Cthulhu muerto aguarda soñando… (II): los grandes relatos

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Ilustración de Dean Kuhta sobre H. P. LovecraftLa redacción de La llamada de Cthulhu (por fortuna, publicado con no excesivo retraso, como sí pasa con otros cuentos eminentes del autor) terminó por delimitar el concepto de terror que Lovecraft denominó ficción sobrenatural. El autor volvería una y otra vez al argumento planteado en este cuento, abriendo un fértil terreno que, como ya he señalado en otro artículo, sería hollado de modo entusiasta por el animoso conjunto de amigos y corresponsales que compartían las mismas inquietudes literarias. Los cinco años que se suceden (es decir, el tiempo comprendido entre 1927 y 1932) componen el periodo de esplendor creativo del Solitario de Providence, en los cuales escribió la práctica totalidad de los relatos que hoy le garantizan la inmortalidad. Los escribió a rachas, por la irregularidad tanto de su publicación (algunos, tristemente, vieron la luz tardía e incluso póstumamente) como por los propios condicionantes de su vida. Recuérdese que no tuvo ningún trabajo profesional «fijo», y que sus ingresos los obtuvo, sobre todo, de la revisión de textos ajenos… muchos de los cuales reelaboró de tal modo que su personalidad y su mundo propio prevalecen por encima del autor inicial del escrito, de tal modo que deben ser tenidos muy en cuenta a la hora de estudiar el universo lovecraftiano (Valdemar cuenta con un espléndido volumen que contiene buena parte de esas colaboraciones: Más allá de los eones).

El color del espacio exterior (The Color Out of the Space, también traducido como El color surgido del espacio o El color que cayó del cielo, que es mi versión favorita, escrito y publicado en 1927, en la revista Amazing Stories, editada por el mítico Hugo Gernsback, quien daría nombre a los más famosos premios de la ciencia-ficción). Muchos especialistas cuestionan su adscripción a los Mitos, porque, fuera de la mención a la ciudad de Arkham (donde no transcurre la acción) y a los eruditos de su Universidad, no hay más vinculación con el ciclo. Ahora bien, justifico su inclusión en este artículo porque contiene, posiblemente, la mejor expresión de ese concepto de otredad tan fundamental en la narrativa del autor y, en especial, la más conseguida descripción de su concepto favorito: nunca como aquí consiguió expresar mejor la existencia de una entidad desprovista por completo de cualquier posible parangón con los parámetros humanos (algo que sí poseen, incluso en su anormalidad, esas razas fabulosas que creó como los Antiguos o los Profundos).

La trama es muy sencilla: estamos ante otro de los relatos lovecraftianos en que, antes que narrar sucesos, lo que se hace es describir estados de ánimo y reacciones ante lo inexplicable. Un meteorito cae en los terrenos de una granja medio escondida en los valles cercanos a Arkham. Los investigadores convocados descubren, sorprendidos, que la sustancia rocosa no solo no recuerda nada conocido, sino que con los días se va desvaneciendo sin dejar rastro, más que el recuerdo de su particular color. Sin embargo, desde ese momento, la modesta familia que vive en la granja, los Gardner, va viendo cómo se arruinan sus cosechas, cambian las flores y la vegetación, los animales padecen extrañas enfermedades y, en fin, poco a poco ellos mismos sufren una degeneración tanto física como moral que los va destruyendo, ante la impotente mirada del amigo y vecino que es quien actúa de portavoz del relato.

El cuento se inicia con una inolvidable descripción de esa naturaleza agreste y sombría donde se sitúa la acción, que provoca una opresiva inquietud en el ánimo del narrador del relato, lo cual supone un presagio de la opresiva tristeza que enseguida va a provocar. Siguiendo un recurso muy querido por HPL, el cuento utiliza varias instancias narrativas interpuestas entre los infortunados protagonistas del drama y el mismo lector, pero en esta ocasión esas sucesivas capas lo que hacen es incrementar la desesperada melancolía que envuelve el relato desde el primer momento. Como señalaba, Lovecraft dibujó aquí mejor nunca ese concepto de la alteridad que se propuso para distinguir su perspectiva sobre la vida no terrestre. Sin necesidad de recurrir a engendros indescriptibles con nombres impronunciables —el ente que trae la ruina a la familia Gardner apenas se describe como una niebla, como un color distinto, como una presencia que no se detecta de modo físico—, y bañando su relato en la inquietud metafísica más pura, Howard Phillips Lovecraft, tal vez por única vez en su carrera, consiguió unir de modo indisoluble el terror puro con la belleza más abstracta e inexpresable, deparando la que tal vez sea su obra maestra (él, desde luego, lo consideraba su mejor cuento), culminándolo con un final elegíaco y melancólico que sella de modo inolvidable sus resultados.

