Veracruz narra la muy particular historia de amistad y rivalidad que se desarrolla entre dos aventureros norteamericanos que, poco después del fin de la guerra civil de los Estados Unidos, cruzan la frontera con México, dispuestos a contratarse como mercenarios de cualquiera de los bandos que se enfrentan en otra guerra fratricida: la que opone a los partidarios del autoproclamado emperador Maximiliano, gobernante austriaco pero apoyado por las tropas francesas de otro emperador, Napoleón III, y a los del legítimo presidente del gobierno, Benito Juárez. Uno de ellos, Ben Trane, combatió por el Sur en la reciente guerra y, perdido todo en el conflicto, marcha más al sur aún en busca del dinero necesario para poder reconstruir su arruinada propiedad. Del otro importa poco su pasado, pues se adivina no muy distinto de ese presente por el que pasea su insolente forma de vivir, haciendo planes para poco más que el inmediato futuro, o sea, mañana. Eso sí, Erin encuentra en Trane (de modo instintivo, por supuesto: nada de reflexivo hay en él) el reflejo invertido de sí mismo, o sea, primero un igual y después un hombre cuya tranquila elegancia no oculta que es tan capaz de valerse por sí mismo como él («No entiendo como el Sur pudo perder la guerra», exclamará en determinado momento, lo cual es tanto una agudeza de las muchas que lo definen como la expresión de una sincera admiración). Trane encuentra en Erin, muy probablemente, el hálito incontenible de vida que le faltó en la guerra al decadente Sur de los nobles caballeros como él mismo
Por supuesto, la amistad que enseguida nace entre ellos está henchida de una profunda desconfianza (en Erin es congénita, en Trane es inevitable: ¿quién en su sano juicio puede fiarse de alguien como Erin?) y del propósito indiscutible de aprovecharse de las habilidades del otro mientras convenga y luego deshacerse de él. Pero también, mientras esa unión se mantiene, es indudable la corriente de simpatía que se traba entre los dos: Erin la expresa de modo franco y extravertido (dejándose llevar incluso por cierta perplejidad: no está acostumbrado a mirar a alguien de modo que no sea utilitario o despectivo), Trane con suave condescendencia, a ratos casi como si fuera un hermano mayor que debe proteger a quien, por transparente, es más vulnerable de lo que él mismo piensa.
Los dos, líderes del grupo de desperados atraídos por el dinero fácil y la violencia sin justificantes, acaban siendo contratados para escoltar a una condesa francesa hasta el puerto de Veracruz. Viaje que, sin embargo, esconde el traslado de una importante cantidad de monedas de oro con la que pagar en Europa más tropas para luchar por Maximiliano. Los dos americanos, la condesa y el noble francés a quien el emperador ha confiado la misión (y que es el único individuo leal de toda la película) emprenden una peligrosa intriga de fingimientos y engaños, de alianzas y contraalianzas, por apoderarse de ese oro cuya existencia también conocen los juaristas que acechan la expedición, y que han infiltrado en el grupo a una joven, Nina, a quien da vida nuestra Sarita Montiel en su debut en Hollywood.
Aunque no suele figurar en las listas de los westerns más recordados del esplendor del género en Hollywood, Veracruz puede pasar perfectamente como uno de los títulos más influyentes del mismo. En primer lugar, por aportar a él una de sus tramas canónicas: la que ya he señalado, el dispar grupo de aventureros norteamericanos que se mueve en el siempre convulso México, por lo común, aunque aquí es mucho antes, durante su mítica Revolución. Al año siguiente será Bandido (1955, Richard Fleischer), y en la década siguiente títulos aún más influyentes como Los profesionales (1966, Richard Brooks) o Grupo salvaje (1969, Sam Peckinpah), para acabar saltando al spaghetti western, donde dará origen a una curiosa corriente «política» dentro del mismo, que cuenta al menos con una película espléndida, Yo soy la revolución (1968, Damiano Damiani). En todas ellas se reproduce la misma tensión entre cinismo e idealismo que ya anima Veracruz, y en muchas incluso existe el protagonismo compartido por dos figuras masculinas de trazas y comportamiento antitéticos que encarnan de modo paradigmático la señalada dialéctica.
