Considero que Blade Runner bordea el esteticismo ensimismado durante casi todo su metraje, incurriendo más de una vez en él. Sus dos protagonistas principales, Harrison Ford y Rutger Hauer, además de ser dos actores mediocres, no entienden en absoluto sus personajes y casi los arruinan. El director, Ridley Scott, no consigue aportar a las imágenes la fuerza poética y la intensidad dramática que necesitaba la historia. De hecho, aunque fue elevado a los altares cinéfilos gracias a esta película y a la anterior, la mítica Alien, el octavo pasajero (1979) —su mejor obra como realizador, ésta sí—, desde ese momento su carrera entró en una increíble espiral de horrores que solo remontó, en mi opinión, el año pasado con su vuelta al género de la ciencia-ficción en la película Prometheus (2012). Muchos de los elementos de su trama están más bien cogidos con alfileres e incluso hay alguna pequeña incongruencia que mejor no menear. Al amparo de intereses tanto económicos como artísticos, ya no existe una única versión del film, puesto que en el año 1992 se estrenó el llamado Montaje del Director, con importantes alteraciones (la supresión de la voz en off del protagonista, que iba punteando la acción, y la eliminación del happy end), y en 2007 se difundió la llamada Edición Definitiva, que más bien contiene cambios en la textura y el color de las imágenes. Encima, la lectura de múltiples críticas y libros sobre la película ha acabado por trivializar un tanto el contenido profundo de la historia, como suele pasar cuando la interpretación de una obra acaba pesando más que el puro placer porque nos la cuenten de nuevo.
Señalo todo esto para decir que, pese a todo esto, Blade Runner es para mí una de las películas más importantes de mi vida, y sin duda la que más me ha fascinado, tanto la primera vez que la vi en televisión (cuando no existían las pantallas panorámicas y supongo que el formato panorámico sería adaptado al del televisor) como después al recuperarla en cines en el Montaje del Director, que es el que he visto tantas veces que para mí ya es el definitivo, hasta tal punto que no he vuelto a ver (a escuchar, mejor dicho) la primera versión con el relato en primer persona del protagonista.
Blade Runner, en primer lugar, fue para mí la primera película cuya ambientación me dejó literalmente sin aliento, en una época en que todavía los efectos eran artesanales, y la CGI era solo un sueño (digital). En segundo lugar, y de la mano de su ritmo desafiantemente lento, cada vez que me asomo a ella siento que yo mismo puedo caminar por sus calles perpetuamente lluviosas, vagar por las inmensas salas de la Corporación Tyrell o pasear entre los artilugios que se acumulan en el solitario piso de J. F. Sebastian. Una secuencia en concreto —el examen por parte de Deckard de una fotografía que, de la mano de un artilugio tecnológico que no solo amplía el fotograma sino que permite pasearse por el encuadre y descubrir elementos ocultos en la primera visión— me dejará siempre con la boca abierta por su singularidad y su increíble riqueza polisémica. Y aunque he escuchado mil veces la frasecita final de Roy Batty, y me parece que Ridley Scott estropea la tristeza del momento con el inserto de la paloma que se escapa volando… nunca dejo de escuchar con emoción esa sencilla enumeración que me hace sentir el deseo de ver esas mismas cosas que vio el replicante en sus breves cuatro años de vida. El evocador nombre de la Puerta de Tannhauser, para mí, puede simbolizar perfectamente el lugar más bello del universo.
El inicio de toda esta historia se encuentra en una novela publicada en 1968 bajo el sugerente título de ¿Sueñan los androides con ovejas mecánicas? Su autor, Philip K. Dick, nacido en 1928 y muerto en 1982 a pocas semanas para el estreno de la película inspirada por su novela, era a esas alturas uno de los principales escritores de esa corriente del género conocida como ciencia-ficción «dura». Decir eso no era decir mucho: Dick era un nombre conocido entre los incondicionales del género (no tantos como ahora) y desconocido en el mundo de la literatura en general.
