Dos veces Moonfleet, por John Meade Falkner y Fritz Lang

Cartel francés de Moonfleet

Un niño que acaba de quedar huérfano y a quien su madre envía en busca de un amigo. Un aventurero sin escrúpulos que se mueve entre una nobleza corrompida y unos lugareños sucios y desconfiados que viven del contrabando. Un diamante cuyo secreto está escondido en un mensaje cifrado con versículos bíblicos. Una historia de amor, entre un plebeyo y una joven noble, que se torció violentamente por culpa de los familiares de ésta y que ha convertido a aquél en un hombre cínico y amargado. Un fuego cruzado en una playa. Una lucha entre una espada y un arpón. Un cementerio vigilado por un ángel sin ojos.  Un jardín que se deja morir en una gran mansión que se deja desmoronar. Ahorcados meciéndose en una solitaria carretera. Codicia. Inocencia. Lujuria. Violencia. Redención. A Fritz Lang le gustaban los sentimientos extremos, las historias que progresan de modo vertiginoso, como un serial, los hombres con una obsesión, las venganzas, las escenas en que alguien lucha contra otro, las luces extremas, el melodrama: la narración pura. Y Los contrabandistas de Moonfleet (1955), antepenúltima película que dirigió en Hollywood contiene todo eso, incluso de modo convulso. Pese a que significaba trabajar para el estudio que daba menos libertad, la Metro, ¿cómo no iba a dirigir esa película? Claro, Lang no entregó el sencillo y relajado film de aventuras que pretendía el estudio, en la estela de Scaramouche y El prisionero de Zenda, con el mismo protagonista, Stewart Granger, sino que se las arregló para utilizar el tipo de personaje que éste encarnó en aquellas y dotarlo de una angustiosa aura de tragedia. La sorpresa es que la desconocida novela que se cogió, Moonfleet, del no menos desconocido John Meade Falkner, ya es una aventura sórdida y pesimista, extraordinaria también. Los guionistas de la Metro, eso sí, la reelaboraron de tal modo que, manteniendo ciertas líneas maestras, crearon otra historia totalmente distinta. Y así, del mismo árbol, hoy tenemos dos obras maestras.

Pues lo cierto es que su regreso al estudio del león (el que lo había llevado a América, veinte años atrás), magnífico en el plano artístico, fue un desastre en el profesional. El concepto con que Lang hizo frente al proyecto chocó enseguida con los rectores de la Metro, que redujo drásticamente el presupuesto e incluso alteró el trabajo del director: por ejemplo, se cambió la escena final inicialmente prevista por el director. Por otra parte, el reducido metraje revela que se descartó buena parte del material. Por ejemplo, es sospechoso el desaprovechamiento que sufre el personaje de la amante caribeña del protagonista (interpretada por la sueca Viveca Lindfors): es evidente que gran parte de su intervención se quedó en la sala de montaje.

Edición del Moonfleet de John Meade FalknerPor otra parte, lo que pretendía la Metro es difícil de definir, pues la obra elegida para su adaptación nada tenía que ver con el espíritu jovial de las novelas de Anthony Hope y Rafael Sabatini que dieron lugar a los dos clásicos de 1952. Es posible que hoy nadie recuerde Moonfleet, novela publicada en 1898, pero en su día fue un libro bastante popular. Su lectura descubre una obra maestra y al mismo tiempo un título distinto dentro del esplendor de la literatura de aventuras del último tercio del siglo XIX y el arranque del XX, por mucho que una lectura apresurada del mismo pueda hacer pensar en una obra que pretende enmarcarse en la senda de un Robert Louis Stevenson. Los elementos que la vinculan con la obra de este autor existen, eso es cierto: una relación entre un niño, luego un muchacho, y un hombre maduro y experimentado de incierto pasado que se intuye francamente agitado; una ambientación dieciochesca; el hilo argumental de una fuga durante buena parte de la trama, que evoca enseguida Secuestrado; el trasfondo de unas actividades al margen de la ley y de unos hombres, por tanto, avezados a una vida en la que el peligro y la violencia pueden ser cotidianos, en este caso un grupo de contrabandistas de las costas inglesas del Canal de la Mancha…