Pero Veracruz es mucho más que la primera aparición de una trama afortunada. Es un western de una modernidad inaudita, una de las primeras veces (si no la primera) en que el clasicismo fue dinamitado desde dentro. Entiendo por clasicismo una forma de narrar que se caracteriza porque hace como si no existiera un narrador, es decir, como si no fuese posible contar la historia de otro modo: como si pudiéramos ver esa historia como a través de una ventana abierta, sin ningún tipo de elaboración. Es el clasicismo de un John Ford, de un Howard Hawks, de un Charles Chaplin. Ahora bien, Veracruz sí parece muy consciente de lo que está narrando, y en concreto de quiénes pueblan sus imágenes. Los diálogos que cruzan los personajes diríanse que están dirigidos antes al espectador que a sus interlocutores: buscan crear una complicidad con aquél, ayudan a construir la caracterización del personaje desde un punto de vista lúdico. He ahí el hálito moderno: es como si un cinéfilo harto de ver westerns hubiera decidido construir uno jugando con sus arquetipos y tópicos.
Sin embargo, Veracruz es una película de 1954, cuando casi el concepto de cinefilia no se había inventado o lo estaban inventando los europeos, empezando por los franceses. Ese mismo año, otro film, otro western además, el mucho más famoso y mítico Johnny Guitar (1954, Nicholas Ray) pisaba la misma senda, pero con una diferencia: Veracruz es un título mucho más divertido y por tanto mucho más cómplice con el espectador que el también memorable film dirigido por Ray. En Johnny Guitar también hay diálogos que podemos recitar de memoria y que se dirigen antes al público que a los personajes que los intercambian, también hay personajes claramente tipificados porque un guionista y un director quieren jugar con ellos, también hay un consciente uso de arquetipos y de tópicos porque «apetece». Pero, incluso dentro de su sugestiva naturaleza, falta ese aire de arrasadora espontaneidad que baña el film de Aldrich de principio a fin y que convierte su visionado en uno de los mayores placeres que, en cualquier época, se ofrece al cinéfilo.
Otro rasgo de modernidad es el protagonismo que recibe el sentido de la amoralidad, representado por uno de sus protagonistas, Joe Erin (al que interpreta, no se olvide, el productor y alma máter del proyecto, Burt Lancaster). El western no iba a tardar, desde luego, en verse invadido por protagonistas cínicos, amorales, inmorales o directamente villanos, pero éste es, al menos que yo recuerde, el primero de todos ellos en ese sentido lúdico. Ciertamente que al final pierde la partida en beneficio de su contrapartida noble, a quien da vida encima el nobilísimo Gary Cooper, y que por tanto triunfa el idealismo frente al cinismo, pero ahí es nada que se le otorgue tan extraordinario atractivo. En el duelo final entre ambos, ¿quién no desea que puedan ganar los dos?
Pues es una prueba de la ecuanimidad que los dos personajes reciban la misma simpatía, las mismas oportunidades de ganarse el beneplácito del espectador. En su momento, lo osado era hacer eso con el personaje más cínico; hoy día, lo sería al revés y, por lo tanto, Gary Cooper tendría las de perder, al menos en el plano de la empatía con el espectador. Aun así, en los años 50 o en este arranque del siglo XXI, ambos personajes resultan, como he dicho, idénticamente maravillosos y son tratados en todo momento en pie de igualdad, por no hablar de que, por fortuna, el duelo de actores también se encuentra (inolvidablemente) equilibrado. El estilo expansivo hasta la brutalidad de Burt Lancaster versus el tono sobrio hasta la melancolía de Gary Cooper son, aquí, las dos caras de una misma moneda, y por tanto tan complementarios como imprescindibles uno con respecto al otro.
