La guerra mundial, en un exótico rincón tropical muy alejado de Europa. Un hombre, más bien cínico y materialista, y una mujer de profundas convicciones religiosas, se ven obligados a convivir mientras hacen frente al enemigo, convivencia de la que, para sorpresa de ambos, que no pueden ser más diferentes, acaba emergiendo un vínculo sentimental. El mero enunciado de este argumento conduce a cualquier cinéfilo al recuerdo de una película por la que se tiene una inmensa simpatía, La Reina de África (1951), todavía hoy uno de los títulos más populares de John Huston. Curiosamente, seis años después, el director retomó el mismo planteamiento, solo que trasladándolo a medio mundo de distancia, a un pequeño atolón del Pacífico, y haciendo aún mayor la brecha inicial entre la pareja: si en el film anterior, la mujer era la hermana de un misionero, ahora es nada menos que una monja. Se trata de Sólo Dios lo sabe (1957), en mi opinión una película mejor. Ahora bien, tanto una como otra en general despiertan en mí más cariño que admiración: son películas que se siguen con complicidad y que están estupendamente interpretadas por cuatro intérpretes generosos y en estado de gracia. Sin embargo, no es suficiente porque me parece que falta lo esencial en un planteamiento de esta naturaleza (esto es, el inicio de dos historias de amor muy particulares, en medio del contexto más adverso): el romanticismo. Por desgracia, y pese a su aureola de cineasta aventurero, John Huston no fue, de ningún modo, un cineasta romántico. Y la aventura sin el romanticismo, por lo común, no pasa de ser una peripecia intrascendente. Que se lo digan a Indiana Jones…
Mi relación con John Huston ha pasado por muchas etapas. Por circunstancias cronológicas, descubrí el cine en el momento en que este director (nacido en 1906 y muerto en 1987) vivía una luna de miel con la crítica, precisamente en la última década de su vida (en los últimos tiempos creo que está volviendo a cauces más remansados). En la hipervaloración que se le concedió —y que chocaba con el casi unánime descrédito de unos pocos años atrás, cuando títulos como Phobia (1980) o Annie (1982) casi lo hundieron por completo—, sin duda pesó mucho la enorme simpatía que desprendía su figura como el último director clásico vivo… y en activo, y que se benefició de la buena acogida que tuvieron sus últimas películas, Bajo el volcán (1984), El honor de los Prizzi (1985) —que tuvo un gran éxito y recibió premios diversos, aunque hoy resulte difícil explicarlo— y Dublineses (1987) —en este caso con toda razón, pues es una magnífica película y un ejemplo de adaptación de un relato difícil. Por otra parte, en la estima que se tiene por Huston cuenta mucho que es uno de los pocos directores a los que todo el mundo pone rostro, puesto que hizo varios papeles destacados como actor, sobre todo desde los años 70, que además revelaron a un intérprete carismático (La Biblia o Chinatown pueden atestiguarlo).
En la influenciable época en que comencé a leer sobre cine, era «obligado» no ya valorar a Huston, sino quererlo. Y aunque muchas películas parecieron justificarlo (una de ellas, lo reconozco, esta misma La Reina de África), lo cierto es que, con el tiempo, y cada vez que las revisaba, tropezaba con numerosos lastres. Aun así, me sigue pareciendo un director muy interesante, aunque solo sea por dos razones: su condición de superviviente nato —hay que valorar que su carrera fuera más longeva que la de todos sus compañeros de generación: murió literalmente empuñando la cámara— y la evidente inquietud artística que denota su carrera, y que se plasma en la gran cantidad de obras literarias, y de calidad, que adaptó (no siempre bien, eso sí). En particular, siento una especial adhesión, como ya he dejado escrito en este blog, por su Moby Dick (1956), y me parecen muy buenas algunas películas como La jungla de asfalto (1950), Los que no perdonan (1960) o La carta del Kremlin (1970), así como me gustaría revisar títulos que hace mucho que no he vuelto a ver y en su día me gustaron mucho —Moulin Rouge (1952) o Sangre sabia (1979)—, y ver otros que no he visto y prometen, como Fat City, ciudad dorada (1972). Por lo demás, el hecho de que considere necesario justificar tanto mi visión sobre Huston —como se deduce de todo este trabajoso párrafo— ya indica la importancia que el director ha tenido en mi formación cinéfila.
