Billy Wilder es un cineasta que siempre cae bien. Se beneficia de ese aura de simpatía que siempre rodea al artista al que se le etiqueta como persona que utiliza el sentido del humor para criticar de modo «implacable» el mundo que le rodea. Y Billy Wilder, lo sabemos, siempre ha recibido la vitola de autor vitriólico, de quien, con una carcajada, es capaz de desnudar a todos los mezquinos, mediocres y malvados del mundo. A mí nunca me ha parecido una virtud per se, porque nadie asegura que la mediocridad no se esconda detrás de quienes critican la mediocridad: ya se sabe aquello de que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. Pero en el caso de Billy Wilder hay que reconocer que es capaz de provocar con talento una risa al mismo tiempo desternillante y amarga (y es que la risa crítica de verdad siempre ha de tener un poso de amargura). Sin embargo, Wilder siempre me ha parecido mucho más que un cineasta cáustico, y de hecho creo que la principal cualidad de su cine, por contradictorio que parezca, es su sentido de la delicadeza. Una delicadeza soterrada las más de las veces, incluso disimulada bajo esa inclinación hacia la risa cínica, hacia la sátira. Pero indiscutible, hasta tal punto que sus mejores películas lo que delatan es a un cineasta profundamente sensible, incluso romántico, por mucho que también denotan que a él no le gusta que se note en exceso. Su obra maestra, en este sentido, es para mí La vida privada de Sherlock Holmes (1970), inolvidable reinterpretación del mito holmesiano desde el punto de vista más insólito en el personaje: su encuentro con el amor.
No es, sin embargo, por esta película por lo que se recuerda al director, aunque quienes la amamos la recordemos sobre todo por ella. El Wilder cáustico, cínico, siempre es el primero que aparece, como un titular, cada vez que, por alguna razón, se habla de él con la simplicidad que conlleva la brevedad. Y es simple porque considero que muchas de las peores películas de Wilder —hay que reconocerlo: su filmografía es muy irregular— adolecen precisamente de un exceso de «causticidad», de una falta de equilibrio entre los matices que, en mi opinión, siempre enriquecen cualquier tema y lo alejan del que para mí siempre es el más temible fantasma del arte: el fantasma del subrayado. Esto es, del maniqueísmo, de la retórica, de la tentación del sermón. Es algo que veo en varios de sus títulos más célebres, como El crepúsculo de los dioses (1950) o Bésame, tonto (1964), films que manejan estupendos planteamientos dramáticos pero que se empobrecen por un exceso de subrayado y una falta, precisamente, de matices en el trazo de situaciones y personajes.
Wilder, está claro, era un hombre muy brillante. Y el mayor peligro de la brillantez es el riesgo de la falta de medida, del exceso de confianza en una buena idea o el deslumbramiento ante la propia valía. Por eso, a veces, algunos de los films más modestos de Wilder encierran mucha mayor riqueza. Me pasa con Cinco tumbas al Cairo (1943), un título que puede parecer del todo inesperado en su autor —un film de aventuras bélicas centrado en la figura de Rommel— pero que se justifica por el hecho de ser tan sólo su segunda película americana, cuando por tanto todavía no había encontrado la posición de peso que alcanzó después. O con Sabrina (1954), despachado por muchos como una tontería romanticona al servicio de la mítica de una Audrey Hepburn recién salida de Vacaciones en Roma (1953), pero que a mí me parece que desprende un encanto muy especial.
Quiero hablar ahora con detenimiento de dos de los títulos más célebres y mejor considerados de Wilder. En mi opinión, con toda justicia. Pero que si asocio es porque representan, cada uno de ellos, esas dos dimensiones que hacen tan atractiva su figura. La causticidad y la delicadeza, el cinismo y la fábula romántica. Dos películas que, por supuesto, poseen numerosos vasos comunicantes entre sí, y que además se sitúan justo una detrás de la otra en su filmografía. Se trata de El apartamento (1960), posiblemente el título más alabado de todas sus películas, y Uno, dos, tres (1961), con seguridad la más divertida de todas ellas, con permiso incluso de la también estupenda Con faldas y a lo loco (1959).
Sabido es que Billy Wilder encontró la historia de El apartamento en la curiosidad que le inspiró el personaje muy secundario del amigo que prestaba su piso a la pareja de adúlteros de Breve encuentro (1945) de David Lean. Quince años después, y con la inapreciable ayuda de su inseparable coguionista I. A. L. Diamond, Wilder lo dibujó bajo los rasgos de C. C. Baxter, empleado de una gigantesca empresa aseguradora, quien posee un seductor piso de soltero en Central Park —importa muy poco, claro, pero ¿cómo es posible que un empleado de, se supone, no mucha capacidad económica tiene un piso tan espacioso y bien situado en el mismo centro de Nueva York?— cuyo disfrute tras el trabajo tiene repartido entre cuatro jefes que llevan allí a sus amiguitas bajo la vaga promesa de un pronto ascenso para su dueño.
