Confieso haberme contado, hasta no hace mucho, entre quienes consideraban el western como un género esencialmente cinematográfico. Es evidente que la potencia visual que desprenden sus elementos compositivos hace que el espacio «natural» del Oeste parezca el cine, pero su acta de nacimiento se produce antes en la literatura. Es más, los años dorados en que Hollywood asombra con un rosario continuo de clásicos del género coinciden con los mismos en que un conjunto de escritores, por desgracia poco o nada conocidos, al menos fuera de su país, se encarga asimismo de componer obras admirables, que fueron rápidamente devoradas por la Meca del Cine. Mi descubrimiento (gracias a la estupenda Colección Frontera, dirigida y prologada por Alfredo Lara para Valdemar) de Dorothy M. Johnson, Elmore Leonard o James Warner Bellah —de quienes nacen varios de los clásicos imperecederos del género— me obliga a reevaluar el western. No desde luego para poner a un dios en el lugar de otro, sino para reafirmarme en que el cine es una obra colectiva que depende del talento de muchos artistas. Voy a dedicar dos artículos a dos novelas (vinculándolas, claro, con las películas que han eclipsado su mera existencia) de un escritor injustamente desconocido. Su nombre es Alan Le May, y las novelas son Centauros del desierto (1954) y Los que no perdonan (1957), ambas espléndidas, porque en las dos se encuentran ya los argumentos, los personajes, la densidad dramática y el poderoso sentido del realismo (en el caso de los libros no dudo en afirmar que este último es mucho mayor) que brillan en su versión al cine. Como siempre, mi intención fundamental es tratar de contagiar el deseo de leerlas… y luego volver a disfrutar de los excelentes films que las retomaron.
Nacido en 1899 y muerto en 1964, Alan Le May publicó novelas y cuentos del Oeste en las mejores revistas de la época, y como otros colegas fue reclutado por el siempre voraz Hollywood como guionista. Es más, incluso dirigió un único film, perteneciente como no podía ser de otro modo al western, el ignoto Fuerte solitario (1950). La más conocida de todas sus novelas es, claro, The Searchers (en España conocida por el rebautizo cinematográfico de Centauros del desierto), cuyo análisis me reservo para el siguiente artículo. Si quiero empezar por Los que no perdonan, aun siendo posterior, es porque en este caso no tiene que competir con una adaptación tan genial como la que firmó John Ford y porque las diferencias entre libro y película son mayores, lo cual permite enjuiciarla con mayor independencia. Adelanto ya que, pareciéndome muy bueno el título de Huston, la novela es más: es extraordinaria. Por otro lado, y como ya señala Lara en su prólogo de la colección Frontera, los vasos comunicantes entre ambos libros son grandes, comenzando por el hecho de que el segundo complementa al primero invirtiendo el mismo planteamiento argumental: en este caso, son los indios quienes reclaman a una niña que los blancos se llevaron consigo en su niñez.
Como ya había hecho antes con Centauros del desierto —¿para qué confundir al posible lector que, conociendo las películas, pueda verse atraído a leer el libro de partida?—, la edición Valdemar mantiene el mismo título que la exhibición española dio a la adaptación al cine, que además posee una notable sonoridad: Los que no perdonan. Sin embargo, el original The Unforgiven significa justo lo contrario: Los no perdonados. Sin duda, la inversión del título es fácil de entender: son muchos quienes, en el curso de la historia, se niegan a perdonar, sean faltas reales o imaginarias. Pero, ¿quiénes son los no perdonados? Evidentemente, parece referirse a esa familia que lleva años errando de un lugar a otro, huyendo de un espectro que amenaza con destruir no solo su nombre sino su cohesión familiar, y que al final volcará sobre ellos el odio de todos: de los blancos y de los indios.
