Volver a Lo que el viento se llevó

El celebérrimo cartel de Lo que el viento se llevóA Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre, exclama con pasión Escarlata O’Hara mientras su figura se contrapone intensamente a un cielo del color de su nombre. La misma Escarlata que, dos horas de tiempo real y varios años de tiempo ficticio después, abandonada por el hombre al que ahora ha advertido que ama locamente, decide que necesita volver al lugar donde hizo ese juramento, Tara, la casa en que nació, para mejor pensar cómo recuperarlo, pues después de todo mañana será otro día. Hubo un tiempo, el tiempo de los cinéfilos y de los mitómanos (¿existen todavía?), en que nadie desconocía esas dos famosas frases pronunciadas por ese personaje femenino. Un tiempo en que los sones de Max Steiner —en España un programa de cine, De película, ayudó a difundirlo entre gente más joven al utilizarlo como sintonía— nos recordaban a todos la tierra roja de Tara, el incendio de Atlanta y la sonrisa canalla de Rhett Butler. El mito, por supuesto, generó un antimito: que Lo que el viento se llevó, antes el emblema más acabado del cine de Hollywood, era el símbolo de lo peor del mismo, un film plúmbeo y ridículo, cursi e inacabable. ¿Sigue importando hoy esta película que una vez pareciera tan imprescindible? Hacía veinte años que no volvía a verla, de tal modo que tenía gran curiosidad por conocer mi propia impresión (disculpen la pedantería). En las líneas siguientes voy a intentar contar el cúmulo de sensaciones, en ocasiones contradictorias, que me ha despertado esta recuperación.

Ante todo, Lo que el viento se llevó es un ejemplo claro de eso que muchos llaman «cine-novela», y que se caracteriza por narrar, a lo largo de un metraje por lo común generoso, las vidas de un conjunto de personajes a lo largo de un lapso considerable de tiempo, durante el cual su peripecia individual se funde de modo indisoluble con las circunstancias sociohistóricas. Es típico, aunque no imprescindible, pese al nombre, que estas películas adapten alguna novela de gran repercusión: en este caso, el famoso best-seller de Margaret Mitchell (publicado en 1936), que ignoro si hoy sigue leyéndose como ayer. Y no se crea que la calidad de una película tenga que ver con la entidad del libro adaptado: tan cine-novela es Lo que el viento se llevó como, por ejemplo, Guerra y paz, la estupenda película de King Vidor construida sobre el mil veces más prestigioso libro de Tolstoi. Ambas películas, de hecho, abordan historias parecidas en cuanto que siguen las trayectorias de un grupo de personajes fuertemente condicionados por un terrible tiempo bélico. Dudo mucho que quienes han visto el film de Vidor a la fuerza hayan leído el libro, y sin embargo, los paralelismos de las dos películas son evidentes.

Radiante Vivien Leigh como Escarlata O'HaraLa acción de Lo que el viento se llevó abarca un lapso en torno a la docena de años, que comienza justo el día en que estalla la Guerra de Secesión, y se centra en la figura de una heredera sureña, Escarlata O’Hara, jovencita vanidosa e inconsecuente en esos días de vida muelle que refleja el arranque de la historia, acostumbrada a que todos su caprichos se satisfagan al instante, a quien seguiremos a lo largo de los duros tiempos que, enseguida, le van a tocar vivir, y que acaban convirtiéndola en una superviviente nata desgarrada entre el sueño perdido (ese sur somnoliento y caballeroso cuyo símbolo se empeña en encarnar en el amor por un hombre, Ashley Wilkes, casado con otra) y la vida real en que ella acaba demostrando unos redaños y unos capacidades que hubieran parecido impensables en quienes la conocieron en aquellos días dorados de bailes y galanteos bajo el pórtico columnado de su plantación natal de Tara. Otro hombre, el aventurero Rhett Butler, que es justo lo contrario de lo que es Ashley (de ahí que, con toda razón, lo desprecie: o mejor dicho, que no lo considere en ningún sentido), brinda a Escarlata la posibilidad de la felicidad, pero ella se dará cuenta de que era su única posibilidad demasiado tarde.

Como suele suceder en películas de estas ambiciones, antes que nada, Lo que el viento se llevó vale lo que valen sus personajes centrales. Y es evidente que sus mayores triunfos los juega en la descripción de su pareja protagonista, los caracteres más atractivos y mejor definidos. Es más, a su lado, los otros personajes centrales están mucho peor trazados, no sé si porque los responsables del film pretendían que nada hiciera sombra a su dúo estelar, por la escasa atención que ponen en dotarlos de una adecuada entidad dramática o por los errores en el casting.

