Burt Lancaster, aventurero y acróbata

Burt Lancaster como Dardo, en El halcón y la flechaDebutante en el cine, directamente con rango de protagonista, con Forajidos, en 1946, solo dos años después Burt Lancaster ya daba pruebas de su enorme ambición al formar su propia compañía de producción junto a su amigo y agente Harold Hecht. La primera película en la que se implicó en tal labor —sin acreditarse: rara vez lo hizo personalmente— fue Sangre en las manos (1948, Norman Foster), un olvidado thriller, género al que pertenecen la mayor parte de sus primeros papeles, sin duda porque no quiso arriesgarse en su inicio en la producción. Su siguiente elección, sin embargo, ya es una prueba de personalidad: una película de aventuras que no es sino una versión libre de Robin Hood (el riesgo no está por este lado, claro), en la cual se reveló ante el público en una faceta que éste no podía esperar de él, dada la habitual sequedad de sus papeles para el cine negro. Es decir, la de aventurero de rubios cabellos y constante sonrisa, cuyas peripecias lo llevan a realizar un frenético conjunto de acrobacias que el actor, es evidente, ejecuta por sí mismo y sin ningún doble, por arriesgadas que fueran, algo lejos del alcance de la inmensa mayoría de las estrellas de Hollywood, normalmente dobladas en tales menesteres y enmascaradas mediante planos lejanos. Claro, lo que ignoraba el público es que la primera profesión importante de Lancaster había sido la de acróbata y artista de circo, que lo llevó incluso a trabajar en el famoso espectáculo de los Hermanos Ringling, hasta que en 1940 una lesión lo retiró de las pistas, por fortuna para los aficionados del cine.

Tres son los films aventureros que Lancaster produjo —en realidad, cuatro, pero Diez valientes, de 1951, ambientado en la Legión Francesa, no lo he visto nunca, y tiene menor relevancia mítica— y cuyo interés, curiosamente, es decreciente en el mismo orden cronológico: el señalado El halcón y la flecha, el film de piratas caribeños El temible burlón (1952) y una nueva aventura en el mar, si bien en el Pacífico, titulada Su Majestad de los mares del sur (1953).

El halcón y la flecha (1950)

Poster de El halcón y la flechaLo que cuenta El halcón y la flecha es muy sencillo, incluso simple: un aventurero hábil con el arco, inicialmente individualista, comprende que para enfrentarse a la tiranía que asola a su pueblo (hay un enemigo al que siempre es fácil convertir en malvado absoluto: un invasor), debe unirse a los suyos, formando un alegre grupo de proscritos refugiado en el bosque, desde el cual hace periódicas incursiones contra el castillo del villano, durante las cuales tiene tiempo para enamorar a la joven pupila (o sobrina, como aquí) de éste. Como ya he dicho, aunque no hacía falta, es la historia de Robin Hood, aunque determinados elementos —como el hijo pequeño que tiene el protagonista y a quien pone en peligro con sus correrías, así como la relación entre manzanas y flechas en alguna escena— evocan asimismo el mito de Guillermo Tell. De hecho, la ubicación geográfica de la historia está más cerca de los escenarios de la segunda leyenda que de la primera: Lombardía, en la época de las incursiones italianas de Federico Barbarroja.

Se suele señalar la influencia del guionista Waldo Salt, un hombre de izquierdas enseguida incluido en las listas negras por la caza de brujas, en el mensaje anti-autoritario de la película, pero sería exagerar las cosas, porque, en general, El halcón y la flecha no es más (lo cual no es poco…) que lo pretende ser: un entretenimiento trepidante y distendido, una película entrañable, de esas que antes asociábamos a los sábados por la tarde, arrebatadora incluso gracias a sus grandes valores: la estupenda fluidez narrativa del gran Jacques Tourneur, el arrasador dinamismo y la simpatía que emanan de Lancaster y del antiguo compañero de correrías circenses al que llamó para su comeback acrobática, el diminuto Nick Cravat, y cierto aire de picardía sexual que recorre el film y que tiene su mejor encarnación en la excelente Virginia Mayo.

