Tres clásicos de Sáenz de Heredia

Colorista poster de El destino se disculpa

Era el primo de Primo, o sea, el primo hermano de José Antonio Primo de Rivera, el fundador de la Falange. Encima, la sombra de Francisco Franco siembre se cernió alargadamente sobre él, puesto que rodó los dos vehículos más serviles a su gloria, Raza (1941), ese ridículo folletón pergeñado sobre ideas de un tal Jaime de Andrade, que no era sino un seudónimo del Caudillo, y Franco, ese hombre (1964), el documental tipo No-Do con el que se pretendió conmemorar los «25 años de paz» que dio a los españoles. Es por ello que el nombre de José Luis Sáenz de Heredia siempre ha parecido arrastrar consigo un aroma a naftalina, a antigualla reaccionaria, etiqueta que, por desgracia, muchos asocian al cine rodado durante el franquismo cuando, todo lo contrario, es en sus años más «profundos» (de los años 40 hasta principios de los 60) donde se encuentran sus mejores títulos, en consonancia, no por nada, con lo que sucede por doquier en casi todas las cinematografías mundiales. Pues bien, Sáenz de Heredia rodó algunos de los títulos más relevantes de esos tiempos, como demuestran las tres muy diferentes películas que bien pueden considerarse las mejores de su filmografía. Se trata de El destino se disculpa (1945), una muy bonita fantasía sobrenatural, Los ojos dejan huellas (1952), un thriller de aliento existencial, del todo inesperado en el contexto en que se rodó, por su desembozado pesimismo, e Historias de la radio (1955), uno de los títulos más amados, y con toda la razón del mundo, de la época gloriosa de la comedia española. Sobre ellos quiero detenerme en el presente artículo.

El destino se disculpa (1945)

Cartel de la película El destino se disculpaLa primera curiosidad que nos depara esta película es que se halla emparentada con una atractiva corriente venida de las pantallas anglosajonas (de Hollywood sobre todo, pero también del Reino Unido) y que podríamos calificar de cine de aliento sobrenatural, cuyo sustrato oscila entre el melodrama romántico y la comedia fina (no es la única: al menos otro venerable clásico patrio, La vida en un hilo, dirigida por Edgar Neville en ese mismo año, también lo hace). Es más, para mayor sorpresa, el film con el que presenta mayores paralelismos es con el inolvidable clásico ¡Qué bello es vivir!, de Frank Capra, filmado un año después. Ambos títulos plantean una reivindicación de la «vida sencilla» como base de la felicidad, en las dos ocasiones a partir de un personaje protagonista lleno de ambiciones que acabará creyéndose arrastrado al fracaso por no estar a la altura de sus expectativas, incluso sintiéndose tentados por el suicidio, pero que sabrán enderezarse gracias al encuentro con dos seres venidos del más allá que los guiarán hacia el camino recto. Por supuesto, ambos films constituyen, en el fondo, un cántico a la resignación henchido de valores cristianos que, sin embargo, comunican su mensaje con tan contagiosa convicción que incluso aquellos que no comulgamos con semejantes ideas salimos de la proyección un poco más felices de lo que entramos en ellas.

De entrada, la película cuenta con un valor añadido de esos años cuarenta: se trata de una adaptación (realizada por él mismo) de un cuento del escritor gallego Wenceslao Fernández Flórez, cuya cáustica imaginación sirvió de base a unos cuantos clásicos más de esa década. El título se justifica con su original arranque: un anciano que está colgando unos pasquines de unos árboles se ve sorprendido por la cámara, dirigiéndose acto seguido a ella (se trata de un recurso muy amado por la comedia española de esa época) para justificar lo que está haciendo, que no es sino reivindicar su nombre. Y es que se trata de la personificación del mismísimo Destino, harto de ver cómo su nombre es vilipendiado por todos aquellos que sufren un contratiempo provocado lisa y llanamente por un mal uso de su libre albedrío. Y a modo de ejemplo, comienza la «fabulilla» que ocupará el resto de la película.

