La vida en un hilo: declaración de principios de un hedonista en la España de Franco

La vida en un hiloEdgar Neville fue uno de los directores más atípicos del cine español de los 40 y 50. Su obra, y en especial sus mejores películas (que rodó en lo más profundo y antipático del franquismo), denotan a un hombre que pareció moverse por un universo particular que sólo ocasionalmente, y por razones de fuerza mayor, entraba en contacto con la gris realidad circundante. Un universo radicado en Madrid, pero no el Madrid de la cartilla de racionamiento y los sueños de grandeza del abortado fascismo nacional, sino uno que ya no existía, o que tal vez no existió nunca salvo en los sueños de ese elegante cosmopolita que fue Neville. El Madrid de varias décadas atrás, el de las chulaponas, de las manolas, de los pollos pera, de los chotis y las revistas picantes, de la media tostada y los cafés donde se reunían los bohemios. El Madrid castizo que retrató en esas tres joyas que son La torre de los siete jorobados (1944), Domingo de carnaval (1945) y El crimen de la calle de Bordadores (1946). Pues bien, en el corazón de esa trilogía, Neville ideó una historia, teóricamente situada en el Madrid coetáneo, una historia a caballo entre la alta comedia y el fantástico fino, a partir de un bonito hallazgo argumental, que para muchos es su obra maestra, y que años después dio origen a una obra teatral de considerable éxito, incluso mayor que la pieza cinematográfica de donde surgió.

Lo que cuenta La vida en un hilo es lo siguiente. En el tren que la aleja de una provinciana vida matrimonial que para ella fue una prisión con barrotes forjados de aburrimiento y mediocridad moral, la joven viuda Mercedes se encuentra como compañera de vagón a una artista de variedades, Madame Dupont, que tiene la capacidad de leer no el futuro sino las posibilidades que hubo en el pasado de encontrar la senda que hubiera conducido a cada cual hacia la felicidad, esos hilos que ordenados de distinta manera hubieran podido cambiarlo todo. Así, Madame Dupont le señala cómo el azar, el destino o tal vez una fatal indecisión provocada por un travieso duende de la compostura, hizo que Mercedes, una tarde de lluvia en la puerta de una floristería, aceptara el taxi que le ofrecía el ingeniero Ramón en vez del que tomó el escultor Miguel, y así se encaminó hacia la vida equivocada.

Edgar Neville, con CharlotPor encima de las múltiples y muy estimables consideraciones que merece una película como La vida en un hilo, resplandece por encima de todas ellas la intuición de que en ella se encuentra la quintaesencia del concepto que de la vida tuvo ese gran hedonista, ese elegante bon vivant que fue Edgar Neville: cada vez que uno revisa sus películas o lee algún libro sobre él (1) se da cuenta de que a la fuerza tuvo que desentonar en el gris universo de la España franquista de los años cuarenta. Como sorprende que el guión urdido por el cineasta (con gran rapidez, según declaración posterior) pudiera pasar la censura, cuando —no sé si de modo consciente o de modo intuitivo, tanto da— resulta evidente que su historia puede entenderse como una demoledora denuncia de la atonía y esclerosis (moral, estética, intelectual) de esa atroz sociedad que vio triunfar sus valores con la Cruzada nacional. En los dos muy diferentes personajes masculinos que se cruzan en la existencia de la protagonista pueden entenderse dos formas muy diferentes de entender la vida. No cuesta trabajo alguno considerar que el escultor Miguel encarna a la clase (más personal que social) a la que sin duda Neville consideraba que pertenecía, y que resplandeció hasta que la guerra civil la enterró: la imaginación, la transgresión vital, la libertad. Y que el ingeniero Ramón es el símbolo pluscuamperfecto de la sociedad que procuró enterrar, en nombre de las buenas costumbres y del orden, todo asomo de esas tres cualidades enunciadas, encerrándolas bajo el aburrimiento y la esclerotización en todos los órdenes.

Una sociedad a la que, hay que decirlo, Neville prefirió seguir cuando hubo que elegir: el cineasta volvió a la España nacional, pasó una comisión de depuración y participó en la guerra, en el frente de Madrid. Pues, ante las autoridades del nuevo régimen, Neville tenía «mucho» de qué ser reprochado: una obra anterior políticamente incorrecta, simpatías políticas equivocadas como su militancia en Izquierda Republicana y una vida privada desordenada, con la esposa «legal» abandonada para convivir, en pecado, con su joven amante, que no era otra que la misma Conchita Montes que tantas películas suyas protagonizaría después, como por ejemplo la que nos ocupa en este comentario.

Por pura contradicción vital, por llamada atávica de la clase (era conde de Berlanga del Duero, lo que tal vez pesó en la generosidad de la mentada comisión), porque la perspectiva de un exilio forzoso no le pareció tan atractiva como las estancias por placer en el extranjero (en Hollywood, por ejemplo) que tanto había disfrutado, o por cobardía y comodidad: no puedo afirmar por qué, pero lo cierto es que Edgar Neville eligió vivir entre gente como el Ramón de La vida en un hilo y el mundo representado por éste, pero es evidente que siempre se sintió como Miguel, el bohemio, el encantador. Y aunque sin duda tuvo que transigir en algo, no lo hizo en lo más importante: no renunció, por fortuna, a Conchita Montes, y así nos legó una de las actrices más encantadoras y de mayor personalidad que ha tenido el cine español.