Por la superior capacidad amplificadora del cine, la novela es muchísimo menos conocida que la película. (Sería bueno saber cuántos de sus espectadores, incluso de quienes la aman, han leído el libro.) En cualquier caso, hay que decirlo de entrada: es una novela espléndida, de una densidad pegajosa, que explica precisamente la profundidad que emana de la película, no en vano ésta no es sino una lectura inteligente y creativa, no mimética, de los temas planteados por Philip K. Dick. Eso sí, si Blade Runner, dentro del cine, es una película con vocación de excepcionalidad, y no sólo por su espectacular diseño de producción, ¿Sueñan los androides…? desprende una indiscutible sensación de modestia. Es evidente que Dick no pretendió revolucionar el género con ella, e incluso es posible que, para sus buenos conocedores, ni siquiera pase por su obra más emblemática. Esta modestia es parte de su atractivo, pues hace más estremecedora la muy triste reflexión que realiza sobre la condición humana, ello a partir de un sencillo planteamiento distópico que se centra en unos pobres diablos, nada sublimes, embarcados en una intriga policiaca narrada sin aspavientos y en la que apenas hay acción.
Resulta de lo más interesante comparar la novela con el guión, partiendo del hecho de que la historia que llegó finalmente a la gran pantalla modifica en buena medida el libro, por mucho que en ella se reconozcan suficientes elementos como para no considerar que sean dos obras completamente autónomas.
Situemos el argumento del libro. La acción tiene lugar no en el cinematográfico 2019, sino en 1992. Dick escogió 22 años en el futuro para situar su distopía, que ya hemos dejado atrás; los responsables de la película prefirieron 37: cada vez estamos más cerca. El escenario no es Los Angeles, pero no anda lejos: San Francisco. Ahora bien, si en Blade Runner la ciudad es una megalópolis con exceso de población, por mucho que las aeronaves pregonen continuamente las maravillas de la colonización exterior, en ¿Sueñan…? San Francisco es una ciudad despoblada: el protagonista vive en un edificio medio deshabitado. El motivo es una inconcreta Guerra Mundial Terminal que concluyó con la clásica exposición de la atmósfera al polvo radiactivo, de ahí que casi todos cuantos han superado los exámenes médicos se encuentran viviendo ya en las colonias espaciales. Los que quedan, o bien están ya contaminados por el perenne polvo radiactivo, o están esperando abandonar el planeta en un futuro próximo. Y el mundo parece condenado a caer bajo el dominio de la entropía, de la degradación, pues todo lo que rodea a sus habitantes parece caer en la descomposición, convirtiéndose en kippel, concepto con el que Dick se refiere a esos múltiples objetos cotidianos que, al no usar ya nadie, se han convertido en inútiles, en basura.
En cuanto al protagonista, llamado también Rick Deckard, en el primer párrafo nos encontramos que está casado (su mujer se llama Iran y no tienen hijos). Cotidianeidad doméstica no precisamente envidiable: en ese mundo la felicidad parece improbable en cualquier término. De hecho, la vida diaria se hace llevadera gracias a la unidad Penfield, un aparato que permite programarse el ánimo que se necesitará las horas siguientes según la actividad que se vaya a realizar. Asimismo, la gris sordidez de ese mundo ha provocado el éxito de una pseudo-religión, el mercerismo, que consiste en la percepción de una experiencia común provocada por otra máquina que lleva a compartir las experiencias que, en algún desolado lugar del universo, vive un viejo desvalido llamado Wilbur Mercer, con cuya perspectiva entran en misteriosa comunión cuantos se conectan a aquélla.
La profesión de Deckard es la misma en ambas versiones. Eso sí, recuérdese que el término blade runner (el «corredor de la espada», signifique esto lo que signifique) se inventó para la película a partir de una sugerencia de Hampton Fancher, el primer guionista e impulsor del proyecto. En el libro, Deckard sigue siendo un policía especializado en la captura de los humanoides que intentan entrar en la Tierra. El término para su puesto es el de cazador de bonificaciones (algo parecido al famoso bounty hunter de los westerns, el cazador de recompensas), del mismo modo que sus presas no son replicantes sino que reciben el nombre de androides o, en sentido despectivo, andrillos (utilizo siempre los nombres de la traducción española de César Terrón, que leí en Círculo de Lectores). Eso sí, en ambas versiones, a la eliminación de los humanoides se le aplica el eufemismo «retirar».