Olivia de Havilland, Melania en Lo que el viento se llevóEn cuanto a esto último, me parece evidente. Olivia de Havilland está francamente desaprovechada como la dulce Melania: una actriz de sus características y de su encanto personal difícilmente encajaba en el rol de una mujer tan sumisa… y tan sosa. Aun así, su calidad interpretativa es tanta que sale medianamente bien parada, si bien, es evidente, luce mejor en los momentos en que, por fin, exhibe fortaleza de carácter (es decir, en la segunda mitad de la historia: en la primera, de no ser por la actriz, Melania sería insufrible… y aun así, en buena medida lo es). Peor es el caso de Leslie Howard en el papel de Ashley, para el cual, de entrada, resulta demasiado mayor (46 años en el momento del rodaje para un tipo que, en teoría, debería tener 15 menos). Con independencia de que en otros papeles demostrara solvencia, su interpretación de Ashley es tan monocorde y envarada que, por mucho que el espectador sea bien consciente de que el personaje supone para Escarlata más un símbolo que un ser real, uno tendría que pensar que nos quieren tomar por tontos: que es imposible que una mujer tan vitalista y sensual como la protagonista pueda verse arrastrada durante tantos años por una pasión hacia semejante pavisoso. Lo irónico es que, de no ser por esta interpretación, Howard estaría hoy completamente olvidado.

En cambio, la pareja protagonista está espléndida. La joven Vivien Leigh superó, como es fama, a un buen puñado de aspirantes al papel con muy superior renombre (eso sí, aun cuando no se había visto nunca frente a una responsabilidad tan grande, ni mucho menos era una novata). Cierto es que la actriz está mucho mejor en la segunda parte de la historia (en más de un momento resultan excesivos los aspavientos de niña caprichosa que luce durante la parte inicial), cuando equilibra de modo admirable el penoso conocimiento de la vida que ha acabado adquiriendo con el mantenimiento del aire juvenil que le aporta su insensato egoísmo. Por supuesto, convence a la perfección de que su mera presencia y unos cuantos mohines encantadores sean capaces de volver del revés las percepciones de cuanto hombre se pone a tiro. Pero también de que dentro de ella hay mucho más: no de otro modo se entendería que un hombre tan experimentado como Rhett Butler también caiga en sus redes, si bien no del modo insulso y acrítico de todos sus galanteadores.

Ahora bien, mi revisión de la película me ha confirmado lo que ya me había parecido en ocasiones anteriores: Clark Gable realiza una interpretación extraordinaria (o se funde con el personaje de Rhett Butler de modo extraordinario). Parece una inmejorable elección de casting, y de hecho ya pareció a los primeros lectores del libro la única posible, pues el personaje se ajustaba como un guante a las características estelares de Gable: una imagen viril pero no chulesca, la socarronería como principal forma de enfrentarse al mundo, un soterrado idealismo bajo una aparente ligereza y el sentido del humor como cualidad innata.

La entrada de Rhett Butler en la historiaSe podrá argumentar que el Rey no interpreta, sino que impone sus famosos tics gestuales y su imagen estelar a un personaje, pero no debe olvidarse que todos los grandes actores de Hollywood (de Gary Cooper a Cary Grant, de John Wayne a Gregory Peck) moldeaban sus grandes creaciones a partir de unas expectativas creadas entre el público con sus previas encarnaciones. En la variedad y ductilidad de las composiciones estriba la magia de los más grandes, y si Gable es cierto que fue menos dúctil y menos variado que la mayoría (por ejemplo, que los arriba citados), también lo es que no hubo un Clark Gable mejor: es decir, alguien que compusiera con más fortuna el prototipo de hombre seguro de sí mismo, bien consciente de que la completa nobleza aburre y el cinismo gratuito molesta, capaz por lo tanto de crear una genuina combinación de ambas, y siempre sin caer en la fácil jactancia que habría hecho antipático un rol tan delicado (hoy día, en estos tiempos de «corrección moral», tan impertinente). El triunfo es rotundo: cada vez que Rhett Butler aparece en escena, el interés de la historia sube y se convierte en la figura que domina por completo el plano. Lo diré siempre: la primera cualidad de un actor debe ser la convicción.

