En Café Montaigne, dos muestras de «cine de cruzada»

cartel_del_film_razaHace pocos días he publicado en la revista digital Café Montaigne un artículo que, bajo el título de Propaganda en la alta y en la baja manera, aborda dos películas claves de ese conocido «cine de cruzada» que registró la inmediata posguerra civil española y que, por lo general, suele concitar más interés en su faceta histórica que en la puramente cinematográfica. Desde luego, no es para menos, si tenemos en cuenta que la más conocida de todas ellas (y primera sobre la que hablo) es la celebérrima Raza (1941, José Luis Sáenz de Heredia), film cuya base literaria se debe nada menos que al mismísimo Caudillo bajo el seudónimo de Jaime de Andrade (el director Sáenz de Heredia, por otra parte, era el primo de Primo: o sea, primo hermano de José Antonio Primo de Rivera). La otra película, en cambio, mucho menos conocida, por no decir que más bien ignota fuera de un reducido círculo de especialistas y cinéfilos curiosos, es Rojo y negro (1942, Carlos Arévalo), que ofrece una mirada de la guerra civil desde una perspectiva ortodoxamente falangista… lo cual de poco le valió pues a los pocos días del estreno fue retirada de cartel por razones sobre todavía se discute y dada por perdida durante 40 años. Recuperada a finales del siglo pasado, su exhumación fue recibida con gran sorpresa, y no es para menos, por cuanto el film delata unas inquietudes estéticas y narrativas que nada tienen que ver con la estulticia cinematográfica de Raza (film que, por generoso que uno tenga el día, no se puede salvar por parte alguna). Desde luego, en el aspecto argumental, Rojo y negro es una fabulilla bastante simple destinada a justificar (es más, a santificar) el «noble» Alzamiento con uso y abuso de toda la retórica falangista, pero sus imágenes, en más de un momento, poseen una fuerza y una sugestión que ya la hubiera querido para su propio panfleto el «escritor» Andrade. No quiero decir que nuestro Arévalo sea un equivalente de la alemana Leni Riefenstahl, pero sí que su película encierra más de una sorpresa.

Por cierto, que ganas me han quedado de hablar de otro conocido ejemplar del ciclo, ¡A mí la legión! (1942, Juan de Orduña), cuyo protagonista es el mismo de Raza, el inevitable y por entonces muy envarado actor Alfredo Mayo. A quien tenga curiosidad, o posea una lejana impresión de este film (alguna que otra vez emitido en TVE), hay que recordarle que, además de la glorificación que realiza de la Legión Española —desde un punto de vista que poco tiene que ver con el muy siniestro que de la correspondiente Legión Francesa ofrece el clásico de Hollywood Beau Geste (1939)—, su revisión resulta de lo más desarmante. Y es que, como bien han interpretado muchos observadores, la amistad hasta la muerte entre sus dos protagonistas parece esconder una fábula épico-homófila que, por razones evidentes, no llega a concretarse nunca. Pero lo que ya no recordaba es que su tercio final, que abandona el escenario rifeño, ofrece uno de los más delirantes giros de guion de la historia del cine español, trasladándose los personajes a un país ficticio, Eslonia, para dar pie a un episodio de aventuras ruritanias en la tradición de El prisionero de Zenda (1952). De ver para creer: lástima que la falta de convicción del episodio deje entrever claramente que el director Orduña debió de estar preguntándose todo el rato qué diablos habían bebido los guionistas…

En Café Montaigne: Propaganda en la alta y en la baja manera

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a En Café Montaigne, dos muestras de «cine de cruzada»

  1. Renaissance dijo:

    Saenz de Heredia también acabó siendo un habitual en Cine de barrio gracias a algunas producciones. En concreto, creo que hemos perdido la cuenta del número de veces que podemos encontrar en televisión Don Erre que Erre.

    • Como otros buenos directores de los años 40 y 50, la decadencia de Sáenz de Heredia, a partir de los años 60, es completa, quizá porque al ser un realizador de menor personalidad, dio lo mejor de sí mismo en esos momentos de esplendor general en que se conjuntaron buenas condiciones de producción (guionistas, músicos, directores de fotografía, actores, decoradores, etc.) y, por tanto, cuando esto fue desapareciendo se quedaron «huérfanos». Lo cierto es que echar un vistazo al tipo de películas que rodó a partir de mediados de los 70 es deprimente: vehículos al servicio de Manolo Escobar, de Paco Martínez Soria y del landismo. Casi ná.

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