Dos discutibles clásicos del cine negro: El halcón maltés y Perdición

Cartel de El halcón maltés

Dos de las figuras más sugestivas del cine negro de Hollywood fueron las del detective privado y la mujer fatal. Es decir, el individuo que hace equilibrios entre cierta nobleza natural y el cinismo inevitable que utiliza como protección frente a ese mundo cuyas alcantarillas su oficio le ha hecho conocer tan bien. Y la mujer de irresistible belleza y aún más irresistible carisma que atrapa en sus redes a un pobre diablo y lo induce a cometer algún acto criminal, no dudando justo después en abandonarlo a su suerte. Las dos películas que sellan ambos mitos, en el arranque del noir de los años 40, son El halcón maltés (1941) y Perdición (1944). En ambas hay dos mujeres fatales, aunque es la segunda de las dos películas la que recoge el mito en su formulación completa, como bien avisa el título: la perdición del hombre. Ambas tienen en común el hecho de haber sido dirigidas por dos hombres que primero destacaron en la industria como guionistas: John Huston, que debutó en la dirección precisamente con el film antedicho, y Billy Wilder, para el que fue su tercera película (en Hollywood: en Europa, una década atrás ya había dirigido un film), si bien la que encarriló verdaderamente su carrera como realizador. Ambas, además, están ligadas a los dos nombres esenciales de la novela negra clásica norteamericana: si la primera adapta a Dashiell Hammett, en la segunda nada menos que Raymond Chandler, el creador de Philip Marlowe, firma el guión en colaboración con Wilder. Pues bien, y pese a tanta mitomanía asociada a ellas, a lo largo de este comentario, voy a señalar que se trata de dos películas más cargadas de defectos que de aciertos, por mucho que sus evidentes atractivos me hayan incitado a verlas más de una vez en mi vida.

El nombre de Humphrey Bogart es indisociable en el camino que lleva del cine de gángsters de los años 30 al cine negro de los 40. Bogart había comenzado su carrera especializándose en papeles de villano en la Warner Brothers, y es que su físico no parecía reservarlo para papeles de galán: un rostro «cuadrado» y no precisamente bello, un tic facial muy evidente y una aparente unidimensionalidad interpretativa. Nadie hubiera podido sospechar que ese actor acostumbrado a morir a balazos antes del final de sus películas se convertiría en el prototipo de antihéroe romántico. Y lo hizo gracias a que algunos de los actores estelares de la Warner —sobre todo George Raft, gran estrella en los 30, luego olvidado— rechazaron los papeles que al final lo encumbraron, sobre todo los de El halcón maltés y, en especial, Casablanca.

Bogart y el famoso pajarraco que todos buscanEl año 1941 fue fundamental para Bogart y, probablemente, para el cine negro. En ese año, el actor protagonizó una estupenda película llamada El último refugio, dirigida por Raoul Walsh, en la cual volvía a encarnar, en apariencia, un papel de gángster. Sin embargo, no era lo mismo: el Roy Earle que aquí encarnó (revelando una humanidad inesperada) era un gángster cansado —el matiz crepuscular de su personaje, y del film en general, se anticipó en al menos dos décadas a una corriente temática que invadió el cine de género a principios de los 60— y, sobre todo, y pese a su condición de delincuente, con un código ético que lo ennoblece por encima de otros colegas sin escrúpulos. En El último refugio, por tanto, y de modo muy simbólico, Bogart se encuentra entre dos aguas, dando vida a su rol habitual, pero dibujando un prototipo que enseguida, y ya en el lado bueno de la ley, lo convertirá en uno de los actores fundamentales del cine negro.

El co-guionista de El último refugio era un joven autor que en pocos años se había convertido en un profesional muy cotizado dentro de la Warner (gracias a los libretos de films tan populares como Jezabel o Sargento York). Se llamaba John Huston, era hijo de un reconocido actor (Walter Huston, al que ayudaría a ganar un Oscar al Mejor Actor Secundario con El tesoro de Sierra Madre), y sus ambiciones eran acceder a la dirección. Por aquel entonces, cuando algún guionista importante revelaba esos intereses, los estudios solían concederle alguna oportunidad bajo la forma de un film de no excesivo presupuesto. Era una especie de apuesta segura: si salía bien, se aseguraban un nuevo profesional de la dirección; si salía mal, el guionista volvía a su previo puesto, agradecido al menos por haber sido escuchado por su estudio. Los casos de mayor éxito, sin duda, son los de dos hombres que debutaron prácticamente al mismo tiempo: el propio Huston y Billy Wilder.

