Controvertido Elia Kazan (I): años iniciales

I                 II

Controvertido Elia KazanSin duda, la controversia ha acompañado (casi) siempre a la figura de Elia Kazan. Inicialmente, su trayectoria pareció la misma encarnación del sueño americano: emigrante a su más tierna edad desde su Estambul natal, su talento lo impulsó a la primera línea del mundo de la cultura y del espectáculo de su país de adopción, del que se convirtió en un cronista crítico, que enseguida recibió aclamación y galardones, tanto por su trayectoria teatral en Broadway como cinematográfica en Hollywood. Sin embargo, ese sueño pudo quedar truncado al merecer la atención de los implacables inquisidores que llevaron a cabo la tristemente célebre «caza de brujas», y el episodio se saldó con su famosa denuncia de antiguos compañeros en el Partido Comunista. Tildado como traidor, esta sombra ética planearía desde entonces sobre su carrera, acompañándolo hasta la vejez (como se pudo comprobar con la muy dispar acogida que, dentro del propio Hollywood, supuso la concesión de un Oscar honorífico a su trayectoria en 1999). Del mismo modo, su valoración como cineasta también habría de sufrir grandes oscilaciones, desde el aplauso a la crítica, por su tendencia a dejarse llevar por el enfatismo a la hora de tratar esos «grandes temas» por lo que siempre tuvo debilidad. Yo mismo, hasta hace poco tiempo, lo tenía por un cineasta sobrevalorado y olvidable. Ahora bien, una reciente y exhaustiva revisión de su filmografía ha acabado por revelarme a un director que, con sus limitaciones e irregularidades, reviste un notable interés y cuenta con muchas películas excelentes, las suficientes como para reivindicar su figura.

Elia Kazantzoglou (apellido que acortó en su tierra de adopción) nació, como se ha dicho, en Estambul, en 1909, cuando esta ciudad era todavía la capital del imperio otomano, un imperio que se deshizo con el final de la Gran Guerra para dar lugar a la Turquía moderna. Él no era turco, sino que pertenecía a la entonces muy importante minoría griega que vivía en el país, y que era especialmente numerosa en Estambul. El joven Kazan creció en los barrios repletos de inmigrantes del West Side neoyorquino, pero al llegar a la edad universitaria rechazó seguir en el negocio paterno (el comercio de alfombras) y se decantó enseguida por el arte dramático.

Elia Kazan, arriba a la derecha en una fotografia rodeado de otros miembros del Group TheatreEn 1932 se incorporó al Group Theatre, una compañía dramática que defendía un acercamiento al teatro muy diferente al de Broadway. En su seno, el futuro cineasta aprendió cuanto debía saberse sobre el medio, desde su misma base (inicialmente trabajó como regidor y tramoyista) hasta la cúspide, la dirección, pasando por la interpretación, campo que incluso lo llevó a intervenir, como secundario, en varias películas de Hollywood antes de su debut como realizador. El Group Theatre tuvo además una influencia decisiva en su vida, puesto que el compromiso social e ideológico de sus líderes lo acercó al Partido Comunista, en el que ingresó en el verano de 1934, abandonándolo poco tiempo después. Esa estancia (y su vinculación futura, en cine y teatro, con proyectos de contenido social) sería lo que atraería sobre él, con el tiempo, la atención del macarthismo.

Kazan debutó como director teatral en 1937, pero realmente sería, tras la desaparición de la compañía, cuando accedería a Broadway, donde alcanzó el prestigio y la relevancia que lo llevarían a Hollywood. El encadenamiento de varios éxitos consecutivos hizo que los buscadores de talento de la Meca del Cine se fijaran en él y le ofrecieran trabajo. En concreto, fue la 20th Century-Fox, entonces bajo la égida de uno de los mejores magnates del Hollywood clásico, Darryl F. Zanuck, la que le ofreció contrato como director.

