Los inicios en Hollywood de Billy Wilder

El joven Billy WilderLos títulos más emblemáticos de Billy Wilder  fueron construyendo una «marca» cinéfila que el tiempo ha extendido sobre el cineasta como si todas sus películas respondieran a unas mismas características: una mirada «corrosiva» sobre el mundo que exhibe una visión desengañada del ser humano con profundo sentido del humor, hasta llegar a la carcajada si el vehículo escogido para plasmarlo es la comedia o congelándola en el rostro si lo hace a través del (melo)drama, y que se expresa fundamentalmente a través de unos diálogos tan ingeniosos como vitriólicos. No cabe duda de que esto es cierto, pero también que no explica del todo a Wilder y que, en especial, enmascara dos de las mejores cualidades de su obra. La primera, que esa mirada desengañada, siendo cierta, muchas veces fue templada por una indudable debilidad por el romanticismo (como sucede, por ejemplo, en las que tal vez sean sus dos mejores películas, El apartamento, de 1960, y La vida privada de Sherlock Holmes, de 1970). La segunda, una indiscutible versatilidad: Wilder no solo dirigió comedias o melodramas más o menos negros, sino que abordó una pluralidad de géneros y desde diversos puntos de vista. No hay nada como dedicar una breve atención a sus inicios en Hollywood para confirmarlo. Sus cuatro primeras películas son una comedia de equívocos, El mayor y la menor (1942); un film bélico con estructura de thriller de suspense, Cinco tumbas al Cairo (1943); un noir prototípico, Perdición (1944); y un drama construido en torno a un tema entonces considerado muy sórdido, el alcoholismo, Días sin huella (1945). El triunfo de esta última en los Oscars de su temporada, que le valió sendas estatuillas al mejor guión y a la mejor dirección (hito que repetiría con El apartamento), marca la primera bisagra en su carrera, dando al cineasta la ocasión de detenerse un momento y, tal vez, pensar en empezar a «ser Billy Wilder».

Habitualmente se habla del vienés Billy Wilder, pues fue en esta ciudad donde se crio y formó, pero su lugar de nacimiento, en 1906, había sido una localidad hoy situada en Polonia, entonces perteneciente al imperio austro-húngaro. Samuel Wilder, a quien su familia llamó desde el primer momento Billie, nombre que le resultó por ello fácil de americanizar, inició su carrera profesional dentro del periodismo para saltar al mundo del cine tras marchar a Berlín en 1926. Allí es donde iniciaría una sólida carrera como guionista, truncada como tantas otras carreras por la llegada de Hitler al poder. Él era judío, por lo que juzgó prudente abandonar el inminente Reich y buscar otros aires, primero en Francia y después, siguiendo el rumbo natural de tantos cineastas europeos del momento, en Estados Unidos.

Ninotchka, uno de los mas famosos guiones de Billy WilderSus primeros pasos fueron inseguros hasta su entrada en uno de los grandes estudios, la Paramount, donde permanecería hasta 1954, filmando allí los trabajos de su primera etapa como director. Fue en Paramount donde le asignaron a un sólido colaborador, catorce años mayor que él, Charles Brackett, con el que firmaría todos sus libretos —con la excepción del de Perdición— hasta 1950, cuando se separaron (en términos considerablemente hostiles) tras el triunfo común obtenido con El crepúsculo de los dioses. El éxito que favoreció el emparejamiento fue el libreto para La octava mujer de Barbazul (1938), un film dirigido por uno de los realizadores a los que Wilder más admiraba, Ernst Lubitsch (luego volverían a colaborar en el de Ninotchka, de 1939). Wilder siempre afirmó que Lubitsch, pese a no aparecer en los créditos del guion, era tan responsable del guion como ellos dos.

