Mitchell Leisen, el director invisible

La imagen mas conocida de Mitchell Leisen¿Quién rayos es Mitchell Leisen?, me pregunté durante muchos años. Teniendo en cuenta que la primera película que pude ver de él, Una chica afortunada (1937), fue rondando la veintena, y que desde los diez o doce años apuntaba en un cuaderno todas las películas americanas o inglesas que conocía, con sus directores y actores principales, el de Leisen para mí era un nombre sin contenido (hay que recordar que entonces no existía Internet y que uno mismo era quien se elaboraba sus propias fichas filmográficas). Cuando por fin empecé a «normalizar» mi conocimiento sobre él, sufrí un considerable deslumbramiento: el exhaustivo ciclo que Televisión Española le dedicó en las madrugadas de 1992 me descubrió a un hombre que apilaba con facilidad magníficas películas. Busqué entonces información en serio y descubrí a un director vilipendiado. Preston Sturges, de quien filmó dos guiones (uno de ellos el del film antedicho), dijo de él que le importaban más los decorados que el argumento de sus películas. Billy Wilder, de quien rodó tres libretos, declaró que si se decidió a pasar a la dirección fue por hartarse de ver cómo algunos inútiles destrozaban sus historias. Como mucho, a Leisen se le concedía el mérito de haber sido una pieza eficaz en el engranaje de los estudios, pero sin la personalidad que sí tenían esos autores completos que fueron Sturges y Wilder tan pronto se pasaron a la realización. Y sin embargo, ¿basta el contar con estupendos guiones y todo el engranaje de producción de una major como la Paramount para ofrecer tantas buenas películas? Es evidente que no. Mitchell Leisen fue un magnífico narrador en imágenes (que es la función esencial de un realizador, sea suyo o no el guion que está filmando), experto en acertar con la atmósfera que necesitaba cada proyecto distinto (otra faceta que suele olvidarse al analizar a un director) y con una mágica versatilidad para abordar igual de bien cualquiera de los géneros que practicó —sobre todo la comedia y el melodrama, pero también el thriller y la aventura—, es más, sabiendo fundirlos desconcertantemente con un sentido del equilibrio y un buen gusto sin parangón.

Es cierto que Leisen (1898-1972) había comenzado en el cine dedicándose al vestuario y a la dirección artística, por ejemplo para reputados cineastas de la época muda como Cecil B. DeMille o Douglas Fairbanks (participando, en este caso, en el suntuoso resultado final de Robin de los Bosques, de 1922, y sobre todo de El ladrón de Bagdad, de 1925). Pero era un hombre con mayores inquietudes y con el paso al cine sonoro añadió una faceta más, la de ayudante de dirección, hasta que en 1933 la Paramount le dio la oportunidad de dirigir una película. Se trató de Canción de cuna, adaptación de la conocida pieza española que ha portado durante décadas la autoría del empresario teatral Gregorio Martínez Sierra pero que en realidad escribió su esposa María Lejárraga.

Desde el primer momento, el buen resultado comercial de sus películas lo convirtió en uno de los directores principales de Paramount, estudio famoso en los años 30 y buena parte de los 40 por un look visual de considerable sofisticación. Un director procedente del vestuario y la escenografía es lógico que se adaptara bien al engranaje del estudio, cabría pensar. Ahora bien, si ya me parece discutible pensar que un estudio impregne porque sí de sofisticación a los directores que trabajaban para él (¿no será al revés: que fueron sus directores los que otorgaron esa reconocible textura al estudio?), en el caso de Leisen la prodigiosa elegancia visual que poseen sus películas invita a pensarlo más detenidamente.

David Chierichetti, primer estudioso de Mitchell LeisenLos primeros críticos que se molestaron en investigar sobre su cine (el pionero fue David Chierichetti, que le dedicó un libro en 19731 —un año después de haber muerto en el más absoluto de los olvidos— concentrándose en las declaraciones e impresiones de sus colaboradores) señalaron su implicación en las historias que filmaba, hasta el punto, en efecto, de amoldarlas a sus intereses como director (y el respeto que por su labor sentían en el estudio favoreció que sus decisiones se antepusieran a la voluntad de los guionistas). Se entiende el fastidio de Sturges y de Wilder, sobre todo al ver reducidos el sarcasmo o el toque cínico que ellos habían resaltado a la hora de escribir sus guiones en beneficio de sus componentes más románticos, que Leisen prefería privilegiar.