Para su debut, Huston escogió El halcón maltés, novela de Dashiell Hammett que poseía una notable popularidad, como demostraban las dos adaptaciones que ya la habían llevado al cine desde su publicación en 1930. Ninguna de las dos películas había sido muy satisfactoria —de hecho, la segunda, retitulada Satan Met a Lady, encubría esa condición cambiando el nombre a los personajes: por cierto que una muy joven Bette Davis era su protagonista femenina—, de tal modo que no había que competir en el recuerdo con ninguna obra. El resultado obtuvo un éxito que el estudio no esperaba demasiado y que encarriló el cometido profesional de Huston. Tuvo además dos consecuencias inesperadas: situó a Bogart definitivamente en el rango estelar de los protagonistas; y, con el tiempo, los historiadores del cine la considerarían la primera película «ortodoxa» de cine negro. Por tales razones, El halcón maltés —que, curiosamente, en España se vería por primera vez con 30 años de retraso y a través de la televisión—acabó convirtiéndose en un film mítico.

La estupenda portada que Daniel Gil hizo de El halcón maltés para Alianza EditorialY creo que no es para tanto, la verdad. Vacunado contra toda mitomanía, no me parece más de lo que seguramente fue para Huston, quien no pretendía realizar ningún film-emblema, sino un trabajo de «licenciatura» eficaz y que proporcionara dinero a la productora, para asegurar su continuidad. Es lógico que, en su inexperiencia, se refugiara en el campo cinematográfico que dominaba: la escritura del guión. Y he ahí el mayor problema de la película: como adaptación a una narración en imágenes, es flojísima, por cuanto hay una absoluta dependencia con respecto al texto de Hammett, manteniendo la práctica totalidad de sus incidencias, reproduciendo buena parte de sus diálogos, renunciando, en suma, a la traducción de la novela (o de parte de ella) en términos visuales: a cine, vamos.

Pero es que El halcón maltés, libro, creo que no se merecía un respeto tan absoluto. Primero, porque me parece una novela bastante sobrevalorada: es interesante, sí, y desarma por la franca amoralidad de todos sus personajes, incluido el protagonista, un personaje de lo más antipático —¡todavía caliente el cadáver de su socio, encomienda a su secretaria que borren su nombre de los cristales y dejen únicamente el suyo!—, que intenta sacar, mientras puede, el máximo provecho, que se conoce los límites hasta los cuales puede tensar la ley, y que, además, carece del menor escrúpulo sexual: no es un caballero romántico, como sí será su «heredero», Philip Marlowe. Pero el famoso ascetismo narrativo de la novela me parece, las más de las veces, mera sequedad, y encuentro además que lo fía todo al poder estético de esa señalada amoralidad, que se manifiesta sobre todo a través de un sentido del diálogo que acaba siendo bastante teatral y, sobre todo, redundante, como muestra su verborreica parte final.

Pues bien, el Sam Spade que encarna Bogart resulta un tipo no ya antipático, sino decididamente cargante. Sobreactuado de tal forma que todas sus limitaciones —nunca fue el más dúctil de los actores— quedan en relieve, abusando de sus tics faciales en la errónea convicción de que subrayan el sarcasmo del personaje, el Spade de Bogart es demasiado petulante, demasiado jactancioso. Es increíble: dirigiendo al actor en el rol en que se especializaría, Huston extrae de él una interpretación muy mediocre; pero cuando diez años después le confió el papel más opuesto a ese prototipo, el del desastrado y borrachín capitán fluvial de La Reina de África, consiguió de él el más admirable, espontáneo y arriesgado de sus trabajos. Misterios del cine.