La carrera cinematográfica de Kazan en general puede dividirse en tres etapas. La primera abarca desde su debut en 1945 hasta 1950 y se corresponde con su etapa en la Fox (incluyendo una pequeña escapada a la Metro), a través de un conjunto de películas de temática dispar, si bien la mayor parte de ella ya ofrece las inquietudes sociales tan características de su autor, lo que demuestra el buen ojo de Zanuck para saber qué tipo de proyectos encajaban mejor en sus directores. En general, estas películas están bastante olvidadas dentro de la trayectoria del cineasta, considerándose que suponen más bien su periodo de aprendizaje y que en ellas su participación fue más en condición de artesano que de autor.

marlon-brando-emblema-del-mtodo_thumbLa segunda abarca una década, desde 1951 a 1961, y supone el cénit de su carrera. Comienza con el éxito extraordinario de Un tranvía llamado Deseo (1951), que une de modo muy afortunado sus trayectorias en teatro y cine, y concluye con la que bien puede considerarse su obra maestra, Esplendor en la hierba (1961). Entre medias, algunos de los títulos más conocidos de su filmografía (¡Viva Zapata!, de 1952, o La ley del silencio, de 1954), pero también el episodio que marcaría el antes y el después en su vida: la declaración ante el Comité de Actividades Antiamericanas.

La última etapa abarca 13 años, de 1963 a 1976, y se compone de solo cuatro películas, las dos primeras (América, América y El compromiso, esta de 1969) de corte fuertemente autobiográfico. Al no haber podido ver varias de las que la componen (y tener muy lejano el visionado de las que sí he visto), dejo pospuesta para el futuro una tercera entrega que las contemple.

A la hora de analizar, en líneas generales (y en muy breve espacio), el cine de Kazan, hay que señalar la evidente ambición con que siempre encaró su trabajo en este medio, donde en principio su independencia era más limitada que en el teatro. Sobre todo a partir del momento en que conquistó mayor autonomía, Kazan siempre reveló unas notables inquietudes por llevar al cine obras teatrales y literarias de gran prestigio, o por tratar «temas importantes». Es por ello que, en general, el término que más se asocia a su cine, tanto en sentido dramático como visual y narrativo, es el de énfasis. En primer lugar, por la insistencia, muy propia del realizador convencido de que su oficio tiene una función social e ideológica, en practicar un cine de compromiso social con objeto de denunciar las lacras de la sociedad coetánea. En este sentido, la primera etapa de Kazan (la más olvidada, por otra parte) abunda en películas con «mensaje»: La barrera invisible es una denuncia del antisemitismo; Pinky, del racismo. Este tipo de cine culminará, en los años 50, con la película más didáctica de toda su carrera (quizá, por ello, una de las peores): Un rostro en la multitud, denuncia de la demagogia del populismo y la manipulación de las masas a través de los medios de comunicación, en este caso la televisión.

Elia Kazan dando indicaciones a Karl Malden y Vivien Leigh en Un tranvia llamado DeseoEn segundo lugar, énfasis en el uso del lenguaje cinematográfico, lo que lo convierte en un director alejado de la estela de un Jacques Tourneur o un Fritz Lang, maestros de la sugerencia, o de Howard Hawks y John Ford, maestros de la hondura humana a partir de una puesta en escena tan fluida que muchas veces ha sido llamada «invisible». Sin embargo, a poco que se analice, ese énfasis está en relación con su filiación con el teatro, un medio en el que hay poco espacio para los gestos pequeños y en el que, sin cámara que mediatice aspectos concretos del escenario, lo que se privilegia es la relación entre los personajes y el espacio en que se mueven, en sentido amplio. En sus mejores películas, Kazan transmitió al cine lo mejor del teatro, creando una serie de vasos comunicantes entre ambos medios que llega a ser memorable: teatralizando el cine, por así decirlo, algo que durante mucho tiempo ha tenido mala fama entre los críticos, que solían contemplar las adaptaciones provenientes de la escena con suspicacia, otorgando al adjetivo «teatral» una connotación muy negativa. De cualquier modo, Kazan lo hizo potenciando un elemento tan cinematográfico como la utilización dramática del espacio mediante la luz y la situación de los personajes en el encuadre y, para ello, tuvo la suerte de trabajar con directores de fotografía excepcionales como Harry Stradling o Boris Kaufman.

