Nació con el supremo don de la risa y con la sensación de que el mundo está loco, dice la frase inicial de la novela Scaramouche, de Rafael Sabatini. Se trata, sin lugar a dudas, de uno de los mejores arranques literarios que conozco, mas sin embargo tan encantadora definición, antes que con el personaje que vive en las páginas de ese libro al que da nombre, encaja mucho mejor con el protagonista de la adaptación cinema-tográfica de 1952 que le ha valido la inmortalidad. Interpretado por el inglés Stewart Granger, actor que encarnaba como pocos esa bravuconería necesaria en todo héroe temerario al tiempo que sabía darle el necesario aroma romántico sin el cual este prototipo resultaría cargante, Scaramouche, el alias de Andrés Louis Moreau (¿o es al revés?), sabe bien que no hay otra forma de afrontar el mundo que reírse de su solemnidad existencial y aprovechar del modo más lúdico posible (lo cual quiere decir gozar de las mujeres y las aventuras) los contados días de vigor que poseen sus habitantes. Sin embargo, cuando el asesinato «legal» de su hermano del alma, al que asiste con impotencia, destruye esa fácil protección que había interpuesto frente al mundo y lo obliga a implicarse, cuando menos para buscar venganza ante la ausencia de justicia, no podrá evitar asumir otra máscara, esta vez literal, la del personaje cómico que le dará nombre. Actor de día y espadachín de noche, en los agitados días de la Revolución Francesa, Scaramouche es posiblemente el héroe de vocación menos heroica de la historia del género, y ese es uno de sus más irresistibles atractivos.
Las historias del cine gustarán de las etiquetas que hacen que unas películas y unos géneros sean «mayores» o «menores», y los críticos podrán haber hecho creer que o se es «autor» o no se es nada, pero por fortuna quedan obras que se escapan de estos márgenes y desarman por su increíble vitalidad y exultante capacidad de emoción. He aquí que una película dirigida por un hombre al que nadie ha asociado jamás con el talento o la creación, George Sidney, perteneciente a un género todavía menospreciado como el de aventuras, rodado en el seno del estudio más vituperado de Hollywood, la Metro Goldwyn Mayer, y con un protagonista que tampoco ha gozado de especial prestigio como Granger, encierra una lección tan arrolladora de cine que, por muchas veces que la he visto a lo largo de mi vida, cada vez me parece la primera, hasta tal punto me deslumbra su inventiva, interés argumental, gracia, sugestión visual y desatado romanticismo.
Hay que dedicar unas líneas, al menos, a la novela de partida. Su autor, el inglés de origen italiano Rafael Sabatini (1875-1950), fue uno de esos escritores del ámbito anglosajón que en el primer tercio del siglo XX intentaron seguir la estela de los grandes del género aventurero (los Stevenson, Verne, Salgari o Conan Doyle), pero al que el tiempo ha sumido en el olvido. De hecho, si su nombre todavía se menciona es debido a las numerosas adaptaciones al cine de su obra, lo cual es señal de la popularidad de que gozó un día: clásicos como El capitán Blood (1935), El halcón del mar (1940), El cisne negro (1942) o el que nos ocupa, que ya había tenido una previa versión muda en 1923, proceden de su literatura.
La novela fue publicada en 1921. Su protagonista, Andrés Luis Moreau, es un joven desclasado, hijo ilegítimo de algún noble que ha permanecido en la oscuridad sufragando a distancia su educación. Su tranquila vida como abogadillo rural se verá trastocada al hilo de los convulsos tiempos que le toca vivir, que le conducen desde los convulsos tiempos prerrevolucionarios a la jornada en que Luis XVI es derrocado por el descontrolado pueblo de París mientras se convierte sucesivamente en fugitivo, cómico de la legua (adoptando la identidad que da título a la historia), maestro de esgrima, diputado de la Asamblea Nacional y, finalmente, emigrado en busca de escenarios más tranquilos. Se trata de un relato sin duda estimable, que se sigue en todo momento con interés pero que no deja especial huella, y donde molesta un tanto la ambigüedad del autor (más que del personaje) con respecto al hecho revolucionario, que si al principio es interesante (con lucidez, Moreau intuye que el cambio político que se cierne en el horizonte sustituirá una élite por otra, dejando al pueblo en la misma miseria), acaba cayendo en la simplificación más conservadora (la convencional interpretación de la revolución como ocasión para el caos y la sed de sangre).