Ilustración de El horror de Dunwich, por el argentino Alberto Breccia

El horror de Dunwich (The Dunwich Horror, escrita a mediados de 1928 y publicada en abril de 1929 en Weird Tales). Este relato, uno de los más famosos del autor, inserta los Mitos en el corazón de la América rural. Es verdad que el previo cuento ya estaba ambientado aquí, pero ya he señalado que no dejaba de ser una historia periférica de los Mitos: en cambio, El horror de Dunwich supone una de las inmersiones más emblemáticas en el ciclo. Como El color, eso sí, se inicia con un memorable recorrido por ese escenario rural en el que va a transcurrir la historia, que despierta la misma inquietud que las antiguas ciudades donde eruditos extraviados invocaban a los Antiguos. Dunwich, un lugar al que HPL no volvería en ninguna otra historia, aparece caracterizado como un municipio marcado por el profundo signo de la regresión. Un espacio apartado de la corriente del tiempo (significativamente, a él se llega por error, como señalan las primeras líneas del cuento, al equivocarse en una desviación, porque en caso contrario no se concibe que a nadie pueda atraerle un lugar que respira una turbia degradación, la que procede de la endogamia tan propia una tierra que no puede renovar su población), pero cuyos orígenes están relacionados con la famosa caza de brujas de Salem, puesto que sus fundadores marcharon de allí, quién sabe por que razones, en el mismo año de 1692 en que se produjo aquella.

En este escenario siniestro e indolente es donde Lovecraft sitúa una ficción prototípica: en el seno de una de esas familias que vegetan en la comarca de Dunwich, los Whateley, viene a nacer un vástago, Wilbur, marcado desde pequeño por el signo de la excepcionalidad. Es hijo de progenitor desconocido, pero su increíble y antinatural desarrollo físico e intelectual delata que el «padre» no puede ser alguien corriente. Wilbur Whateley crece con una rapidez alarmante y enseguida manifiesta una notable atracción por las artes arcanas, lo cual lo lleva a la cercana Arkham y a su Universidad Miskatonic en busca del inefable Necronomicon, cuyos conjuros que le permitirán traer a la Tierra nada menos que a Yog-Sothoth, uno de los engendros lovecraftianos que había sido citado por primera vez en El caso de Charles Dexter Ward (historia de la que, cambiando la ubicación urbana por la rural, no deja de ser una variante más concentrada).

Confieso que El horror de Dunwich no se encuentra entre mis relatos predilectos del autor, y la comparación con la antecitada nouvelle viene muy a propósito para explicarlo. Allí donde esta creaba una genuina revulsión (repulsión) por el sórdido tratamiento del tema del contacto con otros seres, Dunwich despierta un frío desagrado sin más. En buena medida, creo, porque aquí el autor no afina bien su clásico tratamiento elusivo, en el que los hechos atroces se narran siempre mediante progresivos indicios, testimonios que se complementan o relatos indirectos. La aparición final de los sabios de la Universidad de Miskatonic que hacen las veces de equipo de cazafantasmas arroja sobre la trama cierta sensación de trivial deux ex machina. Pese a todo, si el relato en líneas generales resulta estimable es, insisto, por la inquietud que despierta su atmósfera de degradación rural, bien expresada a través de conseguidos detalles: el continuo graznido de los omnipresentes chotacabras —recuérdese la facilidad con que HPL sabía crear sensaciones sonoras en el lector—, el anticuado registro lingüístico que utiliza el abuelo Whateley, que sugiere una anormal longevidad, la evocación a uno de los maestros del autor, Arthur Machen, y sus relatos situados en degradados rincones rurales…

