de hecho, su productor y protagonista, Frank Sinatra, la retiró de la exhibición por dicho motivo) por concluir con una escena de magnicidio público que algunos vieron como inspiración para el asesinato de Kennedy. Cosas de eso tan norteamericano que es la conspiranoia.
Las películas que enseguida voy a detallar se centran, todas, en Washington, en torno a la máxima magistratura estadounidense, siendo su ocupante un personaje fundamental, aunque sólo alcanza el protagonismo en la última. Salvo en ésta, Punto límite, en las otras tres los presidentes son figuras ya ancianas, cansadas, en el ocaso de sus vidas (de hecho, dos morirán a lo largo de la trama). Todos ellos, y es indicativo de que el minigénero fue puesto en marcha por el Hollywood liberal, pertenecen al Partido Demócrata, ya sea de modo abierta o encubiertamente identificado.
Tempestad sobre Washington (1962) es, cronológicamente, la primera película del género. Ya en ella, el centro neurálgico de la acción es el Capitolio, y en concreto el Senado (estupendamente recreado en estudio), aunque también hay escenas situadas en la Casa Blanca. El director, Otto Preminger, uno de los primeros directores-productores de Hollywood, especialista en abordar temas polémicos, lo encontró en un Premio Pulitzer escrito por Allen Drury, un periodista con amplia experiencia en los pasillos de Washington.
El motor argumental del film arranca con el anuncio por parte del presidente (Franchot Tone, antiguo galán de los años 30) del nombramiento de un nuevo secretario de Estado, en la persona de Robert A. Leffingwell (Henry Fonda), un conocido liberal cuyo mero nombre ya anticipa que habrá cruenta pelea por conseguir el apoyo suficiente, incluso entre los miembros del propio partido. En efecto, el viejo y orgulloso senador de Carolina del Sur, Seabright Cooley (excepcional Charles Laughton, en su última película), cuya ideología se sitúa muy alejada de la Leffingwell y además tiene una cuenta pendiente con éste, enseguida anuncia su oposición. Leffingwell ha de pasar la aprobación de una subcomisión senatorial, y es en su seno donde se desarrollará la intriga final: las presiones para que su presidente, un honesto político del partido del presidente, el senador Brigham Anderson (Don Murray), vote en su contra. Para ello se utilizarán dos elementos: por un lado, Anderson recibe la información de que Leffingwell ha cometido perjurio ante la comisión, negando un episodio ahora molesto de su juventud, su filiación a una célula comunista; por otro, el mismo Anderson sufre un chantaje por un fugaz episodio homosexual de su pasado.
Como puede verse, la trama de Tempestad sobre Washington ya gira en torno a centros dramáticos bien reconocibles: el notorio anticomunismo de una época que todavía no había dejado atrás del todo la caza de brujas del senador McCarthy; los grupos de presión dentro de los mismos partidos principales; la dificultad de mantener el idealismo en su grado de máxima pureza nadando en mar tan poblado de tiburones; la división de los políticos entre figuras decorativas (por ejemplo el vicepresidente, que, como sabemos, preside el Senado) y figuras influyentes que se encargan de las negociaciones entre bambalinas… La especialidad de Preminger era realizar películas de narración en apariencia diáfana pero cargadas de capas de ambigüedad que acaban conformando una espesa tela de araña de sugerencias e implicaciones. Al final, lo de menos, casi, acaba siendo si Leffingwell conseguirá o no el nombramiento: lo de más es el implacable retrato del centro de la vida política del país, de la encarnadura de la Democracia Americana (lo que en Hollywood significa mundial), como un lugar donde el idealismo o la honradez acaban siendo, muchas veces, máscaras de las debilidades humanas, donde las rencillas pendientes nunca se olvidan y cualquier movimiento debe medirse muy cuidadosamente, so pena de quedar excluido de ese grupo de los que cuentan.
Las siguientes tres películas se realizaron todas el mismo año: 1964. Puede extrañar que ninguna de ellas sea la emblemática Teléfono rojo: volamos hacia Moscú. La respuesta es que nunca la he visto, en parte porque se promociona como una comedia negra, cuando en las películas de Kubrick que he visto nunca he detectado el menor sentido del humor, y en parte porque este director no es santo de mi devoción: su reputación de ser el creador de la obra maestra de cada género que toca, a la vista de los resultados de films tan sobrevalorados como 2001: una odisea del espacio (1968), La naranja mecánica (1971) o El resplandor (1979), me parece, como poco, exagerada. En fin, prometo reparar algún día esta omisión… cuando olvide la reciente decepción de la última master piece que he visto del autor, la insulsa adaptación de la, ésta sí, maravillosa novela de Vladimir Nabokov, Lolita (1964).