Quien lea la novela (en nuestros días, lo más probable será después de ver la película, como es mi caso) descubrirá que, fuera de unas líneas maestras que justifiquen el amparo bajo su nombre —la motivación vengadora, el entrenamiento del héroe con la esgrima para estar a la altura del hombre al que quiere matar, su filiación oculta con un noble cuya identidad no se revela hasta el final—, es muy poco lo que tienen que ver. La acción es muy diferente, los personajes también e incluso el contexto histórico aquí es una leve sombra, que no llega ni siquiera a la Toma de la Bastilla. Por cambiar, cambian casi todos los nombres de los personajes principales: por ejemplo, el villano del relato, el señor de La Tour d’Azyr, pasa a llamarse Noel de Maynes (desde siempre, uno de mis nombres favoritos de la ficción). Y el eje secreto que modula la trama, la ignorada relación que hay entre el protagonista y su némesis, también varía en la película.
Ignoro las razones de las profusas modificaciones, pero la película opta por construir su propio Scaramouche con resultados geniales, puesto que el guion final es completamente deslumbrante. Todo cuanto escribo a partir de aquí, por tanto, tiene que ver con el film y no con la novela.
En principio, Scaramouche parece pertenecer a la gloriosa estirpe de los justicieros enmascarados, en cuyo seno hay héroes tan conocidos como el Zorro, la Pimpinela Escarlata o nuestro Coyote. Sin embargo, hay una notable diferencia: no estamos ante ningún justiciero, sino ante un vengador. Si Andrés Moreau se sitúa fuera de la ley y asume la doble vida es para tomar venganza del marqués de Maynes, el hombre que mató sin compasión a su hermano adoptivo e íntimo amigo Felipe de Vilmorin. Al descubrir que este joven idealista (bajo el nombre de Marcus Brutus) es el autor de encendidos panfletos contra los privilegiados, De Maynes decide que no basta el calabozo para quien ha osado introducir aquellos en el mismo dormitorio de la reina, y se las arregla para inflamar el sentido del honor del muchacho, que no en vano también es de familia noble, si bien venida a menos. Horrorizado, pues sabe que el marqués es el mejor esgrimista de Francia, Moreau asiste a la inevitable muerte del muchacho y, aunque después consigue hacerse con una pistola con la que le habría sido fácil castigar al villano, le anuncia antes de escapar que el día futuro en que se cobre su vida lo hará del mismo modo que él hizo con Vilmorin: por la espada.
Perseguido por los hombres de De Maynes, Moreau encuentra un casual escondite en el teatro donde actúa la Compañía Binet (a la cual pertenece su amante Leonor), especializada en el repertorio de la italiana Commedia dell’Arte, con sus clásicos personajes de Arlequín, Pierrot, Colombina o Pantalón. En adelante, él asumirá el papel de Scaramouche, que le permite el uso de una máscara que nadie se molestará en arrancarle, pues todos creen que debajo de ella se esconde un rostro deforme y horrible (el del primer Scaramouche, al que él sustituye: una de las pocas incongruencias del film es que de este personaje, episódico pero fundamental, no se volverá a saber nada). Y el sentido del humor de Andrés Moreau se unirá a la potencia cómica del rol que ha escogido para elevar a los altares del éxito a la Compañía Binet.
Esta estupenda idea se debe a Sabatini, cierto, pero en la novela está bastante desaprovechada, por cuanto las andanzas teatrales del protagonista apenas ocupan una parte de la trama (la más interesante, eso sí). En cambio, de principio a fin la película extrae un memorable partido de ella y de todas las ideas que implica: la oscilación entre lo real y lo ficticio, la necesidad de la máscara (ya sea para actuar en el teatro o en sociedad) o la conversión del mundo entero en un escenario son algunos de los elementos simbólicos y dramáticos que Scaramouche desarrolla con notable densidad. Es además coherente que Moreau, ese incorregible hedonista (en la película no parece tener más oficio que pasarlo bien), cuando por fin descubre la amargura y, por tanto, la responsabilidad, deba encubrir su identidad bajo un oficio que encarna el lado más cómico del arte de la representación. La maldición de Moreau, por lo tanto, es no ser nadie; su bendición, poder refugiarse con facilidad en cualquier identidad. La condición ideal para un superviviente nato.