Cubierta de una edición de El que susurra en la oscuridad, con portada de Pete Von Sholly

El que susurra en la oscuridad (The Whisperer in the Darkness, también traducida como El susurrador en la oscuridad, escrita en 1930 y publicada en agosto de 1931 en Weird Tales.) La impresión inicial que provoca este relato es la de que parece proceder, más bien, de alguno de los imitadores o continuadores de la obra de Lovecraft: sin ir más lejos, del mismo August Derleth, admirable editor pero muy discreto escritor. De entrada, claro, quiero decir con ello que estamos ante eso que se llama una obra menor —entiendo que este término fastidie a mucha gente—, una especie de recalentamiento de previas historias de Lovecraft que, por ello, denota cierto esquematismo a la hora de unir elementos que aquí resultan más estereotipados de lo debido. El motor argumental es la resurrección de viejas leyendas rurales sobre seres espantosos ocultos en la profundidad de los bosques a partir de la aparición de extraños cuerpos flotando después de unas grandes inundaciones en Vermont. Wilmarth, un profesor de la Universidad Miskatonic, especialista en el folklore de Nueva Inglaterra, considera inicialmente que son los clásicos rumores que revelan la ignorancia de los lugareños incultos, pero comienza a cambiar de opinión cuando entra en contacto con él un veterano erudito local, Akeley, que vive en una granja situada en un solitario paraje de Vermont, el cual empieza a enviarle indicios de la presencia de unas criaturas monstruosas a las que llama los Exteriores.

En particular, el relato parece un cruce de La llamada de Cthulhu (durante su primera mitad, posee la misma estructura que recopila sucesos enigmáticos reseñados por el narrador) y El horror de Dunwich (finalmente, el protagonista acaba acudiendo a la aislada granja de Akeley para comprobar por sí mismo la verdad sobre esos seres extraterrenos). Los defectos del cuento son múltiples. Por un lado, la recopilación de datos acaba siendo excesiva, por su inverosímil prolijidad (grabaciones, fotografías, hallazgos de numerosos restos e indicios…), de tal modo que el lector ha de preguntarse cómo diablos se ha podido mantener el secreto tanto tiempo. Por otro, en esta ocasión la alternancia entre las dos voces narrativas (Wilmarth-Akeley) no es consistente, creándose un ineficaz suspense cuando se va precipitando la incertidumbre del primero acerca de los peligros que acechan al segundo: tarda tanto en decidirse a acudir en su busca, que el impaciente lector cobra una notable antipatía por el protagonista más reticente de toda la obra lovecraftiana

Cuando por fin Wilmarth se dirige a la granja de Akeley, la historia remonta el interés, claro, pero ya es tarde para interesarse sinceramente por el destino de sus dos fastidiosos protagonistas. Además, resulta completamente inverosímil la credulidad del narrador, que se pone en marcha cuando su corresponsal le indica que ya ha pasado todo peligro: es el típico caso de las malas películas de terror en que el protagonista se revela como un incauto de mucho cuidado, que corre alegremente hacia el peligro cuando solo un lerdo no adivinaría que se dirige a la boca del lobo. Aun así, Lovecraft luce muy bien su capacidad para narrar la atmósfera de regresión en que Wilmarth se siente sumergir conforme se interna en los bosques de Vermont. Una vez en la granja, se plantea una situación de suspense al borde permanente del ridículo (el supuesto anfitrión se presenta ante él como el hombre invisible de la novela de Wells: un ser camuflado por toda clase de obstáculos textiles que dejan muy claro que algo le ha sucedido), pero que tiene la virtud de estar muy bien contada, salvando así el honor del cuento sin dudas menos interesante de esta apasionante etapa de los Mitos.