Vayamos a la primera. Siete días de mayo (1964), del mismo director de El mensajero del miedo, esto es, John Frankenheimer, propone un muy atractivo punto de partida: la posibilidad de nada menos que un golpe de estado contra la presidencia de los Estados Unidos. La intriga que se desarrolla a continuación gira en torno al plan urdido por el general Scott, jefe del Estado Mayor, y otros altos mandos del ejército, para hacerse con las riendas de la nación en el delicado momento en que se acaba de firmar un pacto de neutralización de armas nucleares con el eterno enemigo, la URSS. Quien descubre el plan es uno de sus colaboradores más cercanos, el coronel Casey, su director de protocolo. Avisado el presidente (aquí un gran veterano, Fredric March), el problema radica en que, debido al peso y popularidad de Scott, deben obtenerse pruebas antes de proceder a la toma de medidas radicales, para lo cual se les echa el tiempo encima, ya que faltan escasos días para la fecha elegida por el general: precisamente un ensayo general de defensa al que debía asistir, en estado casi de completa soledad, el propio presidente.
Un acierto fundamental de la película es confiar los fundamentales papeles de Scott y de Casey, del conspirador y del hombre que descubre la conspiración, a dos actores de enorme presencia e idéntico poder estelar como Burt Lancaster y Kirk Douglas. Confiar alguno de los dos papeles a un actor de menor peso carismático hubiera desequilibrado la balanza en favor de uno de ellos, y el interés dramático gira precisamente en la ambigüedad que surge de la confrontación entre ellos.
Por otro lado, y buena muestra de la honestidad y ecuanimidad que siempre tuvo el mejor cine liberal de Hollywood, es lo ambiguo que acaba siendo el retrato de ambos hombres. El villano, en el fondo, es un hombre honesto pero equivocado, embargado por un sentido de la responsabilidad indudablemente puritano, y cuya perenne severidad revela, en el fondo, las limitaciones morales de ese concepto de americanismo tan propio de determinada mentalidad de los Estados Unidos. Eso sí, Frankenheimer tiene buen cuidado en dejar bien claro que esa dignidad la posee Scott a título personal y no en cuanto miembro de la clase militar, cuyo retrato, en general, resulta bastante crítico. Por su parte, el héroe, acaba resultando un hombre menos limpio de lo que parece, que rara vez se moja en los asuntos de importancia (lo cual demuestra en él a un consumado político) y que ha de recurrir a un acto despojado de dignidad: la obtención de unas cartas comprometedoras del mismo general. Una vez más, el peso del pasado se revela inapelable en el universo público norteamericano.
La segunda película, El mejor hombre (1964), tiene como escenario la convención de un gran partido político —que no llega a ser identificado con ninguno de los dos grandes, si bien parece claro, siendo uno de sus líderes un hombre de tan firmes convicciones progresistas como el protagonista, que se trata del Demócrata— a la hora de nominar a su candidato a la presidencia. El film parte de una obra teatral de Gore Vidal, hombre con sobrada fama de mordacidad, que él mismo adaptó, y su director es Franklin Schaffner, realizador procedente de la televisión que cuatro años después dirigiría uno de los más famosos films de la década, El planeta de los simios (1968).
El polisémico título original hace referencia a la frase, presuntamente caballeresca, con que todos los candidatos a la nominación (cinco) se tratan en público: «que gane el mejor (the best man»), así como a la necesidad de «padrinos» (es otra acepción del término) o protectores en política. Sin embargo, lo que queda de manifiesto en el film es el circo de zancadillas, conspiraciones y trapos sucios que suponen este tipo de eventos: todo parece permitido, incluso entre hombres teóricamente unidos por un mismo partido (que no por unas mismas ideas, como se verá: las diferencias ideológicas entre los candidatos son inmensas). Dos son los candidatos que llegan con más posibilidades: el veterano Bill Russell (Henry Fonda), actual secretario de estado y hombre que posee un concepto caballeresco de la política, partidario pues antes del juego limpio y la tolerancia que de la mano dura; y el joven Joe Cantwell (Cliff Robertson), que se presenta como un hombre del pueblo (Russell procede de familia rica) y que ha basado su ascenso político en la demagogia y el cultivo de los instintos bajos de ese pueblo al que afirma personificar. Russell encarna por tanto al liberal íntegro y bienintencionado; Cantwell, al protofascista: no en vano está moldeado sobre la figura del senador McCarthy, ya que se señala que ganó celebridad nacional denunciando que los líderes de la mafia estaban dirigidos por el Partido Comunista (!). Enseguida, Cantwell desvelará sus cartas: ha llegado a la convención con un informe médico de la época en que Russell tuvo que ser internado en una clínica mental a causa de un derrumbamiento psicológico.