Las circunstancias del dilatadísimo rodaje son bien conocidas: los nombres finales de la ficha artística suponen tan solo la punta del iceberg de quienes participaron en su factura. Por ejemplo, el rocoso Victor Fleming se acabó llevando un Oscar a la mejor dirección por un trabajo que (aun cuando le corresponde el mayor porcentaje del metraje) compartió con otros cuantos realizadores. Pues bien, lo cierto es que, a la vista del resultado final, no se diría que pasó por tantas imágenes, puesto que hay una completa unidad narrativa y estilística. De ahí que coincida plenamente en que Lo que el viento se llevó es, ante todo, una película de productor, del hombre que tanto luchó porque se convirtiera en el mayor espectáculo cinematográfico jamás visto en pantalla, esto es, David O. Selznick.

Selznick es quien le dio su verdadera unidad, quien luchó por actores y técnicos, quien hubiera merecido el crédito como guionista (buena parte de los diálogos, magníficos, son suyos), quien rodó en persona varias de sus escenas (como la famosa despedida final de Gable) y quien supo otorgar la principal responsabilidad artística a la persona adecuada: a William Cameron Menzies, el responsable de la imagen visual de la película. La inapreciable labor de este apenas queda reflejada bajo el término que la acredita («production designed by»), y que esconde al verdadero planificador de las grandes secuencias —por ejemplo, la de los heridos en la estación de Atlanta, para la que se buscó la grúa más grande jamás usada en cine— e incluso director de una porción de metraje nada desdeñable.

A él se debe la genial idea de hacer de la tonalidad anaranjada-escarlata el emblema de la pasión de la protagonista (la asociación de ideas, además, es tan sencilla como afortunada) pero también de la cualidad onírica de ese Sur de su juventud y de lo único que acaba quedando de él, su propiedad, Tara con su tierra roja: no en vano, tras tanto cúmulo de escenas en que los personajes remarcan sus figuras contra el cielo increíblemente teñido de ese color, después que Escarlata pronuncie su juramento, ya no aparecerá más que asociado a objetos y vestuario: a lo material, ya no a lo espiritual. Además de Menzies, otros artistas contribuyeron notablemente al resultado final, pero de todos ellos sin duda merece un recuerdo el compositor Max Steiner, por cuanto su tema central sería durante décadas algo así como el himno oficioso de Hollywood.

Escarlata y Rhett, sensualidad y ensueño, o sea, Lo que el viento se llevó

Las casi cuatro horas que abarca el metraje se reparten en dos partes bien diferenciadas, en cuya bisagra se encuentra la ya varias veces referida escena en que Escarlata pone a Dios por testigo de que nunca volverá a pasar hambre. La primera parte es la que contiene los momentos más famosos y, sin duda, es la más ágil y espectacular. La segunda parte, sin embargo, en la revisión me parece que posee una mayor entidad: si en ella no se encuentra ninguna escena mítica como las anteriores (salvo el famoso final), sí es donde los personajes encuentran su mejor desarrollo dramático, en especial la pareja protagonista, consiguiéndose una notable densidad en la exposición de su relación de atracción y odio.

Esta profundización se debe a una afortunada decisión de Selznick: prescindir del abierto contenido ideológico que Mitchell derrama en la parte de la novela posterior a la contienda (en ella aparece hasta el Ku-Klux-Klan), sin duda por pensar que podría ser excesivo para el público de otras partes del país. Así, al prescindir de la «sucia» batalla política que divide al Sur tras la guerra, la caracterización de ese paraíso de la caballerosidad (al que sí se le dedica mucho tiempo en la primera parte) queda asociada a la juventud de Escarlata y, en la edad adulta, queda constreñido al territorio del sueño. La protagonista se convierte en una mujer decidida y realista, implacable incluso en el manejo de los asuntos (como si fuera un «hombre»), pero la niña que sigue latiendo dentro de ella necesita, para seguir adelante, el recuerdo del paraíso perdido, y ese es el sentido de que se empeñe en ser «fiel» a Ashley, incluso empeñándose en mantenerlo a su lado cuando este mismo había advertido de la necesidad de marcharse para siempre, con lo cual pierde la oportunidad de ingresar definitivamente en el mundo adulto de los sentidos —de la sensualidad y no del romanticismo, que le ofrece Rhett).