Quienes prefieren destacar el cinismo como el rasgo principal del universo wilderiano suelen definir a Baxter como un infeliz trepa que intenta medrar en el trabajo de un modo que acaba yéndosele de las manos y compromete su propia tranquilidad y felicidad personal. Los que tenemos El apartamento como una de las obras cumbre del romanticismo en cine, pensamos que C. C. Baxter es ante todo un pobre diablo cuyo mayor problema es la falta de carácter, que intenta disfrazar (para no perder del todo su ya muy rebajada autoestima), bajo el señuelo de un progreso en su oficina, el indiscutible hecho de que sus superiores lo ningunean sin compasión. Pero no habrá de forma de disimularlo porque, como le indica muy bien la ascensorista de la que se enamora irremediablemente, el mundo se divide en aprovechados y víctimas, y tanto ella, Fran Kubelik, como el propio Baxter, están claramente destinados a no salir de las filas de los segundos.
El rotundo triunfo emocional de El apartamento tiene su raíz, por tanto, en el maravilloso personaje que sustenta toda su dramaturgia, y al que Jack Lemmon brindó una de las interpretaciones más tiernas y humanas que se recuerdan. Su forma de mirar, de sonreír, de moverse, de no enterarse de las cosas hasta que es tarde o de enterarse demasiado bien y no poder evitar sus dolorosas consecuencias, denotan a un intérprete espléndido, que encontró el papel más adecuado a sus características personales e interpretativas justo en el momento oportuno para poder rendirle la mayor de las entregas. Lemmon ofrecería muchas otras grandes interpretaciones, pero para los cinéfilos, en el fondo, nunca dejó de ser C. C. Baxter, y así seguimos buscándolo en todas las demás películas que interpretó, por ejemplo en las que siguió rodando para Billy Wilder. Por supuesto, lo mismo debe señalarse de Shirley MacLaine, tan adorable como inolvidable en su papel.
El apartamento es una triste mirada sobre la infelicidad, que enfoca sobre los más débiles, los más desprotegidos, los que están condenados a ser víctimas. Una mirada a ratos terrible y a ratos terriblemente divertida, porque es verdad que Wilder tenía una facilidad extraordinaria para saber encontrar el lado humorístico de los infortunios de la vida y, claro, de la dimensión más ridícula que posee y, por fortuna, siempre poseerá la mezquindad. La mezquindad de quienes se consideran (la mayor parte de las veces de modo vano: todo espejismo acaba desvaneciéndose aunque pueda parecer de lo más sólido) triunfadores, dominadores en la lucha de la vida sólo porque tienen bajo ellos a quienes dañar o sobre quienes ponerse en pie para parecer más altos.
Wilder, sin embargo, no carga nunca las tintas en lo meramente sórdido o en el subrayado del egoísmo sin límite de los jefes —ayuda a ello la gran interpretación de Fred MacMurray, que sabe rehuir la tentación del esquematismo de su Jeff Sheldrake—, porque quienes aquí concitan su atención son los seres que necesitan de verdad el cariño y la comprensión: hubiera sido un error querer sacrificar a éstos sólo para remarcar la vileza de los Sheldrake de este mundo. Como hubiera sido demasiado fácil el mensaje de que la mezquindad viene ligada al poder, en un sentido capitalista, y que los proletarios de este mundo siempre son dignos: no, Wilder huye aquí de la fácil trascendencia como de la peste, y eso es algo que tiene en común con Uno, dos, tres, otra prueba genial de que la estupidez no se puede asociar con ninguna etiqueta concreta. Por eso, es fundamental entender El apartamento como lo que también es, una agridulce historia de amor, más agria que dulce, claro, pero que no renuncia a esto último, como sanciona ese final ya legendario que no es un rotundo happy end, que no se necesitaba. Un final que no es la promesa de un presente sino la esperanza de un futuro, revestido bajo otro de esos singulares hallazgos que contiene el guión (y que nacen del amor de Wilder por los detalles), bajo la forma metonímica del juego de cartas con que se despide del espectador su pareja protagonista.
Pues bien, tan sólo un año después de este título que para él supuso la cima (en cuanto a reconocimiento de público y crítica) de su carrera, Wilder se tomó la «revancha» y se permitió rodar una historia en la que no hay romanticismo, ni sensibilidad, ni delicadeza, ni destellos de ternura, ni siquiera entre los personajes jóvenes cuyo supuestamente puro amor es el motor de la trama: estos son tan estúpidos que no concitan a la simpatía. Simpatía que se lleva, toda entera, el personaje más canalla, malvado, trapisondista e irredimible de toda la trama.