Recordemos. La Reina de África es una novela publicada en 1935 por un autor de cierta popularidad en tiempos, C. S. Forester (1899-1966), uno de estos escritores que prorrogaron en la primera mitad del siglo XX la magnífica escuela anglosajona de la literatura inglesa de aventuras a caballo entre los siglos (es el mismo caso de Rafael Sabatini o Leon Ben Ames), y cuyas principales obras hoy conocemos ante todo por el cine (habiendo olvidado, casi por completo, el nombre de quienes las escribieron). En concreto, Forester es autor de una serie de novelas sobre el marino Horatio Hornblower, combatiente en las guerras napoleónicas, una de las cuales dio origen a la entrañable película El hidalgo de los mares (1951, Raoul Walsh), con el gran Gregory Peck prestándole su encarnadura.
El argumento de la película (ignoro si poco o muy fiel al libro, que no he tenido ocasión de leer, aunque conociendo a Huston presupongo lo último) sitúa la historia en África Central, con el estallido de la Gran Guerra. La Reina de África es el entrañable nombre del armatoste fluvial, tan destartalado como su dueño, el borrachín Charlie Allnut, en el cual éste y la ya madura solterona Rosie Sayer —cuyo hermano, misionero, ha muerto de la tremenda impresión que le ha provocado la brutal aparición de los soldados alemanes, que han saqueado y devastado su pequeño puesto— descienden por un río lleno de peligros hacia el lago en el que éste desemboca, con el objetivo de utilizar los explosivos que hay a bordo para convertir el barco en un torpedo flotante y hundir la cañonera Luisa que patrulla sus aguas al servicio de Su Majestad Imperial. Por supuesto, la intriga aventurera no es sino la excusa para narrar el progresivo acercamiento entre esos dos seres en apariencia tan disímiles pero en realidad tan próximos por la soledad de sus vidas y por haber alcanzado la edad madura sin encontrar el amor (por lo menos en el caso de ella, pues en el del dicharachero y jovial Charlie es difícil no imaginar una larga historia de relaciones, más o menos discontinua, con el llamado bello sexo).
La Reina de África tuvo éxito desde el principio, y en todos los aspectos, desde la acogida comercial a la mitómana y la crítica. Las infernales condiciones de su rodaje enseguida hicieron que sobre ella se posara una carga mítica que no la ha abandonado. El papel de Charlie le permitió obtener a Bogart el Oscar que otros papeles más emblemáticos no le dieron (y quizá por esa razón: por lo insólito). Año tras año, el film se mantiene en una posición confortable: incluso quienes tienen muy en cuenta sus defectos no han necesitado hacer mucho esfuerzo para apreciar las virtudes que también tiene, pues no hay en ella ni un adarme de la pretenciosidad que sí se encuentra en otros títulos todavía más sobrevalorados de Huston, como El halcón maltés (1941), El tesoro de Sierra Madre (1948) o Vidas rebeldes (1961). Y es que, pese a esos defectos que ahora señalaré, Charlie y Rosie, incluso ese cascarón que es la Reina de África, se merecen toda la paciencia incluso en esos momentos. Y después de todo, el trabajo del gran Jack Cardiff otorga una muy bonita envoltura visual a las imágenes, que la juguetona tonada musical de Allan Gray termina de redondear.