Ahora bien, estas alteraciones en el trabajo de un escritor eran moneda corriente en el Hollywood de los estudios. La única forma de saber cómo habrían sido las películas correspondientes en caso de que se hubiera respetado hasta la última coma de sus trabajos es que ellos hubieran podido dirigirlas personalmente. ¿Habrían sido mejores? Habrían sido diferentes, incluso en caso de contar con los mismos actores, aunque yo me permito pensar que ni uno ni otro, al menos en esos primeros años, hubieran podido igualar la riqueza visual del trabajo de Leisen. En cualquier caso, me parece de lo más significativo, en el caso del más longevo de los dos cineastas antedichos, Wilder, que el brillante cinismo que sus fieles han destacado como su principal característica se viera templado, con el tiempo, por un sentido del romanticismo que mejoró mucho su cine y que dio lugar a varias de sus mejores obras, Sabrina (1954) —la más cercana en espíritu a Leisen—, El apartamento (1960) y La vida privada de Sherlock Holmes (1970).

Cartel original de La muerte de vacacionesLeisen filmó muy pronto su primera película importante. Es más, a día de hoy constituye un título de culto. Se trata de La muerte de vacaciones (1934), una fascinante fábula fantastique —perdóneseme el exceso de aliteración— que cuenta justo lo que indica el título: la Muerte adopta forma humana durante varios días con objeto de descubrir de primera mano por qué es tan temida y, sobre todo, qué tiene la Vida que la hace mucho más deseable. Para ello, se encarna en un príncipe balcánico que acaba de fallecer y que era esperado como invitado en la mansión de un noble italiano —el exotismo de estos detalles forma parte de la adecuada suspensión de la incredulidad, claro— y allí acabará descubriendo el amor en la persona de una joven que decide partir con él al otro lado. Una trama de este tipo, por supuesto, requería la máxima convicción bajo la amenaza de incurrir, en caso contrario, en la mayor de las cursilerías. Y he aquí que Leisen demuestra ser el hombre idóneo para conseguirlo, gracias a su especial capacidad para fundir estética y dramáticamente a unos personajes caracterizados por su profunda sensibilidad (o sensorialidad) en unos escenarios cuya sofisticada teatralidad es imprescindible para expresar esa idea de la belleza que embarga a los personajes centrales. Sin ello, no podría concebirse esta intromisión de la Muerte en las vidas humanas.

Lógicamente, se necesitaba a un actor con el carisma adecuado para encarnar tan formidable personaje, y se encontró en Fredric March, con quien Leisen tiene ocasión de lucir otra de sus grandes cualidades: su capacidad para extraer imborrables interpretaciones de los actores puestos en sus manos, incluso de uno tan amigo del énfasis como March. Si en otras veces la tendencia de este al exceso resulta muy molesta, aquí convence plenamente puesto que la Muerte debe transmitir con cada gesto que no es cualquiera: no puede mirar a nadie con suavidad ni expresarse sin resultar inquietante o sugestiva en cada una de sus declamaciones. Y así es desde su prodigiosa entrada en el palacio, al filo de la medianoche, presentándose ante el duque bajo la apariencia de una sombra espectral, encapuchada, tenue en cuanto que la luz puede atravesarla, y basta la sonora dicción del intérprete (y el genial movimiento que Leisen le hace dar por el decorado, haciéndolo suyo) para imponer su formidable presencia.

Y un recuerdo emocionado para la joven actriz que le da la réplica y que no volvió a hacer nada similar, Evelyn Venable, cuya pureza y sencillez de ademanes ejerce un magnífico contraste con su partenaire. Por otra parte, es una magnífica idea de guion hacer que, antes de que conozca a la Muerte, la muchacha ya sea presa de una sensación, de una ansiedad a cuyo objeto no sabe darle nombre, pero que anticipa su decisión final. Así, la mujer enamorada de la Muerte (porque para ella esta es una de las formas de la Belleza) es muy probable que ya lo estuviera desde mucho antes de que adoptara la apariencia del príncipe Sirki. De ahí la intensa emoción que provoca la maravillosa respuesta que ella le da cuando el protagonista recupera la apariencia de una sombra, creyendo que así la muchacha se asustará y se echará atrás: «Yo siempre te vi así».