Bogart y Mary Astor, los protagonistas de El halcón maltésAdemás de Bogart, hay otro actor del reparto que no resulta creíble, pero en este caso es por un fallo de casting. La excelente Mary Astor no da el tipo físico que requería Brigid O’Shaughnessy, y tampoco la edad: a sus 41 años, era demasiado mayor para el personaje. Le faltan, por tanto, el atractivo sexual, la capacidad para manipular con sus encantos, su capacidad para parecer y no parecer una ingenua en peligro. Uno nunca se cree que la Brigid que encarna Astor sea capaz de volver locos a los hombres, por mucho que sí transmita la idea de que es una mujer muy inteligente, peligrosamente inteligente, y que, de todos modos, su capacidad interpretativa le sirva para estar por encima de Bogart.

Donde sí brilla a gran altura El halcón maltés es en el resto del reparto, y sobremanera en los actores que dan vida al amenazador trío de antagonistas de Spade, magníficos secundarios indisociables del género: Sidney Greenstreet y Peter Lorre (que luego acompañaron a Bogart a Casablanca y obtuvieron tal popularidad que incluso formaron pareja en varios y estimables policiacos de serie B), además de Elisha Cook jr, inolvidable siempre haciendo de mequetrefe (una de las mejores escenas de El sueño eterno le volvió a unir a Bogart, encarnando a un chiquilicuatre que se gana la admiración de Marlowe por un sentido de la lealtad que lo lleva a la muerte). Por cierto, y hablando de El sueño eterno, no parece casualidad que Bogart borde a Philip Marlowe y fracase con Sam Spade.

Por lo demás, El halcón maltés resulta una película de ritmo cansino, en la que todo el mundo habla, habla y habla, sin que apenas pase gran cosa. Huston recurre al manual: el fácil recurso del plano-contraplano para los diálogos o los contrapicados para encuadrar a los personajes turbios (sobre todo, claro, el Hombre Gordo que encarna Greenstreet). No hay fuerza dramática, no hay turbiedad visual ni atractivo estético, no hay relaciones de interés entre los personajes, no hay tensión sexual entre los dos protagonistas: desgraciadamente, en El halcón maltés no hay prácticamente nada. Si acaso, destaca el final del film, cuando el director además se aparta un poco de Hammett. Me refiero a la famosa frase en que Spade, a propósito del halcón, cita a Shakespeare: «Está hecho de la materia con que se forjan los sueños» (en concreto, de La tempestad). Y el plano con que se despide a Brigid, interponiendo delante de ella la puerta enrejada del ascensor, mientras se la llevan detenida los policías, aun en su fácil simbolismo visual, resulta de lo más oportuno como sugerencia de la cárcel de la que ya no podrá librarla su capacidad manipuladora.

El mito de la mujer fatal no lo inventó el cine negro, claro. Ya el cine mudo tuvo en las vampiresas uno de sus roles estelares más reconocibles, y películas como la alemana El ángel azul (1930, Josef von Sternberg), a partir de la extraordinaria novela de Heinrich Mann, ya habían trazado el modelo de la mujer cuya venenosa belleza y manipulador carisma conduce a la degradación a un pobre diablo. Entre los mejores ejemplares que el noir dio de semejante prototipo, sin duda, destacan Perversidad (1945), de Fritz Lang, o Retorno al pasado (1947), de Jacques Tourneur.

Cartel USA de PerdiciónNo me parece que Perdición roce siquiera las alturas de esos films, aunque es tanto o más conocido que ellos. Es curioso que mantenga su condición estelar dentro de la carrera de Billy Wilder cuando podría pensarse que tiene muy poco que ver con el tipo de cine por el que hoy es recordado: que es como una isla en su carrera. Pero no es así. En primer lugar, el Wilder de sus inicios fue un director que gustó de moverse por terrenos muy distintos, tanto por una evidente búsqueda de un espacio donde acomodarse mejor como por un saludable propósito de no encasillamiento. En segundo lugar, en este film ya aparecen diversos elementos narrativos muy queridos por su autor, como el uso de la llamada voz en off (o voice over, que se prefiere hoy), el relato en flash-back o el dibujo de la sordidez moral. Asimismo, y por mucho que la historia posea una considerable dureza —aunque no he leído el original de James M. Cain—, Wilder no duda en incluir unos elementos de ternura (la relación entre los dos personajes masculinos, por ejemplo) que la temperan, y con total oportunidad. No se olvide que, bajo esa vitriólica máscara con que la director pretendió siempre escudarse, en sus mejores películas —de El apartamento a La vida privada de Sherlock Holmes— siempre subyace un soterrado pero indiscutible sentido de la delicadeza.