No fue tan generoso, sin embargo, con el hombre que dirigió tres de sus mejores escritos, el director Mitchell Leisen, al que detestó nada cordialmente. Durante muchos años, Leisen fue injustamente menospreciado por las declaraciones que contra él efectuaron guionistas que trabajaron en sus películas y que consiguieron un estatus de autor que a aquel se le negó, tales como Preston Sturges o el mismo Wilder. Este difundió la especie de que si acabó dirigiendo fue para evitar que sus guiones fueran destrozados por gente como él: se olvida que ya había realizado una película, una sola, en Francia, en 1933, Curvas peligrosas (codirigida con Alexander Esway), todavía hoy el título más invisible de su carrera, y que es lógico pensar que estuviera ansioso por volver a esa labor, por lo que juzgara con severidad lo que otros hacían con sus historias. En cualquier caso, si Medianoche (1939), Arise, My Love (1940) y Si no amaneciera (1941) son grandes películas, se debe, entre otras razones, a la magnífica puesta en escena, la fluidez en la conjunción de diferentes texturas y la sugerente atmósfera con que Leisen plasmó en imágenes unos libretos en efecto memorables. En ellos, sin la menor duda, se observan numerosas claves que Wilder luego aprovecharía para sus propias películas, pero sin Leisen difícilmente habrían alcanzado la categoría que poseen. No en vano, y no es por ser herético, estas tres películas me parecen mejores que las dos de Lubitsch: el talento de este director alemán creo que brilla más en otros trabajos.

En 1941, Wilder y Brackett fueron prestados a Samuel Goldwyn para desarrollar una idea previa del primero que el productor había comprado y que quería convertir en un vehículo para su estrella Gary Cooper. El resultado sería otra excelente comedia, Bola de fuego (1941). El director que filmó el guion, Howard Hawks, aceptó tener a Wilder en plató para que este tomara notas para su ansiado regreso a la realización. Y este no esperó más. Como otros antes y después que él (casos paralelos, pero un poco anteriores, habían sido los del mencionado Preston Sturges y de John Huston), Paramount le permitió dirigir uno de sus guiones, pensando que nada perdería con satisfacer este deseo. En caso de fracaso, el escritor volvería a sus «zapatos» pero sin acumular ningún resentimiento porque el estudio le hubiera cortado las alas a que aspiraba. Y en caso de triunfo, se ganaba, como es natural, un buen director (en términos de Hollywood, un director que diera dinero). El resto es historia.

Cartel espanol de El mayor y la menorEl mayor y la menor (1942) supuso el debut de Billy Wilder como director en los Estados Unidos (repito: era su segunda película en tal menester). La condición del estudio, lógica, es que no debía tratarse de ninguna producción cara. Wilder declararía después que él mismo se impuso la sensatez de dejar a un lado cualquier exceso de ambición para facturar un trabajo que diera el suficiente dinero como para garantizar que el estudio siguiera aceptándole proyectos como realizador. Incluso, no dudó en trabajar (ya lo había hecho antes) sobre un argumento ajeno, no se sabe hasta qué punto respetado o reelaborado, en el que vio las posibilidades para una comedia que respondiera a las expectativas puestas en un guionista de tantos éxitos cómicos. Para los amantes de la política de autores, en El mayor y la menor ya aparecen dos de los temas sobre los que luego el cineasta construiría muchas de sus películas más conocidas (y algún que otro guion previo): el transformismo y el fingimiento. El título más conocido en que combina ambos es Con faldas y a lo loco (1959), pero cualquiera es capaz de recordar la enorme cantidad de veces en que los films de Wilder giran en torno a personajes que engañan, fingen o quieren ser algo que no son, con el coste subsiguiente.

De entrada, sin embargo, el problema que tiene esta película es admitir la naturaleza de esa transformación: que Ginger Rogers, una actriz con treinta y un años en el momento del rodaje pero que fácilmente aparentaba más, pueda hacerse pasar frente a (casi) todo el mundo como una niña de doce. La excusa argumental es la necesidad del disfraz para poder comprar el billete del tren en el que su personaje, Susan Applegate, pretende regresar a casa, pues su dinero solo le da para la tarifa infantil. Descubierta por los revisores, como no podía ser de otro modo, Susan recibe la protección de un joven militar, el mayor Kirby (Ray Milland), lo que la obliga a acompañarlo a la academia militar donde este da clases. La clave, por supuesto, estriba en que este personaje, fundamental para sostener la increíble situación, encarna la nobleza en su cualidad más ingenua, o la ingenuidad más noble, algo que el Milland de esos años transmitía sin dificultad alguna y con notable encanto. Eso sí, si Kirby confunde las edades es porque padece un defecto en un ojo, que es justo lo que le impide promocionar en la institución militar y lo relega a esas labores pedagógicas. Ahora bien, en un acto de genuina malicia muy wilderiana, cuando Kirby observa a la pequeña con ese ojo malo es cuando la ve tal como es en realidad: mayor.

