Las fechas emblemáticas del futuro de la ciencia-ficción, tarde o temprano, son alcanzadas, rebasadas: se convierten en pasado, en un pasado que, dejado ya muy atrás, nunca pudo ser futuro. La primera fecha importante que alcanzamos fue el orwelliano 1984. Después llegamos a 1997, para descubrir que Manhattan no se había convertido en una gigantesca-isla presidio. Por supuesto, en el 2001 no hubo señales de que estuviéramos cerca, siquiera, de encontrar una respuesta definitiva al enigma del hombre. Todavía nos queda, sin embargo, el 2019, aunque cada vez estamos más cerca y no parece que los estupendos spinners, en esa fecha, vayan a surcar el cielo de nuestras megalópolis…
Siempre he recordado una declaración que hizo Ridley Scott en el momento del estreno de su película, que decía algo así como que él se imaginaba el mundo futuro como un lugar que sería más o menos parecido al actual, sólo que al girar una esquina, de pronto, nos encontraríamos con algo extraordinario. Es una bonita manera de expresar el contenido visual de este género que llamamos distopía, que suele transcurrir en el futuro (pero un futuro no demasiado lejano de nuestro pasado) y mediante el cual, en realidad, sus buenos autores lo que intentan es explicar el presente del ser humano. Particularmente, siento una especial inclinación por aquellas distopías que tratan de alertarnos sobre la mayor amenaza que pende sobre el ser humano: la deshumanización (de nosotros, de nuestro entorno). Es el sello de varias de sus mejores propuestas, como por ejemplo una de mis películas de cabecera del cine contemporáneo, Gattaca (1997, Andrew Niccol), un film que además comparte múltiples vasos comunicantes con Blade Runner, desde la trama policiaca a la apariencia minimalista, la presencia de una banda sonora diferente o el peso dramático que se otorga a la clasificación del ser humano.
Uno de los elementos más fascinantes de Blade Runner es el uso de objetos y elementos vinculados con el pasado para caracterizar ese futuro tal vez moribundo. En particular, los objetos que hay en la casa de Rick, como ese insólito piano en el que luego Rachael entona una música sin saber si sabrá tocar, aunque recuerda lecciones de piano, o esas fotografías que el policía tiene sobre el mismo instrumento que parecen de su pasado y sus seres queridos y que sin embargo, para hallarnos en el 2019, diríanse de más de un siglo atrás, y no solo por el blanco y negro. Viejas fotografías, una cocina donde se distinguen electrodomésticos muy del siglo XX (ese exprimidor de naranjas…), que contrastan con otros objetos de diseño vanguardista (los vasos cúbicos de cristal donde Deckard sive el whisky) o la capacidad tecnológica que permite al blade runner penetrar en la instantánea recogida en el apartamento de los replicantes y descubrir, como ni el protagonista de Blow-up, deseo de una mañana de verano (1967, Michelangelo Antonioni) hubiera soñado, una miríada de detalles imperceptibles a simple vista. Por cierto que en la fotografía que escudriña hay un insólito espejo convexo que, claro, evoca el de viejos cuadros de la pintura como el muy famoso de El matrimonio Arnolfini de Jan van Eyck (que el mismo pintor fechó en el lienzo: 1434).
Contraste también entre las sofisticadas pantallas de anuncio que barren la ciudad (y donde siempre aparecen imágenes de mujeres orientales) o los locales por los que se pasean los personajes, y la presencia de punkies, hare-krishnas y demás fauna tan coétanea, todavía en el 2019. Incluso la presencia de marcas de empresas que hoy ya no existen, aunque en 1982 pudiera parecer que, por su «modernidad», durarían muchos años, como Atari.