Rafael Duran y Fernando Fernan Gomez, el duo protagonista de El destino se disculpaEl protagonista es Ramiro Arnal, un pobre diablo que no solo no es consciente de serlo sino que se cree llamado a conseguir los más grandes laureles de la literatura, por lo que, tras quedársele pequeño su pueblo, coge un buen día a su íntimo amigo Teófilo, y marcha a Madrid al encuentro de la gloria. Allí, sin embargo, se dará de bruces con la realidad, encontrando acomodo en un empleo que considera muy inferior a lo que merece (locutor de radio) y revelando, a no tardar mucho, que en el mejor de los casos le espera un futuro tan burgués como al que más, pues cuando la fortuna por fin le sonríe es bajo la forma nada gloriosa de la herencia de un pariente lejano, que enseguida atraerá la atención de gente avispada dispuesta a aprovecharse de su fatua vanidad (una joven que lo enreda para que se case con él, cuando está claro que solo busca su dinero; un astuto charlatán que sabe cómo darle coba para arriesgar su herencia en una empresa de lo más descabellada).

La fábula fantástica arranca cuando, una noche en que Ramiro está sumido bajo el signo de un especial fatalismo, hace jurar a su fiel Teófilo que cualquiera de los dos que fallezca en primer lugar acudirá a advertir al otro, después de muerto, de lo que el Destino le reserva. Como era de esperar, enseguida Teófilo morirá en accidente y tendrá ocasión de hacer honor a su palabra, al serle concedido, desde el otro lado, la oportunidad de guiar a Ramiro durante un mes. Un mes en el que, pese a que constantemente lo pone sobre aviso del modo más sensato, el aspirante a genio no le hará ningún caso, considerándolo, es más, un completo inoportuno, hasta verse reducido (como el George Bailey del film de Capra) a la desesperación y a la tentación del suicidio.

Es cierto que el film adolece del sentido del lirismo que merecía su premisa (sin duda porque entre las virtudes de Sáenz de Heredia no figuraba esta), pero El destino se disculpa justifica la fama que ha ido adquiriendo en los últimos años, destacando, antes que nada, por el encanto que impregna toda su factura. La película equilibra muy bien los elementos más ácidos con los más sentimentales, y su mayor acierto consiste en el dibujo, nada complaciente, que efectúa de su personaje central, un auténtico botarate que, realmente, no merece el amor incondicional ni de su sufrida hermana (de la que no duda en arriesgar su parte de la mencionada herencia) ni de la muchacha que lo ama sin remisión y casi sin esperanza (sin que Ramiro haya hecho nada para justificarlo, las cosas como son). Es más, la elección de Rafael Durán —curiosamente, también protagonista de La vida en un hilo: fue una refulgente estrella del modesto star-system hispano de la época, por más que hoy esté casi completamente olvidado— ayuda sobremanera a sellar la falta de simpatía que despierta Ramiro, ya que el artificioso carisma del actor (siempre más envarado que natural, aun dotado de indudable presencia) no puede encajar mejor con el personaje.

Este queso, se crea o no, es Fernan GomezA su lado, brilla con cegadora luz propia un jovencísimo Fernando Fernán Gómez en el tal vez primer papel relevante de su carrera. Si bien él mismo marcha con Ramiro a la capital para intentar hacer carrera como actor, al contrario que este no tarda en ser consciente de sus limitaciones y se subordina por completo al amigo, ofreciendo una conmovedora lección de modesta amistad a lo largo de toda la historia, de tal modo que diríase que si el Destino se «empeña» en que muera es porque solo de este modo podrá rendirle el servicio definitivo. Y es un hallazgo argumental que Teófilo, haciendo honor a esa condición que tuvo en vida, solo pueda aparecérsele a Ramiro bajo la forma de modestos objetos cotidianos (el perchero donde descansa el traje de su amigo, un palo de golf que acaba pareciendo una figura animada) o un un animal que no puede ser más simbólico de su fidelidad (un perro lanudo): la extraordinaria voz de Fernán Gómez se basta para dotarlos de identidad.

En el entrañable final, cuando el hundido Ramiro no ve otra solución que la muerte, Teófilo consigue por fin encaminarlo al lugar donde le esperan las dos verdaderas mujeres de su vida, que a sus espaldas han montado un pequeño negocio en el que le acogerán como si nada hubiera pasado, y allí adopta la forma de un queso que comienza derretirse al acabar justo entonces el plazo que le dieron para ayudar a su amigo. El sencillo y bello efecto especial que nos hace creer que los agujeros del queso forman su rostro (y las gotas en que se va fundiendo parecen sus lágrimas al comprobar que, por fin, Ramiro ha descubierto dónde estaba la verdadera felicidad), constituye el más bonito colofón con que podía acabar una película tan encantadora.