Así, esta segunda mitad supone un desatado melodrama pasional en torno al choque entre dos formidables caracteres, a cuyo lado el resto de personajes casi carece de sustancia, como si fueran espectros: ¿en serio no muere Ashley en la guerra y su presencia no es más que un fantasma que hostiga a la nostálgica Escarlata?, ¿puede haber un ser tan noble y abnegado como Melania o es una abstracción que igualmente atormenta a Escarlata como su exacto doble opuesto, por tanto su némesis? En ese caso, Rhett sería el hombre que intenta (inútilmente) exorcizar esas apariciones que hechizan la vida de Escarlata y le alejan de él.

Escarlata y el insufrible Ashley Wilkes, Leslie HowardLa narración de la película es, evidentemente, irregular: se echa un falta un guion equilibrado (participaron tantos escritores en su redacción que es imposible) y un director con verdadero sentido de la atmósfera (es una pena: el gran King Vidor pudo haber sido el realizador elegido). Sin embargo, lo que pesa en la película no es tanto su dilatación como su excesiva inclinación por el subrayado: en demasiadas ocasiones los diálogos se empeñan en subrayar lo que los gestos ya habían dejado claro. Así, el momento en que Rhett aguanta, en la fiesta de los Wilkes al principio de la historia, la insultante impertinencia del joven Charles Hamilton: la interpretación de Gable se basta para expresar que consideraría un abuso de fuerza aceptar la evidente intención del petimetre por retarlo a duelo, pero una vez que el personaje ha dejado la escena el pelmazo de Ashley se ve obligado a explicarlo ante el resto de invitados.

Sin embargo, en otras ocasiones los diálogos poseen una notable fuerza sintética. De entre ellos siempre me han encantado dos. El primero lo pronuncia Butler cuando, a instancia de los caballeros del sur, les explica por qué el Norte les lleva ventaja en cuanto a los recursos necesarios para una guerra, concluyendo su exposición de modo concluyente: «Nosotros solo tenemos algodón, esclavos y arrogancia», diálogo además inmejorable para dibujar definitivamente al personaje (estamos en la primera escena en que habla, no se olvide), pues en esa frase encierra una insolencia sarcástica que se corresponde bien con esa fama de hombre nada convencional que le procede. El otro diálogo está puesto en boca de Ashley, cuando se despide de Escarlata tras su permiso en Atlanta y, decidido a que la muchacha abra los ojos a la realidad de la guerra (ella sigue creyendo que los «caballeros» nunca pueden perder), sentencia con tristeza: «Los nuestros van descalzos y hay mucha nieve en Virginia» (se cuenta que esta frase es una de las pocas aportaciones que sobreviven del escritor F. Scott Fitzgerald al guion).

Por supuesto, no merece mucho la pena insistir en que estamos ante un evidente panfleto sudista. La visión que ofrece el film (heredada de Margaret Mitchell, claro) se pone claramente del lado de esos elegantes caballeros que amparan paternalmente a los negros sin maltratarlos jamás, y que si no les dan libertad es porque son como niños indefensos —tal como simboliza el personaje de la esclava Prissy, que a ratos parece casi surrealista—, concentrando la denuncia en los blancos «malos», es decir, los hombres del Norte que llegan tras la guerra para aprovecharse de su condición de vencedores, los famosos carpetbaggers. Lo que no quiere decir que la autora (y por tanto, la película) no deje bien clara la condición anacrónica de esa concepción del mundo, y de ahí su derrota. No se olvide que el personaje más atractivo de la historia, Rhett Butler, se caracteriza desde el principio por contravenir esa ética caballeresca, por reírse de esa nobleza de cuento de hadas, como no duda en decirlo a quien le quiere escuchar.

Eso sí, en el momento decisivo, este transgresor deja atrás para unirse al ejército confederado, esto es, a la Causa (aunque él sepa que ya es una causa perdida: incluso porque sabe que es una causa perdida, lo cual indica que dentro de él hay otro sureño irremediablemente romántico).