El magnífico arranque del film se basta para meterse al público en el bolsillo, y en él brillan sobremanera los tres elementos señalados. Al pequeño pueblo lombardo donde transcurrirá la acción llega Bardo, a quien todos saludan como un indomable hombre de las montañas, y de hecho, ante las peticiones de ayuda contra el tirano de aquellos que lo han visto crecer responde constantemente con manifestaciones de su individualismo: él se basta a sí mismo y no necesita más. Sin embargo, Dardo tiene un punto débil: su hijo pequeño Rudi, a quien constantemente dirige todas sus declaraciones, y a quien ha traído al pueblo, en un insensato alarde de su voluntad independiente, para que éste vuelva a ver a su madre, Francesca, y pueda despreciarla como él. Pues cinco años atrás los abandonó para convertirse en la concubina nada menos que de Ulrich de Hesse, el hombre de Barbarroja, a quien apodan el Halcón (de ahí el título español, que modifica, en mi opinión para mejorarlo, el original, que significa La llama y la flecha).

Es cierto que resulta excesivo que toda mujer joven (y guapa, claro) con la que se cruza Dardo sienta la necesidad irrefrenable de besarlo, mostrando al montañero como un hombre con irresistible poder con el llamado bello sexo. Excesivo, e incongruente, porque parece mentira que haya sido abandonado por su esposa (un personaje al que, por desgracia, se le presta menos atención de la debida, descuidando un elemento fundamental dentro de la dialéctica sexual en que se va a mover la intriga, y que parte precisamente de ese concubinato público de la mujer con el invasor).

Entre Robin Hood y Guillermo TellPues bien, la escena en que los integrantes de este (desigual) triángulo se encaran ante todo el pueblo posee una enorme fuerza, en la que son esenciales, precisamente, esas implicaciones eróticas. Es estupenda la idea de guión de que Dardo derribe de un certero lanzazo el halcón del hombre que lleva precisamente ese apodo: es a la vez una reafirmación de la individualidad del arquero —afirma que la ley del bosque permite derribar cualquier halcón que se ponga a la vista, y a la pregunta de la joven sobrina de Ulrich, Anne de Hesse (Virginia Mayo), de cuál es su parte del bosque, él exclama: «Cualquier parte en la que esté yo»— y una forma simbólica de reto viril ante el hombre por el cual su esposa lo abandonó (no por razones sexuales, evidentemente). Pero también del rechazo de la tiranía que representa y contra la que luego (obligado, eso sí, al ser secuestrado su hijo de inmediato y entregado a su madre) el mismo Dardo se rebelará. No se puede sacar más partido de lo que puede parecer una mera y caprichosa exhibición de narcisismo. La huida de Dardo por los tejados del pueblo, intentando evitar que su hijo sea capturado por los hombres de Ulrich, además, sirve para mostrar las habilidades acrobáticas del personaje, luego tan fundamentales a lo largo de la trama. Todo concluye con Dardo herido y auxiliado por los lugareños, y el reconocimiento por tanto de que es mejor luchar acompañado que solo.

A partir de ahí, la trama ya se abandona a un conjunto de correrías, de idas y venidas del bosque al pueblo o al castillo y viceversa que resultan un tanto ingenuas, y que exhiben ya ese sentido de la distensión que rebaja un poco la densidad dramática exhibida en el inicio del film, si bien a cambio, como he señalado, otorga a la historia esa irresistible simpatía que es uno de sus grandes atractivos. Hay espacio además para otros personajes tan atractivos como el de Dardo. Para uno de ellos, el pequeño Piccolo, que Lancaster reclutara a su viejo socio Nick Cravat se revela como todo un hallazgo: no solo se nota el enorme feeling que había entre los dos amigos —y que se expresa mediante otro acierto: la mudez de Piccolo, que lo hace comunicarse, con gran originalidad, mediante gestos (mudez, según he leído, dictada por el indisimulable acento neoyorquino de Cravat)— sino que el mismo actor demuestra una notable habilidad para robar escenas a cuantos aparecen a su lado.