La pareja que pudo serNeville tuvo sus pequeñas venganzas, sin duda, pero la mayor de todas es esta vida en un hilo que la casi siempre obtusa Censura le dejó pasar: uno imagina las carcajadas de Neville y sus amigos cuando la película fuera estrenada (aunque no con la repercusión que el artista esperaba: qué lástima que la época dorada de su cine, esos años medianos de los cuarenta, no obtuviera la aclamación adecuada). Ese horrendo reloj con bombillas que la alegre viuda Mercedes arroja por la ventana del tren, tan pronto pierde de vista la ciudad donde ha dejado a sus tías políticas, esas estantiguas que asocia con su soporífera vida matrimonial, supone una buena metáfora de lo que el cineasta seguro que deseó en más de un momento de reflexión en aquellos años. Porque, tal vez, en el fondo no es Miguel el personaje con quien cabría identificar a Neville, sino la misma Mercedes, esa mujer que por pusilanimidad o por estupidez deja pasar la oportunidad de la felicidad para unirse al grupo de los aburridos, de las buenas personas que en el fondo no son tan buenas porque carecen de la generosidad para aceptar las fallas de los demás y tratan siempre de imponer su mezquindad y pequeñez como modelo moral.

A partir de ese argumento ya reseñado, Neville desgrana una comedia que en un primer y aparente vistazo puede parecer tan sólo un amable remedo de ese cine sofisticado que en Hollywood hacían un Lubitsch o un Leisen para la Paramount, pero que, como señalaba líneas arriba, esconde una malicia y un tono crítico verdaderamente insólito para la época, con esa asociación entre la buena sociedad y ese cúmulo de sugerencias negativas ya señalado. El juego que depara esa doble senda de la vida de Mercedes es sin duda el gran hallazgo del film: las dos líneas argumentales, la que fue y la que pudo ser, tienen su interés propio, el del ingenio elegante en el caso de la vida con Miguel y el de la sátira más descacharrante en el caso de la vida con Ramón. Líneas que se cruzan, de modo regocijante en el momento en que, en la salida de la iglesia de los recién casados Mercedes-Miguel, la joven impone la triste realidad, que se casó con el otro, y Ramón, con ese uniforme de «chófer» con el que, según ella, quiso plantarse ante el altar, aparece por atrás y se hace con el brazo de la novia, ante el gesto de disculpa de Miguel.

Rafael Durán, el escultor MiguelUn último cruce se produce hacia el final de la historia, cuando, otra vez, la pareja Mercedes-Miguel se cruza, en el mismo salón de baile donde la joven ya había tenido un calamitoso momento de su vida marital real, con su consorte que, en esa ensoñación, ya no fue. Y Neville tiene un afortunado rasgo de ecuanimidad (pasan los años y es la ecuanimidad el rasgo dramático que más valoro en una película, el que impide que un personaje caiga en el esquemático maniqueísmo). Ramón, al no representar ya las cadenas de la prisión de la joven, aparece como un hombre no particularmente interesante, claro, pero desde luego no detestable: e incluso los amigos, que tanto le habían espantado a ella en el episodio real, ahora incluso le parecen (y al bohemio Miguel también) una pandilla simpática y con la que se puede pasar un buen rato. Son las circunstancias de la vida (¿el azar?) lo que pueden barnizar de un modo u otro una apariencia.

Por otro lado, un elemento que contribuye a equilibrar un tanto a los dos personajes es la distinta valía del actor que los encarna. La simpatía de Rafael Durán, envarado galán de la época, más de una vez es antes empalagosa que espontánea. En cambio, el gran Guillermo Marín —el torvo malvado de La torre de los siete jorobados— está genial en su papel de hombre gris.

La vida en un hilo es una película deliciosa, cuyo punto fuerte, aparte del ingenio de su estructura argumental, son sin duda los magníficos diálogos escritos por un hombre al que los demás siempre destacaron por su ingenio y capacidad de brillo social. Es por ello que resulta perfectamente natural que Mercedes quede deslumbrada por el verbo fácil y ocurrente de Miguel: la escena en el taxi es estupenda en este sentido, como es también su prolongación inmediata en el estudio del escultor. Ingenio a cuya altura sabe estar la misma Mercedes, por supuesto, pues esa es la clave del personaje: dentro de ella está, en potencia, la vida que luego tendrá que esperar hasta el final de la historia para poder llevar plena y realmente. Y esa es, al final, la principal idea que uno acaba extrayendo de La vida en un hilo: sean cuales sean las circunstancias por donde nos lleve la vida, en nosotros está siempre la capacidad para estar a la altura de los momentos en que algo nos ofrece la posibilidad de ir más allá del mediocre horizonte cotidiano. Es lo que hizo Edgar Neville esos años en que España se recluyó dentro de sí como no parece que pudiera soportar el hombre que fue amigo de Charles Chaplin y Douglas Fairbanks en el Hollywood del tránsito del mudo al sonoro. Claro que él tenía a Conchita Montes…

(1) Recomiendo el magnífico Una arrolladora simpatía. Edgar Neville: de Hollywood al Madrid de la posguerra (Ariel, 2007), escrito por el profesor de la universidad de Alicante Juan Antonio Ríos Carratalá, que efectúa un recorrido no crítico sino saludablemente vital por la trayectoria del gran cineasta hasta la inmediata posguerra franquista, esto es, el arranque de su mejor etapa como realizador.

La vida en un hilo y su trío protagonista

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: La vida en un hilo. Año: 1945.

Dirección y guión: Edgar Neville. Fotografía: Enrique Barreyre. Música: José Muñoz Molleda. Reparto: Conchita Montes (Mercedes), Rafael Durán (Miguel), Guillermo Marín (Ramón), Julia Lajos (Madame Dupont). Dur.: 92 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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