Fotocromo de Una chica afortunada, de Mitchell Leisen

No dudo en señalar yo también que los mejores guiones que jamás filmó Leisen fueron los de los escritores ya señalados. Preston Sturges brindó a Leisen dos libretos muy distintos. El primero, el de Una chica afortunada (1937), es el de una screwball comedy en su grado más puro, que hoy emerge como una de las obras maestras de este género. Como tantas veces, el film compagina el canto al nonsense con el retrato social de esos difíciles años todavía bajo las estrecheces de la Depresión. Y lo hace a partir de un argumento singular, repleto de esa lógica delirante de la screwball: desde el momento en que un próspero banquero arroja desde su terraza un abrigo de pieles y este cae sobre una modesta oficinista (de la que todos creerán enseguida que es la amante del magnate) se pone en marcha una increíble serie de acontecimientos que, en menos de veinticuatro horas, amenaza con provocar su ruina absoluta y un nuevo crack como el del 29. La formidable Jean Arthur, con su vocecita de película Disney y su desarmante capacidad para transmitir a la vez ingenuidad y lucidez, aceptando sin vacilación el cúmulo de asombrosos sucesos que le salen al paso, se convierte en la mejor portavoz del asombrado espectador para conducir una trama que no para de hacer reír. Una chica afortunada desborda clase, incluso en su forma de solidarizarse con los que menos tienen (es genial la escena del autoservicio cuyas vitrinas se abren y ponen la comida al alcance de los modestos clientes), transmitiendo una gentileza que será desde entonces uno de los sellos de Leisen.

Poster original de Recuerdo de una nocheEl segundo script de Sturges daría origen a una película que bien puede ser la obra maestra del director, Recuerdo de una noche (1940). El motor de la historia es un tanto enrevesado pero se traza con convicción (una ladrona de joyas detenida en vísperas de Navidad acaba compartiendo viaje a la América rural, «eterna», con el fiscal que inicialmente pretendía que no se fuera de rositas por haber cometido el delito en días tan supuestamente entrañables) y, una vez conseguido, desarrolla con noble sencillez una trama de romance entre opuestos y de redención personal que, bajo una primera apariencia, parece un caramelo típico de las fechas navideñas pero que encierra una complejidad emocional tan admirable que solo queda rendirse ante la película. Sturges renegó del resultado (y acto seguido debutó como realizador). Es probable que su guion original fuera más duro —y la clave, sin duda, estriba en la óptica bajo la que se filma la estancia rural—, pero Leisen potencia con toda coherencia su lado romántico (como también hará con los guiones de Billy Wilder) sin que por fuerza se pierdan sus elementos más sombríos, como indica un final insólitamente indeterminado para lo que era normal esperarse.

Recuerdo de una noche es un magnífico ejemplo de esa capacidad del director para conjuntar texturas diferentes que podían haber dado pie a películas diferentes y por tanto a desequilibrar el conjunto. Su inicio (desde la magnífica apertura, que narra de forma genialmente elíptica el robo cometido por la mujer hasta su detención) parece prometer una comedia si no screwball sí de lucha de sexos, pero enseguida se convierte en una especie de road movie de conocimiento interior y luego evoluciona a la fábula sobre los valores americanos que propicia su ambientación navideña, para terminar con un tono de melodrama romántico de trasfondo desesperado. Lo admirable es que, repasando cada segmento en apariencia independiente, uno descubre que cada dimensión está presente, en forma más o menos latente, dentro de las otras, y que es la mano segura de Leisen la que los fusiona. Eso nos sitúa ante un film difícil de etiquetar (y tal vez por eso es injustamente poco conocido) pero extraordinario. Y destáquese la formidable interpretación de la pareja formada por Barbara Stanwyck y Fred MacMurray (este último el actor más vinculado al cine del director), reunido cuatro años antes de su mítica asociación en Perdición (1944), de Billy Wilder, lo que provoca otra reflexión: ¿el estudio los emparejó de nuevo por ser dos de sus grandes estrellas bajo contrato o ese guionista tan crítico con Leisen había visto esta película y advirtió que ese lado menos luminoso de la historia sugería aprovechar a la misma pareja bajo otro punto de vista dramático?

El mencionado Billy Wilder y su entonces inseparable Charles Brackett sirvieron en bandeja a Leisen tres guiones muy diferentes que se sellaron en otras tantas magníficas películas, magníficamente dispares. Por orden, una nueva comedia loca; un desarmante combinado entre romance, comedia, melodrama y cine bélico; y un melodrama sentimental en estado puro.