Por lo demás, este sustrato escénico permite la inclusión de un excelente conjunto de secuencias teatrales que no solo no constituyen ninguna digresión —puntean el sabroso, y muy sexual, romance entre Andrés y Leonor, que disputan su amor tanto en escena como fuera de ella— sino que también tienen un sentido argumental (casi no hay en Scaramouche un elemento del guion que sea gratuito), pues la Compañía Binet no solo le proporciona la cobertura adecuada sino que su éxito lo lleva a París, donde se cruzarán definitivamente los destinos de los dos enemigos. Allí Moreau acaba siendo convencido para integrar como diputado la recién nombrada Asamblea Nacional, no por convicción idealista sino porque De Maynes asimismo es miembro de ella y es la mejor forma de encontrarlo (esta idea sí procede de la novela).
Otro espléndido elemento dramático del film es la admirable ecuanimidad con que trata a sus personajes principales —el notable cuarteto formado por Scaramouche y su antagonista, y por las dos mujeres que lo aman, la apasionada Leonor y la dulce Alina de Gavrillac—, de tal modo que, en el relato de esa doble confrontación masculina (personal) y femenina (sentimental, por el corazón de Andrés), no se intenta nunca concentrar toda la simpatía sobre la pareja de enamorados formada por Moreau y Alina, como podía esperarse. Bien al contrario, incluso el dibujo del villano resulta tan atractivo que acaba despertando una ambigua sugestión en el espectador. De Maynes no es retratado nunca como un depravado irredimible, sino como un individuo impelido a comportarse como lo hace por haberse criado en un absolutista concepto de clase que lo hace por completo indiferente a la suerte de quienes considera inferior a él: alguien que también ha de ser fiel a la máscara que, en su caso, le otorgó el nacimiento. Además, su infernal habilidad con la espada fascina de modo tan considerable que es lícito temerse que, por mucho que Scaramouche aprenda a esgrimir, nunca podrá estar siquiera a su altura.
Ese mismo año, Stewart Granger encadenó los dos personajes que lo convirtieron en el rey del género, el pícaro creado por Sabatini y el doble papel de El prisionero de Zenda (1952) —película con la que comparte el mismo espíritu lúdico, el mismo romanticismo y la misma fortuna narrativa, aun cuando el director sea otro, Richard Thorpe—, y solo por ambos papeles ya merece un recuerdo (todavía le quedaría uno más, y además su mejor interpretación, el del torturado aventurero de Los contrabandistas de Moonfleet, de 1955, dirigido por Fritz Lang). Inigualable en el registro irónico, arrasador en su trato con las mujeres sin hacerse nunca cargante, sobrio en el rictus trágico, Granger crea un personaje espléndido, en el que destaca el hecho de que jamás alardee de nobleza o idealismo, sino que incluso se burle de esos sentimientos. Ante todo, Scaramouche es un héroe vulnerable, como simboliza bien el obligado adiestramiento que debe emprender, con grandes esfuerzos, para poder enfrentarse a su enemigo. Es, por tanto, un héroe intensamente humano.
No conozco ninguna otra buena interpretación de ese mediocre actor que fue Mel Ferrer pero, por increíble que parezca, aquí esta sublime. Ferrer crea un villano irresistible, a la altura del propio protagonista, de tal modo que, para el espectador, se produce un equilibrio de valoración entre ambos que supone otro de los aciertos de la película (algo similar había sucedido, en El prisionero de Zenda, entre Granger y su allí antagonista, un genial James Mason). Flexible como un junco, de tal modo que en efecto diríase el más grande espadachín del mundo —si al final Granger le derrota no es porque sea mejor sino porque la incontenible pasión que pone en la lucha acaba minando la seguridad de De Maynes—, capaz de pasar del rictus más implacable a la más inesperada sonrisa infantil que suaviza ese gesto severo (los aficionados al tebeo me entenderán si les digo que esa sonrisa diríase propia de Alan Davis), y siempre elegantemente ataviado con su peluca blanca (otra vez la máscara), Ferrer dota a su personaje de una inesperada hondura psicológica. Y es que pese a su aparente seguridad, De Maynes también es un villano harto vulnerable, fácil de engañar (por su maestro de esgrima, que también adiestra a Moreau, por su prometida, incluso por el destino familiar) y por tanto digno de comprensión.