Sin embargo, la lectura atenta de Moonfleet revela que las diferencias son mucho mayores que las similitudes. Nada hay en esta novela de la suprema necesidad de narrar por narrar que brilla en Stevenson ni de su perpetua gentileza. Moonfleet es una obra de terrible pesimismo, cuyas páginas captan un ambiente que no puede ser más desolador, cuya acción diríase que transcurre en un mundo en el que el sol no brilla nunca ni puede brillar —esto lo retomaría Lang de modo literal. Una historia sobre la que parece flotar algo que Stevenson conocía bien, pero que en su obra solo se filtra en unas pocas ocasiones, como en Doctor Jekyll y Mr. Hyde o El señor de Ballantree: la sombra del rigorismo protestante, en su caso calvinista, con sus culpas insondables, la consideración del hombre como un ser condenado a pecar eternamente si no se entrega sin condiciones a Dios y la sombra del destino fatal planeando sobre los rumbos que se apartan de esa senda.

La curiosidad que provoca la novela aumenta al conocer datos sobre el hoy casi ignoto hombre que la escribió. Se llamaba John Meade Falkner, y la búsqueda de datos sobre su vida nos descubre que solo escribió tres novelas, que una cuarta la perdió en un tren y no quiso reiniciarla y que completó su creatividad con diversas obras, ya más propias del erudito, y en general sobre temas medievales. Esas tres novelas son El Stradivarius perdido (1895, publicada en España por Valdemar), Moonfleet —magnífica edición de 1991 en la añorada colección Tus Libros, de Anaya, con estupendas traducción, notas y estudio de Ramón García Fernández—, de tres años después, y The Nebuly Coat (traducible como El blasón nebulado, pero de la que creo que no existe versión, cuando menos reciente, al español).

Lápida de John Meade FalknerNacido en 1858, en un pueblecito del sureste de Inglaterra, hijo de un párroco, estudió en Oxford y su primer trabajo lo convirtió en tutor de los hijos de un fabricante de armas, Andrew Noble, que lo llevó al lugar donde transcurriría toda su vida profesional, la ciudad industrial de Newcastle, en el noreste del país, muy cerca de la frontera con Escocia. La relación con Noble fue mayor de ese trabajo inicial: se convirtió en amistad y en confianza, hasta tal punto que Falkner acabó convirtiéndose en el director de la empresa. El estallido de la Primera Guerra Mundial hizo de Falkner un hombre muy bien relacionado dentro del gran mundo de la política y la diplomacia, para el que además parece que poseía notables cualidades personales. En fin, la intensa dedicación a la que le obligaba este trabajo explica su obra literaria tan escasa. Sin embargo, Falkner tuvo tiempo aún para alimentar ese amor por la erudición medieval, por la investigación histórica, por los viejos manuscritos, que dio pie a esa obra ensayística a la que se consagró, sobre todo, cuando se jubiló por fin en 1926. Marchó a vivir a la bella ciudad de Durham, no lejos de Newcastle, cuyo centro urbano sigue pareciendo un relicario medieval, coronado por esa famosa catedral que, sobre un alto cerro, fue definida por Walter Scott como «mitad templo para Dios, mitad castillo contra los escoceses». Precisamente fue nombrado bibliotecario honorario de esa catedral y contribuyó notablemente a gestión. Así lo recuerda una placa que se encuentra en su claustro y que, en mi reciente viaje a Escocia, me recordó su figura, modesta pero eminente, y me incitó a recuperar la novela que había leído muchos años atrás.