Esa exhibición en primer término de la amoralidad, y en pie de igualdad con la nobleza —mejor dicho: la nobleza debe enmascarar un tanto su verdadera condición al menos hasta bien entrados en la acción frente al atractivo de lo amoral— no tardaría en ser adoptada no por el western norteamericano sino por el mediterráneo. Es evidente que, si no en el plano estilístico sí en el dramático y metagenérico, el spaghetti western es el heredero directo de Veracruz… empezando por las películas del más notable de sus creadores, Sergio Leone, cuya «Trilogía del Dólar» debe tanto al film de Aldrich. En especial, La muerte tenía un precio (1965) y, sobre todo (porque su calidad es muy superior) El bueno, el feo y el malo (1966), beben claramente de sus fuentes en cuanto al diseño de personajes (la confrontación Eastwood-Van Cleef, y el personaje de Wallach en el último de esos títulos ya avanza un nuevo prototipo a partir del doble icono surgido de Veracruz y recreado por los antedichos actores a las órdenes de Leone), la cualidad itinerante, en todos los sentidos, del argumento, el juego con las expectativas del público, el sentido del diálogo y la ambigüedad (aquí ya mayor, o si se quiere, más desvergonzada) del choque entre cinismo e idealismo.
Veracruz se caracteriza por un asombroso sentido de la progresión narrativa, realmente notable si tenemos en cuenta, según declaraciones de Aldrich, que el guión iba en buena medida perfilándose en el mismo momento del rodaje. El buen resultado previo de Apache (1954), un film mucho más modesto en todos los sentidos (desde el presupuestario hasta el dramático), había hecho que el productor y estrella Burt Lancaster confiara en el todavía bastante novato Aldrich la dirección de su nueva película. Y es evidente que el director no defraudó en absoluto: las imágenes de la película dan la idea de un realizador con muchos años de profesión a sus espaldas, seguro de lo que hace al decidir un encuadre o un movimiento de cámara, y que sabe sostener perfectamente a sus estrellas sin subordinar ni mucho menos la puesta en escena a las mismas, aunque, al mismo tiempo, sepa cómo enriquecer aquélla con las interpretaciones de los otros.
Un trabajo extraordinario, del que pueden destacarse muchos momentos de esos que quedan en el recuerdo. Uno, el travelling que sigue el giro de la cabeza (o del sombrero, mejor dicho) de Erin mientras descubre, sobre los tejados del pueblo donde estaba resolviendo su contrato con los franceses, a un ejército de juaristas apuntándoles con sus fusiles. Dos, el primero de los diversos duelos con pistola que jalonan el film: desafiado por dos de los pistoleros a los que él, alegremente, ha sumado a su grupo para abultar más número ante la oferta del marqúes de Labordere, Joe Erin se da la vuelta como cediendo el terreno para desenfundar y abatir de modo eléctrico, con un mero giro del cuerpo, a los dos rivales. Sergio Leone debió admirar de lo lindo este momento, vaya que sí.
Un momento eminente de la seguridad aldrichiana, del nervio de la película y de su magnífico uso de la distensión cómplice es la ejemplar secuencia que tiene lugar en el palacio de Maximiliano. Todo fluye en ella con una armonía y una fluidez envidiables, haciendo que los personajes hablen, disputen, se muevan por el escenario, estén a punto de provocar una pelea entre franceses y norteamericanos, se dejen admirar por la aparición de la bella condesa Marie (Denise Darcel) y, por último, ejecuten una lección de tiro en la que no sólo dejan bien claro lo seguro de confiarles a ellos la seguridad de la aristócrata sino que permiten una elegantemente irrisoria caracterización del mismísimo Maximiliano (estupendo George Macready). A ratos, esta secuencia casi anticipa al mismísimo Tarantino (pero en mucho mejor, claro).