La entrañable complicidad que todavía hoy despierta la película se debe casi por completo a la maravillosa química que emana de la pareja Humphrey Bogart-Katharine Hepburn. Si descontamos ésta, es verdad que la película resulta muy desigual: la aventura que propone carece del tono delirante que debiera; descontando algún momento, Huston no consigue obtener el debido partido a un rodaje que se efectuó en los propios escenarios africanos; el ritmo narrativo no es regular; la realización y el montaje parecen más de una vez realizados como a trompicones; el abuso de las transparencias, incluso para quienes defendemos el encanto del cine artesanal, nos distancia mucho (imaginamos a los técnicos arrojando todo el rato baldes de agua sobre los rostros de los dos actores)…
Pero da igual porque existen Charlie Allnut y Rosie Sayer. Bogart, un actor del que no se puede decir que fuera dúctil, siempre sorprenderá por su papel de desastrado y borrachín marino de agua dulce, que despierta una ternura muy difícil de definir, y que delata a un intérprete de extraordinaria generosidad, capaz de encarnar un personaje en las antípodas de su imagen estelar sin importarle su aparente vulgaridad y arriesgándolo todo: solo la escena en que imita a los monos y a los hipopótamos para hacer reír a su amada vale ya por toda una carrera. Por eso, incluso quienes sienten una completa indiferencia por las famosas estatuillas doradas consideran que en este caso el premio estuvo totalmente justificada. Hepburn, con 44 años, encarnaba por primera vez un rol que desde entonces repetiría en más de una ocasión, el de solterona que encuentra una última oportunidad para el amor cuando ya se creía agostada para siempre. Desde los primeros momentos de la historia, en que aparece seca y envarada como un junco inflexible, hasta su rendida caída en los brazos del amor, que incluso hace que se vaya embelleciendo poco a poco a lo largo de la película, la actriz crea uno de los personajes más imborrables de su carrera. Asistir al juego de miradas y gestos cómplices entre Bogart y Hepburn —pocas veces unos actores han sabido tocarse como ellos dos en una película— supone la mejor definición del calor y la ternura entre una pareja en el cine.
Por otra parte, también hay buenos momentos que no dependen en exclusiva de la pareja. La secuencia inicial refleja, quizá con un punto de énfasis mayor del necesario (porque Huston la alarga demasiado) las contradicciones del colonialismo: ese himno que es un auténtico galimatías y que revela que los indígenas lo cantan por inercia, como bien indica el que solo se entienda a los dos hermanos misioneros y cuando la cámara se acerca a ellos; esa forma de abandonar el servicio cuando, de modo inesperado, surge algo más interesante a lo que atender: el cigarro que Charlie ha tirado, sin advertir el revuelo que iba a formar entre los negros… El gran Robert Morley, en los pocos minutos que aparece en pantalla, se las arregla para dejar una composición memorable: véase si no ese delirante parlamento, al borde de la muerte, que resume veinte años de frustraciones bajo el ropaje de la mansedumbre cristiana y que revela la estima real, muy baja, que siente por esa hermana a la que ha arrastrado consigo al último rincón del mundo…
En cuanto a la peripecia que viven Charlie y Rosie bajando el Ulanga en busca del barco alemán que han decidido hundir en el lago, lo que permanece en la memoria es la belleza de las imágenes de la Reina de África en medio del río; el momento en que la nube de mosquitos ataca a la pareja y hace que Rosie se tenga que cubrir con una lona mientras él empuja el barco al centro del río; la reparación de la hélice, primero rescatándola bajo el agua (bonitos planos submarinos) y luego haciendo una fragua artesanal para repararla; el instante en que Charlie, después de remolcar un rato el barco, vuelve a bordo y descubre que tiene el cuerpo infestado de sabandijas: «¡Lo que más odio en el mundo son las sanguijuelas!», es su frase inolvidable; el primer beso, todavía trémulo, que se da la pareja; la imagen que forman los dos abrazados con el timón en medio… Pocas películas habrán merecido como ésta un happy end, y subrayar el hecho de que resulte inverosímil el modo en que hunden el barco y de paso salvan la vida es una tontería: a esas alturas, La Reina de África hace tiempo que ha dejado bien claro que era una fábula y las fábulas no deben ser lógicas sino convincentes.
Aunque su valoración ha ido cambiando con los tiempos, Sólo Dios lo sabe ha sido un film minusvalorado en la filmografía de John Huston puesto que en su contra pesó mucho el considerárselo poco más que una variante de la película anterior. En el presente film se cambia de guerra mundial, de la primera a la segunda; de continente, de África a Oceanía, y en concreto a un atolón en medio del Pacífico; y de profesiones, aunque la de ella sigue relacionada con la religión: un marine y una monja. Eso sí, al contrario que el film de 1951, Sólo Dios lo sabe no intenta jugar en ningún momento la baza fácil de la «comedia de caracteres» —lo cual no excluye el humor, trazado mediante los diálogos en los que el soldado intenta comprender, bajo su limitada perspectiva vital, las razones que da la monja para justificar su abandono del mundo—, sino que enmarca la relación entre la hermana Angela y el cabo Allison bajo unas coordenadas ciertamente dramáticas: la presencia de los japoneses en el atolón en el que se han encontrado. La historia de amor subsiguiente, fuertemente condicionada por este peligro, se desarrolla además en obligada voz baja, puesto que ella se niega, desde el primer momento, a dejarse arrastrar por sus sentimientos, provocando una amarga reacción en él.