La confrontación entre Moreau y De Maynes sostiene con fuerza embriagadora el conflicto que recorre las imágenes de Scaramouche. Con inteligencia, el guion desarrolla un sugestivo juego de espejos entre esos dos hombres. Si en el memorable arranque del film vemos como Noel de Maynes encadena duelos en el jardín de su castillo como si fuera un juego, más tarde será el propio Moreau el que lo haga, al ser una y otra vez provocado por los enfurecidos diputados nobles de la Asamblea Nacional. Del mismo modo, ambos son adiestrados por el mismo maestro de esgrima y se enamoran de la misma mujer. Inclusive, el primer duelo que protagonizan (en el mismo castillo de De Maynes), en su forma de recorrer todo el espacio al compás de la lucha, anticipa la genial secuencia final en el Teatro del Ambigú.
En cuanto a las mujeres de la historia, el espectador no sabe a quién preferir como amada del protagonista: si a la apasionada y apasionante pelirroja Leonor, o la rubia Alina, de apariencia dulce pero de voluntad no menos firme. Para mayor complicación, por decisión regia Alina es la prometida de De Maynes, y Andrés se niega a luchar por su amor, puesto que, al poco de conocerla, acaba convenciéndose de que el padre de ella no es sino su propio y hasta entonces ignorado progenitor: que ambos, en suma, son hermanos. Puede parecer folletinesco, pero en absoluto enrevesado, porque el guion consigue exponer todo este apasionante trenzado de relaciones con enorme claridad y sin la menor confusión. Pocas veces una película ha provocado tantas dudas: ¿a quién preferir? ¿A la indomable Eleanor Parker o a la sensible Janet Leigh? En mi caso, si al final me decanto por Leonor, es más que nada porque la vida a su lado se intuye que será todo menos aburrida.
Scaramouche se desliza a través de la pantalla como un suspiro que se desvanece cuando intentamos atraparlo, tanta es la ligereza con que suceden sus peripecias. No hay en ella ningún momento que no aporte algo a la trama pero, con su admirable fluidez narrativa, diríase que nos concede todo el tiempo del mundo para que disfrutemos de los personajes y sus aventuras. La armónica combinación de humor y drama, de diversión y aliento sombrío, de distensión y melancolía, se sustenta sobre un equilibrio entre matices difícil de repetir, ya que en muchos momentos basta un cambio de plano para pasar de unos a otros (por ejemplo, del divertidísimo cortejo de Andrés a Alina en su carroza, al súbito descubrimiento, por el apellido, de que la muchacha debe ser su hermana, y acto seguido, que ese padre al que por fin iba a conocer acaba de morir en su palacio). Añadamos unos diálogos de ingenio sin igual, sobre todo puestos en boca del bullicioso Andrés Moreau, y una picardía erótica no menos notable (en este sentido, dentro del film la reina indiscutible es Eleanor Parker).
[Quien no conozca el final de esta maravillosa película debe dejar de leer aquí]
Para mayor fortuna, la película concluye con una de las más antológicas secuencias de todo el cine de aventuras, sin lugar a dudas el mejor duelo jamás contemplado en imágenes. En el Teatro del Ambigú (y después de un bonito número mudo en el que brilla con luz propia la excelsa partitura de Victor Young), Scaramouche reconoce entre los espectadores al mismo Noel de Maynes y se precipita a retarlo y saciar al fin su venganza. La secuencia subsiguiente, literalmente prodigiosa por su sentido del movimiento, consiste en el combate de ambos hombres por todo el teatro, recorriendo palcos, pasillos, escaleras, vestíbulo, platea, escenario y bambalinas, convirtiendo el espacio en el tercer protagonista del duelo.