La película suele interpretarse como una reflexión sobre el concepto de humano. Para ello, se parte de la historia de un policía especial cuyo trabajo es eliminar a unos androides diseñados no solo para remedar por completo la apariencia del hombre sino al que se ha dotado, incluso, de una inteligencia especial: una réplica perfecta. Los androides, proscritos en la Tierra, sin embargo tienen inclinación a querer venir a nuestro planeta. Un grupo de ellos acaba de llegar para buscar a su diseñador (a su creador) y exigirle que repare lo único que los aparta de la humanidad: tienen una vida limitada a cuatro años.
En la novela, esta limitación vital no existe, aunque se señala que, debido al desgaste, tal viene a ser también, en más o en menos, su duración. No hay, sin embargo, espacio para el contenido existencial. Los androides de la novela, en realidad, a lo que aspiran sencillamente es a confundirse entre la humanidad y vivir como ellos. Paradójicamente, proceden de las colonias espaciales a donde están marchando los seres humanos de «verdad»: de este modo, los seres artificiales encarnan una nostalgia del hombre antes de esa Caída que supuso para ellos la guerra, y que se manifiesta incluso en su indiferencia ante esas prótesis emocionales que son la unidad Penfield y el mercerismo (aunque, por otra parte, se deba a su incapacidad para sentir empatía, que es lo que acaba por subrayar su condición artificial). Hacia el final de la historia, los androides, más numerosos en la Tierra de lo que se cree, incluso intentan desmontar ese elemento de consuelo emocional que es el mercerismo, denunciando públicamente que es una superchería (el tal Mercer resulta ser un viejo actor alcoholizado), lo cual se reviste de una muy suculenta ambigüedad: es tanto una forma de protegerse contra un acto basado en esa empatía que a ellos le está negada como un intento de devolverle a la humanidad la independencia moral que, paradójicamente, ellos, los seres artificiales, son los últimos en conservar.
En Philip K. Dick, la reflexión sobre la humanidad arranca a partir, precisamente, de la imperfección del hombre. Los androides a los que Deckard debe eliminar son tan humanos precisamente porque reproducen sus mismas imperfecciones: son tan egoístas, quisquillosos, lastimosos, incluso vengativos, patéticos en suma, como los hombres de verdad. Incluso, aunque se diga que lo que diferencia a unos de otros es que los seres artificiales carecen de empatía —y así es como se los reconoce, previo sometimiento a un test, el Voigt-Kampff que diríase una parodia de cualquiera de las pruebas psicológicas que hoy día se obliga a pasar en casi cualquier entrevista de trabajo—, lo cierto es que los seres humanos de la novela tampoco parecen muy capaces de situarse bajo la piel de cualquiera que no sean ellos.
De hecho, al final, esa empatía parece concentrarse, sencillamente, en la dependencia que estos seres humanos de la Tierra degradada del 1992 sienten por los animales… porque estos prácticamente han sido extinguidos. Así, el principal objetivo en la vida de este nuevo hombre es poseer un animal de verdad (raro, y por tanto, caro), y en el entretanto se conforman con los sucedáneos mecánicos, de ahí el título de la novela. Empatía hacia cualquier animal, por tanto… con exclusión del animal supuestamente superior a todos, el hombre.