Lo que impide que El mejor hombre sea una gran película, aunque es sobradamente interesante, es que acaba resultando demasiado simple, demasiado poco sutil. Con excepción del noble Russell, el resto de personajes supone una colección bastante poco recomendable de individuos que hacen honor al mal concepto en que se tiene, en general, de la clase política, hasta un punto en que se recurre demasiado a la sal gruesa. Lo mejor de la película, sin embargo, es el retrato del presidente saliente (encarnado por el veterano Lee Tracy), también presente en la convención para ser él quien maneje los hilos de su sucesión. El dibujo que se hace del veterano presidente es tal vez lo más certero del planteamiento: un hombre jovial y que maneja bien las relaciones sociales pero que en la sombra sabe ser tan implacable como demandan las circunstancias, y en quien, pese al evidente deterioro físico, se intuye a un político, también de extracción modesta como Cantwell, que si ha llegado donde está es por su dominio de las reglas no escritas de la política: de ahí que, por mucho que admire la honestidad de su colaborador Russell, no piensa apoyarlo pues lo considera (precisamente por su nobleza) demasiado blando.
Por último, Punto límite (1964) abandona los márgenes de las intrigas políticas «caseras» para apostar por un formato de ficción apocalíptica muy propio de la guerra fría. Lo que cuenta la película es tan sencillo como efectivo e interesante: un grupo de seis cazas ultramodernos, tras un fallo de los sistemas de comunicación de la base central de operaciones de los EE.UU., inicia una carrera hacia territorio enemigo con el propósito de arrojar dos bombas de 20 megatones sobre Moscú. Cuando los militares y políticos lo advierten, con angustia, se inicia una operación para detener la loca incursión: el problema es que, debido a los protocolos de seguridad, al firme entrenamiento de los pilotos (que saben que el enemigo puede ser capaz incluso de imitar la voz de su propio presidente —interpretado por Henry Fonda— para detenerlos) y a la imbatilidad tecnológica de los aviones, las posibilidades de que éstos consigan su objetivo y destruyan la capital rusa son muy reales, con la subsiguiente respuesta soviética y el fin del mundo.
La película adapta un libro de enorme éxito en su época, escrito dos por científicos que compusieron una fabulación a partir de las posibilidades reales de que estallara el conflicto definitivo: su intención era llamar la atención sobre lo fácil que sería producirse un error, más o menos mecánico, más o menos humano, que pusiera en marcha toda una cadena de acontecimientos que luego no pudiera repararse. Uno de los directores emblemáticos del cine liberal de Hollywood, el gran Sidney Lumet —cuya magnífica carrera comenzó con una obra maestra, Doce hombres sin piedad (1957), y concluyó cincuenta años después con otra que casi también lo es, Antes que el diablo sepa que has muerto (2007)— la rodó con pulso maestro. Punto límite responde con creces al desafío de su magnífico punto de partida, construyendo una historia de suprema y progresiva tensión, que el espectador, incluso cuando muchos años después puede contemplar el conflicto con la suficiente distancia, sigue con la atención y angustia que los promotores del film perseguían.
Si han estado atentos, verán que el nombre de un actor se repite en tres de las cuatro películas: el gran Henry Fonda. Resulta divertido comprobar cómo, de película en película, fue subiendo en el escalafón político: empieza como candidato a la secretaría de estado con Preminger, con Schaffner ya tiene ese cargo y aspira a la presidencia, y con Lumet por fin ha alcanzado la Casa Blanca. Pero a qué coste…
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Tempestad sobre Washington / Advise and Consent. Año: 1962
Director y productor: Otto Preminger. Guión: Allen Drury; novela de Wendell Mayes. Fotografía: Sam Leavitt. Música: Jerry Fielding. Reparto: Henry Fonda (Leffingwell), Charles Laughton (Senador Cooley), Don Murray (Senador Anderson), Franchot Tone (Presidente), Walter Pidgeon (Jefe de la mayoría). Dur.: 139 min.
Título: Siete días de mayo / Seven Days in May. Año: 1964
Director: John Frankenheimer. Guión: Rod Serling; novela de Fletcher Knebel y Charles W. Bailey II. Fotografía: Ellsworth Fredricks. Música: Jerry Goldsmith. Reparto: Burt Lancaster (General Scott), Kirk Douglas (Coronel Casey), Fredric March (Presidente Lyman), Ava Gardner (Ellie). Dur.: 118 min.
Título: El mejor hombre / The Best Man. Año: 1964
Director: Franklin Schaffner. Guión: Gore Vidal, según su obra teatral. Fotografía: Haskell Wexler. Música: Mort Lindsey. Reparto: Henry Fonda (Bill Russell), Cliff Robertson (Joe Cantwell), Lee Tracy (Presidente Hockstader), Edie Adams (Sra. Cantwell). Dur.: 102 min.
Título: Punto límite / Fail-safe. Año: 1964
Director: Sidney Lumet. Guión: Walter Bernstein; novela de Eugene Burdick y Harvey Wheeler. Fotografía: Gerald Hirchsfeld. Reparto: Henry Fonda (Presidente), Walter Matthau (Profesor Groeteschele), Dan O’Herlihy (General Black). Dur.: 112 min.