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En las montañas de la locura (At the Mountains of Madness, escrita en 1931 y publicada en Astounding Stories en 1936). No es de extrañar el frecuente desaliento que Lovecraft sintió ante su propia obra, con casos como el que nos ocupa: esta espléndida novela corta, hoy día situada por todos en el cénit de sus logros, tardó cinco años en encontrar publicación, y lo hizo de un modo bastante calamitoso, abundando en omisiones y erratas. Estamos ante una de sus historias más conseguidas y mejor narradas, con un inolvidable crescendo en el horror desde ese inicio en el que, mejor que nunca, el autor borda su apariencia de informe científico (si bien, desde el primer momento, es un informe realizado con el tono admonitorio habitual: «Me veo forzado a hablar porque los hombres de ciencia se niegan a seguir mi consejo sin saber por qué») que progresivamente se va inundando de inquietud. Este recurso narrativo, por tanto, se construye sobre una sugestiva paradoja: el protagonista escribe su «informe» para procurar que nadie siga sus pasos en la exploración del recóndito territorio antártico donde se tropezó con el horror, pero lo que cuenta es tan fascinante que es evidente que solo puede conseguir el efecto contrario, inducir a querer saber más.

En este sentido, ¡qué magnífica elección de título! Extraído de un fragmento de su amado Lord Dunsany, posee un doble sentido: literal (la acción se precipita con el hallazgo en la Antártida, por parte de una expedición científica de la Universidad Miskakonic de una insospechada cordillera de increíble altura) y simbólico (pues lo que encuentran al otro lado es una ciudad ciclópea de inconcebible antigüedad, presidida por el más absoluto abandono, cuyos hallazgos revelan la presencia en nuestro planeta, mucho antes de la ortodoxa aparición del ser humano, de una raza venida del espacio… y a la que tal vez han despertado de su sueño de eones). Lovecraft se remite a sí mismo, pues amplía hasta lo increíble el mismo hallazgo argumental de ese modesto cuento con el que una década atrás inició, sin saberlo, los Mitos de Cthulhu, La ciudad sin nombre: los protagonistas reconstruyen la historia inmemorial de esta raza a través de los relieves que cubren las paredes de su poblamiento. El autor le da a esa raza (cuyo diseño visual es su único punto débil, de tan grotesco como es) el nombre de Antiguos, pero confieso sentir mayor cariño por el término elegido por la primera edición en que leí el cuento, en Alianza: los Primordiales.

la-revista-pulp-donde-se-public-en-las-montaas-de-la-locuraDe todos los elementos que le otorgan al relato su grandeza, me parece especialmente rico el modo en que el autor vincula audazmente pasado, presente y futuro del género, desde el siempre venerado Edgar Allan Poe y su discípulo Julio Verne a la moderna ciencia-ficción terrorífica sobre amenazas monstruosas. Del primero evoca su genial Narración de Arthur Gordon Pym, retomando ese horror sagrado que impregna la vasta soledad de la Antártida, donde venía a concluir, con un famoso y abrupto final, su mítica obra. De Verne, por supuesto, el aire de aventura geográfico-científica de la parte inicial, con su minucioso sentido del detalle. El salto siguiente se produce mediante un excelente cuento de John W. Campbell titulado ¿Quién hay ahí? (1938), ubicado en una aislada base científica del mismo polo sur cuyos miembros se encaran ante un alucinado horror que han extraído del subsuelo (elemento directamente retomado de Lovecraft), que daría pie a dos clásicos del cine fantástico: el sobrevalorado pero entrañable El enigma de otro mundo (1951) y el reverenciado film de John Carpenter La cosa (1982), cuya atmósfera de desolado pavor es puramente lovecraftiana.

De todos los relatos del autor, seguramente sea este el que se sigue de modo más absorbente, aquel en el que el mismo lector se proyecta con más intensidad dentro de la trama (¿quién no desearía recorrer esa increíble ciudad antártica?). En sus páginas se salta con facilidad de la especulación a la concreción, de la reflexión a la acción (ay esa fabulosa huida cuando los dos exploradores de lo desconocido descubren que no están solos…), de la ciencia a la especulación. Abunda, además, en detalles espléndidos, de tal modo que en cada relectura uno cree descubrir algo nuevo: por ejemplo, el espejismo que revela la ciudad a los dos personajes que luego la explorarán (cuando todavía no conocen su existencia, puesto que se dirigen a la base al pie de las montañas desde la que sus compañeros han dejado de dar señales de vida) muestra ese lugar no tal como está… sino como fue en el pasado, con sus torres y construcciones en la plenitud de su fabulosa arquitectura. Por otro lado, y con esto siempre me reencuentro, lectura tras lectura, no deja de emocionarme el conmovedor humanismo que revela este escritor tantas veces vilipendiado por su racismo (con razón, aclaro) al hacer que su protagonista sienta una inesperada empatía ante el cadáver de uno de los Antiguos, monstruoso desde su punto de vista pero que aparece ahora muerto y desfigurado, víctima de un horror aún mayor: «¡Era un hombre!», gritará con dolida comprensión. [Para leer un artículo más extenso, pulsar este enlace.]