El ojo de Ray Milland que es capaz de ver a la adulta Ginger Rogers en El mayor y la menorLógicamente, el encuentro entre los dos personajes supone un estímulo para superar la mediocridad en que parecen haberse estancado sus respectivas existencias. Ella regresa a su pueblecito, aun sabiendo que la espera el entorno asfixiante del que había querido escapar, puesto que en la gran ciudad solo se ha encontrado desengaños profesionales por la tendencia de los hombres a verla solo como un objeto de deseo; él sueña con volver al servicio activo, lejos del tranquilo entorno escolar al que le encadenan su afección ocular y su prometida, una mujer fría y calculadora que no desea pasarse la vida de destino en destino, y además en vísperas de una guerra. Ese ojo malo que ilumina la verdad, por tanto, acaba suponiendo un bonito símbolo: Susan despierta la sensualidad reprimida de él, del mismo modo que ella descubre la nobleza masculina que tanto ha echado en falta en su aventura urbanita.

No es asunto desdeñable que, en esta primera película «oficial», la mirada vitriólica sobre los defectos humanos ya se impregne, aun de modo todavía parvulario, de la necesidad del romanticismo como válvula de escape de esa mediocridad cotidiana. Además, la situación se resuelve mediante un final que supone lo mejor de la película. Kirby acude al pueblecito donde ella finalmente ha regresado (todavía cree, o quiere creer, que es una niña) y Susan, incapaz de enfrentarse a él, se disfraza de nuevo, nada menos que de su propia madre. Y de nuevo esa subterránea atracción se impondrá a la pulcra mirada del joven militar, que no puede evitar sentirse atraído por esa mujer ahora mayor que él. El modo en que Wilder resuelve la delirante situación lo callo para quien no lo conozca o no lo recuerde, pero anticipo que es especialmente bonito y que se cree sin la menor vacilación, sencillamente, porque se niega a dar unas explicaciones lógicas que no hacen ninguna falta.

Cartel original de Cinco tumbas al CairoLa segunda realización de Wilder, Cinco tumbas al Cairo, sigue siendo la menos conocida de este primer bloque pero para mí se trata de la más atractiva y equilibrada de todas ellas. El escenario es el norte de África, en plena y triunfal campaña del mariscal Rommel y su Afrika Korps camino de Egipto (como se sabe, los ingleses lo detuvieron a las puertas de este territorio, en la batalla de El Alamein). Un soldado británico, el cabo Bramble (encarnado por el eficaz Franchot Tone), único superviviente de su pelotón tras un encuentro con los alemanes, encuentra refugio en un hotel abandonado en la carretera hacia El Cairo, que acaba convirtiéndose en el momentáneo cuartel general del mismísimo Rommel. Haciéndose pasar por el criado del establecimiento, Bramble se propone, primero, matar a Rommel, pero después, al averiguar que el éxito de su rapidez depende de que, antes de la guerra, los alemanes enterraron combustible en cinco depósitos subterráneos (las cinco tumbas del título), cambia su objetivo por el de descubrir el escondite de esos aprovisionamientos.