Sin embargo, al lado de esta reflexión sobre la humanidad, hay otra (que en la película ya no se retoma) que es muy propia de Philip K. Dick y que incluso quien ha leído poco al autor (entre los que me incluyo) identifica como obsesión suya gracias sobre todo a las adaptaciones de sus historias al cine: la porosidad de la realidad. En la novela esta reflexión da pie al genial segmento central de la investigación de Deckard, en que, al ir a detener a un andrillo (que ha asumido la identidad de una cantante de ópera, personaje equivalente, en más o en menos, a Zhora, la bailarina con serpiente de Blade Runner) acaba viéndose sometido a una inesperada odisea. En primer lugar, la cantante desmonta la infalibilidad de la prueba con enorme facilidad y a continuación Deckard se ve enredado en una situación kafkiana que cuestiona su humanidad y su propia realidad, incluso planteándose que él sea el andrillo. (Sabido es que el mismo Ridley Scott, en el Montaje del Director acabaría amparando esa misma idea, sobre todo con la inclusión del famoso plano del unicornio, cometiendo uno de sus peores errores, como señalaré en un próximo comentario.) Lo kafkiano reside no en el absurdo de la situación, sino bien al contrario —el término «kafkiano» suele utilizarse con ligereza— en la fría lógica con que una situación que no debería suceder, sin embargo pasa, en virtud de sus propias leyes lógicas, que pese a que, en rigor, son demenciales, sin embargo poseen una viscosa sustancia de credibilidad mientras todo ocurre.
Y es que el Deckard del libro muy poco tiene que ver con el del film. Blade Runner acerca al personaje a la mítica del private eye en la estela del Philip Marlowe de Raymond Chandler, evocado sin ir más lejos en el recurso a la narración subjetiva con que se adornó la versión estrenada en cines en 1982 (luego eliminada de las siguientes). La independencia, en todos los sentidos, que manifiesta el Deckard interpretado por Harrison Ford nada tiene que ver con la manifiesta vulgaridad del personaje del libro, su extrema vulnerabilidad, que acaba convirtiéndolo en un personaje considerablemente cercano.
Por lo demás, en la novela también aparecen los principales replicantes, incluso con los mismos nombres. Como en el film, Deckard acude a la corporación fabricante de los Nexus 6 y el dueño (Rosen es aquí su nombre) le pide que le haga el test Voigt-Kampff a la joven Rachael, con el resultado de que resultará ser una replicante: la escena de la prueba es la única que se mantuvo casi idéntica del libro a la pantalla, incluso conservando los mismos diálogos. Ahora bien, esta fidelidad supone uno de los errores de la película (aunque es fácil que pase desapercibido a fuerza de haberla visto más de una vez: la costumbre…), pues no queda muy claro por qué las preguntas del test, como prueba de empatía, giran de modo tan obsesivo en torno al maltrato a los animales. En el libro sí lo tiene, como he señalado. Eso sí, la descripción física que hace Dick de la joven Rachael (una criatura casi andrógina, de físico poco rotundo) indica a un buen lector del libro en quien se encargara de elegir a la actriz Sean Young. La Rachael de la película no llega a recibir un dibujo muy profundo, pero en el libro supone un personaje excelente (sin necesidad de aparecer en escena mucho más: es cuestión de densidad psicológica), revelándose como una manipuladora de mucho cuidado, que no solo seduce a Deckard sino que está a punto de conseguir que cuestione tanto su profesión como sus motivaciones vitales. Frente al tosco pero honrado Deckard, Rachael resultará ser una criatura harto maquiavélica, sarcástica, irremediablemente sensual, en el fondo tan poco humana (o tan humana) como los humanos.
Significativamente, el Roy Baty (con una sola ‘t’) del libro nada tiene que ver con el carismático replicante que encarna Rutger Hauer —es un líder frío, antipático y en el que no se adivinan especiales dotes—, y el enfrentamiento final con los andrillos resulta rápido y sin el dramatismo que posee en el film.
La novela cuenta con otro personaje principal al que Dick dedica muchas páginas: John Isidore, un «especial» (despectivamente, un «cabeza de chorlito»), es decir, un ser humano contaminado al que, por ello, le está vedada toda posibilidad de emigración, y que, por su incapacidad para superar otros tests, en este caso de inteligencia, se ve obligado a ocuparse de los trabajos más subalternos, incluso degradantes, de esa sociedad moribunda. Isidore vive él solo en un bloque de apartamentos donde encontrarán refugio los andrillos, a los cuales adoptará con alborozo (incluso cuando descubre su verdadera condición), pues para él suponen una patética opción de vida social, de comunión con otros seres. En la película Isidore será convertido en otro individuo solitario y marginado: J. F. Sebastian (William Sanderson). Este espléndido personaje —cada vez que vuelvo a ver la película cobra mayor relieve— se singulariza por padecer una enfermedad degenerativa de las células (envejecen más rápido) llamada síndrome de Matusalén, pero al contrario que Isidore es un hombre de gran brillantez intelectual y uno de los ingenieros genéticos de élite de la Corporación Tyrell. Y aun así, otro marginado.