Esa familia recibe el nombre de Zachary. De ella falta el padre, muerto años atrás al cruzar con su ganado un río embravecido, que tuvo la reputación de ser un gran conocedor de los indios. Su puesto lo ha ocupado el hijo mayor, Ben, un joven de 24 años que sin embargo parece mayor por la gravedad que desprenden su semblante y sus acciones. El resto de los Zachary son la madre, Matthilda, y los otros hermanos: Cash, el de en medio, tan capaz como el mayor si bien de menor peso carismático por poseer un carácter más inestable; Andy, que apenas acaba de dejar atrás la consideración de adolescente, y la única hermana, Rachel, de 17 años.
Rachel es la verdadera protagonista de la historia, el núcleo dramático y el personaje en torno al cual giran todos los acontecimientos. Desde el primer momento se nos cuenta que los Zachary han vagado durante mucho tiempo hasta instalarse, apenas cinco años antes, en ese paraje donde están creando un establecimiento ganadero. El motivo de esa errancia se impone desde la apertura de la historia, cuando las dos mujeres, que han quedado solas en la casa, descubren la presencia de un jinete merodeador de aspecto a la vez terrible y desmadejado: un viejo de apariencia tan lamentable como el propio caballo que monta. Ese hombre se llama Abe Kelsey y lleva años persiguiéndolos y difundiendo la especie de que la muchacha no solo no es hija natural de los Zachary, sino que es una muchacha kiowa a quien el patriarca de la familia encontró abandonada en la pradera muchos años atrás.
El agravio que lo impulsa, el episodio que quebró su cordura, fue el secuestro de su propio hijo a manos de los kiowas, lo que lo llevó a pedir en vano a los Zachary que permitieran intercambiarlo por esa niña. Desde entonces, y creyendo en su locura que su vástago está creciendo entre los indios, se ha convertido en un fantasma que se empeña en seguir a los pieles rojas dondequiera que vayan, despreciado y maltratado, salvando la vida porque lo protege el temor reverencial que aquellos sienten hacia los dementes. En su odio paranoico, Kelsey ha volcado sobre los Zachary la fama de ser amigos de los indios, amén de la infamia —en esa tierra donde el piel roja siempre es el otro al que se odia— en torno al origen de Rachel, empujándolos a marchar de un lugar a otro, a medida que la noticia calaba en cada lugar donde se instalaban. Lo único que han conseguido los Zachary es que ella todavía no sepa siquiera que, en efecto, el padre la recogió siendo un bebé en el escenario de una masacre india.
Quien conozca sobradamente la película de Huston se encontrará en terreno familiar desde las primeras páginas del libro: el escenario, los personajes y los nombres son los mismos e incluso las peripecias son muy similares, si bien con modificaciones importantes que luego reseñaré. Es más, uno de los elementos visuales más recordables de la película está directamente tomado del libro. Se trata de la casa de los Zachary, encostrada en el lecho rocoso de un montículo, cuyas paredes están hechas de adobe y que está concebida antes para la defensa (mediante un sistema de troneras en las paredes y en las gruesas contraventanas que permiten disparar con facilidad a cubierto), como bien justificará el final de la historia, cuando los indios acuden por fin en busca de quien creen una de los suyos.
El terreno donde se desarrolla Los que no perdonan es, como en Centauros del desierto, ese mundo de la Frontera disputado entre sus habitantes originarios, los indios, y esos pioneros que, como plaga de langosta —simbólicamente, una de estas atraviesa brevemente las tierras de los protagonistas—, se están extendiendo sobre ese espacio en que antaño aquellos reinaron en soledad. Como en la otra, se trata de un rincón agreste de Texas, a principios de la década de los 70, con la guerra civil todavía no muy lejana en el horizonte. Un lugar donde la riqueza estriba en el ganado, en el dominio del agua y de los pastos, en el traslado de las grandes manadas (a través de rutas cuajadas de peligros) hacia los centros de mercado, que en el relato es la lejana ciudad de Wichita.