En todos los casos, Kazan otorgó una notable preeminencia a las actuaciones, magnificando su aportación dramática a la trama, con gran sentido del riesgo, pues ese concepto del énfasis dramático llevaba a sus intérpretes —muchos de ellos predipuestos ya de por sí debido a su inclinación al histrionismo— a forzar el límite que separa la tensión de la sobreactuación. Inmejorable director de actores, Kazan consiguió extraer de casi todos los que tuvo en sus manos alguna de sus mejores creaciones: Vivien Leigh, Natalie Wood, Julie Harris, Jeanne Crain, Karl Malden, Fredric March, Eva Marie Saint, Patricia Neal o Lee Remick (como puede observarse, las actrices brillaron especialmente bajo su égida). Fue quien guio los primeros pasos de varios de los actores más relevantes de su generación, aquellos que rompieron el molde de la actuación clásica de Hollywood (para bien o para mal), como fueron Marlon Brando (que, si bien había debutado con Hombres, en 1950, consolidó su trayectoria en sus manos), James Dean y Warren Beatty (estos dos en su debut, no por nada las mejores —para mí únicas soportables—interpretaciones de su carrera). A estos tres añado un cuarto asociado con ellos en esa renovación interpretativa (de hecho, el último fue un evidente imitador de este, al menos durante sus primeros años) como es Montgomery Clift, de quien Kazan extrajo una interpretación memorable pese a que el actor ya se encontraba en plena cuesta abajo de sus facultades.

Lazos humanos, debut de Elia Kazan

La ópera prima de Kazan es hoy día una de sus películas más olvidadas. Se trata de Lazos humanos (1945), adaptación de un libro de gran éxito en su momento cuyo título original es Un árbol crece en Brooklyn. La historia recoge las peripecias de una humilde familia obrera que vive en el señalado barrio neoyorquino, a partir de la oposición entre el padre y la madre: él, un hombre encantador y de enorme humanidad, pero cuya incapacidad para la vida práctica (para mantener un empleo) lo conduce al alcoholismo y la degradación; ella, una mujer amargada por la responsabilidad de tener que llevar sobre sus hombros el peso del hogar. La película aspira a un prurito de realidad que, sin embargo, choca con el rodaje en decorados muy evidentes (el mismo Kazan lo lamentaría siempre), pero al menos posee la necesaria convicción dramática, no en vano el director se sintió evidentemente identificado con la condición de emigrantes de segunda generación de sus personajes. Modesto pero agradable, funcional desde el punto de vista de la dirección, quizá su mayor problema es que parece una versión urbana de ¡Qué verde era mi valle! (1941), inolvidable film del mismo estudio, como subraya el hecho de que la narración se desarrolla desde el punto de vista de la pequeña hija de los protagonistas, una Peggy Ann Garner que, además, por sensibilidad expresiva e incluso ademán físico, diríase una variante femenina del protagonista de aquel, Roddy McDowall. Por decirlo con brevedad, la diferencia entre ambos títulos es la que hay entre sus directores: descontando su bisoñez, Kazan carecía de la capacidad de John Ford para fundir lirismo y fuerza dramática en el dibujo de esos sencillos personajes.

Al año siguiente, Kazan fue cedido a la Metro para rodar el título que luego señalaría siempre como el más detestado de su carrera, Mar de hierba (1946), debido a las fuertes imposiciones del estudio que menos margen de libertad concedió a sus realizadores. Tengo un recuerdo muy lejano de esta película, pero en su momento no me gustó nada este relato-río de una familia de pioneros en ambiente western, ni siquiera desde el punto de vista cinéfilo de la reunión entre Spencer Tracy y Katharine Hepburn (pareja que, la verdad, no posee tantos trabajos buenos a lo largo de su colaboración profesional como parece indicar la mitomanía que la rodea: ni comparación con la que la misma actriz formó, antes, con Cary Grant).

El justiciero, de Elia KazanEl director regresó a la Fox para filmar El justiciero (1947), un thriller judicial basado en un caso real, que permitió a Kazan aplicar, por primera vez, su defensa del realismo mediante el rodaje en escenarios reales, en una pequeña población de Connecticut cercana al lugar donde se cometieron los hechos. Su planteamiento tiene bastante interés: la enorme presión social (y, enseguida, política, tan pronto los líderes locales entienden que beneficia a sus fines) que provoca el asesinato a sangre fría del sacerdote local hace que, si inicialmente la justicia buscaba al culpable, acabe necesitando un culpable, es decir, el chivo expiatorio más evidente. Ahora bien, su desarrollo argumental no puede ser más inverosímil: quien acaba desenmascarando el enredo, y salvando al inocente que ha sido acusado, es nada menos que el fiscal, pirueta de evidentes posibilidades dramáticas pero que, tal como se cuenta, no resulta convincente, por mucho que la interpretación del gran Dana Andrews en el papel titular proporcione una mínima consistencia al personaje. El problema de El justiciero es que su propósito de guiar en todo momento el juicio moral del espectador, y que responde a la más rancia tradición del cine-con-mensaje, condiciona tanto el desarrollo del guion como la misma realización de Kazan.