La trama se inicia en 1757, pero acabará abarcando diez años más. Su escenario, un pequeño pueblo de la costa de Dorset llamado Moonfleet, cuya principal característica, de labios de su narrador en primera persona, es la decadencia que padece, a imagen de la casa señorial que lo corona, la mansión de la familia Mohune, que fuera dueña entera del lugar y que desapareció tiempo atrás. La figura más notable de la familia —y cuya sombra oscila a lo largo de toda la narración— fue un capitán del rey Carlos I, el Estuardo ejecutado por Cromwell, a quien traicionó dos veces, una de ellas mediante un doble juego que lo convirtió en un dueño de un fabuloso diamante que escondió nadie sabe dónde. La búsqueda de ese tesoro será el motor de las desventuras de sus protagonistas: el capitán John Mohune, apodado Barbanegra, que no pudo beneficiarse de él por haberlo escondido en algún lugar al que no pudo volver, rumiando en el final de sus días su caída en desgracia, parece que quiso recuperarlo y dedicar su fruto a reconstruir el hospicio local, pero murió sin tener tiempo a hacerlo, de ahí la maldición que, según las historias narradas por el párroco local a los asombrados niños del pueblo, ha recaído sobre la joya, dondequiera que esté. Pues bien, el joven protagonista, John Trenchard, un niño de quince años al comienzo de la historia, fascinado por la leyenda, se introduce un día en la cripta bajo la iglesia donde descansan las tumbas de los Mohune y en el sepulcro del mismo Barbanegra encuentra un medallón con un mensaje compuesto por distintos versículos de la Biblia que, tras desvelar su cifrado, conduce al diamante, que el capitán escondió en las paredes del pozo de Carisbrooke, en la isla de Wight, donde fue carcelero del rey al que traicionó.

Los patibularios contrabandistas de Moonfleet y el medallón con el secreto de BarbanegraMoonfleet adopta la forma de un relato moral marcado por el agreste escenario donde transcurre la acción, ese pueblo al borde de una inhóspita costa que solo puede ser refugio de contrabandistas o teatro de terribles naufragios. No es un relato aventurero al uso, que se complazca en la narración de peripecias, sino una obra de tensa psicología en torno a la búsqueda mutua de un padre y de un hijo. El hijo es el pequeño Trenchard, un huérfano al que acoge en su hogar (que es la taberna del pueblo) el hosco Elzevir Block, cuyo hijo ha sido muerto por el magistrado local en una partida contra los contrabandistas, grupo del que él es su líder natural. Es también la historia de un camino a una madurez, la de John Trenchard, que se ve puesta a prueba por un destino fatal bajo la forma de ese diamante, es decir, de la ambición que aparta del propio y honrado esfuerzo personal. Pero no se piense que Moonfleet es un rancio apólogo moralista, sino un cuento triste para ser leído en voz baja, si se me entiende la expresión, cuyo brillo se encuentra en la descripción de atmósferas, de personajes que parecen vivir en un duermevela (el de Block es magnífico, con esa fuerza contenida y ese pesar casi existencial…), en un universo sobre el que parece haberse posado un intangible velo mortuorio, y el cúmulo de desdichas que atraviesan los protagonistas a lo largo de su peripecia embarga el libro en una tristeza perpetua. Un verdadero descubrimiento.

Pues bien, los guionistas de la Metro, manteniendo el esqueleto argumental —la búsqueda del diamante es el centro de la historia— y varias circunstancias básicas, cambiaron de arriba abajo la historia. La acción no transcurre a lo largo de varios años, sino de unos pocos días. El escenario sigue siendo el pueblecito de Moonfleet, en Dorset, nido de contrabandistas, pero el pequeño John Trenchard (más pequeño en edad aún: el niño Jon Whiteley, inolvidable, tenía diez años en el rodaje) se convierte en John Mohune, descendiente por tanto de la aristocrática familia que fue dueña del lugar y que, eso sí, no ha dejado más rastro que una ruinosa mansión y la leyenda de ese familiar que escondió el diamante (solo que ahora se llama Barbarroja: los guionistas, sin duda, no quisieron confundir a los espectadores con el famoso pirata Barbanegra, cuyas aventuras se acababan de pasear por el cine en una película dirigida por Raoul Walsh varios años atrás). John llega al pueblo tras la muerte de su madre, quien lo encomienda a Jeremy Fox, un viejo amigo. Sólo que ese Jeremy —un hombre enriquecido en las colonias que ha vuelto y comprado la casa de los Mohune, aun manteniendo su condición ruinosa—, fue el joven plebeyo que osó amar a la noble hija de la familia y no solo lo apartaron de ella, sino que le arrojaron los perros. Es excepcional el momento en que el niño le cuenta a su nuevo protector cómo su madre le contó esa historia (sin revelar quién sufrió tal castigo) y Fox se estremece por el recuerdo; aparece entonces su amante, que ama y odia al Jeremy que la traído a Inglaterra, y le abre con violencia la camisa para mostrarle las cicatrices en la espalda, lo cual revela al niño, con brutalidad, la verdad sobre su familia. Solo ese momento valdría para definir lo que es el cine de Fritz Lang.