Y cuando Moreau tiene por fin a su odiado enemigo a su merced, no es capaz de matarlo, quizá porque entonces advierte que el arduo camino de fingimientos y sacrificios, de odios y de emociones que ha debido recorrer hasta ese momento no merece la degradación final del asesinato: él no es De Maynes… aunque enseguida descubrirá (de labios de su padre adoptivo: en un guion tan riguroso, no podía ser «casualidad» que estuviera para nada entre los espectadores del teatro) que es su ignorado hermano. El premio final, por supuesto, será Alina, porque al restablecerse su identidad, se da cuenta de que no es un Gavrillac, como creía. Y en un bello gesto, de los muchos de la película, es la misma Leonor la que convierte en palabras ese pensamiento alborozado de Andrés: quien en ese mismo instante no se enamore, conmovido, de la maravillosa Eleanor Parker, sublimemente elegante e irresistiblemente bella en su renuncia al amante, es que no tiene corazón. Ah, pero un film tan divertido como Scaramouche no podía acabar con sus lágrimas, sino con sus risas: la última trapisonda que ambos se dedican en el film será que ella le arroje a él, en la carroza nupcial, un ramo de flores con truco explosivo, para a continuación darse la vuelta hacia su nuevo galán, un soldado bajito y con un mechón sobre la frente que introduce su mano en la casaca, a la altura del pecho. Un guiño anacrónico, por supuesto: pero en guiños joviales como este radica el secreto de la perenne vitalidad de Scaramouche.
Posdata sobre el doblaje. Desde hace muchos años, procuro ver todo el cine en su idioma original, pero en el caso de Scaramouche no puedo hacerlo. La versión española, realizada por el genial equipo que reunió José María Ovies en los estudios de doblaje de la Metro Goldwyn Mayer de Barcelona, desarrolla un trabajo tan memorable que, para mí, es indisociable de los estupendos gestos de los actores originales. Ante todo, es un placer escuchar, con tales voces, la soberbia traducción de los diálogos originales, que deja bien claro que la edad de oro del doblaje español no se debió tan solo a la calidad de sus actores sino de sus directores y, asimismo, de sus traductores. En cuanto al reparto, es extraordinario del primer actor a los secundarios: como sucedía hasta que la monotonía invadió este arte un día tan glorioso, cada voz diríase un universo sonoro en sí mismo, dueña de una personalidad que ya vale para crear un personaje.
Por supuesto, los cuatro protagonistas son quienes tienen más ocasión de lucimiento y en ellos me detendré. Los dos personajes femeninos son interpretados por las dos inolvidables voces titulares del estudio. El timbre dulce y delicado, pero también firme, de Elvira Jofre consigue que uno crea que Alina habla directamente en español. María Victoria Durá, con su característica voz grave y sonora acierta al fundir en el personaje de Leonor la seducción propia de una mujer consciente de sus atractivos con la ternura propia del personaje. La voz profunda y sonora de Rafael Luis Calvo, especialmente propia para el registro irónico en esos años (luego adquirió un tono progresivamente patriarcal: fue Atticus Finch en Matar a un ruiseñor), brota indeleble del gesto pícaro de Stewart Granger de un modo similar a como hacía en esos años con Clark Gable. Ahora bien, mi fascinación sonora se multiplica hasta el infinito con el trabajo de un genio llamado Víctor Ramírez que no tardaría en ser injustamente postergado de la categoría estelar que entonces ostentaba. Con su timbre maravillosamente engolado, capaz de una infinita miriada de matices, Ramírez proporciona a Noel de Maynes una hondura inexpresable: si puede ser injusto decir que un actor de doblaje mejora a un actor de imagen, al menos sí puedo defender que pocas veces una voz se fundió mejor con una expresión. Escuchar a De Maynes en español supone uno de los mayores placeres que me ha reservado en la vida ese arte entonces mágico que era el doblaje español.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Scaramouche / Scaramouche. Año: 1952
Dirección: George Sidney. Guion: Ronald Millar y George Froeschel; novela de Rafael Sabatini. Fotografía: Charles Roescher. Música: Victor Young. Reparto: Stewart Granger (Andrés Moreau), Eleanor Parker (Leonor), Mel Ferrer (Noel de Maynes), Janet Leigh (Alina de Gavrillac), Nina Foch (María Antonieta), Robert Coote (Binet). Dur.: 115 min.
Gracias, José Miguel. Me han entrado ganas de volver a verla.
Es el mayor elogio que me puedes dedicar, Antonio. El principal objetivo de este blog es compartir la admiración por las grandes obras de la ficción e inspirar el deseo de conocer las desconocidas y recuperar las conocidas. Muchas gracias.
