En Homonosapiens: En Navidad, siempre, ¡Qué bello es vivir!

Imagen emblemática de Qué bello es vivir, de Frank Capra

En Homonosapiens: En Navidad, siempre, ¡Qué bello es vivir!

En algún momento de estas fechas, y en alguno de los múltiples canales televisivos que hoy nos saturan, habrán emitido, o estarán a punto de hacerlo, el clásico navideño por excelencia, ¡Qué bello es vivir! (1946), la obra maestra de Frank Capra. Yo mismo la descubrí en una sesión navideña de los días de mi infancia que me dejó fascinado para toda la vida, no en vano contenía elementos sobrados para sugestionar a un niño: la ambientación en Navidad; el escenario de una de esas entrañables small towns que a los chavales urbanitas nos parecían el paraíso, con sus casitas unifamiliares con jardín y sus habitantes que se conocían de toda la vida; el elemento fantástico; el prestigio del blanco y negro (¡sí, aunque parezca mentira, a los niños de entonces el blanco y negro nos parecía propio de las buenas películas!); el encanto de Hollywood y… James Stewart. Encima, el principio de este film es de lo que te dejan clavados frente al televisor. Recuérdese: las imágenes de una ciudad bajo la nieve, deslizándose por calles, tabernas y casas, sin que veamos a uno solo de sus habitantes, pero escuchando sus plegarias, pidiendo ayuda para uno de ellos, para quien es amigo, hijo, marido o padre, un hombre llamado George Bailey, al que las cosas parecen irle muy mal. Y el cielo escucha: un cielo «galáctico» (yo ya había visto Star Wars, sabía reconocerlo) donde se iluminan unos astros y resuenan nada menos que las voces de Dios y de san José, dispuestos a atender a esas voces y ayudar al desesperado, enviando a un ángel… Pero un ángel al parecer no muy inteligente (tiene la inteligencia de un conejo, señala san José, añadiendo: la sana ingenuidad de un niño), que pese al tiempo que lleva en el Cielo, aún no se ha ganado sus alas, y ésta será su ocasión. De inmediato, la convertí en la primera película favorita de mi vida, y aunque otros títulos han venido a unirse a ella e incluso, aun por temporadas, a superarla, sigo siéndole incuestionablemente fiel.

Aunque hoy parezca mentira, ¡Qué bello es vivir! no siempre fue el clásico incuestionable que hoy es. Para empezar, en su momento fue un fracaso comercial y un film enseguida olvidado, como lo fue su propio director, Frank Capra, el director seguramente más prestigioso de Hollywood en los años 30. Capra había ganado nada menos que tres Oscars en seis años, por clásicos tan conocidos como Sucedió una noche (1934), El secreto de vivir (1936) y Vive como quieras (1938), a los que pueden añadirse otros títulos no menos populares como Horizontes perdidos (1937), Caballero sin espada (1939) y Juan Nadie (1941). Unos años mágicos, sin duda.

Con toda la razón del mundo, en el final de su vida pudo titular su autobiografía como El nombre antes que el título, indicando un privilegio en la acreditación que muy pocos tuvieron en ese Hollywood en que la gente importante eran las estrellas, incluso los productores, antes que los directores. Capra consiguió asociar su nombre con un tipo muy reconocible de films: películas con tema, es decir, con inquietudes sociales y morales, en las que este humanista reivindicó al hombre «corriente», eso que allí, en los Estados Unidos, siempre han llamado el «americano medio», defendiendo el individualismo genuinamente nacional siempre al servicio de la comunidad. El formato que Capra escogió normalmente para expresar sus ideas fue el de la comedia (incluso, en ocasiones, de eso que se llamaba screwball comedy o «comedia loca»), aunque también el melodrama (si bien entrecruzado por elementos cómicos), de ritmo infernalmente rápido y plagados de pintorescos personajes secundarios que proporcionan un muy particular aire a sus fábulas (porque eso es lo que realmente hacía: fábulas).

La guerra rompió esa trayectoria, pero no solo porque, como tantos otros cineastas, fuera movilizado para colaborar en el esfuerzo bélico con una serie de documentales, sino porque, como no podía ser de otra forma, quebró el ingenuo idealismo de una época. Los hombres y mujeres que salieron del conflicto, habiendo participado en él de una u otra forma, ya no eran los mismos que iban a ilusionarse con las fábulas caprianas, de tal modo que cuando el director realizó la que constituía la cumbre de todas ellas, ¡Qué bello es vivir!… fue recibida con indiferencia. Como he señalado, muy pocos fueron a verla, ¡y eso que se estrenó en las Navidades de ese 1946! El director no volvió a recuperar su antigua posición de privilegio: rodó cinco películas más, pero ya en el largo espacio de quince años, sin que ninguna de ellas le devolviera el estatus de antaño. Su obra maestra fue olvidada; su nombre, asociado a un tipo de cine caduco y sentimental. En España, el director Juan Antonio Bardem casi esculpió su epitafio definitivo, al bautizarlo como «nuestra abuelita Frank Capra» (irónicamente, Bardem hizo una película capriana… y le quedó fatal: Felices pascuas, de 1954, film hoy piadosamente olvidado al lado de, justo es decirlo, las magníficas películas que hizo a continuación).