Los ojos dejan huellas (1952)

El excelente thriller Los ojos dejan huellasEl cine policiaco fue practicado con profusión durante los años 50 en España. En principio, es lícito pensar que un género al que es tan inherente la crítica social e institucional fuera especialmente lastrado por la censura. Y sin embargo, la riqueza dramática del mismo es tan fuerte que, también en España, sus películas supieron ofrecer una mirada nada complaciente sobre la sociedad en que se desarrollaron sus historias, por más que les estuviera vedada, por ejemplo, la crítica del estamento policial o que se dejara siempre bien claro que el criminal ha de pagar sus pecados. Pues bien, dentro de ese atractivo panorama, Sáenz de Heredia firmó una de sus mejores obras, Los ojos dejan huellas, un film que asombra antes que nada por conceder el protagonismo a un resentido social, a un tipo asfixiado porque considera que ocupa un puesto muy inferior al que merece alguien de sus cualidades, asfixia que lo conducirá al crimen. Todo esto se cuenta siempre desde su punto de vista, lo que implica una inevitable identificación con el espectador, de tal modo que no solo despierta comprensión sino que, conforme avanza la acción, hace que deseemos que salga con bien de sus peripecias: que consiga lo que todos queremos (la impunidad, primero, la chica de la que se ha enamorado y el enderezamiento vital y profesional, después).

Como el film anterior, Los ojos dejan huellas está marcado por la fuerte personalidad de su guionista, Carlos Blanco, un profesional muy respetado en su momento y que poco después firmaría otro libreto excepcional para otro de los grandes clásicos del cine negro español, Los peces rojos (1955), de José Antonio Nieves Conde, cuyos vasos comunicantes con el que nos ocupa los emparentan como un díptico genial. El protagonista de Los ojos dejan huellas es Martín Jordán, el clásico loser del género, un tipo cuyo fuerte carácter y facilidad para dejar escapar la violencia, así como la forma de no parecer importarle nada de cuanto sucede a su alrededor, delatan al hombre caído: no en vano acabaremos sabiendo que fue un abogado de gran reputación al que perdió un escándalo sentimental asociado a una muerte turbia, siendo expulsado del colegio de abogados y obligado a malvivir como vendedor ambulante, que apenas se consuela con el desahogo sexual con alguna mujer de clase inferior a la que él aspiró algún día (una espléndida y muy sensual Emma Penella, por desgracia en ese periodo inicial de su carrera en que doblaban su voz ronca). Un encuentro casual con un antiguo condiscípulo, Roberto, actuará como catalizador para desencadenar su rabia, pues no solo le arroja a la cara su propio fracaso sino que excita su deseo de venganza contra el mundo entero.

Raf Vallone, excelente en Los ojos dejan huellasRoberto no es sino un parásito que goza de los dones de la fortuna que se le han negado a él, comenzando por una esposa muy atractiva y de enorme personalidad, Berta, que enseguida codicia-rá, y que además trata a su reencontrado compañero con una mezcla de irritante bonhomía y condescendiente superioridad, ignorando el peligro que este encierra dentro. La reacción de Martín será terrible: hace creer a Roberto que ha matado, en un arrebato, al hombre con que le engañaba su propia amante, y que la única solución es fingir un suicidio en público con una pistola de fogueo para poder escapar del país. Ahora bien, la pistola falsa no era falsa y Roberto Ayala se mata, pero es la mano de Martín la verdadera ejecutora. La policía, pese a las sospechas, no encuentra ninguna prueba, pero Berta no se llama a engaño: en la mirada de Martín ha adivinado la verdad, porque los ojos también dejan huellas, y si la justicia no puede probar la fechoría será ella quien lo haga.