El mundo que describe Alan Le May —y que conocieron personalmente sus propios abuelos, que vivieron justo en esas tierras sobre las que luego él escribió: a ellos dedicó Centauros del desierto— desborda de áspero realismo: quien espere encontrar espacio para la mitología habitual del western, que busque en otra parte. Su minuciosa descripción de la dura existencia cotidiana está tan conseguida que diríase que podemos oler a los caballos, sentir la humedad de esa casa encajada en el barro, temblar con el frío del amanecer o escuchar el exasperante sonido del viento que aúlla en la pradera sin obstáculos físicos que lo detengan en miles y miles de kilómetros. Pero en especial, la Frontera desprende un turbio aroma a seca violencia, que envuelve las almas y embrutece a los hombres, puesto que cualquier aliado de ahora puede ser el enemigo de mañana y cualquier rincón apacible convertirse en el escenario de una brutal matanza.
El gran acierto narrativo de Alan Le May es que la acción está narrada desde una inusual perspectiva femenina: los hombres de la familia Zachary cruzan varias veces la ruta ganadera hacia Wichita y, cuando están en sus tierras, se pasan el día de un lado a otro atendiendo al ganado, pero la acción se aleja pocas veces de esa casa de barro y roca donde se encuentran las mujeres. Unas mujeres cuya vida consiste en repetir todos los días las mismas tareas mecánicas y cuyas novedades las viven de modo indirecto, a través de esos hombres que tienen la libertad de movimientos que a ellas se les niega: de hecho, Le May señala que son fáciles víctimas de un mal llamado la «fiebre de la cabaña», que aparece cuando el invierno se prolonga ya de un modo intolerable y se acumulan las semanas en que cada día es exasperantemente igual al anterior.
El libro se permite una libertad que el cine de la época no podía tener (y que supone uno de los defectos de su adaptación, al desperdiciar uno de sus elementos más sugerentes). Se trata del peso fundamental del nacimiento a la sexualidad de Rachel, una muchacha cuya sensualidad está despertando en el lugar con peores oportunidades para aflorar. ¿Extraña, por tanto, que el hombre que despierta su atracción —al principio encubierta bajo cariño fraternal— sea su propio hermano Ben? Es más, pese a lo doloroso que resulta descubrir que no es una Zachary, la joven se deja arrastrar por el alborozo de saber que ya no hay ningún obstáculo que impida la abierta relación entre ella y Ben, pese a que los usos morales impuestos por la costumbre refrenen el ansioso deseo que siente por él. En este sentido, resulta inolvidable la escena nocturna, situada muy poco antes de que termine por estallar la violencia en torno a la joven, en que Rachel y Ben comparten cena y conversación, a solas, en el exterior de la casa. La complicidad entre ambos crea un momento de inusual calidez, pero Rachel sufre por no atreverse a decirle a Ben que, si es difícil saber quién es, al menos sabe qué no es (su hermana de sangre).
Desde el momento en que se publicó, el libro, como es natural teniendo en cuenta su argumento, no pudo evitar ser interpretado desde el punto de vista de su contenido racista o antirracista (en la película sí se tomará abierto partido por la segunda lectura). Sin embargo, dentro de la lógica interna del relato no hay espacio para el racismo en sentido moderno, es decir, para el desprecio y el odio hacia quien, precisamente por tener demasiado en común con nosotros, nos desagrada por su diferencia exterior. En Los que no perdonan, blancos e indios son, sencillamente, seres que por mucho que se muevan en los mismos espacios proceden de universos completamente divergentes. La diferencia no es ya externa (aunque también, claro) sino, ante todo, interior. El indio es el ser del que hay que protegerse: si puede ser, manteniendo la distancia; en caso contrario, a sangre y fuego. Los pioneros no tienen tiempo ni ocasión para la reflexión sino para la actuación instintiva: no estar preparados es haber empezado a cavarse la fosa. Es mérito de Le May, por ejemplo, saber transmitir (como ya había hecho de modo imborrable en Centauros) que las atrocidades que los indios realizan sobre los blancos nada tienen que ver con la maldad. Lo que para el blanco es crueldad intolerable, en el indio es una forma atávica de tratar con un mundo que, para ellos, cuya vida está totalmente alejada de las comodidades que incluso los humildes pioneros poseen, es terriblemente duro y hostil. El humanismo es un lujo de los blancos… lo cual no impide a Le May, cuando es necesario, describir también la dignidad (a veces, incluso inesperada) del comportamiento de los pieles rojas.