Estupenda ilustracion de MCrassus para La sombra sobre Innsmouth, de Lovecraft

La sombra sobre Innsmouth (The Shadow over Innsmouth, escrita a finales de 1931 y publicada por primera vez, en forma de libro, en 1936). He aquí, sin duda, el cuento más aterrador que salió de la pluma de Lovecraft. Un muchacho, cuyo nombre no se llegará a citar nunca, que recorre Nueva Inglaterra atraído por sus tradiciones y antigüedades locales, se dirige a un pueblo costero, Innsmouth, del que nunca había oído hablar, cuyos vecinos le advierten del consciente aislamiento y repulsivo aspecto físico de sus habitantes (seres prematuramente envejecidos, calvos, de grandes ojos acuosos y extrañas arrugas en el cuello). El protagonista se dirige allí, sin intención de pasar más de unas horas, y se encuentra un lugar que transmite un completo aire de abandono, por donde apenas transita nadie y cuyas casas en su mayoría están tapiadas o derruidas. Su curiosidad queda saciada cuando consigue sonsacarle al borracho del pueblo cómo la gente de Innsmouth hizo el siglo anterior unos tenebrosos tratos con una raza que mora en las profundidades de los océanos (y a la que el autor denomina los Profundos), cuyo precio final es su progresiva transformación en engendros acuáticos. Este conocimiento acarreará sobre él la ira de los lugareños (y, descubrirá espantado, de los monstruos que viven en el cercano arrecife), durante la larga noche en que se juega la vida mientras intenta escapar de la ciudad.

Lovecraft ejecuta el argumento dividiéndolo en dos partes separadas por la narración del borracho (que en sí misma constituye un cuento breve y ya perfecto). En la primera (los prolegómenos del viaje y sus primeros paseos por Innsmouth), brilla con luz propia la capacidad del escritor para crear una atmósfera de inquietud por medio del sentido del detalle y del presagio, sobre todo a la hora de ir anunciando la anormalidad del escenario de la acción y sus habitantes. El relato posee un espléndido sentido de la progresión, que hace que el lector devore literalmente las páginas deseando saber qué va a pasar a continuación: en este sentido, el relato posee un fabuloso sentido del crescendo, que revela, en su segunda parte, una capacidad para la acción (sobre todo, la angustiosa huida del protagonista de la habitación del hotel en que ha sido sitiado por los lugareños) que Lovecraft pocas veces empleó en sus cuentos, donde por lo general todo elemento activo es referido de modo elíptico o mediante narración interpuesta.

Cubierta original de Weird Tales, con La sombra sobre InnsmouthPara mayor fortuna, se trata además del cuento más malsano (utilicemos uno de sus adjetivos favoritos) del autor, en el que volcó buena parte de sus obsesiones, miedos y fobias, comenzando por ese nauseabundo olor a pescado que desprenden Innsmouth y sus habitantes. Pues bien, este cuento suele ser citado por los especialistas como una manifestación eminente del miedo racial que Lovecraft sintió por los integrantes de otras razas de ese melting pot que es Estados Unidos, con el que se tropezó sobre todo en su estancia neoyorquina pero que también le «persiguió» en su supuestamente tradicional Nueva Inglaterra, donde había importantes minorías no ya de negros (a estos los encontró más bien en Nueva York) sino de portugueses y polacos, a los que reserva en varios de sus cuentos el rol de chusma miserable y sórdida, muchas veces utilizada por los poderes sobrenaturales debido a su escaso nivel intelectual y tendencia natural a la servidumbre. Los seres ictíneos de Innsmouth vendrían a suponer una metáfora de su horror a la mezcla racial. Ahora bien, el relato acaba siendo infinitamente más complejo y revulsivo de lo que parecía en este sentido.