Por medio del Isidore del libro, Deckard amplía su pesimista reflexión sobre la condición humana: el rechazado Isidore es el único que acepta a los androides, pero incluso estos se consideran superiores a él, tratándolo, como poco, con condescendencia. Si los seres artificiales tienen un interés por la vida que la humanidad decadente —esa humanidad que necesita tantos sustitutos mecánicos (animales, estimuladores, falsas religiones)— ya es incapaz de poseer, si en el fondo la novela acaba planteando la posibilidad (que no deja de ser aterradora) de que sean ellos los destinados a suceder al hombre sobre la Tierra, no será para mejorarnos sino para perpetuar todos nuestros defectos. Ese es el triste corolario que emana de esta estupenda novela que es ¿Sueñan los androides con ovejas mecánicas?
Blade Runner es uno de esos casos en los que la película funciona por su cuenta, y que es mucho más memorable la estética que el propio guión. Como curiosidad, en la segunda mitad de un especial de Enano Rojo filmado en 2009, empezaron a homenajear la mayoría de sus secuencias, en una decisión casi tan extraña como..bueno, como muchas situaciones de la propia película.
¡No tenía ni idea de lo que era «Enano Rojo» pero al ponerlo en el buscador de google con el añadido de «Blade runner» he encontrado un enlace a un blog en el que está colgada una descacharrante parodia de la escena en que H. Ford se «mete» en la foto del replicante… solo que aquí, a base de ampliar detalles de cada reflejo dentro de reflejo se llega hasta el infinito y más allá!!
La verdad es que en cuanto a guión Blade Runner pierde absolutamente toda la maravillosa marca de Dick… incluso el sentido de la novela. Blade Runner es una magnifica pelicula pero quizás sea la traición más grande a Dick… Desde el protagonista, hasta los androides ningún personaje tiene la calidad de los personajes de Dick. Pero ante todo el transfondo – la empatía y el espiritu humano – queda tergiversado al completo.
La compañía en la novela domina gracias a los andrioides el conjunto de la sociedad, a través de los medios de comunicación, los androides odian la empatía y la religión que existe en torno a ella.
¿Religión? La religión ha desaparecido del tema – Mercer que es un personaje más y que arrastra al protagonista a una experiencia psicodelica al final de la novela, simplemente no existe…
El drama existencial de los androides en la pelicula sustituye al cuestionamiento de la realidad humana que existe en la novela.
Me gusta Blade Runner como película, pero no deja de asquearme el argumento… es como si convirtieran a Don Quijote en un superheroe musculoso, y a sus alucinaciones las convirtieran en una realidad virtual creada por un genio del mal… por ingenioso que fuese el argumento oir que se trata de la misma obra daría asco.
Entiendo perfectamente tu rechazo, porque es evidente que la película prescinde de casi toda la novela, hasta el punto de que son dos historias prácticamente diferentes. En mi caso, como primero vi la película, esas diferencias que descubrí al leer la novela me hicieron muy grata la lectura (odio las adaptaciones fidelísimas a una novela previa: no entiendo por qué se hacen). Ahora bien, entiendo que quien admire profundamente la novela e incluso la haya leído antes (aunque en España no sé si hubo edición previa a la película) lo considere intolerable. La película le da la vuelta a muchos elementos del libro o los ignora sencillamente (el ambiente postatómico, el tema religioso, los condicionantes personales del protagonista, el escenario desolado por falta de población y no por superpoblación…). En cualquier caso, y puesto que es inevitable que el cine vampirice siempre a la literatura, en este caso los vampiros supieron recrear (o rehacer casi desde cero) el original con gran talento… que no debe esconder el de la estupenda novela de partida, claro.