Uno de los argumentos más conocidos del western clásico gira en torno al enfrentamiento de un puñado de defensores de la ley contra un corrupto cacique y sus sicarios, en un pequeño pueblo fronterizo. Los primeros tienen como cuartel general la cárcel de la localidad, donde prácticamente acabarán cercados por los segundos, y son cuatro: el enérgico líder del grupo, su amigo alcoholizado, un muchacho y un anciano (aparte queda el apoyo desde el exterior de la mujer que ama al primero). El hombre que concibió esa historia, Howard Hawks, para muchos el mejor creador de westerns del Hollywood clásico tan solo por debajo de John Ford (con quien comparte amplios vínculos, comenzando porque su actor emblemático en el género fue John Wayne), acabó filmándola dos veces. La primera se llama Río Bravo (1959); la segunda, El Dorado (1966). (Sí, cierto: en realidad lo hizo tres veces, pero la última, Río Lobo, de 1970, ya es mucho menos afortunada que las otras dos). De pequeño, vi tantas veces Río Bravo que bien puede haber sido mi western de cabecera en esos años de forja cinéfila. De adulto, en cambio, es El Dorado el título que reviso una y otra vez. Por ello, el recuerdo de la primera, y de su perfección, permanece granítico en mi memoria. Pero la segunda está más viva: sus defectos me resultan más nítidos, alguno incluso me resulta muy incómodo, y sin embargo el incontenible cariño que me despierta está más allá de todo sentido lógico. Sencillamente, me parece maravillosa la frescura con que, arriesgando la repetición de un esquema argumental que ya había salido bien, el veterano Hawks, indiferente a los vientos de declive, mutación o degradación que atravesaban el género en esos años 60, supo transmitir la sensación de que este nada había cambiado (hay pocos títulos fuera de la época clásica que respiren tanto clasicismo) y, a la vez, reconocer la imposibilidad de ignorar esos cambios. Así, en un momento en que el componente crepuscular inundaba el género, más de una vez con franco artificio, él supo ofrecer una mirada sobre la decadencia tan luminosa como admirablemente lúcida.
Si uno de los elementos imprescindibles del género, desde la década anterior —de hecho, desde Solo ante el peligro (1952), curiosamente el film que movió a Hawks a plantear Río Bravo en los términos que lo hizo—, había sido la inserción de una canción desde los mismos créditos, El Dorado contiene la que para mí es la más afortunada tonada de la historia del western (¡atención que en algunas versiones españolas falta e, indignantemente, suena la música sin letra!). Desgranándose sobre maravillosas pinturas de Olaf Wieghorst, la canción —música de Nelson Riddle, letra (inspirada por el poema homónimo de Edgar Allan Poe) de John Gabriel e interpretación, inolvidable, de George Alexander—, posee para mí tal belleza nostálgica que se basta por sí sola para evocarme el género en su totalidad a la misma altura que la mirada tristemente desesperada de John Wayne en Centauros del desierto cuando comprende que no volverá a ver viva a la mujer que ama o la forma en que James Stewart crispa el gesto y retuerce las manos en busca del revólver en cualquiera de sus films con Anthony Mann. «So ride, boldly ride, to the end of the rainbow / Ride, boldly ride, till you find El Dorado», dice su verso final: «así que cabalga, cabalga bravamente, hasta el final del arco iris / Cabalga, cabalga bravamente hasta que encuentres El Dorado».
En El Dorado los dos protagonistas son viejos amigos, lo que, como bien sabe Maudie, la chica que al principio parece que se va a interponer entre ellos, quiere decir que se habrán salvado la vida el uno al otro sin que ninguno de los dos vaya jamás a hacer mención de esa circunstancia. Quien hacía de sheriff en Río Bravo (o sea, John Wayne), en esta ocasión encarna a un pistolero a sueldo llamado Cole Thornton. Y el hombre que acabará convertido en borracho esta vez es el sheriff, se llama J. P. Harrah (el doblaje español prefirió inventarse «John Paul» que decir «Jota Pe») y lo interpreta otro mito del género, Robert Mitchum, lo que sitúa a ambos personajes al mismo nivel carismático, cosa que no podía igualar Dean Martin, que hacía este rol en 1959, por una cuestión estelar que no interpretativa, ya que su trabajo también había sido memorable.