El inicio del film es espléndido: una canoa neumática mecida por las corrientes marinas en medio del oceáno, en cuyo interior yace, medio desvanecido, un soldado (con inteligencia, la música del francés Auric se «interrumpe» cada pocos acordes, sugiriendo muy bien que el hombre que se encuentra en su interior flota en un estado entre la consciencia y la inconsciencia… y como no llegue a algún lugar, éste último acabará imponiéndose). La canoa, en efecto, llega a un atolón en apariencia tranquilo y silencioso, y Huston consigue narrar a la perfección en imágenes cómo un soldado experto y veterano sabe dominar enseguida un espacio que para él es nuevo, siguiendo sus movimientos con la cámara. Por otra parte, la excepcional expresión corporal de Mitchum bastará, en todo momento, por definir a un personaje, incluso en el inevitable momento de su borrachera: Huston siempre subrayó la magnífica profesionalidad del actor, que llevó personalmente a cabo todas las acciones físicas que demandaba su papel, con momentos realmente admirables como aquél en que elude la presencia de una motora japonesa en medio de una escollera, dejando que las olas cubran su cuerpo mientras sus enemigos escudriñan el lugar con su foco.
Lo que encuentra el cabo Allison (no conoceremos su nombre: a cambio, sabremos que, huérfano, se le escogió tal apellido por haber sido abandonado en una calle de Milwaukee con tal nombre, y eso ya es una definición) es una iglesia, de la cual emerge, como si tal cosa, una monja impecablemente vestida de blanco, que barre el umbral de la puerta. Desde ese momento, Allison y la hermana Ángela se tantean, se conocen, se atraen y él, más franco, más libre en cuanto hombre, acabará declarándole su amor bajo la forma de una propuesta de matrimonio —hay que estar atento a la conmovedora torpeza con que Mitchum adorna ese momento para comprender lo gran actor que era: mucho más que una estrella ideal para papeles de acción— y luego, herido, cogerá una borrachera que, en apariencia, asustará a ella haciéndola huir en medio de la noche lluviosa para coger unas fiebres que se presentan en el momento más inoportuno: cuando los japoneses han regresado a la isla.
El gran atractivo de la cinta, claro, reside en el feeling que brota con enorme sencillez y naturalidad entre Mitchum y una Deborah Kerr que, con su habitual sobriedad gentil, está también sublime. Los diálogos, como he señalado, resultan especialmente definitorios de sus respectivas psicologías: sencilla, incluso simple, la de Allison; tranquila pero en el fondo muy sensual de la hermana Angela. No se escapa, claro, la intención de que ambos pertenezcan a dos instituciones represoras, el ejército y la Iglesia católica. Más represora la segunda, en cuanto que su pertenencia a ella implica toda renuncia personal a la liberación de los sentidos, al amor carnal. Diversos detalles simbólicos subrayarán el desconocimiento básico que cada uno tiene de lo que es el otro, pero también su deseo de acercamiento: el cabo talla un peine de madera para la monja, sin saber que bajo esa toca tienen el pelo muy corto; ella le entrega a él la pipa del sacerdote con el que llegó al atolón, la cual, sin tabaco, poca utilidad tiene.