Jeremy Fox, por supuesto, es un personaje inventado por los guionistas a la medida de Stewart Granger. No existe Elzevir Block, o al menos el Elzevir del libro (pues se mantiene a un personaje secundario con ese nombre y asimismo dueño de la taberna donde se reúnen los contrabandistas). Pero eso sí, se cuenta también la historia de un niño que busca un padre, y de un hombre que acaba reconociendo que ese niño bien pudo ser su hijo y no puede dejarlo a su suerte, como ha intentado durante casi toda la historia.

Jeremy Fox y su amanteComo señalaba en mi reciente comentario sobre Stewart Granger, la fortuna de este imborrable Jeremy Fox es que los guionistas y el actor supieron crear un personaje a partir de las características y elementos de los previos y mucho más joviales aventureros que el actor había interpretado para la Metro. La lúcida experiencia de Allan Quatermain, el deseo de revancha de Scaramouche, el cinismo de Mark Shore o el sentido del fingimiento de Rudolf Rassendyll (y también, claro, del comediante de los días de la Revolución Francesa) actúan como background para componer a Fox, pero eliminando ese juguetón y vitalista sentido de la ironía de todos ellos. El resultado es una figura trágica, que al mismo tiempo provoca rechazo —es evidente que es un canalla al que solo le separa de la completa degradación su sentido del orgullo— pero una intensa fascinación, por su condición de solitario que no encaja en ninguna parte pero sabe desenvolverse en todas, que siempre tiene a mano un recurso y al que no arredra ni siquiera verse en la situación más desesperada. Ya lo dije: Stewart Granger (aunque parece ser que Lang no lo tenía en buena estima) crea el papel de su vida. Nunca más tuvo en sus manos algo igual.

Con tan prometedores elementos, Lang construyó una fantasía romántica bien asentada en una imaginería gótica de raíces germánicas que se halla en íntima comunión con el famoso cine expresionista alemán de los años 20 en que él mismo tanto brilló. Y que incluso sublima el obligado recurso a los falsos exteriores, a los telones pintados y a un color tenebroso y por completo irreal. La aventura se impregna de terror gótico: manos engarfiadas que salen de tumbas, movimientos de cámara que revelan de pronto un ahorcado ante los ojos del niño, un ángel de piedra cuyas órbitas desnudas parecen volverlo ciego, jardines decadentes que parecen propios de una mansión que solo puede esconder a un vampiro, cielos siempre cubiertos de nubes, ceñudas esculturas que parecen más bien hombres transmutados en piedra, prestos a despertar…

El resultado es un film que a la vez que no ofrece el menor respiro a la acción también parece suspenderla perpetuamente, incitando a la melancólica reflexión: pura abstracción. Y que parece situarse al borde del mismo infierno, como si se tratara de una versión muy libre de Cumbres borrascosas, cuyo sentido de la alucinación física y moral planea constantemente sobre el escenario y sobre el personaje de este nuevo e inesperado Heathcliff que es Jeremy Fox. Un Heathcliff cuya redención se encuentra en ese niño que el destino —siempre el destino, con su amarga compañera, la fatalidad, es el elemento central de las fábulas de Lang— pone en el camino de Fox. Redención que en su sentido más calvinista lleva aparejada la penitencia, incluso la que lleva a la mayor, la muerte. El mismo y lúcido Fox lo intuye: cuando su amante le pregunta si el pequeño se corromperá a su lado, él responde que «es más probable que él acabe destruyéndome a mí».