Que Thornton sea pistolero no lo convierte en villano: de hecho, enseguida lo veremos rechazar la oferta del cacique Bart Jason y comportarse de manera harto honorable con la familia a la que este acosa, los MacDonald, a uno de cuyos muchachos mata por una desdichada fatalidad. Que Harrah sea el sheriff no lo convierte en el tipo noble del dúo de amigos. Si algo queda claro es que ambos han debido compartir en el pasado la misma forma de vida y que, dedicándose a tal ocupación, resulta imposible que todos sus actos hayan estado guiado por la nobleza, lo cual no los incapacita, y de eso tratará el film, para estar en el lado correcto cuando hace falta. Es uno de los mejores rasgos de la historia.
El Dorado posee unos cuarenta minutos iniciales en verdad geniales, justo hasta que el guion gira hacia los parámetros de Río Bravo. Puede pensarse que me uno a quienes consideran que esta circunstancia, por ello, es un tanto reprochable. Y no es así, porque El Dorado, con ese desarrollo, sigue siendo un film magnífico, pero no puedo sino reconocer que su parte, digamos, más original anticipaba una cumbre del género aun más excelsa que la que ahora es. En ese tercio de película hay tiempo para presentar la amistad sin almíbar de los dos protagonistas y para situarnos ante el escenario donde transcurrirá la mayor parte de la historia, el pueblecito de El Dorado; para hacer un magnífico dibujo de Thornton, con esa imborrable forma de hacer retroceder a su caballo para no perder vista a los matones de Jason, uno de estos gestos visuales que en el cine clásico decían más de un personaje que mil palabras (por otra parte, se nota que Hawks lo mima más que a Harrah: después de todo, Wayne era su actor-merecedora, el intérprete al que podía dejar con comodidad todo el peso de la historia); para introducir un desgarrador apunte trágico: Thornton no solo mata sin querer al joven MacDonald sino que a su vez sufre el vengador disparo de Joey, la hermana de este, quien le aloja una bala en la columna, lo que acabará provocándole un periódico ataque de parálisis que amenazará con ser permanente; para introducir al personaje del joven Mississippi y al todavía mejor del hombre que será el antagonista de Thornton (y su espejo oscuro), el pistolero Nelse McLeod.
La parte que introduce a estos dos es mi favorita de todo el film. El escenario es un ruidoso saloon cualquiera del Far West. Thornton pasa el rato jugando a las cartas con dos prostitutas mexicanas cuando aparece un joven al que distingue un pintoresco sombrero (sobre el que se harán varias bromas a lo largo del film), que se dirige con energía a la mesa donde cenan cuatro tipos con aspecto muy duro para decirle a uno de ellos que lo va a matar como venganza porque este (con la colaboración de otros tres a los que ya ha hecho rendir cuentas) asesinó al viejo jugador que lo crio. Primer detalle genial: el aludido espera que los otros tres lo apoyen, en especial el tipo que parece llevar la voz cantante del trío (es McLeod), pero este, con gesto travieso, se niega a mover un dedo, por dos razones: tiene curiosidad por saber cómo va a actuar el joven, que no lleva pistolas, y remarca las mismas palabras que este ha dicho, que para matar a un viejo jugador no hacían falta tantos hombres. El duelo es sensacional: Mississippi alcanza en el pecho al pistolero con un cuchillo que guardaba en el cuello sin que este tenga tiempo de apretar el gatillo.
Ahora bien, aun mejor es la subsiguiente conversación entre Thornton (que de inmediato se arroga la protección del insensato joven, que no parece haber pensado en qué harían después los amigos del muerto) y McLeod. Dos hombres que enseguida se reconocen. En el caso de McLeod es fácil, pues un sugerente detalle de caracterización lo distingue: una cicatriz le surca el rostro, nublando su ojo izquierdo. A su vez, este identifica a su antagonista mediante un diálogo genial: solo hay tres hombres que saquen el revólver tan rápido; uno está muerto, el otro es él mismo y el tercero es Cole Thornton. Este enseguida dirá que hay un cuarto, que es Harrah, pero McLeod no tarda en informarle de que él ha aceptado el trabajo para Bart Jason que Thornton rechazó y que Harrah no constituye una oposición seria puesto que, desde que su amigo dejó El Dorado, se ha convertido en un borracho por causa de una mujer que lo abandonó.