Y es que nunca como en Uno, dos, tres esa mirada cínica se vio acompañada de tal sentido cinematográfico y tanta y genuina gracia corrosiva. La mirada de Wilder sobre la mezquindad y la estupidez humanas se dirige hacia todos y va contra todo: capitalismo y comunismo, jefes y subordinados, madurez y juventud, hombres y mujeres. Nada se salva en este increíble guión de Wilder y Diamond, ningún personaje al que agarrarse (bueno, hagamos una excepción con la lúcida mujer del protagonista —quien, además, utiliza el sentido del humor como coraza contra la vida, lo cual viene a convertirla casi en portavoz de Wilder), ningún sistema social, político o moral que deje entrever unos valores superiores a otros: la práctica totalidad de las criaturas que aparecen en el film tienen como única motivación el dinero, el placer o el poder.
Y como decía, si los dos jóvenes encarnados por Horst Buchholz y Pamela Tiffin parecen actuar guiados por amor, eso no los convierte en los nobles héroes de la función. En primer lugar, son dos zotes bastante notables; en segundo lugar, se dejan manipular con gran facilidad, ya sea por los clichés comunistas en el caso de él, ya sea por una atractiva imagen de presunto romanticismo maldito, a la que conviene en llamar amor, en el caso de ella. En cualquier caso, la deriva final del argumento muestra su auténtico trasfondo: ella se muestra encantada de regresar al redil de las comodidades en que ha crecido toda la vida, y él demuestra que bajo su concienciado exterior se escondía un perfecto trepador en espera de que alguien alimentara su llamita.
La historia desarrollada por Wilder y Diamond es impagable y además está construida, nunca mejor dicho, como un perfecto mecanismo de relojería en el que nada falla. C. R. McNamara, director de ventas de Coca-Cola en Berlín Occidental —quien se queja de que llegó a tener a su cargo nueve países y ahora no tiene ni una ciudad entera—, y cuyo máximo objetivo es convertirse en jefe de la Oficina Central para Europa en Londres, encuentra como principal obstáculo para su propósito el hecho de que, a menos de un día de la llegada a Berlín del gran jefazo Hazeltine, su casquivana hija Scarlett, confiada a su cuidado, ha contraído matrimonio con un joven y desgreñado comunista del sector oriental llamado Otto. Cuando cree haber resuelto el problema (se las arregla para que Otto sea detenido por la policía bajo la acusación de espía americano), resulta que Scarlett está embarazada, con lo que hay que dar un giro radical: sacar a Otto de las garras de la policía comunista y convertirlo en el plazo de unas pocas horas en el yerno más aceptable posible para un capitalista y anticomunista feroz como Hazeltine. Lo más sarcástico, como no podía ser menos, es que su trabajo es tan perfecto que Hazeltine no solo queda encantado con Otto sino que le da el puesto al que aspiraba McNamara, quien a duras penas tiene que conformarse con que su familia no lo abandone, reconciliados ante la perspectiva de volver a los Estados Unidos, a la casa central en Atlanta, su hogar.
Si hay una palabra que define Uno, dos, tres ésta es indudablemente ritmo. A la medida de la interpretación de un James Cagney absolutamente genial1, la película empieza con una inundación y concluye con un terremoto, por utilizar la terminología hitchcockiana, sin ofrecer un solo momento de respiro al espectador (porque McNamara no lo recibe en todo el film: va encajando golpes a cada instante, a los que él sabe responder con envidiable —y maquiavélica— energía), hasta que en el tercio final la trama acaba desbocándose en un sinfín de gags, réplicas, contrarréplicas y carreras contra el reloj mientras Otto, de modo implacable, va siendo convertido por el incansable McNamara del desgreñado y gesticulante pupilo del comunismo que era en todo un aristócrata, el conde Von Droste Schattenburg, impecablemente vestido y atildado: bastaba con darle un barniz exterior y sustituir unas consignas por otras.
He ahí el máximo del vitriolismo de Wilder hacia las ideologías y los modelos políticos que en el mundo intelectual generaban debates comprometidísimos: entonces mereció las críticas de los izquierdistas de postín, pero el tiempo ha acabado situando a cada uno en su sitio. «¿Acaso todo el mundo está corrompido?», exclama Otto, de modo patético, mientras está siendo transformado de arriba abajo, al comprobar que, en efecto, el dinero y la energía de McNamara pueden con todo; la respuesta implacable de éste es: «No conozco a todo el mundo».