La inolvidable Virginia MayoDel mismo modo, Virginia Mayo supone una suerte de lady Marian que aporta una irreductible personalidad que no duda en utilizar sus atractivos (véase la foto aquí al lado) para intentar salir con bien de sus apuros. Y el magnífico secundario Robert Douglas hace las veces de una suerte de doble moral del protagonista, en cuanto que es otro individuo marcado por el individualismo que sin embargo se avendrá con el enemigo (a quien inicialmente había retado: encarna a un noble lombardo que se niega a pagar impuestos al Halcón), precisamente por no aceptar el obligado, e interclasista, gregarismo que le deparaba la existencia fuera de la ley. La lástima es que, después de su muy atractiva presentación —para ser aceptado por los nuevos hombres de Sherwood debe superar una prueba viril de combate que es un trasunto exacto del famoso duelo entre Robin Hood y Little John de las distintas versiones de la leyenda del arquero inglés—, se lo olvide bastante, de tal modo que su cambio de bando al final no tenga la fuerza que debiera haber tenido, si bien su enfrentamiento final, en medio de la oscuridad de una estancia (Dardo, sabedor de la muy superior habilidad del marqués con la espada, apaga todas las luces), resulta excelente y una prueba de la habilidad como narrador de Tourneur.

Sin pretender tampoco que se trate de una de las cumbres del cine de aventuras, El halcón y la flecha ofrece una gratísima hora y media de entretenimiento y emoción, que se pasa como un suspiro y que tiene entre sus puntos fuertes el atractivo visual de los colores y la fotografía de Ernest Haller. En concreto, la parte final se encuentra a la altura del arranque, con el ataque final de Dardo y sus hombres al castillo, aprovechando la presencia de una troupe de artistas de circo que ha sido admitida dentro de él para entretener a un Ulrich que ya se considera triunfador de la pugna. Es otra de las buenas ideas del guión, pues aprovecha con coherencia las habilidades del dúo Lancaster & Cravat y permite esa combinación entre distensión y tensión dramática que da pie a los mejores momentos de la película. La escena en que Dardo, ahora más como Guillermo Tell que como Robin Hood, salva a su hijo del puñal amenazador de Ulrich de un certero flechazo, pese a la dificultad del tiro, merece pasar a cualquier antología del género, y la exultación que le produce lo impulsa a una serie de acrobacias con unas astas a modo de trapecio que, por su guiño cómplice, se libra de la mera exhibición vanidosa para componer uno de las imágenes más icónicas de nuestra memoria infantil.

El temible burlón (1952)

Poster de El temible burlónEl éxito del film anterior animó a Burt Lancaster a reincidir en el género; incluso a superarlo, para lo cual obtuvo un holgado presupuesto, que le permitió marchar a rodar en exteriores europeos: la imaginaria isla de Cobra, en el Caribe, donde transcurre la acción, es en realidad Ischia, en el golfo de Nápoles, cuya bahía, coronada por un castillo en lo alto de un escarpado acantilado, forma una imagen indisociable del film. Lancaster contrató a un director de prestigio, Robert Siodmak, que lo había dirigido en dos de sus mejores thrillers, precisamente el de su debut, Forajidos, más El abrazo de la muerte. Ahora bien, seis años después de ese primer encuentro, Lancaster ya se sabía la voz cantante del proyecto y parece ser que la relación entre ambos acabó muy mal por las continuas interferencias del actor en las competencias de Siodmak.

La trama tiene evidentes similitudes con El halcón y la flecha: una vez más, Lancaster encarna a un aventurero egoísta (Vallo, apodado el Pirata Carmesí, título original del film: en el estupendo doblaje español, el Pirata Rojo) que vive mil peripecias acompañado de su diminuto, y mudo, camarada Ojo (de nuevo Cravat), y que al final acaba uniéndose al grupo de oprimidos que lucha por su libertad, en este caso en una isla del Caribe, contra los invasores ingleses (uno de los oficiales es interpretado nada menos que por un Christopher Lee pre-Drácula).

En cualquier caso, El halcón y la flecha y El temible burlón, pese a sus numerosos vasos comunicantes, no son dos películas exactamente homologables. Mientras que en la primera posee más importancia el elemento romántico y su historia, por mucho que esté impregnada de humor, nunca pasa de los límites de la coherencia realista, la segunda supone un festival de derroche cómico, combinando los hallazgos con la chocarrería, bordeando continuamente la parodia pero sin incurrir, fuera de algunos momentos, del todo en ella. No es Piratas del Caribe, para entendernos, por mucho que su nombre fuera utilizado, de modo bastante cargante, para justificar aquella.