En este sentido, el conflicto en torno a la identidad cuestionada de Rachel deviene todo un símbolo. Los Zachary luchan por Rachel sin pensar siquiera en la posibilidad de que Kelsey tenga razón (en el final, de una belleza que revela que el lirismo de Los que perdonan es ante todo moral y no estilístico, sí se aclara para uno de los personajes y para el lector). Y lo hacen porque, en un mundo tan frágil, donde la vida posee un precio tan bajo y las personas pasan tan rápido que el olvido parece el sello principal del ser humano, el único modo de conjurar esa fácil disolución (en la muerte, en la vastedad de ese territorio) es en la reafirmación de los lazos familiares. Los humildes protagonistas tienen poco pero, al menos, poseen una sensación de pertenencia mutua, y por eso Rachel es una de ellos y no permitirán jamás que nadie lo cuestione, aunque eso provoque un triste reguero de desesperación y muerte. Irónicamente, el principal vínculo moral que une tanto a blancos como a indios (lo que al final, los convierte en mutuos representantes del orden humano) es ese sentido de la pertenencia a los suyos.
Los derechos de la novela fueron comprados por Burt Lancaster, ese excelente actor que desde muy pronto había manifestado unas notables inquietudes por controlar su carrera y ofrecer productos de calidad: no hay que olvidar que películas tan inmortales como Veracruz (1954) o Chantaje en Broadway (1957) fueron producidas por él. La dirección le fue encomendada a John Huston, un director cuyo prestigio siempre me ha parecido desmesurado, muy por encima de los méritos reales de una filmografía que, cierto es, contiene buenas películas pero no en el grado excepcional que se le atribuye, decepcionando bastante algunas de las más famosas (para mí, por ejemplo, El halcón maltés, El tesoro de Sierra Madre, La Reina de África, Vidas rebeldes…).
El film que nos ocupa, ciertamente, figura entre los mejores títulos de su carrera, si bien, lo digo ya, no consigue extraer toda la fuerza que posee el libro —volverlo a ver justo después de leer el segundo lo deja bien claro— y padece las principales limitaciones del cine de Huston. Esto es: la falta de sentido de la aventura y de la pasión de un hombre con la fama, desorbitada, de ser un cineasta aventurero y apasionado; su escasa sensibilidad para la sugestión visual (¿cuántos planos bellos se recuerdan de su cine?); y el ahogamiento de las buenas ideas por un exceso de pretenciosidad. Entre esto último, debo señalar lo artificioso que me parece el tal vez más celebrado momento de la película: aquel en que, en un intervalo durante la lucha final, Matthilda Zachary suspende los cánticos guerreros de los salvajes al interpretar a Mozart al piano, frente a la casa. Me parece un impostado intento de ofrecer un instante «artístico», que carece de la convicción dramática que pretende tener.
Huston se quejaría amargamente de las imputaciones de metraje que padeció su película por indicaciones de los productores (¿del mismo Lancaster, entonces?) que, según él, afectaron especialmente a un personaje secundario que, ciertamente, desaparece de escena sin que se explique por qué cuando sobre él se han generado algunas expectativas. Se trata del domador mestizo Johnny Portugal (encarnado por John Saxon), que en la novela carece de especial relieve y que, según se desprende de sus declaraciones, Huston pretendía convertir en elemento importante dentro de la abierta denuncia antirracista que el director propone a partir de la novela original. Sea como fuere, con o sin Portugal, Los que no perdonan, sin renunciar ni mucho menos a esa descripción de la dura vida de la Frontera que procede de Le May (y que traduce muy bien en imágenes: por una vez, la aspereza visual de Huston coincide con las necesidades dramáticas de la historia), también se propone desde el primer momento como una denuncia del racismo.