Lo que el viento se llevó, no puede ocultarse, es un film a ratos increíblemente pueril, a ratos irremediablemente cursi; que abusa de los trucos de manual para realzar a sus estrellas y se ve lastrado por la escasa entidad del resto de personajes. Pero que si aguanta a la perfección sus casi cuatro horas de duración es por el fenomenal interés que mantiene en todo momento y el mayúsculo interés de sus dos protagonistas, dueños absolutos de una historia cuya relación brinda momentos de notable entidad sensual y sexual. Valga como ejemplo esa sensacional escena, que tensa al máximo las imposiciones censoras de la época, en que Escarlata le hace ver a Rhett que ha decidido no tener más relaciones sexuales con él, y que concluye con el hombre saliendo de la alcoba de su mujer después de arrancar la puerta de una patada. La excelencia de los dos actores, la combinación de sutileza y frontalidad, y el memorable juego erótico que desborda son buena muestra de los valores que, todavía hoy, garantizan la perdurabilidad de la obra. Lo que el viento se llevó no será, desde luego, la película más «grande» de la historia, pero mientras la disfrutamos, a quién rayos le importa.

Versión ancha del cartel principal de Lo que el viento se llevó

Posdata sobre el doblaje. La versión doblada realizada en los estudios de la Metro en Barcelona bajo la dirección del gran José María Ovies, para el estreno de la película en 1950, siempre ha sido considerada el paradigma de la extraordinaria calidad que tuvo en sus años gloriosos ese arte hoy convertido ya en mera técnica. Si bien en esta ocasión he preferido la versión original (en la que, eso sí, se pierde otra cualidad de esos doblajes, sus espléndidas traducciones), escucharlo, dejarse mecer por la perdida sonoridad de la dicción de otrora (existente no solo en el doblaje, sino en la interpretación en general, como se comprueba viendo cine español de la época), supone sumergirse en un fascinante universo de magia.

Todos los actores están irrepetibles, si bien el cuarteto protagonista, en especial, está excelso. Elsa Fábregas, como Escarlata, realiza una increíble exhibición en un papel que requería a una actriz dotada de incontables registros como era ella, exultante además en su juventud. Rafael Luis Calvo, en su día tal vez el primer actor cuya voz se hizo imprescindible asociada a un rostro de Hollywood (y eso que siempre menospreció el talento de Gable…), hace que el Rey verdaderamente hable en español, aportando la viril socarronería que demandan sus diálogos. Elvira Jofre, la «voz dulce» de la Metro de tantas heroínas del estudio, está deliciosa, y deliciosamente antañona, doblando a Melania. Por último, Víctor Ramírez, con su particularísimo timbre engolado, otorga a Ashley una dignidad trágica que confieso no encontrar en el Leslie Howard original (aunque mi dominio del inglés no me permite ser tajante ni mucho menos), realzándolo de un modo que, si es impropio señalar que mejora al actor inglés, al menos nos hace desear que salga más veces en pantalla para seguir escuchándolo.

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Lo que el viento se llevó / Gone With the Wind. Año: 1939.

Dirección: Victor Fleming. Guion: Sidney Howard; libro de Margaret Mitchell. Fotografía: Ernest Haller. Música: Max Steiner. Reparto: Clark Gable (Rhett Butler), Vivien Leigh (Escarlata O’Hara), Leslie Howard (Ashley Wilkes), Olivia de Havilland (Melania Wilkes), Hattie MacDaniel (Mammie), Thomas Mitchell (Gerald O’Hara), Harry Davenport (Doctor Meade). Dur.: 233 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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11 respuestas a Volver a Lo que el viento se llevó

  1. Renaissance dijo:

    Lo que El viento se llevó pude verla, por suerte, sin más referencias que un refrán que mi abuela repetía a modo de broma, “Lo que el viento se llevó y lo que el culo se cansó” y el “zi, zeñorita Escahlatah” como ironía hacia alguien excesivamente mandón o servil. En una cosa acertaban: la duración hace que sea una película de ver al menos una vez en la vida, y como mucho, una cada muchos, años, cuando uno también evoluciona como espectador.
    Hoy precisamente se hacen muy evidentes algunos de sus defectos: que Ashley resulte tan pavisoso que parezca imposible que un personaje como Scarlett se pase cuatro horas obsesionada con él, y que la atmósfera y el tratamiento de la narración sean muy deudores de la visión de su autora y quizá, de algún tipo de nostalgia. Esto último hoy casi puede verse como una valentía en un momento donde vivimos bajo el peso de lo políticamente correcto. En conjunto, ha pasado el suficiente tiempo como para que el halo de grandeza se diluya, seguramente con el cambio de tendencias en el cine, el público y en gustos, y para que se puedan ver mejor tanto sus virtudes como sus defectos.