Burt Lancaster y su camarada Nick CravatDe hecho, lo que libra al film de la insustancialidad a que podía haber tendido es su contagioso sentido de la convicción: se nota que el alma de la película, Burt Lancaster, creía profundamente en lo que estaba haciendo, y que hay un director capaz de controlar la tentación del descontrol. Es cierto que algunas escenas están a punto de colmar la paciencia del espectador más clásico: la secuencia, inicialmente divertida, en que los dos piratas provocan a la guarnición local de Cobra para así llamar la atención de los rebeldes con quienes quieren contactar acaba alargándose tanto que pierde el sentido de la medida y la pelea subsiguiente casi está a punto de recordar a los inefables Terence Hill y Bud Spencer; el momento en que los tres (el dúo titular más el sabio que se une a ellos) intentan rescatar a la protagonista femenina disfrazados de mujer no provoca risa sino sonrojo… Pero en fin, Lancaster lo advierte antes de comenzar la aventura: «Creed todo lo que veáis… bueno, solo la mitad de lo que veáis», mientras salta de lo alto de una verga a la contraria, en el primer alarde gimnástico de un film que multiplica cuanto hizo en la película de Tourneur.

El encanto que atesora El temible burlón lo protege de los numerosos riesgos que sobrevuelan sus imágenes todo el tiempo. Lo protege de la caída en la vulgaridad, como he dicho; de la posible trivialidad subsiguiente; y también de un hecho indiscutible: el exceso de autoconsciencia por parte de sus creadores (algo lógico en un film que juega tanto con la parodia), de hacernos conscientes de que se saben jugando con los elementos de un género, el de piratas, por entonces ya muy bien delimitado gracias a clásicos como El cisne negro (1942), de Henry King, o la coetánea La mujer pirata (1951), precisamente de Jacques Tourneur. De ahí que haya que rendirse ante el arrasador dinamismo que ofrece el film y que lo convierte en un auténtico gozo: quede para el recuerdo la genial farsa montada por Vallo y Ojo en la casa del gobernador (el momento de mayor lucimiento para el entrañable Cravat), culminada con la delirante manipulación del infatuado oficial de la guardia del palacio, que acaba protegiendo su huida de los soldados ingleses.

Su Majestad de los mares del sur (1954)

Poster de Su Majestad de los mares del surBurt Lancaster cerró su trayectoria en el cine de aventuras «para toda la familia» con este film, mucho menos mítico, y en el que hay mucho menos espacio para la distensión que en aquellos: aunque el capitán O’Keefe (Lancaster) no puede evitar sonreír en algunos momentos, lo hace en mucha menor cantidad; y, con la excepción de una vistosa secuencia en que se arroja montaña abajo por unas cuerdas colgadas sobre la ladera, no existe el lucimiento acrobático de aquellos films. De hecho, el planteamiento del film parece más trascendente: al hilo de ese personaje que recorre las islas del Pacífico con el ánimo de lucrarse comercialmente a costa de los desprevenidos indígenas, la historia introduce una reflexión sobre el imperialismo y la destrucción de los «paraísos» indígenas en manos de los desaprensivos occidentales. No hay que alarmarse en exceso, porque esta reflexión sólo queda planteada de modo muy parvulario, pues tanto el desarrollo argumental como la cristalización de sus elementos dramáticos quedan muy por debajo de lo que se prometía. No hay ninguna densidad en esta película, y lo malo es que al final tampoco queda mucho espíritu aventurero, de tal modo que se queda en una tierra de nadie que acaba conduciéndola al sendero de la indiferencia. Su Majestad de los mares del sur no es ni una película mala ni una película buena: un film visualmente atractivo (rodaje en escenarios naturales de Oceanía), con un protagonista carismático, que nunca llega a perder del todo el interés, pero que tampoco nos deja pegado al asiento con lo que está narrando. Casi una inocuidad.