Pero lo que convierte a la película en una de las obras maestras del género no es sólo su corrosividad ni la perfección de su ritmo. Son los detalles, aquellos que en el buen cine norteamericano eran lo que construían la atmósfera y los personajes. Y Uno, dos, tres está lleno de ellos: de gestos y tics que definen a los personajes mucho mejor que sus palabras, de miradas que los retratan, de objetos que tienen su importancia. Schlemmer, el asistente de McNamara, no puede evitar cuadrarse haciendo sonar los tacones cada vez que recibe una orden, lo cual indica su pasado en las instituciones policiales del nazismo (McNamara, con sabrosa malicia, insiste continuamente en preguntarle por sus pasadas actividades durante la guerra: pero Schlemmer alega, como todos los alemanes, que no se enteraba de nada, pues trabajaba en el Metro). Los empleados alemanes de la Coca-Cola se levantan automáticamente cada vez que su jefe sale de su despacho, lo cual también define sintomáticamente el instinto de obediencia, muy prusiana, que ayuda a explicar el triunfo del nazismo. La excitante secretaria de McNamara (una adorable Lilo Pulver) es una muchacha cuya agresiva sexualidad es tan vulgar como su vacío interior: está dispuesta a aceptar «gabelas» vengan de donde vengan, igual que su contoneo al andar no es un reclamo sino un movimiento natural en ella. La estúpida Scarlett le muestra a McNamara una foto de su amado y éste retrocede espantado: «¡¿Te has enamorado de Kruschev?!», pues la imagen, en realidad, muestra a Otto portando una pancarta del líder soviético. Cuando Otto es adoptado por el arruinado conde que ha buscado McNamara, éste le da un par de besos y, al separar las cabezas, el monóculo que portaba el aristócrata ha pasado al ojo del joven comunista, genial detalle que indica que, en efecto, ideologías y noblezas son más cuestión de estética que otra cosa. Ejemplos como estos hay muchos.
En el mundo moderno, parece acabar señalando Uno, dos, tres, no importa el trasfondo de los sucesos, sino saber estar a la altura de la velocidad a la que éstos se producen. Y nadie es más rápido que McNamara a la hora de reaccionar, aunque, de modo patético, nada de ello vaya a servirle para obtener lo que quiere, y bastante es que no lo pierde todo y al menos puede quedarse con su familia. En la escena final, y como símbolo de que la suerte es tan caprichosa que rara vez sonríe a quienes la persiguen con el mayor ahínco, cuando extrae unas coca-colas para sus hijos, la máquina le entrega a él… una pepsi (!!).
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: El apartamento / The Apartment. Año: 1960.
Dirección: Billy Wilder. Guión: Billy Wilder y I. A. L. Diamond. Fotografía: Joseph LaShelle. Música: Adolph Deutsch. Reparto: Jack Lemmon (C. C. Baxter), Shirley MacLaine (Fran Kubelik), Fred MacMurray (Sheldrake). Dur.: 125 min.
Título: Uno, dos, tres / One, Two, Three. Año: 1961.
Dirección: Billy Wilder. Guión: Billy Wilder y I. A. L. Diamond. Fotografía: Daniel L. Fapp. Música: André Previn. Reparto: James Cagner (McNamara), Horst Buchholz (Otto), Pamela Tiffin (Scarlett), Arlene Francis (Phyllis McNamara), Lilo Pulver (Frau Ingeborg). Dur.: 115 min.
¡Qué lástima que me perdí «Uno, dos, tres»! Sólo la he visto doblada. Esperaré tener una copia subtitulada . Por otra parte, recordé que Luis Buñuel defendía el final tener una copia subtitulada: no soportaría a James Cagney con acento de Almería. Por otra parte, leí que Buñuel defendía el final de «Viridiana» de la acusación de blasfemia o inmoralidad diciendo que la idea la había tomado del final de «El Apartamento» de Wilder, al sustituir un «menage a trois» entre Viridiana (Silvia Pinal) la sirvienta (Margarita Lozano) y el primo (Paco Rabal) por la invitación a una inocente partida de tute.
Pues lo cierto es que habré visto al menos cinco o seis veces «Uno, dos, tres»… y siempre doblada, tal es la genial interacción que se dan entre la gestualidad de James Cagney y la portentosa voz de su voz española Ángel María Baltanás (que era vasco, jaja, nada de acento almeriense, como tampoco lo tenían sus otros dobladores). Aunque ya sabes que soy un acérrimo partidario de la vose, en ocasiones no puedo evitar preferir la versión que tengo bien enraizada en la memoria, y más en este caso que me sí prácticamente de memoria los diálogos.
En cuanto a «Viridiana», he leído que el primer final que contenía el guion era mucho más explícito: Viridiana entraba en la alcoba del primo y se metía en la cama que dejaba libre la criada. El mismo Buñuel comentaba con gracia que la censura lo impidió y de ahí que se le ocurriera este otro final, mucho más malicioso, claro.