De este modo, el contexto del cine bélico se funde con las claves del puro suspense para construir una película sostenida por un ritmo que nunca decae y que sabe equilibrar el manejo de las situaciones con el dibujo de personajes. Wilder y Brackett saben cómo enriquecer en todo momento la situación de partida, añadir un nuevo giro argumental cuando se corre el riesgo de caer en la monotonía, definir a los personajes con sencillez pero con vigor e incluso (para quienes consideran a Wilder ante todo como un director de comedias) introducir las necesarias pinceladas de humor. En este sentido, y aun basándose en el tópico internacional sobre la incompetencia militar de los italianos en la era moderna, resulta regocijante el dibujo del grotesco general transalpino que no hace otra cosa que cantar ópera para desesperación de sus camaradas alemanes. Una frase resume de modo hilarante su ridiculez: cuando descubre que ha desaparecido su pistola (se la ha robado el propio Bramble), señala ante los germanos que «yo he podido perder batallas pero nunca mi pistola» (es de admirar, eso sí, que Wilder le conceda una salida de escena de lo más simpática y digna). Por cierto que el papel lo borda un magnífico actor español, Fortunio Bonanova, que hizo carrera en Hollywood como secundario, utilizando como nombre artístico un apelativo con reminiscencias italianas, cuando en realidad era balear y se llamaba Josep Lluis Moll.

Anne Baxter y Erich von Stroheim en Cinco tumbas al Cairo

Por supuesto, gran parte del atractivo tanto de la intriga como de la propia película descansa en la aparición del mítico mariscal bajo los rasgos de un Erich Von Stroheim que, muy propiamente, obra la fortuna de ser al mismo tiempo Von Stroheim y Rommel. Las escenas en que aparece en pantalla siempre tienen interés, pues la personalidad del mariscal (o de Von Stroheim en la piel del mariscal) sabe sugerir en todo momento una misteriosa inteligencia o una carismática personalidad con la que es un reto medirse. Es cierto que Cinco tumbas al Cairo carece de la atmósfera de sugestión visual a que se prestaba tanto su ambientación como lo febril de su trama, enriquecida por los deseos y esperanzas que oponen a los distintos habitantes del hotel, entre los que destaca una criada francesa, Mouche (maravillosa, como siempre, Anne Baxter), cuyo hermano está en manos de los alemanes, de lo cual se aprovecha el lugarteniente de Rommel (el actor alemán Peter Van Eyck en una de sus torvas caracterizaciones). Mouche, por tanto, no tiene tiempo ni ganas para amar a nadie, resultando un acierto que Wilder y Brackett se resistan a la tentación de incluir una historia sentimental entre los protagonistas. El director se concentra de nuevo en ofrecer una película sencilla y solvente, cuya sequedad de tono aleja el fantasma de esa grandilocuencia a la que tendieron tantos films bélicos rodados mientras el conflicto todavía estaba en su apogeo. Y esto es lo que hace tan emotivo el discurso final de Brumble ante una sexta tumba, dirigido a la vez a su ocupante y a esos espectadores a los que títulos como este estaban pensados como mensaje de autoafirmación en la campaña contra el fascismo.

Cartel original de PerdicionEn su tercera realización, Wilder ya sí se sintió lo suficientemente seguro como para aumentar el grado de ambición, lo cual se nota en una estructura narrativa más sofisticada y en un propósito de trascendencia mayor. Es simbólico que el cineasta suspendiera (de momento) su colaboración con Charles Brackett, aun cuando fuera a iniciativa de este al no gustarle nada la novela que había decidido adaptar, lo que obligó al director a reclamar un nuevo colaborador. La novela era Double Indemnity (conocida en español como Pacto de sangre desde su publicación en la mítica colección El Séptimo Círculo, que dirigieron Borges y Bioy Casares), pero el film se estrenó en España, de modo lacónicamente sugestivo, como Perdición. Por cierto que ese colaborador fue nada menos que Raymond Chandler, por mucho que este acabara renegando de Wilder. El autor del libro, James M. Cain, reelaboraba su propio y famoso planteamiento de El cartero siempre llama dos veces (una intriga criminal mediante la que una esposa y su amante asesinan al marido de la primera), solo que con superiores resultados. Y con una diferencia: a diferencia de la primera novela, el personaje femenino de la segunda es una mujer bien consciente de sus atractivos que manipula sin piedad al protagonista y que desprende una sofisticada vileza que la convierte en prototipo del emblemático rol de femme fatale. Barbara Stanwyck, con una ostentosa peluca rubia que sin embargo incrementa de modo malsano su feeling erótico, brinda una interpretación estupenda, una de las cumbres cinematográficas de este icono cinematográfico.