Para ello, el guion realiza dos modificaciones importantes sobre el libro. En primer lugar, el conocimiento que Rachel tiene, desde siempre, acerca de su condición de hija adoptiva, y que cambia un tanto la relación con los hermanos, sobre todo con Ben. En segundo, la conversión de uno de los tres Zachary, Cash, en un furibundo racista, de modo incluso demasiado ostentoso (si bien la buena interpretación de ese actor de curiosa trayectoria vital y profesional que fue Audie Murphy compensa, en parte, la debilidad de su retrato), y que lo llevará a rechazar a la misma Rachel cuando, al final, y es otro de los cambios sustanciales, la madre confiesa directamente el origen indio de la muchacha.
Por lo demás, la película sigue con fidelidad las incidencias escritas por Le May, y justo es señalar que Huston las cuenta con el vigor debido y sin que el interés de la historia mengüe un solo momento (aunque la muy mediocre música de Dimitri Tiomkin se convierta en un lastre verdaderamente difícil de sobrellevar). Ahora bien, donde la película flaquea considerablemente es en el dibujo de la atracción que sienten Rachel y Ben: confieso que, incluso antes de leer la novela, ya me había parecido inverosímil esa historia de amor, que siempre interpreté como una obligada concesión a los tópicos del cine comercial de Hollywood. Y si bien hay que insistir en la poca habilidad de Huston para crear atmósferas de pasión enfebrecida (y hablamos de una atracción incestuosa, aun entre hermanos adoptivos), en buena medida también se debe a la ausencia del debido feeling erótico entre Lancaster y Audrey Hepburn.
Es verdad que el guion, con inteligencia, sugiere varias veces lo inevitable de esa atracción: así, cuando Rachel, en el inicio de la historia y con incontenible alegría después de una larga separación, corre a abrazar a Ben, a quien sorprende bañándose en el río, con el torso desnudo; o cuando Ben la lleva a la grupa en su caballo, justo después del incidente en que ha golpeado, implacable, a Portugal al pensar que coqueteaba con ella. Ahora bien, aunque en teoría son momentos que desprenden erotismo, este no traspasa las imágenes: Lancaster resulta más bien patriarcal, y Audrey Hepburn, sencillamente, me parece un error de casting, tanto para encarnar esos sentimientos de transgresión sexual como para dar vida a un personaje que debía desprender más fiereza primordial (es posible, lo reconozco, que en esta apreciación me influya la lectura del libro, pero pese a mi devoción por la actriz, tampoco antes me había parecido uno de sus mejores papeles). Aun así, y como no podía ser de otro modo, la calidad y la ductilidad de ambos actores sostienen, en general, sus papeles.
Sin embargo, y he aquí la ironía, el mejor momento de la película (es más, y por desmentirme a mí mismo, el plano más emotivamente bello que tal vez rodó nunca Huston) es cuando, en el sótano donde han quedado sitiados por los kiowas, Ben se arrodilla ante sus dos hermanos (encuadrado él de espaldas, ellos dos de frente) y los abraza en gesto de despedida, poniendo su cabeza entre la de ambos… hasta que, sin mover el cuerpo, gira el cuello y besa con pasión a la muchacha.