Poster original de MedianocheLa primera es Medianoche (1939), tal vez la más popular de las comedias de Leisen y desde luego una de las grandes joyas del género. Como siempre, la historia parte de un motor insólito que va complicando una y otra vez sus engranajes hasta incurrir en el puro disparate, mas sin abandonar nunca el respeto debido a la lógica de su propio absurdo. En este caso, la excusa es la llegada de Claudette Colbert (maravillosa en su papel de buscavidas con recursos) a París, en el tren de la noche, sin más posesión que un lujoso vestido de fiesta. Su apariencia pone en su contra inicialmente al taxista que se la tropieza en mitad de la lluvia (Don Ameche, lo peor de la película), pero este enseguida asume el papel de protector, cayendo rendido a sus pies. Eve Peabody se alarma al advertirlo puesto que sabe que, de seguir a su lado, terminará por enamorarse de él, comprometiendo sus planes de acceder a una vida lujosa, por lo que le da esquinazo. Y como el destino es consecuente, enseguida se ve enredada con ese buen mundo en el que quiere ingresar (entre cuyos ejemplares figuran un desatado John Barrymore y una maravillosa Mary Astor), asumiendo el papel de una baronesa húngara dispuesta a atrapar a un elegante y riquísimo play boy.

Esa dicotomía entre el mundo proletario del que proceden Eve y el taxista y el lujo venenosamente tentador que la deslumbra a ella da pie a un memorable discurso visual en el que diríase que los personajes actúan en función del escenario, como si este fuera capaz de confundir las identidades y los pensamientos. Por momentos, el enredo es tan brillante que amenaza con convertirse en un fin en sí mismo, pero ahí es donde Leisen impone su sentido del discurso para bañarlo todo bajo una atmósfera de suave romanticismo y devolver a cada personaje a su sentido real. Es decir, para unir a su pareja protagonista mediante el amor sin barreras que merecen, y ello sin necesidad de denigrar a los ricachones: todo el mundo tiene sus propias razones, parece decirnos Leisen sin necesidad de expresarlo de modo tan explícito, justo en el mismo año de ese film francés, La regla del juego, donde se formuló esta famosa máxima. Sin duda, Medianoche es una maravilla.

Poster original de Adelante, mi amorEl segundo título, Arise, My Love (1940) —no estrenado en España por razones obvias, como ahora se verá, pero difundido en televisión y en formatos domésticos como Adelante, mi amor— tiene un inicio tan insólito como irresistible: una audaz reportera, Augusta (de nuevo Claudette Colbert), se presenta nada menos que en un castillo-prisión franquista para liberar a Tom, un piloto americano en él encerrado, a quien le quedan pocas horas para ser fusilado, liberándolo bajo la argucia de que es su esposo, engaño que no tarda en venirse abajo. El admirable, que no resignado, savoir faire con que Tom afronta esas últimas horas (Ray Milland era uno de estos actores que sabían ser encantadores sin ser empalagosos), el picante duelo sexual que se entabla entre los protagonistas desde el primer momento y el trepidante dinamismo con que se encabalgan las peripecias ofrece un resultado tan divertido como emocionante, tan delirante como adorable. Ahora bien, con el cambio al escenario parisino se produce asimismo un giro en el planteamiento, y así irá sucediendo cada media hora más o menos, levantando un film imprevisible cuyo objeto se irá desvelando a medida que avanza la trama. Y es que Arise, My Love no es un slapstick ni una comedia sobre lucha entre sexos made in Hollywood ni una aventura en tiempos turbulentos: si hay una característica que se impone a las demás es la de ser una de las películas con las que el Hollywood más progresista intentó alertar a sus conciudadanos en que no podían permanecer al margen del conflicto que se libraba en Europa.