Imagen promocional de Gregory Peck en La barrera invisible como diciendo Yo DenuncioSu siguiente película, hoy tan olvidada como las otras, sin embargo obtuvo una gran repercusión en su momento, hasta el punto de ganar tres Oscars, uno de ellos para el mismo Kazan como mejor director del año. Se trata de La barrera invisible (1947), buen título español, tan expresivo del contenido como el original, Acuerdo entre caballeros, que denuncia (fueron tiempos propicios para esto, pero enseguida los barrió la caza de brujas) el antisemitismo latente en la sociedad estadounidense, en especial entre las clases medias y acomodadas. Gregory Peck, estrella emergente del estudio, encarna a un prestigioso periodista que, recién trasladado a Nueva York, difunde a los cuatro vientos que él mismo es judío, para así poder apreciar en sus mismas carnes el prejuicio. Y, claro, consigue su objetivo: desde ese momento, es que no parece haber gesto, actitud, palabras o actos que no subrayen el antisemitismo, incluso en la mujer con la que acababa de prometerse para toda la vida. Una vez más, el exceso de subrayados convierte el film en un molestísimo dechado de buenas intenciones que, sin embargo, resulta primero inverosímil y luego cargante. El mismo Kazan, como es natural totalmente convencido de la pertinencia del mensaje, no parece concebir un plano o un encuadre sin mostrar al protagonista con el gesto ceñudo, con el propósito de convertirse en portavoz moral del espectador, al que una vez más se le da todo hecho. A lo Ken Loach, vaya. Por ello, La barrera invisible me parece un film envejecido y, lo que es peor, ideológicamente ineficaz.

En pleno éxito, Kazan regresó a Nueva York para reanudar su labor teatral. En ese año de 1947, tan redondo para él, se involucraría en dos de las experiencias más significativas de su carrera. La primera, la fundación del mítico Actors Studio, del que fue socio fundador junto a antiguos compañeros del Group Theatre y que, como es sabido, ayudó a difundir entre la profesión el famoso Método Stanislavski que, en cine, otorgaría prestigio a tantos actores amigos de la sobreactuación y el artificio, de Paul Newman a Al Pacino pasando por Robert DeNiro (cuidado: por sus aulas también han pasado magníficos intérpretes, los cuales, eso sí, no debieron prestar tanta atención en las clases del susodicho «método»). La segunda, el montaje de la mítica obra de Tennessee Williams Un tranvía llamado Deseo, verdadera revolución del medio, que dirigió con enorme éxito, en todos los sentidos, y que significó además la revelación de Marlon Brando.

Pinky y su abuela, en la pelicula de Elia KazanSu regreso al cine fue para aceptar hacerse cargo de una película inicialmente empezada por el gran John Ford. Se trata de Pinky (1949), un alegato antirracista protagonizado por una joven negra cuya piel blanca le ha permitido graduarse como enfermera en el norte sin llamar la atención y que ahora regresa al escenario donde se crio, en el Profundo Sur, donde volverá a sentir en sus carnes la segregación y la humillación. El film parte de un elemento que en principio tendría que haber contagiado de inverosimilitud a toda la película: la elección de una actriz tan blanca como Jeanne Crain, promesa entonces del estudio, después de descartar elecciones más adecuadas de actrices afroamericanas de piel clara, como Lena Horne. Pues bien, después de sus dos previas experiencias en que el contenido estropeaba el continente, Pinky emerge como la primera buena película del autor, tanto más mérito teniendo en cuenta tanto ese miscasting (ahora bien, la actriz brinda su mejor interpretación de una carrera que enseguida comenzó a eclipsarse) como el regreso a un rodaje realizado totalmente en estudios, contraviniendo así pues la inclinación del cineasta por el verismo de los escenarios.

La gran virtud sobre la que se apoya todo el film es la espléndida traducción visual de la crisis existencial que atrapa a la desdichada protagonista, esa joven que durante unos años se ha sentido una mujer libre y «normal», y ahora, de regreso a sus raíces, vuelve a sufrir en sus carnes el peso de la discriminación. Es más, cuando la historia amenaza con convertirse en un film de denuncia convencional al estilo de La barrera invisible, la trama da un giro inesperado con la aparición del excelente personaje de la anciana dama sureña, tan aparentemente agria de carácter como indomablemente independiente en términos morales, que reclama los servicios como enfermera de la muchacha. La magnífica interpretación de la gran Ethel Barrymore, y esa excelente atmósfera que es capaz de unir en una misma dimensión el gótico sureño y el humanismo costumbrista de Matar a un ruiseñor, consiguen matizar la indignación moral que despierta la historia mediante la impregnación de un aroma de fábula, que permite sostener una parte final sobre el papel no muy creíble en términos argumentales (el juicio que los parientes de la dama levantan contra Pinky, al haber heredado esta sus bienes), pero del todo convincente en términos emocionales. El resultado, repito, es excelente y obliga a revisar un film francamente desconocido.