Fue la televisión la que salvó ¡Qué bello es vivir!, primero en los Estados Unidos y luego en el resto del mundo. Eso sí, los críticos siguieron mirándola un buen tiempo por encima del hombro. Un buen ejemplo lo supone la valoración que le fue mereciendo al crítico televisivo de la revista Fotogramas (el mismo, siempre), que leí mucho en un tiempo, y que alguna vez me tomé la molestia en comparar: en las reseñas de las primeras emisiones la considera un título desfasado y sensiblero; poco a poco, va mejorando su estima, aun reconocido sus «evidentes» errores, hasta erigirla, ya a principios de los años 90, como la incuestionable obra maestra de su autor.

¡Qué bello es vivir!, como los clásicos de verdad, no necesita ser defendida. Y como todos los clásicos, no se necesita compartir las ideas que expresa —en mi caso, es justo lo contrario, como señalo en el artículo de Homonosapiens— para sentir una emoción muy especial por todo cuanto narra. El mundo de la ficción ha dado dos clásicos navideños que fueron concebidos por sus autores con la directa intención de hacer que sus receptores se sintieran, ante ellos, algo mejores que antes de conocerlos: son, claro, la Canción de Navidad de Dickens, y el film que merece estas líneas. Lo admirable es que no se necesita ser un incondicional de la Navidad ni una víctima propicia de los buenos sentimientos para convencerse, ante su inmarchitable frescura, de que puede que sí haya épocas del año capaces de sacar lo mejor de todos nosotros. Al menos, Dickens y Capra supieron cómo hacérnoslo creer.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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4 respuestas a En Homonosapiens: En Navidad, siempre, ¡Qué bello es vivir!

  1. Gran artículo (como siempre) sobre una de las películas de mi vida. Decir que es mi favorita, como tú afirmas, sería olvidarme de muchas otras que también me apasionan… Feliz Navidad, José Miguel.

    • Toda una coincidencia (nada azarosa, claro), que ambos -cada uno en el formato a que ha consagrado su respectivo blog: tú acertando en el apunte breve y certero; yo dilatándome seguro que demasiado…- hayamos abordado este clásico de la Navidad en estas fechas. Una obra inmarchitable, que sobrevive al paso del tiempo sin una sola mancha (en cambio, otras de Capra también muy célebres no pueden evitar cierto envejecimiento), y que todavía dará mucha guerra en el futuro y en cualquier fecha en que la veamos. Un abrazo y feliz Navidad, Antonio.

  2. altaica dijo:

    Ya somos tres. No obstante, no creo que hoy esta maravilla se esté emitiendo en ningún sitio en un país llamado España. Antaño sí. Siempre. Debería ser impuesto su visionado por Real Decreto en cualquier país decente. Pienso, también, que es la obra maestra de su autor en unión de Vive como quieras, película, esta última, que me apasiona. Me hago viejo y pienso que aquellos años en que niños como nosotros se iniciaban al mundo con historias como estas nos hacían mejores. Y nada es igual, pero seguramente esta reflexión no tiene el más mínimo sentido. Lo que cierto sector supuestamente erudito llegó a decir y escribir sobre tamaña obra maestra debería de llevarlos al ostracismo. Probablemente ésta y King Kong marcaron mi pasión cinéfila. Nunca se lo podré agradecer lo suficiente. Un abrazo y felices fiestas y que nos suenen muchas campanillas.

    • Hace ya tiempo que no controlo las emisiones televisivas: desde que la sofisticación de los formatos domésticos me permite elegir qué, cómo y cuando quiera (lo cual no deja de despertarme cierta añoranza de la ilusión con que estaba atento a la programación cinematográfica de la semana siguiente…). Si es verdad que ya no emiten, por decreto, este film, las Navidades habrán perdido mucho más de lo poco que todavía tienen. En fin, que «¡Qué bello es vivir!», en mi caso y en el de muchos, es una de estas películas que forjaron nuestro amor por el cine… y por las Navidades a la anglosajona. Un abrazo y que tengas muy felices fiestas.

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