El Chancellor: la balsa de la Medusa de Julio Verne

La balsa de la medusa, de Gericault

Si existe una novela sorprendente en la carrera de Julio Verne, escrita en la mejor etapa de los Viajes Extraordinarios, y que puede dar la medida de lo que podía haber sido su obra de no verse perpetuamente limitada por las directrices que su editor Hetzel le impuso como educador de la juventud, esta es El Chancellor. Escrita en 1870, una carta enviada por Verne a Hetzel en febrero de 1871 ya supone una buena indicación de la novedad que suponía: «Le llevaré un volumen de un realismo espantoso […] Creo que la balsa de la Medusa no ha producido nada tan terrible…». Las breves líneas antedichas ya indican cuál era su trama: la crónica de un naufragio que conduce a sus supervivientes a una balsa donde vivirán días de inexpresable agonía cuya final parece encaminarlos de modo inexorable hacia la muerte, una muerte terrible, que además los espera después de verlos caer al estadio más indigno del hombre como mero ser impelido a la supervivencia. Hetzel dudó considerablemente a la hora de publicarla y lo hizo finalmente, pero con retraso: primero por entregas en Le Temps a lo largo de 1874 y finalmente como libro en 1875. El resultado, sin la menor exageración, es una de las cumbres de su autor, una novela injustamente desconocida seguramente por su condición de anomalía entre las obras maestras más notorias de Verne, ya que, por su formato breve y su aliento trágico, parece tener poco que ver con esas epopeyas de la geografía que asociamos a él. Triste destino el de una creación literaria que deja bien sentado que Verne fue un escritor mucho más versátil de lo que se cree.

Yo mismo reconozco haber accedido tardíamente a ella, fuera de la infancia y la adolescencia en que devoraba sin pausa cuantas novelas del autor caían en mis manos, puesto que no se encontraba en la colección de viejas ediciones de Molino que mi abuelo tenía en su biblioteca. Quien me alertó de su existencia fue el eminente verniano Miguel Salabert, no solo gran traductor suyo sino el responsable de la apasionante primera biografía del novelista escrita en español, Julio Verne, ese desconocido (Alianza, 1974), en cuyas páginas no dudó en reivindicarla.

Portada de la vieja edicion Molina de El ChancellorUna vez leída, la primera cuestión que suscita es, en efecto, la de su inclusión dentro de los parámetros que Hetzel diseñó cuidadosamente para el autor desde que ambos unieran sus caminos con Cinco semanas en globo, en 1863. Ignoro si el editor modificó en algo el original mandado por el autor, o condicionó sus partes más «comprometidas», pero el resultado, en cualquier lugar, tiene muy poco que ver con el tono de las obras entre las cuales se encuadra, de tal modo que resulta difícil concebir que muchos padres, de estar avisados sobre su contenido, entregaran la novela a sus hijos con la misma confianza que en los casos de Viaje al centro de la Tierra o La isla misteriosa. Tal vez por eso no figure entre lo más conocido de los Viajes extraordinarios y explique los problemas de su difusión coetánea y futura.

Como ya he indicado líneas arriba, la inspiración del autor proviene del famoso incidente que ya sugiriera al gran pintor Théodore Géricault su famoso lienzo La balsa de la Medusa, una de las obras más famosas del Romanticismo pictórico. La trama del libro se resume con facilidad: el velero Chancellor parte desde Charleston, en Carolina del Sur, hacia Liverpool, a donde nunca llegará, pues primero se desata un enorme incendio en la bodega (pues su carga consta principalmente de balas de algodón). A continuación, y tras varar contra un islote basáltico que permite apagar el fuego, el buque intenta alcanzar, en precarias condiciones, la costa sudamericana pero lo hace ya tan maltrecho que acaba hundiéndose. Los supervivientes se refugian en una balsa que habrá de ir prácticamente a la deriva, donde no tardan en ir consumiéndose las reservas de agua y alimentos, sabiendo además que su desdichada odisea está discurriendo por parajes muy poco transitados por la navegación comercial.