    • Yo todavía recuerdo el acontecimiento que fue el estreno televisivo de esta película, tanto que poco después incluso la emitieron en vose, a una hora «decente». De todas las mitomanía que he padecido (y de las que quisiera creer que hoy estoy curado), nunca tuve la de considerar que esta película era la cima de la grandiosidad, aunque en general siempre he sentido gran simpatía por ella. Y al pesar virtudes y defectos ganan las primeras, del mismo modo que las cuatro horas no se hacen pesadas salvo a ratos (hay otros tochos que más pereza me da revisar, de «La lista de Schindler» a «Éxodo», o algunas de las películas de Terrence Malick, que duran menos pero parece que no acaban nunca…).

      Por cierto que esa expresión de mi abuela también se la escuchó a la mía: evidentes compañeras de generación 🙂 .

  2. Como admiradora del libro, la película se queda corta.Muy acertado el análisis..sólo discrepo y me da igual lo que piensen, en el personaje de Ashley, muy superior a Gable.Ese
    Espíritu como derrotado y melancólico que le da Howard es admirable y para mi humilde opinión , más creíble que Gable..De hecho no estoy segura de la nominación al Oscar de Gable. .pero no ganó; creo que V. Leigh si y Havilland tb.En fin..mi admiración para L.Howard del que reconozco mi debilidad y su gran interpretación de un personaje tan complicado y atormentado como Ashley Wilkes.

    • El papel que juega Ashley Wilkes en la trama me parece especialmente interesante, y confieso que es un rol con el que suelo simpatizar considerablemente, el del hombre superado por el choque entre la vida de sueños a que aspiraba y la dura realidad que lo aplasta. Sin embargo, encuentro dos problemas. El primero, ajeno a Howard, es la falta de ecuanimidad en el trato por parte de los responsables de la película: apenas le conceden «espacio» para que podamos saber más de él, lo cual es una falta de ecuanimidad hacia los personajes que a mí siempre me molesta cuando una trama gira en torno a una mujer que se debate entre dos hombres (si uno de ellos resulta claramente más atractivo, no hay pugna posible: es el mismo caso, por ejemplo, de «Historias de Filadelfia» o «Luna nueva», donde el rival de Cary Grant por el amor de la chica de turno es tan insulso o estúpido que insulta a la inteligencia del espectador). Lo segundo sí me parece achacable a Howard: al actor lo encuentro falto del desgarro melancólico que debía haber mostrado, como si de antemano se supiera derrotado en el favor del público por Rhett.

      Eso sí, como lectora de la novela (yo no la he leído, aunque el libro está por algún estante de la biblioteca de mi abuelo, de modo que no descarto su lectura algún verano…) seguro que tú tienes más argumentos para valorar al personaje, porque en sus nutridas páginas seguro que hay espacio para poder desarrollarlo mucho mejor.

      Gable y De Havilland fueron nominados, cierto. Ella perdió ante su compañera de reparto Hattie McDaniel (o sea, Mammie). Él fue derrotado por Robert Donat, protagonista de «Adiós, Mr. Chips», en lo que constituyó, según las crónicas, una verdadera sorpresa.

  3. Franklin Padilla dijo:

    Hay una versión rusa de «La Guerra y la paz», de Serguéi Bondarchuk de altísima calidad, que mereció el Oscar de mejor film en idioma no inglés. Sin embargo,contaba el direfctor que uno de los acicates para producir la adaptación de la novela de Tolstoi fue el enorme éxito de que gozó la producción de Vidoe entre el público soviético, a pesar de estar en plena guerra fría y la carrera espacial.

  4. Franklin Padilla dijo:

    Perdón: Fe de errata: «director» y «Vidor»

    • Conozco la existencia de la película soviética… que dura siete horitas: supongo que no dejará sin adaptar ni un párrafo :). La versión de King Vidor, que tampoco es manca (tres horas y media), me parece maravillosa, con una inolvidable Audrey Hepburn y magníficos Henry Fonda y Mel Ferrer.

  5. Fernando dijo:

    Carezco de tu valentía para afrontar de nuevo esas cuatro horas de metraje en un televisor o pantalla de ordenador. Pero lo que leo sobre tus impresiones en esta revisión que haces, cuadra bastante con lo que yo tengo en cabeza sobre el filme que, por otra parte y aludiendo a tu frase sobre “espléndidas traducciones”, recibió un título en castellano pensado por alguien de verdadera mente creativa y sin tener que dejar de ceñirse al original.