Jack Palance destaca en el cartel español de Panico en las callesPánico en las calles (1950) participa del esplendor del cine negro del estudio en esa época, y ciertamente constituye un film francamente estimable. Su trama gira en torno a la carrera contra el reloj que realiza la policía de Nueva Orleáns en busca de dos gangsters de extracción lumpen que portan, sin ellos saberlo, el virus de la peste bubónica por toda la ciudad, lo que permitió a Kazan filmar en los escenarios naturales donde se desarrolla la trama. Esta búsqueda une a un médico (Richard Widmark) con un policía (Paul Douglas), cuya relación, basada en la inicial discordancia entre sus personalidades, casi parece anticipar la buddy movie de los años 80. Sólida y bien contada, el mayor problema del film radica en el desequilibrio de interés entre sus dos niveles argumentales: la descripción del entorno familiar del protagonista, al que se dedica demasiado tiempo, desentona considerablemente al lado de la exposición de la trama criminal, sobre todo cuando la acción pasa a los dos lumpens que la vertebran, uno de aspecto orondo y naturaleza medrosa, el otro de físico afilado y carácter muy violento, papeles memorablemente interpretados por los entonces desconocidos Zero Mostel y Jack Palance. La parte final, que se centra en la persecución material de los dos delincuentes por el puerto de la ciudad, resulta extraordinaria.

Ahora bien, el título que seguramente marca el antes y el después de su carrera es su adaptación cinematográfica de Un tranvía llamado Deseo (1951), su primera película completamente lograda y, para mi gusto (y soy consciente de que es un título capaz de inspirar tanto adhesiones como rechazos profundos) un trabajo verdaderamente magistral. En íntima comunión con el trabajo de fotografía (de Harry Stradling) y de la dirección artística, Kazan realiza una genial combinación de cine-teatro, haciendo que sus personajes se expresen tanto a través de los diálogos como de su relación con el escenario (intentando, cada uno de ellos, hacerlo suyo a su manera), de su vestuario o de la forma en que la luz los Marlon Brando y Vivien Leigh en Un tranvia llamado Deseoilumina (o los deja en penumbra, como es el caso de la protagonista femenina, que así manifiesta su miedo al envejecimiento). La espléndida dramaturgia del gran Tennessee Williams (que, como siempre, se caracteriza por una tensión que bordea el exceso) es aprovechada en todas sus dimensiones, pero su principal foco, por supuesto, es la famosa confrontación entre los inolvidables personajes del agresivo y machista Stanley Kowalski y la frágil y neurótica Blanche DuBois. Una confrontación que se produce en todos los órdenes: del social al sexual, del moral al interpretativo, dando ocasión en este último aspecto a un genial duelo entre dos actores tan diferentes pero, a la vista está, complementarios como Marlon Brando y Vivien Leigh. Quien desee leer un análisis de mayor amplitud de este film puede encontrarlo en el artículo que publiqué hace bien poco sobre las películas basadas en obras del autor.

El enorme éxito del film, sellado con varias estatuillas de Hollywood a los intérpretes (aunque Brando vio cómo su Oscar iba a parar a Humphrey Bogart por su entrañable papel de La Reina de África), y el aplauso crítico recibido colocaron a Kazan en una posición de privilegio, que le permitió poder elegir proyecto. Así, y con la colaboración del gran escritor John Steinbeck para escribir el libreto, se decidió a llevar a la pantalla la historia de un personaje que le interesaba mucho, el famoso revolucionario mexicano Emiliano Zapata, que daría como resultado otra de sus más grandes películas. Quién iba a decirle al cineasta que, sintiéndose como se sentía en la cúspide, en realidad el abismo estaba a punto de abrirse a sus pies, bajo la forma del siniestro Comité de Actividades Anti-Americanas…

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a Controvertido Elia Kazan (I): años iniciales

  1. Franklin Padilla dijo:

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