La Narracion de Arthur Gordon Pym, en AlianzaQuien haya leído a Verne podrá pensar que la novela constituye una apología de la indomable resistencia del ser humano ante la adversidad. Sin embargo, la sorpresa es que no atenúa ninguna de las ignominias a las que es lógico que se vean arrastrados quienes pasen por una situación similar: es decir, la progresiva pérdida de la dignidad humana ante el mero instinto de sobrevivir. El Chancellor, es evidente, recoge la antorcha de la sobrecogedora Narración de Arthur Gordon Pym, de ese escritor al que tanto admiró Verne, el estadounidense Edgar Allan Poe, al que admiraba tanto que incluso se atrevió a escribir una continuación (o sea, una secuela) de este genial y muy influyente relato, La esfinge de los hielos (1897). Cierto es: el francés no se recrea tanto como el americano en la minuciosa y malsana crónica de detalles siniestros, incluso macabros, que contiene la primera parte de la Narración (que es la que tiene relación con El Chancellor), pero desde luego no las esconde.

Esto significa que Verne asimismo aborda la tentación del canibalismo, la caída en el egoísmo más cerril (uno de los náufragos esconde comida para sí mismo sin decir nada a los demás) y en la violencia (los marineros de peor calaña intentan hacerse los amos del barco, primero, y de la balsa, después, para sacrificar a todos a su supervivencia), incluso en lo puramente macabro (el cadáver que amanece con un pie cortado para ser usado después como cebo para poder pescar). Es más, el mismo protagonista, J. R. Kazallon, pese a que figura entre quienes mantiene una actitud más noble y digna, acaba asimismo incurriendo en la bajeza, como ese momento en que arrebata el último trozo de comida a Hobbart, el marinero que la ha escondido de todos los demás, y eso acaba provocando el suicidio de este último.

El gran acierto de Verne es el recurso dramático mediante el cual otorga a la narración el sobrecogedor sentido de la inmediatez que mejor traduce la perpetua tensión que embarga a los personajes casi desde el momento de la partida. Se trata del uso del diario personal como conductor de la narración, lo que permite a ese protagonista, Kazallon, narrar todos los hechos en presente verbal, consiguiendo de este modo hacer que el lector comparta con los personajes todas sus tribulaciones como si fuera uno de ellos. Es un recurso que Verne había utilizado, y utilizaría, en algunas novelas, si bien solamente para narrar algunos pasajes (y siempre con resultados espléndidos): en Viaje al centro de la Tierra, cuando los viajeros cruzan el mar interior, o en Un capitán de quince años, para seguir los pasos de Dick Sand, prisionero en la caravana de esclavos que es conducida al corazón del continente negro.

El Chancellor, antes del desastreSin títulos para los capítulos, sin extensión fija en los mismos (convención que es habitual del cartesiano Verne en casi todas sus novelas), el escritor hace progresar la trama como si la estuviéramos viviendo en el acto, con una fortuna expresiva sin igual. Es más, esta técnica consigue que resulte espeluznantemente verosímil la progresiva degradación de los infortunados viajeros, y que esto suponga, para el avezado lector del francés, una forma de deconstrucción, por parte de este, de sus habituales elementos de caracterización de personajes. Es decir, la novela comienza con el típico dibujo convencional de tipos y caracteres, y sin embargo termina por hacer imprevisible el desarrollo psicológico de estos, como bien simboliza, ya lo he dicho, el propio Kazallon. Es más, incluso hurta el previsible nacimiento de una atracción sentimental y el personaje femenino de la joven y animosa dama de compañía, como parece augurarse en muchos momentos. El Chancellor, por tanto, es la obra más libre del autor en cuanto al retrato de sus criaturas.