Wilder y Chandler respetan la trama de Cain hasta su parte final, que ya es del todo original (si bien es lo más discutible del film, tanto como la conclusión del libro: ninguno de los dos finales es consistente), pero la sujetan a una ambiciosa disposición estructural. La historia es un largo flash-back que el personaje central masculino, el vendedor de seguros Walter Neff, relata ante un dictáfono para su colega Barton Keyes (el infalible perro de presa de la agencia para los fraudes), y lo primero que hace es declarar que todo le ha salido mal: «Ni conseguí el dinero ni a la mujer». El espectador de Perdición sabe, por tanto, que la intriga criminal que van a contarle acto seguido fracasará. Es más, el propio Neff está herido mortalmente: es la historia de un moribundo (en El crepúsculo de los dioses, como se sabe, Wilder fue más allá e hizo que el relato fuera contado por un muerto).

Fred MacMurray y Barbara Stanwyck, inolvidable pareja en PerdicionCon una seguridad ya desbordante, Wilder acierta en la creación de una magnífica atmósfera de tensión sexual construida desde el primer encuentro entre Walter y Phyllis. Un afortunado elemento fetichista subraya la irresistible atracción que el hombre siente por la mujer tan pronto la ve: la pulsera que esta luce en su tobillo. Y si Stanwyck está genial, lo mismo debe decirse del gran olvidado en el reparto del film, el magnífico actor Fred MacMurray, de cuya imagen Wilder hizo una inteligente transgresión de expectativas (estaba encasillado en papeles de noble galán de comedias). La arrogancia inicial del actor en su modo de abordar a Phyllis Nirdlinger y la tensión contenida que asoma a su rostro, con el temor siempre de traicionarse, tan pronto su colega Keyes comienza a adivinar el plan que él creía de lo más inteligente, son indicadores de una interpretación excepcional. Hay que añadir al tercer hombre del reparto, precisamente en el papel del sabueso, Edward G. Robinson. Si la investigación resulta tan interesante como la conspiración criminal es por el noble aprecio que Keyes siente hacia Neff, lo que hará que por una vez fracase: aunque acierta en los detalles de la conspiración, no advertirá que el único criminal posible tenía que ser su amigo. «Lo tenías ante tus narices», le dirá Neff, al final. «Más cerca», replicará Keyes, señalándose el corazón.

Es verdad que Perdición contiene diversos defectos que atenúan sus indiscutibles logros. El mayor es una tendencia al subrayado que quizá es comprensible en un director todavía en formación: en demasiadas ocasiones las palabras se empeñan en indicarnos lo que las imágenes se bastan para contar. Y aunque Wilder advirtió que el final del libro era lo peor del mismo, tampoco él supo encontrar uno mucho mejor, de tal modo que la confrontación final a disparos entre los dos amantes casi diríase que sucede por inercia y para justificar la bonita conclusión. Si el símbolo de la amistad entre los dos hombres era que Neff llevaba siempre una cerilla en el bolsillo para encender los puros del despistado Keyes con un golpe seco con la uña, será ahora este quien, utilizando el mismo gesto, sea quien dé un último fuego a ese amigo que está próximo a expirar por haberse desviado de la senda de inflexible integridad que representa él.

Cartel original de Días sin huellaTambién es ambicioso el propósito que anima Días sin huella (aceptable rebautizo del original, también bueno, The Lost Weekend), pues se trataba de hacer algo en ese momento inhabitual: una crónica de ese fin de semana «perdido», o tal vez no, en la vida de un alcohólico. Wilder sabía bien que los borrachos eran utilizados en Hollywood como descarga cómica y decidió contar la tragedia de esa adicción, con lo cual su película era una apuesta que Paramount, tras diversas reticencias, acabó asumiendo. Y para bien, puesto que el film triunfó en los Oscars de su año, 1945, dándole a Wilder las ya comentadas estatuillas de mejor dirección y mejor guion, amén de conseguir otras a la mejor película y a la mejor interpretación masculina. En este sentido, el cineasta hizo lo mismo que con MacMurray en Perdición: contrató a un actor con una imagen que parecía incompatible con lo que exigía el personaje, el mismo Ray Milland de El mayor y la menor. Su Don Birnam, en principio, tiene la misma presencia noble y agradable tan habitual para los espectadores, pero enseguida su irredimible dipsomanía mostrará su peor cara: el aspecto desaliñado, las mentiras compulsivas, incluso la comisión de pequeños delitos (pequeños de momento, claro) para conseguir el dinero necesario con que seguir comprando botellas. Milland y Wilder supieron mostrar, por primera vez, que el alcoholismo no es solo un problema de salud sino, ante todo, de degradación personal, tanto más triste si el individuo afectado parece tener todas las cualidades en la vida para salir adelante.