Y es que, una vez resuelta en apariencia la aventura del protagonista, el lector descubre que todavía restan unas cuantas páginas por leer y siente cierta inquietud, la misma que va dominando al personaje central cuando, siguiendo con sus investigaciones genealógicas, descubre que parece haber cierta relación entre su propia familia y los habitantes de Innsmouth, lo cual, además, se ve acompañado de ominosos sueños presididos por la presencia del agua. Este inesperado giro final no es un mero truco efectista, puesto que durante la primera mitad del relato, recordamos ahora, ya se habían ido dejando caer ciertos indicios que ahora encajan como en un puzzle. Pero, sobre todo, esta torsión obliga a revisar la aparente simplicidad racista de esa construcción en que un joven sanamente americano se ve enfrentado a la repulsiva, y contagiosa, amenaza de unos seres intolerablemente impuros.

Por supuesto, no pretendo decir que HPL pretendiera denunciar autocríticamente su previa lectura ideológica: creo, sinceramente, que el autor buscaba, ante todo, crear un final sorpresa —lo que en inglés se llama twist típico de la literatura de horror. Pero la grandeza de los mejores escritores radica en su capacidad para remover las aguas más turbulentas que bullen en su interior, lo quieran o no. La sombra sobre Innsmouth, en este sentido, es uno de los relatos más desgarradoramente reveladores de las contradicciones de un escritor que jamás se hayan escrito: un hombre que habiendo sido (des)calificado muchas veces, y con razón, por su racismo, supo plantear con subterránea lucidez que, por encima de nuestra aparente pureza exterior, la monstruosidad anida en todos nosotros.

Ilustración de Howard V. Brown para En las montañas de la locura

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a Cthulhu muerto aguarda soñando… (II): los grandes relatos

  1. Renaissance dijo:

    Es interesante ver esta relectura de las obras de Lovecraft (que en tiempos llegué a saberme párrafos de memoria de tanto que los visitaba una y otra vez tras conocer al autor) que el presunto racismo que destilaban sus relatos acababa siendo un poco la fama que había adquirido a lo largo de los años, y sobre todo, que no todas sus piezas son tan magistrales como nos parecieron (bueno, intentando ser muy objetiva. Que yo con este hombre no puedo serlo): es curioso como en determinados casos algunas situaciones están cogidas con pinzas, como el que la presunta raza de astutísimos y avanzados como los que describen en El susurrador en la oscuridad llegaran a hacerles tantas fotos como para hacerse un Instagram.
    En cambio, su influencia me resulta cada vez más familiar en obras que no lo evocan directamente: las casuchas que visitan Hart y Rust Cohle en la Alabama de True Detective están más cerca de Dunwich que cualquier adapción literal, y por lo pronto, no deberíamos quejarnos de no haber tenido nunca una versión cinematográfica de En las montañas de la locura: tenemos La Cosa de Carpenter, y hasta el momento sigue insuperada.

    • Relatos como «El horror de Dunwich» suponen la contribución de Lovecraft al American Gothic, y por tanto nos evocan las grandes aproximaciones, en cine, televisión o literatura de este fascinante minigénero, y «True Detective» es un buen ejemplo. Sobre «En las montañas de la locura», durante un tiempo se comentó mucho que Guillermo del Toro estaba interesado en llevarla al cine, pero es verdad que ya tenemos «La cosa» como cumbre del cine lovecraftiano sin ser lovecraftiano.

      «El susurrador en la oscuridad», como escribo líneas arriba, me parece el peor cuento del Lovecraft de esta época (bueno, y de casi todas las épocas) porque abunda en tonterías: me he partido leyendo lo de Instagram, porque es justo eso, llega un momento en que es ridícula tanta profusión de pruebas, vestigios, fotos…. Y todavía dudan los dos latosos protagonistas de que los vayan a creer…

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