La novela de Sabatini me sorprendió donde esperaba encontrar un tomo más al uso de justicieros enmascarados, y no una novela de aventuras con cierta ambigüedad y una importante carga en el tema de la venganza.
Bueno, también creo que es imposible para cualquiera que la haya leído, olvidar la frase con la que se inicia.
Desde luego, no es una historia de justicieros enmascarados al uso, si bien la novela apenas saca partido de ese elemento. En cambio, la película, bastante «infiel» al libro, consigue que todas las ideas que este contiene pero que no termina de aprovechar, cristalicen en un desarrollo argumental espléndido.
Tu bien dotada percepción y escudriñamiento no deja nada en el tintero ¡Bravo! Y tu decantación por Leonor (¿o quizás por Parker?) revela un interesante aspecto acerca de tus gustos.
Del doblaje soy tan admirador como tú lo eres (Ramírez incluido), si bien mi impresión sobre la voz de Durá, que es la de ‘sublime número 1’, no incluye lo de ‘grave’.
Indudablemente, éste es uno de los filmes que quienes comenzamos a amar el cine en los años 50 y 60, y por lo tanto siempre hablado en español, tenemos incrustado en nuestra mente en su versión doblada y no hay v.o. que de ahí lo pueda arrancar; un filme, incluso, para escuchar a oscuras en los auriculares una vez en la cama, dispuesto a ensoñarte…
Gracias, José Miguel
Entre Leonor y su papel en «Cuando ruge la marabunta», confieso que tengo a Eleanor Parker en mi altar particular, con muy poca y puntual competencia.
En cuanto al doblaje, sublime, lo tengo en efecto tan metido en la memoria que por muchas veces que me he decidido a ver la película en la versión original… no lo consigo. Es curioso porque, por ejemplo, sí lo he hecho con la «pareja» de «Scaramouche», es decir, «El prisionero de Zenda», que también goza de un doblaje irrepetible. Y casi seguro que es por Víctor Ramírez, tal vez en el papel de su vida. En cuanto al calificativo que le doy a Mª Victoria Durá, no es mío: cuando era un aficionado imberbe al doblaje y no existía nuestra entrañable fuente de información en la Red, ansioso de conocer los nombres de esas voces reverenciadas, mandaba cartas a la revista Fotogramas, a la sección de Mr. Belvedere, porque este de vez en cuando hablaba del tema. Y fue él quien distinguía a las geniales Jofre y Durá como las voces «dulce» y «grave» de la Metro, términos que no terminan de definir a ninguna de las dos, pero que a los que desde entonces soy fiel.
Un abrazo y, como siempre, Fernando, gracias por tus cálidos elogios.
Muy curioso lo que cuentas porque, también en mi caso, Mr. Belvedere fue objeto de frecuentes cartas por mi parte para indagar acerca de quiénes se encontraban tras aquellas voces del doblaje. Vivir en provincias y llevar consigo tamaña afición por este arte sin tener a nadie con quien poder airearlo, empujaba a dirigirse por correo a los mismos estudios de doblaje o a este susodicho señor de la por ti mencionada revista. Ello fue mi única fuente de información durante algunas décadas y hasta la llegada de internet a los hogares.
Por cierto, hoy día y por no muchos euros, puede uno volar a Irlanda, país de pelirrojos y pelirrojas donde seguro abundan las Eleonoras…
Pd.
Tu escrito me ha agradado tanto que… lo he vuelto a releer.
Una de las mejores películas de aventuras de todos los tiempos, Scaramouche goza de una puesta en escena brillante y dinámica, pero con pequeñas gotas de melancolía. Stewart Granger, un actor infravalorado donde los haya (puede ser porque él no se daba mucha importancia), pero quizá la mejor expresión cinematográfica del aventurero, está memorable, como en otras muchas ocasiones. Y coincido plenamente en tu valoración de Mel Ferrer. Aquí está magnífico (tampoco estaba mal en Encubridora). Y ambas actrices despliegan su encanto y su talento.
George Sidney acertó plenamente en esta apoteosis de la aventura (mucho más que en su acartonada Los tres mosqueteros). Una película para disfrutar y ver una y mil veces, y una lección de cine para cientos de bodrios de aventuras de la filmografía moderna (y será mejor no dar nombres).