Lo cierto es que el arranque del film no puede ser mejor, por su magnífico propósito de empezar la aventura sin preámbulo alguno, presentando al personaje (sin mayores explicaciones sobre su pasado) en medio de la situación más apurada posible: enfrentado —desde cuatro días atrás, señala la voz en off del propio O’Keefe, que conducirá toda la historia— a un motín de sus propios hombres («la hez y la escoria de Hong Kong») en mitad del Pacífico, agarrado con una mano al timón y con la otra a la pistola con que los mantiene a raya, hasta que, más porque se le acaban las balas que por el agotamiento, es reducido por los rebeldes y abandonado con un bote en medio del mar. Las corrientes llevarán a O’Keefe hasta la isla de Yap, donde todavía la historia prosigue con buen pulso, en cuanto que acto seguido es presentado el personaje de Tetins (Andre Morell), un alemán que lleva veinte años en la isla a cargo de una factoría comercial que apenas rinde por la imposibilidad de convencer a los isleños para que trabajen (los ojos se le iluminan a O’Keefe al comprobar la riqueza en cocos del lugar, por lo tanto, en el valioso aceite que éstos pueden producir, la copra).

Burt Lancaster entre Abraham Sofaer y Andre MorellEl resto de la película cuenta cómo O’Keefe utiliza su carisma para conseguir precisamente aquello en lo que fracasó Tetins. El pequeño emporio comercial que monta, sin embargo, provoca la descomposición social del paraíso indígena y a continuación la guerra (primero civil y después contra otros competidores europeos, en este caso alemanes). Sin duda, así contado parece interesante y denso, pero no lo es. En primer lugar, por el uso de tópicos muy propios del cine norteamericano: el supuesto paraíso se basa en cuatro tópicos étnicos acerca de la inocencia de los pueblos indígenas; y los alemanes aparecen caracterizados, cómo no, al modo más ranciamente prusiano, monóculo incluido. Encima, la mirada crítica que lanza sobre el protagonista termina traicionada por una transformación final que no puede ser más apresurada e inconsecuente y que significa, así por las buenas, la restauración del paraíso (de hecho, aunque los muy convenientes villanos que son los alemanes acaban siendo expulsados, nada indica que, respaldados por su evidente poderío militar, no vayan a volver cinco minutos después del «The End»).

Lo que queda, por tanto, es consolarse con los diversos elementos de interés que deja el superficial contenido dramático: el disfrute de los escenarios polinesios, del azul del mar y el verde de los árboles; el mencionado personaje de Andre Morell, que pese a su desaprovechamiento sabe evocar a esos personajes de hombres maduros, solitarios, escépticos y, por lo tanto, enriquecidos por el bagaje del humanitarismo, que tanto abundan en los relatos de Joseph Conrad o Robert Louis Stevenson ambientados en los mares del sur; el curioso cambio de perspectiva narrativa que se produce a mitad de película: la joven indígena (insufrible, por otro lado) que se casa con O’Keefe y que comienza a referirnos con voz en off la nueva vida que ha iniciado con el aventurero; y la presencia, para mí entrañable, del intérprete anglo-birmano Abraham Sofaer, al que tocó pechar con caracterizaciones de exóticos de toda nacionalidad en varios clásicos de la aventura, de La senda de los elefantes (1953) a Cuando ruge la marabunta (1954), esta última por cierto una obra maestra de tensión dramática y pulsiones eróticas en mitad de la jungla… que rodó el mismo director que aquí hace un trabajo tan apático, Byron Haskin.

Su Majestad de los mares del sur es el último film del género que interpretó Lancaster, al menos durante sus días estelares. El año anterior había dado otra vuelta de tuerca a su carrera proponiéndose como intérprete serio en películas de prestigio gracias al enorme éxito (que le supuso una nominación al Oscar) de De aquí a la eternidad (1953), y su imagen de aventurero sonriente pasó a la historia. Lo hizo en el momento justo para no agotarla y dejar el buen recuerdo que posee: en el futuro, el versátil intérprete alternaría los papeles en los que demostraría una sobriedad rayana en el ascetismo gestual (su indio libertario de Apache, su juez acusado de los crímenes del nazismo en Vencedores o vencidos) con aquellos otros en los que dio rienda suelta a su extroversión (el cínico pistolero de Veracruz, el ambiguo predicador de El fuego y la palabra), siempre con los mismos y espléndidos resultados. Y todavía tuvo tiempo para seguir luciendo, ya en otro tipo de películas, la espléndida agilidad de sus años en el circo: un acróbata, sonría o no, nunca pierde del todo la forma…

Affiche de Su Majestad de los mares del sur

FICHAS DE LAS PELÍCULAS

Título: El halcón y la flecha / The Flame and the Arrow. Año: 1950.