El riesgo de incurrir en la altisonancia del film de tesis era evidente, pero lo admirable de este film (e insisto en la capacidad de Leisen para equilibrar tonos e ingredientes disímiles) es que ejecuta esta exposición con una naturalidad sin igual. Augusta y Tom no son personas irresponsables que, de pronto, descubren la responsabilidad de la lucha contra el fascismo. De entrada, él ha participado en la guerra civil con las Brigadas Internacionales (aunque no se mencionan por su nombre) y aspira a seguir luchando contra los nazis en cualquier escuadrilla; ella quiere dar fe de la verdad en ese mundo infectado por el Mal. La indudable atracción que nace entre ellos agrieta por un momento ese propósito con la fuerza de todo amor verdadero, pero será un breve intervalo: las fauces de la bestia nazi les arrojan el aliento demasiado cerca como para ignorarla. Y no quiero hacer creer que el film pasa sin más de la cursilería sentimental al compromiso ideológico. Todo lo contrario, pues ahí está el genial intermedio parisino para desmentirlo, con su timing tan Paramount, recuperando de Medianoche (claro, se sitúa en la misma ciudad) ese espíritu por parte de la misma Claudette Colbert de no dejarse atrapar en momento tan inoportuno por ninguna cadena romántica, mas sin conseguirlo, claro. No es que el amor sea incompatible con la lucha contra Hitler pero, he aquí el mensaje, hay momentos en que debe esperar. Arise, My Love es un film no por desconocido menos excelente.

Cartel hispano de Si no amanecieraEn Si no amaneciera (1941), en cambio, se plantea un melodrama romántico sazonado por unos ingredientes sarcásticos, incluso cínicos, que cualquier buen conocedor de Billy Wilder reconocerá a la primera, no en vano partió de una experiencia personal (menos traumática que la de su protagonista) para armar la historia. El personaje central es Georges Iscovescu, un buscavidas rumano que tiene tanto de artista como de gigolo, a quien sorprendemos varado en una localidad mexicana en la frontera con los Estados Unidos hasta tanto no reciba el visado que necesita para entrar en la tierra prometida, que amenaza con eternizarse. La solución se le brinda en bandeja: casarse con una norteamericana. Y encontrará la candidata ideal en una ingenua maestrita que ha ido de excursión escolar a ese otro lado, en quien adivina a alguien en espera de un amor profundamente «romántico» que él sabe bien cómo personificar. El desarrollo argumental es el previsible, claro —en obligada convivencia durante unos días con la muchacha, el cínico Iscovescu descubre lo sublime del amor verdadero, encontrándose entonces ante el problema de verse atrapado por su propia red de mentiras—, pero el aire romántico (ahora sin comillas) que impregna su atmósfera consigue vencer cualquier reticencia, pese al cúmulo de delirios que se encadenan para llegar al happy end.

Para Wilder, las alteraciones de Leisen fueron la gota que colmó el vaso, como he dicho, pero cualquiera que contemple el film no advertirá ninguna discordancia entre guionistas y realizador, hasta tal punto se cohesionan ambas perspectivas. Porque hay espacio para la mirada desengañada sobre el ser humano (toda la parte inicial antes de la llegada de la maestra es antológica, incluido el segundo personaje femenino, una antigua amante de Iscovescu que ya hizo antes lo que ahora le incita hacer a él) pero también para levantar esa sinfonía sobre la necesidad del amor puro. Si no amaneciera sabe combinar las dosis justas de desengaño existencial, romanticismo, mirada social y humor descarnado con una envoltura visual extraordinaria que haga que todo sea necesario. La clave radica en la atmósfera melancólica con que Leisen aborda el planteamiento, sabiendo cuándo debe quedar a un lado cualquier cinismo —la escena al borde del mar en que él comprende que está enamorado es sencillamente sublime—, contando además con la inapreciable ayuda de una genial Olivia de Havilland, capaz de contagiar al más irregular Charles Boyer de la adecuada vulnerabilidad.

Fotocromo de Si no amaneciera

Sin los guiones de Sturges y de Wilder-Brackett, Mitchell Leisen siguió brindando buenas películas, pero ya no a la misma altura puesto que los libretistas que sustituyeron a aquellos eran peores. Es decir, las cosas como son: un buen director necesita también buenos guiones. Y comedias como Ella y su secretaria (1942) o No hay tiempo para amar (1943), por agradables que sean, carecen de la chispa de las anteriores. Por otra parte, es cierto que Leisen era un hombre que necesitaba actuar en equipo —como tantos otros no menos espléndidos: solo los grandes genios, y aun así no siempre, encuentran petróleo en cualquier erial— y también fueron quedando atrás los años grandes de la Paramount en ese tipo de cine que tuvo a nuestro director como uno de sus grandes cultivadores.