El guión brinda una serie de irrepetibles diálogos que los personajes se cruzan como si disfrutaran del continuo duelo de ingenio, pero tiene el buen cuidado de dejar que también se expresen mediante las armas y el dominio de la acción. En el paseo por tierras aztecas hay tiempo para que una secuencia transcurra a los pies de las pirámides de Teotihuacán o de esbozar un ensayo escenográfico de lo que luego será el México recreado primero en Hollywood y luego en Italia del México revolucionario, todavía demasiado de opereta, cierto es, pero ya efectivo. Un reparto deslumbrante acompaña al tándem Cooper-Lancaster. El elenco de desperados ya es notable: entre ellos se reconoce nada menos que a Ernest Borgnine (en su época de villano episódico y traicionero), Charles Bronson, Jack Elam y Jack Lambert; entre los franceses destaca un César Romero delicioso en su papel de aristócrata elegante y guasón, y un Henry Brandon (por siempre, el jefe Cicatriz de Centauros del desierto [1956]) cuya caracterización (corte radical de pelo, cicatriz en el rostro, casi propia de quien ha estado en una hermandad estudiantil alemana, abierto desdén clasista) parece más bien la de un militar prusiano, incluso pre-nazi, que la de un militar francés comme il faut. Incluso destaca el evidente desparpajo nuestra Sarita Montiel, capaz de resistirle el plano al mismísimo Gary Cooper sin que parezca delirio. Únicamente desentona la francesa (ésta de verdad) Denise Darcel, cuyas pretensiones de mujer de mundo, tan cínica y amoral como la que más, no termina de convencer y resulta más una pose que un plan de vida.
[El lector que quiera conocer por sí mismo el final de esta inolvidable película debe dejar de leer aquí]
La película concluye con un duelo antológico (otra vez: ya está en él Leone) entre los dos protagonistas, ya definitivamente enfrentados por su diferente condición moral, cuya conclusión siempre me fascinó: disparadas las dos armas, Erin devuelve la pistola a su cinturón con su característico remolino en el aire… antes de caer abatido, con imborrable expresión de incredulidad. Qué hallazgo expresivo que Erin, con ese gesto, no pueda evitar hacer ostentación, en el momento de la muerte, de la insolencia natural que ha sido su sello ante la vida: qué mejor despedida del personaje. Y no menos imborrable la expresión de dolor de Cooper al arrojar lejos el revólver de Erin. Veracruz, no cabe duda, es una de las obras cumbre del western y, sin duda, el film más perdurable de un director casi siempre interesante pero al que perjudicó más de una vez una tendencia a la ostentación que aquí supo controlar en beneficio del arriesgado planteamiento.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Veracruz / Vera Cruz. Año: 1954.
Director: Robert Aldrich. Guión: Roland Kibbee y James R. Webb; historia de Borden Chase. Fotografía: Ernest Laszlo. Música: Hugo Friedhofer Reparto: Gary Cooper (Ben Trane), Burt Lancaster (Joe Erin), Denise Darcel (Condesa Marie Duvarre), Sarita Montiel (Nina), Cesar Romero (Marqués de Labordere). Dur.: 94 min.
Me ha gustado mucho mucho esta peli. Por todo lo que dices, sus planos de viaje, el buen trato de los personajes, su falta de maniqueísmo y esos diálogos tan espectaculares como los puebluchos en ruinas de Méjico. Burt Lancaster está expléndido, el palurdo de la sonrisa más perfecta que se haya visto en el cine clásico; y Gary Cooper es la dignidad personificada. En comparación, las actrices no son tan creíbles, como dices, ni resultan seductoras. Me llama la atención lo que debió aprender Peckinpah viéndola, no sólo por la evidente correspondencia con Grupo Salvaje (nada menos que coinciden en la ambientación y en el tema de la amistad entre hombres), sino en ese trágico enfrentamiento final que luego veremos (mejorado incluso) en Duelo en la alta sierra.
Las dos obras maestras, no es por nada, de Sam Peckinpah. Sí, yo tengo claro que a este director le tuvo que impresionar «Veracruz»: él le quita esa especie de «mitomanía» en el tratamiento de personajes y le otorga un carácter elegíaco al tema de la amistad traicionada. Las dos películas de Peckinpah son, claro, más profundas y más bellas. Pero la de Aldrich tiene a su favor, frente a ellas y frente a casi cualquiera, que es mucho más divertida…