Dirección: Jacques Tourneur. Guión: Waldo Salt. Fotografía: Ernest Haller. Música: Max Steiner. Reparto: Burt Lancaster (Dardo), Virginia Mayo (Ana de Hesse), Robert Douglas (Alessandro de Granazia), Nick Cravat (Piccolo). Dur.: 88 min.

Título: El temible burlón / The Crimson Pirate. Año: 1952.

Dirección: Robert Siodmak. Guión: Roland Kibbee. Fotografía: Otto Heller. Música: William Alwyn. Reparto: Burt Lancaster (Capitán Vallo), Nick Cravat (Ojo), Eva Bartok (Consuelo). Dur.: 105 min.

Título: Su Majestad de los mares del sur / His Majesty O’Keefe. Año: 1954.

Dirección: Byron Haskin. Guión: Borden Chase y James Hill; novela de Lawrence Klingman y Gerald Green. Fotografía: Otto Heller. Música: Dimitri Tiomkin. Reparto: Burt Lancaster (Capitán O’Keefe), Joan Rice (Dalabo), Andre Morell (Tetins). Dur.: 91 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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6 respuestas a Burt Lancaster, aventurero y acróbata

  1. La mano del extranjero es siempre una excelente crítica cinematográfica, sin embargo creo que deberían recordarse otras grandes películas de Lancaster citaré El Nadador y El Gatopardo, para mí su mejor interpretación

    • ¡Luis, nunca me habían contestado tan rápido a una entrada! Y de acuerdo contigo porque Lancaster es uno de estos actores con una filmografía amplísima en grandes películas: si te fijas, en los párrafos finales pongo enlaces en algunas de ellas ya comentadas. «El nadador», por cierto, una película hoy bastante olvidada, a mí me gusta mucho y encuentro a Burt conmovedor en su papel. «El Gatopardo» la voy a revisar en breve, pues la acabo de adquirir en bluray: eso sí, en mi lejano recuerdo brilla una vez más nuestro hombre, además en un papel donde volvió a demostrar su versatilidad: quién hubiera dicho que un actor especializado en papeles de hombre «duro» se revelara de pronto elegante y aristocrático…

  2. Ángel Hernando dijo:

    Vaya, siento discrepar pero hace poco volví a ver El nadador y me pareció una película a la que el paso del tiempo ha hecho un flaco favor. Coincido plenamente en las apreciaciones sobre las películas «aventureras» de Lancaster (en efecto, Su majestad de los mares del sur, a pesar de algunos aciertos visuales, es una película claramente insuficiente) y no quiero dejar pasar la ocasión sin hacer una mención a Virginia Mayo, una actriz entrañable que nos acompañó en muchas películas de aventuras de nuestra adolescencia y en un western magnífico de Gordon Douglas, Quince balas, hoy olvidado y en el que nuestra Virginia compone un papel de madurez espléndido.
    En efecto, como dice Luis Felipe, no se puede olvidar El Gatopardo (eminente Burt Lancaster, a pesar de que parecía un miscasting), pero también quiero señalar, a vuela pluma y sin hacer memoria, otras dos películas muy significativas de este actor: Siete días de mayo, un excelente film de John Frankenheimer (del que hablábamos el otro día) que tiene un reparto como pocos, y un western de culto obligado, Los profesionales…por no hablar de El tren, otro Frankenheimer de los buenos.

    • Se empiece por donde se empiece, una filmografía espléndida la de Lancaster. Da tiempo a valorar y revalorizar distintas películas (por ejemplo, a mí es «El tren» la que me bajó un poco la última vez que la vi). Sobre Virginia Mayo, de acuerdo por completo: entrañable, guapa y estupenda actriz.

  3. Se trata de uno de mis actores preferidos, especialmente por la última etapa de su carrera; donde, en mi opinión, evidenció con creces su tremendo potencial interpretativo. Y no lo digo sólo por su decisiva colaboración con Visconti, sino por otras obras maestras del calibre de «Los temerarios del aire», «La venganza de Ulzana» o «Atlantic City». Gran entrada, José Miguel, como siempre… Un abrazo.

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