La lástima de Solo Dios lo sabe es que, mucho más aún que en La Reina de África, esa historia de amor exigía un sentido del romanticismo, y por lo tanto del lirismo, que no se encuentra en las imágenes. Dicho de otro modo, Huston no consigue crear la necesaria atmósfera espiritual entre dos personajes cuyo encuentro y desencuentro se efectúa precisamente a través de esa dimensión sin poder trascenderla. Por ello, la película no puede evitar que cierta sensación de insustancialidad vaya apoderándose poco a poco de ella: a partir de determinado momento, el espectador ya sabe que no va a obtener más de lo que ha recibido hasta ese momento, y que por tanto sólo resta esperar a que el film acabe. La resolución de la historia bélica, además, cuestiona incluso la supuesta habilidad de Huston para la aventura. La hazaña del protagonista inutilizando los grandes cañones que amenazan el desembarco de los marines norteamericanos resulta más bien insostenible: la inexplicable ausencia de los soldados japoneses hace que sea casi un paseo militar para el cabo, cuyo heroísmo resulta así demasiado fácil, y de hecho, si Allison resulta herido, es por el fuego amigo de los suyos.
En fin, al menos el final de la película es estupendo, y se construye a partir de ese simbolismo mencionado líneas arriba. En una conclusión que no tiene necesidad del uso de palabras, y bajo la mirada llena de curiosidad pero también de respeto de los soldados que han liberado la isla, la monja acompaña el recorrido en camilla del cabo hasta el barco que los sacará de allí, atenta a poner y quitar el anhelado cigarrillo de su boca, mientras en la otra mano se aferra al peine que siempre le recordará esa aventura. Es un acierto que ese final no sugiera lo que habría sido una gran incoherencia dramática sugerir —un final abierto a la esperanza de su amor—, pero sí que selle la complicidad y el cariño trabados en esa peripecia en común. Por todo ello, Sólo Dios lo sabe deja un recuerdo muy grato en la memoria, superior al de La Reina de África, por mucho que el gusto por la extravagancia cómplice de ésta haga que den más ganas de revisarla de tiempo en tiempo.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: La Reina de África / The African Queen. Año: 1951.
Dirección: John Huston. Guión: James Agee y John Huston; novela de C. S. Forester. Fotografía: Jack Cardiff. Música: Allan Gray. Reparto: Humphrey Bogart (Charlie Allnut), Katharine Hepburn (Rosie Sayer), Robert Morley (Reverendo Sayer). Dur.: 106 min.
Título: Sólo Dios lo sabe / Heaven Knows, Mr. Allison. Año: 1957.
Dirección: John Huston. Guión: John Lee Mahin y John Huston; novela de Charles Shaw. Fotografía: Oswald Morris. Música: Georges Auric. Reparto: Robert Mitchum (Cabo Allison), Deborah Kerr (Hermana Angela) . Dur.: 108 min.
John Huston es uno de los grandes. Con «La Reina de África» rompe moldes. Bogard y una beata, y un Bogard que parece un simplón ingenuo muy alejado del Bogard «normal». Hay otra peli – no recuerdo el nombre – donde hace de malo y cobarde…
La que no conocía es la segunda, «Sólo Dios lo sabe». Para mí tiene un problema, Robert Mitchum, que no me gusta. En mi casa siempre le decíamos «el chulito». De todos modos intentaré verla.
Hay otra peli que haría grupo con estas dos. Una señora muy religiosa y un señor – Richard Burton – que era todo lo contrario. En un momento dado le dice que solo tenemos tres necesidades: comer- se toca el estómago -, saber – se toca la cabeza- y hacer el amor – ya sabes lo que se toca ante el estupor de la señora. No recuerdo el título.
Uff, disiento en lo de Mitchum, Regí, a mí sí me parece de los más grandes, y además un actor mucho más versátil de lo que se cree. En su caso su pinta (a ratos de «chulito», como bien dices… lo cual hacía muy bien, por cierto) no termina de reflejar toda la ductilidad expresiva que tenía.
La película a la que te refieres supongo que es «La noche de la iguana» (del mismo Huston, además), basada en la obra de Tennessee Williams, donde curiosamente era la misma Deborah Kerr la que encarnaba ese personaje, o sea, la misma actriz de la película de «Solo Dios lo sabe». Película que te recomiendo desde ya, claro.
Solo dos precisiones de carácter técnico sobre la película «La reina de Africa»: el buque alemán no es un «acorazado» si no un «cañonero fluvial», opera en un lago, y las «sabandijas» son evidentemente «sanguijuelas». Aparte de estas nimiedades, muy de acuerdo con las críticas de ambas películas.