Donde ya no hay nada que objetar es en el sugestivo partido que se obtiene del resto del extraordinario reparto, en el que brillan todos y cada uno de sus componentes. Con respecto al libro, el Abe Kelsey de la pantalla resulta un personaje mucho más singular y fascinante, gracias sobre todo a la alucinada prestancia que le otorga ese extraño actor de carácter que fue Joseph Wiseman, cuyo nombre se recuerda poco pero en cuyo rostro muchos reconocerán al Dr. No, el antagonista de la primera aventura de James Bond en cine. La venerable Lillian Gish, con ese rictus angelical, incluso infantil que la actriz mantuvo desde sus años de estrellato en el cine de mudo hasta su ancianidad, compone otro personaje inolvidable, el de la madre (su salida de escena es maravillosa). El veterano Charles Bickford, en el papel del patriarca inicialmente asociado con los Zachary, ofrece asimismo momentos de insuperable desgarro cuando su rostro anciano y dolorido a duras penas intenta mantener la ecuanimidad y no dejarse llevar por la rabia ante la muerte de su hijo a manos de los indios, que lo impulsa a buscar un culpable: esa india encubierta que esconden los Zachary. No por nada, estos tres actores protagonizan la secuencia de mayor intensidad del film, la del interrogatorio de Abe Kelsey, con la soga al cuello, delante de toda esa comunidad de pioneros cuyos lazos de unión son tan frágiles, y que concluye con una ejecución que tiene mucho de asesinato, pues es Matthilda quien al final, cuando no puede oír más, hace que el caballo que monta el viejo salga al galope, dejando al pobre alucinado colgando inerte sobre todos ellos.
[Quien no conozca el final de la historia, sobre todo la literaria, debe dejar de leer aquí]
La historia no puede concluir de otro modo que con el asedio de los kiowas a la casa-fortín de los Zachary. En la película, Huston extrae un notable partido de las posibilidades visuales de semejante espacio, aun cuando la derrota de los indios resulte un tanto forzada (porque parece producto de la llegada, en el último momento, del hermano racista, que al final acude a la llamada de la sangre). En la novela, es un acierto particular —porque elude la tentación de la sublimidad romántica, contraproducente en una historia que siempre lo ha rehuido— que el enfrentamiento final se produzca en ausencia de Ben, es decir, que Rachel afronte la culminación de su odisea sin el consuelo de tener al lado al hombre al que ama (en la película, lógicamente, al ser encarnado por su productor y actor estelar dicha ausencia ni se planteó). Le May otorga entonces un notable protagonismo a los otros dos hermanos, que hasta entonces habían estado un tanto obliterados, como corresponde con la menor importancia que Rachel les otorga en el rango de sus sentimientos, invistiéndolos de pronto, ante el lector, de una noble relevancia emocional.
Ahora bien, la resolución del enfrentamiento se produce fuera de escena, volviendo al punto de vista de Ben, quien se encuentra todo concluido al regresar a la casa. El final de la novela describe con bella serenidad el regreso a la normalidad de los Zachary, y en su ausencia de cualquier intento de trascendente grandiosidad, reafirma la triste sensación de que en tan duro territorio cuanto sucede a los personajes no es nada excepcional. En el film, Huston no pudo resistirse a intentar ser lírico, mediante el inserto de una bandada de pájaros que vuelan en libertad por el cielo, bajo la mirada de los maltrechos pero ya también libres Zachary (el director es quien desvirtúa el momento al insertar dos veces el plano de los pájaros, por si alguien no había captado su simbolismo a la primera). Esa es la diferencia entre un hombre empeñado en demostrar que era un artista y un artista que, en su sencillez, no necesitaba demostrarlo.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Los que no perdonan / The Unforgiven. Año: 1960
Dirección: John Huston. Guion: Ben Maddow; novela de Alan Le May. Fotografía: Franz Planer. Música: Dimitri Tiomkin. Reparto: Burt Lancaster (Ben Zachary), Audrey Hepburn (Rachel), Lillian Gish (Mathilda Zachary), Audie Murphy (Cash), Charles Bickford (Zeb Rawlins), Joseph Wiseman (Abe Kelsey). Dur.: 125 min.
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