Durante los dos primeros tercios del film, este adopta las trazas de una áspera fábula existencial, completamente dominada por la enorme personalidad de Martín (muy bien interpretado por el italiano Raf Vallone —la película es una coproducción con Italia—, que sabe transmitir que, por debajo de la tremenda hosquedad del personaje, también late una profunda vulnerabilidad, un deseo de regeneración, por agreste que sea), que se sigue con extrema tensión y admira por su implacable progresión. A continuación, y desde el momento en que Martín y la viuda se convierten en inseparables, la película gana en versatilidad. Por un lado, cobra cierta importancia el personaje de policía encarnado por Fernando Fernán Gómez, que aporta una distensión a la trama que podría parecer inadecuada pero que resulta convincente, primero porque así permite coger aire a la historia, rebajando por un momento el aire de tragedia para así dar pie a la definitiva conclusión, y luego porque, gracias a su seguimiento continuo de Martín por órdenes de su superior y el relato subsiguiente (muy divertido, en su papel de policía más bien bobo) que le hace a este, sirve para hacer avanzar la acción sin tener que perder el tiempo con prolegómenos y dilaciones.

bscap0017Por otro, ante el espectador parece desarrollarse ahora una historia de amor, por mucho que al principio quede claro que si ambos aceptan el nuevo juego es porque ella ha prometido desenmascararlo (y espera que él se traicione de algún modo) y él, con ese contacto continuo, espera poder ganarse su amor, tan convencido está de que Roberto era un ser despreciable y, por tanto, fácil de olvidar (esa ciega vanidad será su error). Es una pena que este giro argumental revele la poca ductilidad de la actriz que encarna a Berta, Elena Varzi (esposa de Vallone, que bien pudo imponerla: rodaron juntos hasta siete películas en pocos años), y que si bien posee la adecuada presencia distinguida para justificar la fatal sugestión que provoca en Martín, no consigue transmitir el necesario desgarro sensual de una mujer dividida entre el fingimiento y la malsana atracción que aquel le despierta.

Lo que no decae en momento alguno es la magnífica puesta en escena de Sáenz de Heredia, tal vez en el mejor de todos sus trabajos, traduciendo de modo inmejorable el estupendo libreto, en adecuada compenetración con la espléndida fotografía de Manuel Berenguer. Así, destaca el modo en que traduce la negrura vital de Mario y el tono sórdido de sus peripecias, mediante una narración fundamentalmente nocturna, dominada por sombras y penumbras a imagen de la tenebrosa personalidad de aquel. Calles solitarias y apartamentos donde no parece posible vivir sino vegetar, o tabernas y restaurantes llenos de gente que remarcan aún más la soledad interior que Martín lleva consigo, componen los intencionados decorados de la historia. Ambientes nocturnos que ceden el paso a escenarios más luminosos, más diurnos, de forma cruelmente irónica, cuando la historia parece evolucionar por otros senderos (mientras la regeneración parece posible), hasta desembocar una vez más en la soledad, las sombras y los contrastes de luz en la excepcional secuencia de cierre en la finca donde todo concluirá. El lujo de ese escenario, dominio de Berta y Roberto, pero no de Martín, ya tenía que haber puesto a este en alerta, pero a esas alturas su anhelo de redención por amor ha enturbiado la claridad de su mirada, y eso provocará su definitiva derrota. Y, por una vez, no es porque la censura obligue a castigar al asesino, sino porque la coherencia dramática no permitía otra conclusión que la pura desolación, en todos los sentidos.

Historias de la radio (1955)

Cartel de Historias de la radioLa clave del prestigio y cariño que desprende Historias de la radio estriba, sin duda, en su paradigmática reunión de la práctica totalidad de los resortes que hicieron tan fructíferos esos años de esplendor de la comedia: la limpieza narrativa, que no está reñida con la brillantez técnica pero desde luego no la enfatiza; el ingenio de los planteamientos cómicos a partir de los cuales se desgranaba la historia; el oído para los magníficos diálogos; la capacidad para fundir la gracia genuina con un sentido crítico que no por tierno deja de resultar menos lacerante; la armonía estética; la magnífica combinación entre el delirio y un sentido del realismo que siempre ha sido característico del arte español, en cualquiera de sus manifestaciones y casi en toda época… Pero por encima de todo, la increíble capacidad de sus actores, en especial de los característicos, para conseguir una arrolladora empatía con el público que se asome en cualquier época a sus imágenes: unos actores que son capaces a la vez de componer personajes pintorescos y profundamente creíbles, de tal modo que diríase que no interpretan, hasta tal punto la naturalidad es la principal característica de sus actuaciones. Y el casting de este film es irrepetible.