Gracias por las dos precisiones, sobre las que tienes razón: en especial, escribir «sabandija» por «sanguijuela» es un lapsus porque los bichos que descubre Charlie en su espalda está muy claro lo que son. ¡Un abrazo y gracias de nuevo!
Nunca me ha caído muy simpático John Huston que, en efecto, tuvo una época en la que estuvo muy sobrevalorado. Sin embargo, una de sus mejores películas, «Moby Dick», fue ignorada durante años, seguramente por ser una adaptación de esas que se denominan «imposibles» de una novela «intocable». «La reina de Africa», vista hace poco, siempre me ha parecido muy mediocre. Más allá del talento de sus intérpretes (Bogart tiende a pasarse cuando no hace de Bogart), Huston no sabe o no está interesado en hacer creíble esa relación. Desinterés es lo que encuentro, precisamente, en muchos de los trabajos de Huston, como si estuviera más preocupado por otros asuntos que por realizar una labor meritoria. El contraste de caracteres no funciona: Hepburn decide de forma demasiado repentina que tienen que volar el barco alemán sea como sea, Bogart se muestra demasiado sumiso siempre (es increíble esa escena en que Hepburn arroja por la borda todas sus botellas y Bogart no hace nada por impedírselo -recordemos que su personaje es alcohólico-)… Todo sucede un poco porque sí, porque así es el cine. La mejor escena: la que protagoniza Robert Morley moribundo. «La reina de Africa» arranza bien, pero luego pierde interés tan deprisa como se desliza la barca por los rápidos. Mejor sin duda es «Solo Dios lo sabe». Mejores están también sus intérpretes: un soberbio Mitchum (efectivamente uno de los actores más talentosos de la historia del cine), al que te crees absolutamente, en el que no ves la composición del personaje. Y lo mismo para Deborah Kerr, otra superdotada, que además tiene una química muy especial con Mitchum que desarrollaron también en otros films (el memorable «Tres vidas errantes» de Zinnemann). Huston hace lo que suele: arranca espléndidamente, y luego va perdiendo interés, va como descreyendo de su propia película, simplificando en exceso. Falto no sé si de romanticismo, de lirismo o de destreza cinematográfica, Huston acaba a menudo por abandonar al espectador en la indiferencia. Pero el film consigue mantenerse a flote allí donde «La reina de Africa» se hunde sin remedio (perdón por el chiste tan malo). Aprovecho sin embargo para reivindicar «El tesoro de Sierra Madre»: tiene una suciedad, una dureza insólitas para estar filmado en 1948, de hecho anticipa en bastantes años todo ese turbio mundo de frontera que luego va a explorar el, este sí, romántico Sam Peckinpah. Un abrazo.
En mis años de (seré pedante) «formación cinéfila» (que suelen ser los más desprejuiciados; luego nos ponemos severos y solo al final volvemos a tener la mente libre: yo quiero creer que me encuentro en esta tercera etapa); en esos años, decía, John Huston fue para mí muy importante. Fue de los primeros directores cuyo nombre era fundamental para ver una película, y su fama de cineasta aventurero y de ser el gran narrador del mito del perdedor me parecía de lo más justa. «La Reina de África» me encantó la primera vez que la vi, y no descarto que también la segunda.
Ahora bien, con las revisiones llegó el desencanto. Y uno de los mayores, y terribles, fue el de esta película, porque el cariño que le tenía (y que, por qué no, todavía se lo tengo), a los personajes encarnados por Bogart y Hepburn creía que garantizarían su supervivencia en mi estima. Por desgracia, no fue así, de modo que imagina otros títulos más endebles («El halcón maltés», «Paseo por el amor y la muerte», «Moulin Rouge», hasta «El hombre que pudo reinar»…). Incluso «Solo Dios lo sabe», aunque se salva en parte, me gustó mil veces la primera vez que la vi, y es que hace años que creo que un film con Robert Mitchum siempre tiene algo. Tiene una de las filmografías más impresionantes de Hollywood y casi que su papel favorito es para mí el que parecía el mayor error de casting de la misma, el de «La hija de Ryan».
Por cierto, no he revisado «El tesoro de Sierra Madre» en décadas, porque me da reparo hacerlo y que se me hunda también. Habrá que reparar esa dilatada espera.