Otro elemento fundamental para componer la atmósfera del film es su toque crepuscular. La luz, por supuesto, remarca ese tono que pretende la película. Blade Runner es una película invadida por la penumbra, o por la luz artificial, no en vano durante todo el tiempo parece que es de noche. De hecho, es también una película de contrastes. En los interiores, los personajes parecen a punto de una intimidad que, más que de ellos, proviene de la escasez de luz, pero que es violada por las continuas irrupciones de los haces luminosos de las naves publicitarias, que de pronto los baña de modo excesivo. La lluvia perpetua, sugerida como una muestra del desastre ecológico que se ha terminado de abatir sobre la Tierra, es la responsable de esa falta de luz natural. Sin embargo, hay una secuencia en que aparece la esfera solar. Se trata de la visita de Deckard a las Torres Tyrell y su interrogatorio a Rachael. Por los amplios ventanales puede distinguir el sol: un sol bajo sobre el horizonte, un sol del atardecer, un sol frío, muerto, incapaz de dar calor, como no mana ningún calor, y mucho menos el humano, de Blade Runner.
Los Angeles, en el año 2019, es una ciudad en degradación, inundada por la gente, el tráfico, la basura, el ruido: por los signos de descomposición. Su mejor símbolo, por supuesto, es el edificio donde concluye la acción, cuyo único habitante es J. F. Sebastian, junto a sus criaturas artificiales. El Bradbury, como bien se sabe, es un edificio real situado en la misma Los Angeles, construido en 1893. Los diseñadores de producción del film utilizan tanto su exterior como su interior. El primero aparece alterado: en su fachada, justo debajo del nombre labrado en piedra del edificio, se distinguen un par de gruesas columnas abullonadas (ver foto superior) que aparecen en otras calles de la megalópolis como una marca, un tanto kitsch, de su estilo urbanístico, y que poseen cierta reminiscencia de cuento de hadas. El interior, sin embargo, es el mismo del edificio real, que destaca por el gran vestíbulo al que dan todas las viviendas y que se comunica con el exterior por un techo de cristal (son fascinantes los planos que muestran la nave publicitaria flotando por encima suyo). Este lugar, que en el mundo real se asocia al vanguardismo de finales del XIX, está situado en una calle más solitaria que el resto de la ciudad, por donde campan los pilluelos y que está casi literalmente invadida por los desperdicios: Sebastian descubre a Pris casi mimetizada con la basura, pues se ha envuelto literalmente en papeles buscando un lugar donde descansar. El mismo interior del edificio está invadido por la humedad y, de no ser por las luces publicitarias que se cuelan por el techo de cristal, permanecería a oscuras.
El apartamento de Sebastian es un espacio apenas iluminado (¿por qué debería querer luz un individuo que sabe que ésta delataría las huellas que la enfermedad, el síndrome de Matusalén, está dejando en su cuerpo sin embargo joven?), por el que se mueven, creando un efecto al tiempo siniestro y poético, las criaturas creadas por él mismo para hacerle compañía. La gran habitación cubierta de toda clase de juguetes, criaturas animadas, resortes o muñecos despierta una rápida evocación cinéfila: el salón de la casa del escritor Andrew Wyke (Laurence Olivier) en el estupendo film La huella (1973, Joseph L. Mankiewicz). Ambos espacios se complacen, precisamente, en mostrar el movimiento de criaturas que no están vivas; ambos lugares, en vez de evocar un escenario para el juego (como en principio pareciera que es su función), en realidad remarcan la decadencia de sus dueños: la de Wyke en el sentido clasista, como miembro de una clase aristocrática que, si se lanza al crimen, es por resistirse a su desaparición; la de Sebastian en el sentido literal: por su enfermedad, tiene las horas contadas, como esos replicantes por los que, claro, no puede evitar sentir una gran afinidad. De hecho, le dirá a Batty que son «perfectos», al mismo tiempo que, como participante en el diseño de su cerebro superior, señala con tímido orgullo que «hay algo de ti en mí».