De hecho, y aun cuando seguiría filmando con regularidad hasta mediados de los 50, ofreciendo todavía unos cuantos films atractivos, algunos también imprevisibles, el director acabaría «refugiándose» en la televisión. Entre todos aquellos de su última década de trabajo en el cine, sin embargo, voy a concluir con uno que considero especialmente apropiado para destacar las cualidades de Leisen como realizador, en cuanto que parte de un guion esta vez muy discutible, que en otras manos seguramente habría dado origen a un producto insoportable.

Poster original de Vida intima de Julia NorrisSe trata de Vida íntima de Julia Norris (1946), un melodrama muy popular en su día y hoy casi por completo olvidado, encuadrable en ese subgénero de women pictures que Hollywood puso al servicio de sus divas más carismáticas (en este caso una Olivia de Havilland que ganó el Oscar a la mejor interpretación femenina). Resulta curioso que, al contrario de lo habitual en estos títulos, la trama sea original (es de Charles Brackett, también productor, con lo que queda claro que la parte del tándem que menospreciaba a Leisen era Wilder y no él) y no adapte ningún best-seller previo. Aun así, la influencia de previas historias es evidente, como la de La solterona, novela de Edith Wharton llevada al cine en 1939 con Bette Davis como protagonista, con la que comparte motor argumental: una madre soltera que ha de renunciar a su hijo por las conveniencias sociales, aun cuando nunca pierde de vista el entorno en el que este se está criando, lo cual resulta más doloroso. Leisen volvió a acertar con el tono adecuado, una cuestión que, en un melodrama, es especialmente crucial: esa trama tan rebuscada (la excusa para que la protagonista se eche a un lado y entregue a su hijo es muy forzada) es traducida mediante un sentido radical del ascetismo. Es decir, allí donde otros realizadores hubieran optado por la máxima estilización para envolver su cuestionable argumento en un trasfondo de irrealidad (al estilo de un Josef von Sternberg o un Douglas Sirk, para entendernos), lo que hace Leisen es renunciar al énfasis y contar la vida accidentada de Jodie Norris2 bajo un aire de grisura que engulle cualquier tentación de dejarse vencer por el sentimentalismo. El triunfo del director es que todo esto acaba desembocando en un final maravillosamente emotivo.

La historia se plantea como un largo flash-back, subrayado por un acierto argumental. La protagonista recuerda su infortunada historia mientras espera la llegada en tren de un joven oficial (que, claro, resultará ser su hijo, aun cuando entonces no podamos saberlo), en el contexto del Londres de la Segunda Guerra Mundial, pues ella, para olvidar su dolor, puso un océano por medio. El aire apagado que envuelve este prólogo londinense es el apropiado para esos tristes días de la guerra que subrayan la soledad de esa mujer de mediana edad que parece ella misma envuelta en una tristeza perpetua. Otro acierto es que el prólogo introduzca el personaje de un alma gemela masculina, un lord inglés que también parece haber renunciado a los lazos con cualquier ser humano y cuya importancia en el epílogo es fundamental: ya se sabe que en un buen melodrama, como en un buen film de intriga, no puede haber ningún elemento accesorio. Lo increíble, además, es que una actriz tan bella como Olivia de Havilland, que contaba tan solo con treinta y un años, parezca no ya tan amargada sino tan prematuramente envejecida, y sin necesidad de esos maquillajes inverosímiles con que se intentaba transmitir el paso del tiempo en las historias de Hollywood que abarcan muchos años (a ellos se les endosaba un bigote y a unos y a otras se les pintaba canas en el pelo… sin mostrar una sola arruga en sus rostros).

Jodie Norris y el nino anheladoLa historia es triste de principio a fin. Lo es la juventud de Jodie Norris —es estremecedor que, como el personaje de Evelyn Venable en ese primerizo La muerte de vacaciones, ella también camine por la vida en espera de algo que no sabe cómo definir—, tan rápidamente condenada a la infelicidad. Lo es su intento por mantenerse cerca del niño, concitando los celos de la madre adoptiva, y sin que le sirva de nada su conversión en una mujer rica (la gentileza inicial deviene dureza cuando la vida la trata mal) puesto que el niño que aquella le entrega (que Julia compra) no puede considerarla su madre, y tampoco ella querrá contarle la verdad en esas circunstancias. Lo es su exilio literal y emocional en esa lejana Londres donde se entierra en vida (¡qué magnífico símbolo que ella empiece la historia haciendo una guardia en Nochevieja, pues no tiene familia ni amigos con quien pasarla!). Y sin embargo, pese a esa atmósfera de desaliento químicamente puro, la película renuncia a la desolación final con una conclusión positiva que convence por la sencilla y contagiosa delicadeza con que Leisen la narra, sin dejarse caer en el énfasis ni siquiera entonces, cuando habría sido lo comprensible.