[Quien no conozca el final de esta inolvidable película debe dejar de leer aquí]

Jeremy Fox y John Mohune, en la taberna de Elzevir BlockSin embargo, la mirada inocente de John Mohune es fundamental: ante sus ojos, Fox es el héroe noble y activo, gallardo y por tanto romántico que todo niño espera que se convierta en su protector. Es más, en su amigo, como indica la bonita introducción de la película: John Mohune acude a Moonfleet en busca del hombre que cree que será su amigo. Esa mirada acaba minando a Fox. Dispuesto a abandonarlo (es decir, a traicionarlo) para irse con los corruptos lord y lady Ashwood a iniciar una vida de piratería gracias al dinero que les dará el diamante, descubrirá entonces los remordimientos y el despertar de una conciencia. Pero el tiempo se le ha acabado. Al intentar volver atrás es apuñalado por la espalda por lord Ashwood (siempre traicionero y genial George Sanders), pero aún es capaz de acabar con la vida de éste y volver a la cabaña en la escondida cala donde dejó durmiendo al pequeño. Malherido, tal vez agonizando, todavía convence a John de que él debe partir, solo, en el barquichuelo velero que se ve al otro lado de la ventana —qué maravillosa composición del encuadre, que lo cuenta todo sin subrayar nada—, dejándolo a él, como su único amigo, al cuidado de la casa y las propiedades. Y sube a ese barco solitario, pilotándolo hacia un horizonte sombrío, entre las aguas agitadas, componiendo la más bella metáfora de la muerte que yo he visto en una película.

El estudio desdeñó tan magnífica imagen final y añadió un epílogo en el que vemos al niño, con la pequeña de la que se ha hecho su amigo y el párroco de Moonfleeet, abriendo por primera vez en muchos años la verja del jardín, que él piensa restaurar para la llegada de Jeremy Fox. Al expresar el sacerdote sus dudas sobre su regreso, John señala sin dudar que lo hará «porque es mi amigo». Es cierto que la imagen del barco en el mar habría proporcionado un final más bello, pero no me disgusta este epílogo, pues sirve de coda, con su melancólica inocencia, para ese canto sobre la búsqueda del padre y del amigo. Los contrabandistas de Moonfleet es una película que no habla al intelecto sino a las emociones, como siempre quiso Fritz Lang, pero obra el prodigio, como todas las obras verdaderamente perdurables, de unir sentimiento y razón, de obligarnos a mirar con más detenimiento en el interior de ese complicado ser que es el hombre. Lo que no es poco para lo que parece tan solo mera historia de espadachines y contrabandistas, de fantasmas y diamantes, de odios y pasiones: de humanidad.

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Los contrabandistas de Moonfleet / Moonfleet. Año: 1955.

Dirección: Fritz Lang. Guión: Jan Lustig y Margaret Fitts; novela Moonfleet, de John Meade Falkner. Fotografía: Robert H. Planck. Música: Miklós Rózsa. Intérpretes: Stewart Granger (Jeremy Fox), Jon Whiteley (John Mohune), George Sanders (Lord Ashwood), Joan Greenwood (Lady Ashwood), Viveca Lindfors (Mrs. Minton). Dur.: 84 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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4 respuestas a Dos veces Moonfleet, por John Meade Falkner y Fritz Lang

  1. Darío dijo:

    Buscando información sobre el libro de John Meade Falkner he dado con tu blog. Acabas de ganarte un nuevo seguidor, magnífico.

  2. Roberto A. dijo:

    Pues opino lo mismo que Darío, vendré por aquí a menudo. Por cierto perdí mi copia del libro y ando buscando una ¿Alguien puede ayudarme?

    • Muchas gracias, Darío, te espero por acá. En cuanto a la novela, mi copia es de la fabulosa colección «Tus Libros» de Anaya, que hace tiempo ya se descatalogó. Pero la misma editorial publica los mismos títulos (en una edición mucho más fea y en cartoné en vez de tapa dura) en una colección titulada «Libros para jóvenes- Tus Libros Selección», y sé que está editada en ella. Prueba por ahí.

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