Otro escenario fundamental de la película que crea una sensación de regresión es el propio apartamento de Rick Deckard. Para su entrada, se utilizó un conocido edificio real, la Casa Ennis, diseñada nada menos que por Frank Lloyd Wright en 1924, y que se caracteriza por unas paredes formadas por placas de hormigón cuyo diseño tiene reminiscencias mayas y aztecas, precolombinas (lo cual provoca otra asociación, esta vez con las Torres Tyrell y su forma piramidal). Estas placas también cubren las paredes de la misma casa de Deckard, incluso el balcón al que se asoma y contempla la calle, en uno de esos planos con fabuloso sentido de la profundidad que muestran el Los Angeles de 2019.
Otro elemento que une el futuro con el pasado es el vestuario, sin duda el menos futurista visto en una película de ciencia-ficción. De hecho, la sensación que da es que los personajes principales ni siquiera visten la moda de 1982, sino la de mucho más atrás, la de esos años 40 a los que se remite la evocación del cine negro clásico que tiene el film: abrigos y ropas, en general, muy largos, propios sin duda para protegerse de la continua lluvia, pero también para incrementar el aspecto hermético de todos cuantos protagonizan la historia. Para mí, la prenda más llamativa de todo el film es la que porta Rachael, un abrigo de piel de cuello muy alto y rígido, que parece casi un capullo protector para la muchacha. El juego vertical, y volumétrico, que hace con el flequillo de su peinado, y la rotundidad carmesí del maquillaje de labios, dotan a la muchacha de un aspecto particular, diferente. Resulta conmovedor el instante en que, ante el piano de Deckard, finalmente se suelta sus cabellos y estos caen, de modo natural, sobre su rostro. El peinado anterior es definitivamente abandonado, simbolizando la pérdida de esa inocencia (ignorancia) de la muchacha sobre su pasado, y su acceso al amor muy humano en el personaje de Deckard. Muy poco después vendrá el primer beso de la pareja, aunque tampoco es un beso romántico, ya que, ante la resistencia de ella, será Deckard casi quien la fuerce a aceptárselo.
La música también remarca el mismo efecto, con su gusto por sugerir contrastes, por combinar sones propios de una película futurista —para mí, sobre todo, el tema de los títulos finales que durante muchos años fue la sintonía de cabecera del Informe semanal— con otros más propios de un melodrama interiorista. La frialdad, un tanto ominosa, del tema central que suena por primera vez en la abertura, caracterizando ese mundo oscuro, abisal, amenazador (las explosiones de fuego puntean la música como un eco mortífero) que es la ciudad donde nunca es de día. El toque gélido se mantiene en numerosos momentos, pero en muchos otros, sin embargo, la música aporta una calidez que no poseen las imágenes y que, por ello, enriquece su significado. Esa combinación, extraña y misteriosa, preside el tema Memories of Green. Sus toques de teclado, evanescentes, casi elípticos resuenan por primera vez en la triste y melancólica primera visita de Rachael al apartamento de Deckard, sugiriendo un vacío insoportable: el vacío de la revelación de saberse un replicante. Pero también el de Deckard al quedar solo en su casa, sin vida propia, centrado en la intromisión en las vidas ajenas (las fotografías que se dispone a escudriñar). Deckard se levanta entonces y sale al balcón, y entonces entra en la banda sonora, sin aviso (una vez más, el arranque parece la sirena de algún vehículo), el Blade Runner Blues, que encadena la contemplación de la calle por parte del detective con la llegada de la replicante Pris al edificio Bradbury, donde se tropezará con J. F. Sebastian. La música enlaza dos calles, dos espacios distintos, pero obra el prodigio (bien ayudada, claro, por la soberbia dirección artística) de construir el espejismo de que en realidad son la misma calle, el mismo espacio. En realidad, cualquier rincón degradado de ese Los Angeles es símbolo de la ciudad entera.
Mucho más tarde, cuando Rachael acaba de salvarle la vida a Deckard, durante la lucha de éste con el replicante Leon, al volver al apartamento, sonará el Tema de Amor, con ese bello saxofón que aporta un toque de jazz (muy propio además de una película noir). La calidez de sus notas acompaña a Rachael mientras mira esas fotos extrañas del policía que están sobre el atril del piano, y la contemplación del instrumento la lleva a tocarlo (bonita forma de sugerir que, pese a que ya es consciente de su falsedad, no renuncia a sus recuerdos: pues están en ella) y las dos músicas se suceden sin solución de continuidad. Es muy bello que sea entonces cuando Rachael se suelte su absurdamente sofisticado peinado: en la sencillez que ahora asoma a su rostro, ¿cómo creer que es un ser artificial?