    Sin embargo hay un pequeño punto en el que no concuerdo contigo; y es tu percepción sobre lo difícilmente creíble que te resulta el enamoramiento de De Havilland por Howard.
    Debo decir que ello no es para mí, en absoluto, extraño de comprender, ya que en el transcurso de mi vida he sido testigo (social) de relaciones de esas características en varias parejas que he tenido el gusto de conocer y de conservar su amistad.
    Juro que la mujer ‘vitalista y sensual’ llena de pasión por un ‘pavisoso’ sí existe…

    La posdata sobre doblaje es inmejorable y, asimismo, denota el paralelismo del que no podemos desprendernos aquellos que crecimos con cine convincentemente doblado, de altísima calidad; germen, quizás, de nuestro amor por el cine e indisociable al impacto que este arte tuvo en el desarrollo de nuestra formación cultural.

    ¡Gracias, José Miguel!

    • Cierto: en la vida y en la ficción abundan estos supuestos desequilibrios, mas aquí no me resulta convincente en los términos en que se narra, como explico un poco más arriba a la lectora que defiende al personaje y al actor que lo interpreta. Gracias por fijarte en la posdata, porque siempre que hablo del doblaje clásico no puedo evitar incluso emocionarme un poco recordando el inmenso placer que me provocaba en otro tiempo (y al que regreso, brevemente, cuando oigo «catas» de esas viejas versiones: me resulta difícil ver entera una película en español, salvo que lo haga en compañía de enemigos completos de las versiones con subtítulos…). Por cierto que de esas cuatro voces, creo que Víctor Ramírez, poco reinvidicado en los escasos foros o libros que hay sobre el tema (y que tú conoces bien), incluso ninguneado en su misma profesión una vez abandonó aquellos maravillosos años en la Metro y en Barcelona, es uno de los grandes genios que dio ese arte, y un emblema perfecto de por qué fue irrepetible.

      • Fernando dijo:

        Me agrada sobremanera que manifiestes tu admiración por Víctor Ramírez, gran, gran doblactor que tuvo que soportar en los últimos 25 años de su carrera un trato denigrante por parte de los estudios, repartiéndosele papeles de secundarios inferiores casi sin texto o meros segundos para que aportara su voz a personajes cuyos actores ni siquiera figuraban en los títulos de crédito. Una verdadera vergüenza.

        Ya he comentado a menudo con quienes más saben de esto que quedarían sorprendidos de la importancia de Ramírez si llegáramos algún día a componer la totalidad de la enorme cantidad de doblajes realizados por este actor; lamentablemente, hoy desaparecidos y (casi) sin posibilidad ya de ser encontrados.
        Para mí, Ramírez es una de de las cinco o seis voces de cine familiares que siempre me han acompañado desde muy niño (junto con Soriano, Durá u Ovies) y que, sin duda, me empujaron, sin saberlo entonces, a comprometerme con devoción a adorar todo lo que salía de aquellas pantallas de las salas oscuras.

        Escuchar actuar a Ramírez en un verdadero goce, con su voz de hombre de la calle de no muy afortunado timbre, convenciéndote siempre de que quien hablaba era el actor de imagen; ya fuera Skelton, Kelly, Melvyn Douglas o Astaire… Bueno, quizás el Widmark de ‘Pánico en las Calles’ no fuera una acertada elección para él…

        Al igual que tú, yo también veo exclusivamente cine en v.o., pero hace unas semanas y tras ver en la BBC una nueva versión de ‘Witness for the Prosecution’, me llamaron la atención algunos detalles que no coincidían con la memoria que tenía del filme de Billy Wilder. Así que me dije que le volvería a echar una ojeada al día siguiente para centrar puntos.
        Tras los primeros minutos y metido ya en el carácter de Charles Laughton, comenzó a entrometerse en mi cerebro la voz de Paco Sánchez, que no paró hasta que cambié la película a la versión española. Desde ese momento, quede subyugado por la increíble interpretación que todos los doblactores llevaban a cabo, con una Guerrero de Luna que se te mete en las entrañas y un Sánchez verdaderamente impresionante…
        Por supuesto que la versión que cuenta y la que juzgo es la original, pero en casos como el que refiero… ¡Qué calidad! ¡Qué placer!

  6. Algo así me pasa cada vez que repaso «Scaramouche»… y no puedo no ir a la versión doblada, donde todos están sublimes, pero Ramírez además hace que Mel Ferrer resulte inolvidable…

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