Asimismo, Verne es capaz de contravenir las expectativas de sus lectores en cuanto al tipo de narración habitual. Dentro del género de aventuras, Verne es uno de los escritores que menos se recrea en la acción, no ya en beneficio de la descripción sino de la creación de un estado de ánimo destinado a crear una suerte de familiaridad entre las peripecias y el espectador, para mejor hacerle partícipe, renunciando al perpetuo clímax que gobierna a otros escritores del género, como un Salgari o incluso un Stevenson. Sin embargo, en El Chancellor no hay espacio para esa placidez descriptiva, porque casi desde el primer momento, y utilizando una expresión barojiana, «los acontecimientos marchan al galope». Desde el primer momento (desde que la mera contemplación de la fisonomía blanda y poco enérgica del capitán despierta malos augurios en el narrador), una atmósfera de inexpresable fatalismo impregna el relato, instaurándose un progresivo halo de misterio a partir del conjunto de indicios que no tardan en convencer de que algo extraño sucede a bordo. La respuesta, notablemente original además, estriba en ese incendio que lleva días devorando el interior del barco.

El mar comienza a inundar la cubierta de El ChancellorSi ya la navegación bajo estas condiciones despierta un notable suspense, el encallamiento en el islote basáltico emergido en el Atlántico supone un breve intervalo de tranquilidad, que no tardará en ser desmentido cuando, tan pronto el barco se hace una vez más a alta mar, se comprueba que sus daños son demasiado grandes y que se hunde irremisiblemente. El momento en que el Chancellor queda medio sumergido (inolvidable la ilustración de Riou con toda la cubierta bajo las aguas y solo la arboladura sobresaliendo del mar) es una de las grandes piezas de Verne, y sin embargo es tan solo el prólogo de la verdadera odisea, cuando los náufragos se ven reducidos a la balsa.

La implacable progresión de las peripecias, siempre para empeorar su situación, y la extraordinaria densidad psicológica que consigue Verne de sus personajes (sin la menor duda, a este respecto supone el hito de su literatura) convierten esas páginas en imborrables: la llegada de los tiburones, el conato de rebelión de los marineros, la muerte del teniente Walter y el aprovechamiento de su pie para la pesca, el descubrimiento del envenenamiento del agua de una de las barricas por su contacto con piezas de cobre, el delirio del más violento de los tripulantes, que acaba arrojándose al mar entre los escualos, las breves ilusiones que suponen el avistamiento de un barco o la llegada de una fuerte lluvia que alivia un tanto su sed, el descubrimiento del último bocado, la práctica del canibalismo o la tira a suertes para ver quién ha de sacrificarse en beneficio de todos (escena, esta sí, muy poeana), suponen otros tantos memorables hitos de su odisea.

[Quien no conozca la conclusión de este libro debe dejar de leer aquí]

Y para mayor fortuna, el final es del todo memorable por su inventiva, amén de permitir la reaparición del propósito educativo de los Viajes extraordinarios. Destrozados por la sed y a punto de matar al infortunado que debe alimentar a los otros, el protagonista cae al agua, en mitad del océano… solo para descubrir que es dulce. ¿El motivo? La balsa está frente a la desembocadura del Amazonas, tan caudaloso que el vertido de agua dulce se interna casi 40 km en alta mar, y anuncia la inminencia de la costa. Es fácil creer que Verne urdió primero el final y luego decidió un desarrollo argumental lo suficientemente dramático como para ensalzar aún más ese hallazgo. No recuerdo qué autor dijo que un escritor, al comenzar a escribir un libro, ya debe tener claro cuál ha de ser su última frase (su final). Pocos ejemplos tan magníficos se me ocurren para justificar este adagio, que supone el último de los méritos que reseño de esta excepcional novela, que no ya ningún verniano sino ningún amante del género aventurero debería desconocer.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a El Chancellor: la balsa de la Medusa de Julio Verne

  1. Alvaro dijo:

    Magnífica reseña. Queda apuntado, Capitán Extranjero. Comparto en Facebook, muchas gracias !!!!

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