De todas las películas de Mitchell Leisen, Vida íntima de Julia Norris carecerá de la sugestión visual, del mágico equilibrio de contrastes, de la elegancia atmosférica y del encanto irresistible de sus mayores logros, pero demuestra mejor que ninguna que ese tipo del que decían que favorecía lo superficial frente a lo esencial, al que acusaron de falsear creaciones ajenas y cuyo nombre durante tanto tiempo directamente se ignoró hasta el punto de hacerlo invisible, que ese tipo, decía, estaba hecho de la materia con la que se forjan los mejores sueños.

Fotocromo de la inolvidable La muerte de vacaciones

1 Fue publicado en 1998 por Filmoteca Española.

2 No, no es una errata. El personaje se llama en realidad así: Jodie y no Julia. A la distribución o a la Censura se le debe el rebautizo y la única razón que se me ocurre es que el original (con la jota pronunciada a la española, claro) sonaba malsonante. Es absurdo, porque se podía haber evitado la confusión pronunciando correctamente el nombre original, en unos tiempos además que no se concebían las versiones originales y, por tanto, nadie iba a leerlo y hacer chistes fáciles.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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4 respuestas a Mitchell Leisen, el director invisible

  1. David P. Ugalde dijo:

    Magnífica reivindicación de uno de los grandes olvidados del cine de Hollywood. Mucha culpa de ello la tuvo el desprecio mostrado por el joven Billy Wilder, pero, como muy bien destacas, un Wilder ya no tan joven ni tan airado tal vez hizo sus mejores obras acercándose, quizá sin ser consciente, al punto de vista que ya tenía Leisen en los años 40 Yo también recuerdo con emoción el ciclo que le dedicó TVE (no me acordaba del año). Tantas películas maravillosas (las que mencionas y otras, quizá no tan brillantes pero igualmente memorables) no son fruto del azar, ni mérito del estudio, ni mérito exclusivo de los guionistas, sino de un talento que iba mucho más allá de lo «decorativo», que es a donde injustamente se quiso relegar a Leisen: a ser un tipo fino, con gusto para los decorados y los trapitos, pero poco más. Y sí, había mucho más. A ver quién es el guapo que afronta «La muerte de vacaciones» con esa capacidad para emocionar y sin hacer el ridículo, no hay más que ver (o mejor no) el absurdo remake con Brad Pitt («¿Conoces a Joe Black?», creo que se llamó la cosa). Porque algo muy llamativo de Leisen es (como también has reparado) lo raras que son sus películas, la mezcla casi imposible de géneros, tonos y atmósferas, la prodigiosa naturalidad con la que pasa de la comedia al drama, de lo dulce a lo amargo, de lo sentimental a lo irónico. ¡Ay, cuánto aprendió el ingrato Wilder de este hombre! A ver si recupero un film que me falta y que siempre gozó de la estima del añorado José María Latorre: «Mentira latente».
    Como siempre, ¡un abrazo!

    • Cierto, inevitablemente me dejo películas fuera del artículo, como «Mentira latente» o «Candidata a millonaria», las dos excelentes, aparte de algunas que no conozco de la parte final de su carrera. El remake de Brad Pitt no lo he visto: con semejante protagonista y sabiendo que la hora y veinte del original se alarga ¡hasta las tres horas! es comprensible que lo haya ido dejando para otra vida. Por lo demás, es claro que Wilder aprendió mucho de Leisen, o al menos así debió ir apreciándolo a medida que avanzaba su carrera, otra cosa es que lo reconociera: no he leído una sola declaración suya compensando aquellas en que lo trató mal. Y no es cuestión de quitar un ídolo para poner a otro, puesto que ambos, evidentemente, poseen fantásticas películas. Ahora bien, sí me parece que las películas de Leisen tienen un toque de sutileza y elegancia que, en Wilder, solo encuentro… en aquellas más claramente deudoras del primero.
      Un abrazo a ti también y gracias por tus palabras.

  2. JAVIER QUEVEDO ARCOS dijo:

    Mil gracias por descubrirme tantos tesoros escondidos.

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