Para mayor fortuna, el film supone un entrañable testimonio del impacto que ese medio de comunicación aludido por el título, la radio, tuvo en los hogares de todos los españoles de esas décadas: irónicamente, se estrena justo cuando está a punto de iniciar su decadencia, no en vano la televisión iniciaría sus emisiones en nuestro país al año siguiente. En concreto, la película muestra esa doble condición de la radio como entretenimiento pero también como generador de ilusiones, aun cuando sean crematísticas, ya que en los tres casos el motor argumental es la obtención de un premio económico que los personajes intentan alcanzar. Por tanto, sirve también a modo de dibujo de una sociedad que comenzaba a salir del miserabilismo de los años cuarenta pero todavía se hallaba a unos años del desarrollismo de los sesenta.

Cabe señalar que, si he incidido en la importancia de los guionistas ajenos en los anteriores títulos del director, en este caso Sáenz de Heredia es también el único escritor del guion, lo cual incrementa aún más su relevancia en el resultado final: no extraña que él mismo la considerara su mejor película. El film está compuesto por tres segmentos independientes para los que sirven como hilo conductor las malandanzas que protagoniza, dentro de la emisora, el joven locutor al que encarna Francisco Rabal, al que su soberbia amenaza con hacer descarrilar su prometedora carrera.

Isbert vestido de esquimalLa primera historia combina la acidez crítica con la ternura más incontenible, no en vano su protagonista es el irrepetible José Isbert, posiblemente el actor sobre cuya genialidad, tan indiscutible como nada ostentosa, ha habido mayor acuerdo en nuestro país. Isbert encarna a un científico que, para conseguir el dinero que él y su compañero precisan para patentar el producto de su investigación (¿habrá motor argumental más moderno?), no duda en participar en la patochada que pergeña la emisora, y que hoy tildaríamos de radio-basura: ganará la cantidad anunciada quien llegue primero a la emisora… vestido de esquimal, con trineo y perro lobo. Es fácil adivinar la hilaridad que produce el episodio (es genial el gag recurrente de que el perro muestre todas sus malas pulgas cada vez que oye una carcajada, y es de imaginar que la mera contemplación de ese viejecito achaparrado vestido de tal guisa va a provocar muchas), como también el poso de patetismo y, por ello, de indignación que también despierta. El prodigio es que Isbert asume todas esas dimensiones, haciendo tanto reír como solidarizarse con su personal odisea, de tal modo que su parlamento final ante los micrófonos, perdido el premio pese al ridículo que un hombre de ciencia como él ha tenido que asumir, resulta inolvidable.

El segundo episodio parte de una premisa ciertamente estupenda: un pobre diablo que se disponía a robar el dinero que necesita para pagar los tres meses de retraso en el alquiler se ve sorprendido por el sonido del teléfono y al descolgarlo se encuentra con que, por azar, ese número ha sido escogido en otro concurso radiofónico que le promete dos mil pesetas si se presenta enseguida y acredita su identidad; el problema no solo es que entonces se descubrirá que estaba en casa ajena, sino que esta es la de su implacable casero… Se trata, seguramente, del episodio menos logrado del film, entre otras cosas porque extrema el componente ternurista sin equilibrarlo adecuadamente con el cómico y el testimonial (quien arregla las cosas es el párroco del barrio). Aun así, una vez más los magníficos actores consiguen levantarlo lo suficiente como para que se contemple con el mismo agrado que los otros.

Alberto Romea, inolvidable en el ultimo episodio de Historias de la radioPor último, el tercer episodio presenta cierta evocación berlanguiana, al estar ambientado en un pueblecito castellano cuyas fuerzas vivas se reúnen para una empresa común (reunir el dinero que necesita un niño enfermo para viajar a Estocolmo y ser operado de una dolencia que amenaza su vida), para lo cual convencen al ya anciano maestro local para que se presente a un concurso de cultura general. En principio, de nuevo ronda la tentación de la sensiblería, pero esta se elude mágicamente, consiguiendo además despertar un notable sentido del suspense con esa estructura de preguntas y respuestas eliminatorias. En particular, el episodio concede tal vez el papel de su vida al espléndido veterano Alberto Romea (precisamente uno de los habituales del Berlanga de la época), amén de permitir un final absolutamente inolvidable. Cuando la emisora descubre que ese viejecito está acertando todas las respuestas y tensando demasiado la economía del programa, buscan la pregunta más rebuscada posible, nada menos que el nombre del futbolista que marcó el primer gol en determinado estadio casi cincuenta años atrás. Lo que sigue solo podía resultar maravillosamente creíble e irreprimiblemente emotivo en el contexto de esa comedia española de los 50 y con un actor tan soberbio como Romea, pues la pregunta pone al anciano al borde de un ataque, antes de responder, de modo puro, explícito, invencible: «¡¡¡YO!!!».