Si uno de sus futuros y más conocidos films, El crepúsculo de los dioses (1950) —para mí todavía más sobrevalorado que éste—, está contado nada menos que por un personaje que ya ha muerto y flota en una piscina, aquí el relato lo narra un hombre herido que en su agonía final reconstruye las circunstancias que lo han llevado hasta esa situación. No lo hace para el espectador (aunque también, claro), sino que graba su confesión en un dictáfono para su único amigo, que además es su jefe en la compañía de seguros a la que él ha intentado estafar en complicidad con la mujer que lo ha arrastrado al asesinato de su marido. Desde luego, hay que reconocer que Billy Wilder siempre supo cómo comenzar una película.

Walter Neff cae en las redes de Phyllis en PerdiciónEn fin, señalo ya que Perdición me parece una película de lo más estimable, muy sólida y cuyas incidencias se siguen sin desmayo. Un film en el que destaca, antes que nada, la brillantez del uso de ese relato en primera persona: el río de palabras que el malherido Walter Neff brinda a su amigo Barton Keyes posee una inolvidable fluidez, que puntúa muy bien las imágenes sin ahorrar trabajo narrativo (lo que suele ser el principal defecto de las narraciones en off). Pero que nunca consigue prender las emociones turbias que pretende despertar en el ánimo del espectador, ni conmover a la hora de presentar el tremendo conflicto de un hombre, Neff, muy típico de esa larga lista de antihéroes del noir, es decir, que trata desesperadamente de sostener un imposible equilibrio sobre esa línea que separa la luz de la oscuridad, consiguiendo sólo, y como es natural, hundirse sin remedio en las sombras.

El defecto principal que le encuentro a la película es, precisamente, la falta de consistencia de las relaciones entre Neff y la mujer fatal. Por desgracia, se da por sentado de modo muy fácil que Neff caiga en las redes de Phyllis Dietrichson hasta el punto de querer matar a su marido: y es que esta pasión no se expresa con imágenes sino con palabras (aquí sí que el director Wilder delega demasiado trabajo en el guionista Wilder). Por otro lado, aquí me pasa lo mismo que con el film ya comentado de John Huston: no me convence que sea tan irresistible el sex-appeal de la estupenda actriz que da vida a Phyllis, la gran Barbara Stanwyck. Es verdad que compensa su físico no ortodoxamente bello con un indudable carisma malsano, pero varios obstáculos descompensan su trabajo: esa imposible peluca rubia con que Wilder (tal vez dudando también del atractivo de la actriz) la embutió o el indisimulable hecho de que Phyllis es un personaje de cliché, cuya perfidia y manipuladora ambigüedad parecen antes extraídas de un manual que de un ser de carne y hueso. El fracaso en el retrato de esa pasión lastra la película, porque le arrebata la atmósfera de pesadilla moral que se supone que es para el protagonista, haciendo que el film se deslice hacia un mucho menos interesante ejercicio de suspense que (si no fuera tan tópico decirlo, a estas alturas) recuerda antes a Hitchcock que al marco del cine negro coetáneo.

Fred MacMurray le enciende por enésima vez una cerilla a Edward G. Robinson en PerdiciónTampoco me convence mucho la relación paterno-filial entre Keyes y el protagonista. Es verdad que el aprecio que ambos hombres se tienen es uno de los mayores aciertos dramáticos de la historia, pues el tipo al que el protagonista debiera ver como su mayor enemigo en realidad es su único amigo, y además permite un sugerente juego narrativo. Aunque no consigue adivinar el papel de su amigo Neff en la trama, el penetrante Keyes, quien siempre presume de que no hay fraude que se le escape —afirma que tiene un «hombrecito» en su interior que nunca falla cuando le avisa de que hay algo malo en una reclamación—, no tarda en ir desmontando el aparente crimen perfecto de los dos amantes, ante el contenido nerviosismo de Neff. Es inolvidable el rostro en permanente tensión de Fred MacMurray, el gran olvidado de la película, cuya interpretación, soberbia, es la que sostiene el interés dramático de la propuesta. (Huelga señalar que Edward G. Robinson, en el papel de Keyes, también está excelente.) Pues bien, pese a este interés, la relación entre los dos hombres no termina de progresar más allá de la mera fórmula, y símbolo de ello es lo cansino que acaba resultando la insistencia en mostrar una y otra vez ese gesto que indica la complicidad y cariño que Neff siente por Keyes (darle fuego con una cerilla que enciende con la uña, porque el inteligentísimo sabueso, claro, es muy despistado para las cosas cotidianas).