Por último, en el bonito Finale, acompañando las siempre bellas y enigmáticas palabras con que se despide Roy, el sencillo piano parece sumirse en el mismo recogimiento fascinado con que Deckard asiste al gesto inesperado de su antagonista, y a su muerte, consiguiéndose un insuperable momento elegíaco. Justo después, sobre el rostro congelado de Deckard, absorto en ese gesto de sacrificio que no puede explicarse, suenan las también inolvidables palabras de Gaff: «¡Lástima! La chica no vivirá, pero ¿quién vive?», que, ya lo he dicho, sugieren una muestra de humanidad inesperada, como luego sancionará el hallazgo del unicornio de papel.
Sí, Blade Runner es ante todo un ejercicio de magia fascinadora, que casi mejor no debería ni intentar explicarse, pues las palabras acaban empobreciendo, inevitablemente, uno de los mayores ejemplos de densidad abstracta y arrebato visual que jamás se han hecho ni se harán.
Que maravilla de maravillas, se sobrepone a un reparto muy discutible, en el que quienes mayores reparos merecen son quienes interpretan los personajes principales. Ya he hablado de las estupendas composiciones de William Sanderson/Sebastian, E. James Olmos/Gaff o Joe Turkel/Tyrell (a los que uno a la estupenda Joanna Cassidy/Zhora, si bien se la disfruta poco). Pero, el resto… Confieso que, después de tantas veces que he visto la película, todavía no sé si Rutger Hauer pretende hacer una interpretación seria o directamente paródica, aunque esa ambivalencia, a veces, enriquece al personaje, pues lo vuelve imprevisible. En cuanto a Harrison Ford, por mucho que pueda creerse que actúa en el mismo sentido que los grandes actores de Hollywood, mediante la sobriedad de su presencia, en realidad es inexpresivamente insustancial, y cuando intenta recurrir a algún tipo de gesticulación (esas sonrisas irónicas en la comisaría, el gesto de sorpresa y desvalidez ante la paliza que le da Leon) demuestra sus grandes limitaciones dramáticas. Por otra parte, pese a que el físico de Sean Young y Daryl Hannah acompaña bien a sus personajes, uno no puede evitar pensar que otras actrices, de mayor talento, hubieran hecho inolvidables sus personajes. Y no hablemos del insoportable Brion James haciendo del alucinado/alucinante Leon: ¿en serio todos los replicantes tienen un cerebro superior?
Algunos de los detalles más peculiares en una visión del futuro que tiene tres décadas encima no son solo la aparición de marcas hoy desaparecidas (hasta el product placement puede ser una fuente de detalles históricos), sino esa forma de presentarlo basándose en exceso en las características económicas del presente: en los ochenta todo iba a ser japonés, desde las geishas de los anuncios en Blade Runner, hasta la aparición de ejecutivos nipones y de su idioma en todo el cyberpunk. En las producciones recientes utilizan unas fechas todavía más alejadas, pero también las ambientaciones son más asépticas…Me atrevería a decir que las de hace treinta años tenían más gracia.
Esa es la gracia de la buena ciencia-ficción: que esté bien arrimada al presente… aunque, con el tiempo, claro, se convierte en nuestro pasado en la «realidad», y eso otorga otra capa más a ese juego de referencias cronológicas.
Toda una trilogía crítica. No has dejado nada sin desmenuzar 😉
Jajaja, pues he acabado con la sensación de estar muy pesado. Y encima tenía pensada una «tetralogía». El párrafo final sobre los actores estaba pensado para dar pie a una cuarta entrega sobre las interpretaciones. Menos mal que me he parado a tiempo…