El principal atractivo dramático y narrativo de «Scaramouche», Ángel, es precisamente el modo como une, equilibra y se desplaza de la dimensión lúdica a la dimensión melancólica, de modo magistral. En cuanto a Ferrer, no hace mucho volví a a ver «Encubridora» (donde también me había gustado), pero ahora ya me pareció más endeble su interpretación, sobre todo en comparación con el protagonista Arthur Kennedy, que está genial. Y «Los tres mosqueteros» no llega a la altura de esta película, sobre todo porque no sabe guardar ese mismo equilibrio (y Gene Kelly se pasa con las patochadas, además), aun siendo una película también entrañable y con momentos espléndidos (y Lana Turner, claro…).
Te felicito por tu saber enciclopédico de estos temas. Cuando leo tu reseña de una peli antigua, me haces ir a la infancia, rejuvenezco y hasta puedo ver a mi madre mirando la tele.
Me atrevo a hacerte una propuesta aprovechando que hace 125 años que nació I. Bergman. Si te parece podrías comentar alguna peli. En Valencia las están haciendo en la Filmoteca a precio de saldo, 1,5 /2,5 E. Procuro no perderme ni una. Tiene un aliciente especial: no hay censura en los subtítulos (o doblajes) como pasó en su estreno en España en tiempos pasados que aún coletean.
Saludos
Regí.
Me produce emoción que mi escrito despierte en ti esas evocaciones, Regí, porque, como digo siempre, ese es el objetivo con que lo hago: compartir, rememorar, descubrir. Sobre Ingmar Bergman, creo que hace poco comentaba te lo decía en otro comentario tuyo: tengo a este director por uno de los grandes genios del séptimo arte y desde que empecé el blog hace cuatro o cinco años uno de mis objetivos es ir comentando su filmografía. Es evidente que en todo ese tiempo apenas he revisado sus películas, que es una asignatura pendiente. Conociéndome, cuando por la razón que sea vuelva a asomarme a una de ellas, me haré un ciclo extenso y seguro que le dedicaré varias entregas. En particular, adoro «El séptimo sello», «Persona», «El rostro», «Fresas salvajes» o «El silencio» (vamos, como todos los bergmanianos»), y me seducen especialmente sus películas iniciales, antes de que lo descubrieran fuera de Suecia, que son muchas y de lo más sugestivas (por ejemplo, «Noche de circo»).
Vaya, es la segunda vez – al menos – que me repito. Te aconsejo que te limites a las pelis más renombradas de Bergman cuando lo vayas a abordar porque es muy prolífico. En la Filmo de Valencia van a dedicarle 4 meses y 30 y tantas obras, que solo es una parte. Si no me vaya la memoria, creo que llegó a acabar más de 80, un montón de guiones para otros cineasta y una ingente cantidad de teatro. Un jabato.
Hace años publicaron una buena parte de sus pelis. Muchas llevaban los subtítulos en castellano porque no se doblaron y se vieron en el cine comercial entonces.
Saludos y perdona por las repes. Hoy he descubierto que tengo dos DVD sobre Mahler, una del FNAC y otra de Amazón… despistao que es uno. Le daré una a mi cuñado.
Fernando, veo con placer que compartimos más de un referente. Yo recuerdo que, antes de conocer los nombres de los actores de doblaje, los relacionaba con un actor principal o con alguna característica: así, Ovies era la «voz de genio de la Metro», Simón Ramírez para mí era, ante todo, la voz de Tarzán (tenía debilidad por sus películas cuando era niño) y Manuel Cano, la «voz cálida» (además, a principios de los 80 salía en múltiples anuncios de la tele). Por cierto que para mí fue una sorpresa descubrir que Mr. Belvedere era el nombre de un personaje de cine: me encantó «Niñera moderna» cuando por fin pude conocerla, pero hace muuuucho que no he vuelto a verla y no he vuelto a revisarla, pero me parece que ya no será lo mismo… pese al gran Clifton Webb.
Regí, si supieras la de veces que he comprado dos veces una misma película o un mismo libro… creyendo que era la primera. Un abrazo y recuerda que quien repite algo dos veces se asegura de que su mensaje llega al destinatario 🙂 .