Lo peor de Perdición, por tanto, atañe a cuanto tiene que ver con el supuesto espesor de los personajes, cuyas relaciones a dos bandas suponen el eslabón débil de la intriga (es por ello que el largo y minucioso segmento del asesinato más bien aburre). Curiosamente, en las pocas ocasiones donde se encuentran los tres personajes principales, la tensión resulta notable, como en la secuencia en el despacho del dueño de la aseguradora o ese memorable instante, que depara el mejor plano de toda la película, en el pasillo de la casa de Neff, con Keyes esperando el ascensor, Walter hablando con él y al tiempo sujetando la puerta abierta tras la cual se ha escondido Phyllis. Ahora bien, su fluidez narrativa, el buen partido que se saca de los actores y la sugerente textura visual de la fotografía la salvan de la mediocridad y ayudan a comprender el mito. Y es que no es la primera vez que la brillantez solapa las grietas de un planteamiento. Por ello, Perdición supera sobradamente a El halcón maltés, del mismo modo que la carrera general de Wilder (con sus irregularidades) es mejor que la de Huston, comparando tanto sus mejores obras como el tono general que desprenden ambas trayectorias.

FICHAS DE LAS PELÍCULAS

Título: El halcón maltés / The Maltese Falcon. Año: 1941.

Dirección: John Huston. Guión: John Huston; novela de Dashiell Hammett. Fotografía: Arthur Edeson. Música: Adolph Deutsch. Reparto: Humphrey Bogart (Sam Spade), Mary Astor (Brigid O’Shaughnessy), Sidney Greenstreet (Kasper Gutman), Peter Lorre (Joel Cairo), Elisha Cook jr (Wilmer Cook). Dur.: 100 min.

Título: Perdición / Double Indemnity. Año: 1944.

Dirección: Billy Wilder. Guión: Billy Wilder y Raymond Chandler; novela de James M. Cain. Fotografía: John F. Seitz. Música: Miklós Rózsa. Reparto: Fred MacMurray (Walter Neff), Barbara Stanwyck (Phyllis Dietrichson), Edward G. Robinson (Barton Keyes). Dur.: 107 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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6 respuestas a Dos discutibles clásicos del cine negro: El halcón maltés y Perdición

  1. Renaissance dijo:

    Al final son ese tipo de películas de las que se recuerda más una idea en sí, que su propia calidad y valores..En cierto modo, nos acabamos quedando con los arquetipos que esta plantea, en lugar de su valor como producción..A día de hoy es mucho más fácil recordar el Halcón Maltés como tal, que cualquier secuencia concreta o fallo del guión que pudiera tener.

  2. Como siempre un excelente post. Tan solo indicar, con respecto a Perdición y al papel de Barbara Stanwyck, en su relación con Walter Neff, que Wilder efectivamente solventa su enamoramiento afirmando Neff que al verla supo que haría todo cuanto ella le pidiera o algo parecido. Pero en mi opinión esa concisión en el guión hace atractiva la relación, nada más hay que decir o explicar.. Es el único matiz que añado a esta muy buena entrada

    • Es cierto que la fascinación que despierta la voz en off que va desgranando la película ayuda a encubrir parte de los elementos menos consistentes. En todo caso, y aunque soy un entusiasta de la sugerencia antes que de las explicaciones pormenorizadas, no termina de convencerme esa fascinación. Eso sí, reconozco que en el recuerdo sí lo hace, y solo cuando vuelvo a ver la peli de un tirón es cuando me reafirmo en mis dudas. La magia de los clásicos, repito.

  3. Eduardo Serrano Orejuela dijo:

    José Miguel ¿ha visto Body Heat (1981), de Lawrence Kasdan? Si la ha visto ¿ha escrito sobre ella?

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