El mayor problema que le encuentro al planteamiento es hacer que Don Birnam sea un aspirante a escritor y que la raíz de su alcoholismo proceda de la frustración al descubrir que no tiene el talento que creían tanto él como todos los que lo rodeaban (Antonio Castro, en una vieja crítica, señalaba que, en la novela adaptada, la raíz se encuentra en su no asumida homosexualidad, lo cual resultaba más coherente). La historia, por ello, se ve contaminada por un elemento altamente peligroso: el de la tensión del genio, que acaba convirtiendo a quienes la padecen en grandes sufridores en nombre del arte (recuérdense todas las biografías sobre fenómenos problemáticos, normalmente de la pintura, como Van Gogh o Toulouse-Lautrec, casi todas temibles por esta razón). Wilder abusa una vez más del énfasis, como indican los encuadres demasiado forzados (hay uno muy rebuscado que asocia, en primer término, al angustiado Don con la lámpara, en el ángulo opuesto, donde ha olvidado la botella que está buscando con desesperación), el exceso de primeros planos significativos o el recargamiento de tintas de alguna que otra escena, siempre para magnificar las alucinaciones o las torturas del personaje).

Ray Milland y una copa mas en Dias sin huella

Aun así, Días sin huella es otra película muy estimable. Al lado de esas secuencias más irreales, Wilder regala otras que destacan por su magnífico realismo, como el patético deambular de Birnam por las calles en busca de un negocio donde empeñar su máquina de escribir, sin saber que es festivo para los judíos, que monopolizan esa actividad. Wilder rodó en exteriores desde un vehículo que disimulaba la cámara para que los propios paseantes compusieran, sin saberlo, una muy verista figuración. También está muy conseguida la progresiva degradación del personaje a lo largo de ese fin de semana, que en principio parece iniciarse de modo esperanzador, y es magnífica la interpretación de Jane Wyman en el papel de la mujer que aman al protagonista.

En cualquier caso, es significativo que, pese a su indiscutible triunfo, estemos ante uno de los títulos más olvidados de la filmografía del autor, que quince años después repetiría el doble galardón en los Oscars gracias a El apartamento, una película que, además, deja bien clara la notabilísima evolución que, para mejor, hubo en su forma de concebir el cine. Así lo prueban la delicada sutileza de este film, el equilibrio entre la sordidez y la nobleza o entre el cinismo y la espiritualidad (para lo primero, curiosamente, Wilder volvió a reclamar a Fred MacMurray; para lo segundo a Jack Lemmon en el papel de su vida) y su personalidad visual, insólita teniendo en cuenta que el escritor comenzara su carrera dando preeminencia al guion por encima de la realización. Pese a ello, nunca debe desdeñarse que, salvo notables excepciones (pienso en Andrei Tarkovski o en Orson Welles), todo creador requiere un periodo de aprendizaje. Y las películas comprendidas entre El mayor y la menor y Días sin huella, con las otras dos como mayores logros de esta etapa, son buena muestra de ello.

Inolvidable Barbara Stanwyck rubia en Perdicion

FICHAS DE LAS PELÍCULAS

Título: El mayor y la menor / The Major and the Minor. Año: 1942.

Dirección: Billy Wilder. Guión: Charles Brackett y Billy Wilder; historia de Fanny Kilbourne, adaptada para la escena por Edward Childs Carpenter. Fotografía: Leo Tover. Música: Robert Emmett Dolan. Reparto: Ray Milland (Mayor Phillip Kirby), Ginger Rogers (Susan Applegate), Diana Lynn (Lucy Hill). Dur.: 100 min.