Tres películas, por tanto, muy diferentes pero a la vez de notable personalidad, que desde planteamiento muy diferentes no solo poseen una contagiosa convicción narrativa y dramática, sino que además consiguen hacer aquello que menos gustaba a los responsables políticos de ese infausto momento: contar cómo era una sociedad y cuáles eran sus problemas, sus debilidades y sus anhelos, pero también sus sueños, por lo común sencillos, y ello de tal modo que, como todas las grandes muestras artísticas, sabe equilibrar la voz particular con el interés universal. No es poco: lo hizo el primo de Primo, Sáenz de Heredia, pero también muchos otros que deberían ser reivindicados.

FICHAS DE LAS PELÍCULAS

Título: El destino se disculpa. Año: 1945

Dirección: José Luis Sáez de Heredia. Guion: Wenceslao Fernández Flórez, según su relato El fantasma. Fotografía: Hans Scheib. Música: Manuel Parada. Reparto: Rafael Durán (Ramiro Arnal), Fernando Fernán Gómez (Teófilo), María Esperanza Navarro (Valentina), Manolo Morán (El ingeniero), Nicolás D. Perchicot (El Destino). Dur.: 86 min.

Título: Los ojos dejan huella / Uomini senza pace. Año: 1952

Dirección: José Luis Sáez de Heredia. Guion: Carlos Blanco. Fotografía: Manuel Berenguer. Música: Manuel Parada. Reparto: Raf Vallone (Martín Jordán), Elena Varzi (Berta), Julio Peña (Alberto), Félix Dafauce (Comisario), Fernando Fernán Gómez (Agente Díaz). Dur.: 98 min.

Título: Historias de la radio. Año: 1955

Dirección: José Luis Sáez de Heredia. Guion: José Luis Sáez de Heredia. Fotografía: Antonio L. Ballesteros. Música: Cristóbal Halffter. Reparto: Francisco Rabal (Gabriel), Margarita Andrey (Carmen), José Isbert (El inventor), Ángel de Andrés (El ladrón), Alberto Romea (El maestro). Dur.: 95 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a Tres clásicos de Sáenz de Heredia

  1. Franklin Padilla dijo:

    «Historias de la radio»; ¿Se anticipó a «Radio Days», de Woody Allen? Por otra de parte,, Fernando Fernán Gómez se fusiló inmisericordemente «This Happy Breed», de David Lean, cambiando la II Guerra Mundial por la Guerra Civil Española.

    • Sobre la relación entre la película de Sáenz de Heredia y la de Woody Allen, esa pregunta, es evidente, nos la hemos hecho todos cuantos conocemos ambos trabajos. Claro, teniendo en cuenta la mucho mayor modestia de «Historias de la radio», se plantea siempre en los mismos modestos términos: que parece difícil que Allen conociera esta última y que todo sea una coincidencia entre dos ideas. Quién sabe… En cualquier caso, está claro que ambos cineastas parten de una reverencia hacia la importancia del medio radiofónico en la vida cotidiana de quienes vivieron las décadas centrales del siglo (en el caso de Allen, que la realiza muchos años después del momento de esplendor en que todavía se enmarca Sáenz de Heredia, por medio de la reconstrucción y la nostalgia).

      En cuanto a la otra relación («Las bicicletas son para el verano»-«La vida manda»), no puedo hablar porque nunca he visto la película de Lean. Aquí, eso sí, parece más fácil imaginar que Fernán Gómez sí conociera el título del británico, por más que no esté entre sus trabajos más conocidos. ¿Lógica cinéfila o instinto quijotesco español?

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