Título: Cinco tumbas al Cairo / Five Graves to Cairo. Año: 1943.

Dirección: Billy Wilder. Guión: Billy Wilder y Charles Brackett; obra de Lajos Biró. Fotografía: John F. Seitz. Música: Miklós Rózsa. Reparto: Franchot Tone (Cabo Bramble), Anne Baxter (Mouche), Erich von Stroheim (Rommel), Akim Tamiroff (Farid), Peter Van Eyck (Teniente Schwegler. Dur.: 96 min.

Título: Perdición / Double Indemnity. Año: 1944.

Dirección: Billy Wilder. Guión: Billy Wilder y Raymond Chandler; novela de James M. Cain. Fotografía: John F. Seitz. Música: Miklós Rózsa. Reparto: Fred MacMurray (Walter Neff), Barbara Stanwyck (Phyllis Nirdlinger), Edward G. Robinson (Barton Keyes). Dur.: 107 min.

Título: Días sin huella / The Lost Weekend. Año: 1945.

Dirección: Billy Wilder. Guión: Charles Brackett y Billy Wilder; novela de Charles R. Jackson. Fotografía: John F. Seitz. Música: Miklós Rózsa. Reparto: Ray Milland (Don Birnam), Jane Wyman (Helen), Phillip Terry (Wick Birnam), Howard Da Silva (El barman). Dur.: 101 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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4 respuestas a Los inicios en Hollywood de Billy Wilder

  1. Marcelo Raya dijo:

    Para mí, la mejor película de Billy Wilder es El crepúsculo de los dioses, por su tono existencialista, la gran diva apegada a su días de esplendor, con una Gloria Swanson muy convincente, y el papel de guionista sin trabajo (no quiero decir «perdedor», palabra que gusta tanto a los americanos) representado por un William Holden en su mejor papel, para mí. Pero seguro que pensabas hablar de ella más adelante.
    Un cordial saludo.

    • Pues en este caso no estamos de acuerdo: «El crepúsculo de los dioses», pese a haberla visto varias veces, no termina nunca de convencerme, pese a que es un film que contiene muchos momentos brillantes (la idea del arranque, el final). Me parece que aquí esa tentación de Wilder hacia lo grotesco se desarrolla sin sentido de la medida, recurriendo al énfasis más de la cuenta, y hasta su guion me parece muy irregular (la subtrama con la chica de la que se enamora William Holden creo que no aporta nada). Aun así, Wilder cuenta con buenas películas suficientes como para merecer todo el respeto.

  2. David P. Ugalde dijo:

    Desde luego, entre los atributos del talento no se cuenta el reconocer el talento de los demás. Si no, es incomprensible lo crueles que fueron algunos con Mitchell Leisen, y el olvido que aún padece hoy uno de los cineastas más elegantes, divertidos y románticos del Hollywood dorado. Ahí están las inolvidables «La muerte de vacaciones», «Easy living», «Candidata a millonaria», «Medianoche», la insólita «En las rayas de la mano» y otras muchas. Y sobre todo esa joya con guion de Sturges, pero que Leisen eleva hasta lo sublime: «Recuerdo de una noche», mi película «navideña» favorita, con permiso de «Qué bello es vivir» y el «Have yourself a merry little Christmas» de «Cita en San Luis».
    ¡Un abrazo!

    • Cierto, Leisen nada tiene que envidiar al mismo Wilder. Recuerdo mi asombro al descubrirlo en un imborrable ciclo en la segunda cadena de TVE, en vose, cuando estas cosas se hacían en la cadena pública. Además de las que citas, las otras dos películas que hizo sobre guiones de Wilder y Brackett son estupendas, «Arise, My Love» y «Si no amaneciera», por no hablar de un melodrama que contado resulta un folletón y en imágenes es una maravilla. Hace poco me he hecho un miniciclo de Leisen, pues planeo un artículo sobre él, y he aprovechado para ver alguna que me faltaba.

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