Siempre he sentido una especial atracción por McLeod. Los motivos son varios: ese detalle de la cicatriz (es una idea afortunada que un hombre con un solo ojo hábil siga siendo uno de los tres tiradores más rápidos del Oeste), el modo en que Thornton y él se tratarán en todo momento con respeto (Robin Wood decía con razón, y es una idea que considero de lo más cierta, que en otras circunstancias ambos hombres podrían haber sido buenos amigos) y, también, la presencia que le otorga Christopher George, un actor que no cuenta con ningún otro rol relevante en el cine, y del que cuando vi este film guardaba un borroso recuerdo de la infancia como protagonista de una serie titulada El inmortal, que fue de las primeras que mis padres me permitieron ver pese a emitirse en horario nocturno (los viernes, claro, que si no, no habría habido manera).
En cuanto a Mississippi, por el contrario me parece la mayor debilidad del film. Es evidente el propósito de convertirlo en el principal elemento humorístico de la historia, pero para ello no era necesario abusar de tantos elementos pintorescos en su caracterización (no solo el sombrero, sino el nombre larguísimo —Alan Bourdillon Traherne: su enunciación acaba siendo un gag cansino— y el pistolón que le proporciona Thornton, cuyo disparo es tan aparatoso que compensa la nulidad del muchacho con un revólver convencional) ni darle momentos de lucimiento más bien penosos (el instante en que confunde al sicario supuestamente disfrazado de chino). Para colmo de males, el joven James Caan es el peor actor de la película.
Lo mejor del personaje, para mí, es su fascinación por ese poema de Edgar Allan Poe, El Dorado, tan presente en la canción. Uno de mis momentos favoritos de esa etapa del doblaje clásico por el que todavía hoy siento devoción (aunque ya no lo frecuente) es el recitado que hace el gran Manuel Cano de los versos puestos en labios de Mississippi, y hay que tener en la cabeza su bella dicción aterciopelada, antes que en la particular traducción, para comprenderlo: Un caballero alegre y audaz / de día y de noche, cabalgando va / y canta su canción mientras sigue, osado, / en busca de El Dorado. / Montes de luna cruzando, / bajando a valles de sombra / y siempre, cabalgando. Sin duda, hay que ver la película en su versión original —la voz de Wayne distingue tanto su interpretación como su forma de mirar o de moverse—, pero eso no me impide agradecer intensamente el placer que tantas veces en el pasado me proporcionaron, al escuchar la versión española, tanto Manuel Cano como Felipe Peña (Wayne), José Luis Sansalvador (Mitchum) o Arsenio Corsellas (George), al frente de un reparto tan sensacional como el de todos los doblajes realizados en la Barcelona de los años sesenta.
En general, El Dorado ha tenido como baldón el hecho de que Hawks decidiera «repetir» Río Bravo: parecía un tanto vergonzoso que un director se calcara a sí mismo, porque eso parecía delatar falta de ideas y agotamiento creativo. (Es curioso que, con otros directores, sin embargo, se abusara del tópico contrario: que el verdadero autor es el que construye su obra a base de hacer variaciones sobre las ideas recurrentes que constituyen su mundo propio) . Ahora bien, Hawks explicó bien el propósito que le había animado: la riqueza de ideas del primer título, Río Bravo, era tal que en el mismo momento de preparar su historia fue consciente de que las decisiones argumentales o el dibujo de personajes escogido para este film podían haber girado en otras direcciones igualmente válidas. Ahí es donde surgió El Dorado.
No siempre hay que tomar al pie de la letra las declaraciones de un artista sobre su propia obra (y utilizo de modo consciente la palabra artista, ya que todos los críticos expertos en el viejo Hollywood señalan que hubo pocos cineastas con tal conciencia de su condición de tal como Hawks). Un especialista en el director, el mencionado Robin Wood, al que El Dorado no gustaba mucho, seguramente porque adoraba Río Bravo —a veces me pregunto: ¿y si se conocen en el orden contrario?—, escribió que el problema es que Hawks perdió la confianza en el guion inicialmente previsto y acabó conduciéndose hacia terreno más seguro, el de su previa obra maestra.
Sin embargo, tampoco me convence, puesto que para ello tendría que constar la presencia de dos guionistas (el del libreto inicial, luego transformado, y el de la versión final, o que se señalara que esta última sería obra exclusiva del mismo Hawks), y no hay el menor dato que confirme esto. Bien al contrario, el guion lo firma en solitario la estupenda Leigh Brackett, ligada al director desde El sueño eterno (1946) y coguionista en Río Bravo. Eso sí, Brackett (con Hawks, ejemplo de director que pese a no firmar nunca un libreto sabemos bien que influía decisivamente en su resultado final, bien encima) trabajó a partir de una novela previa de Harry Brown y, a falta de confirmarlo con una lectura personal del libro, es posible que aquí se encuentre el germen de esa historia trágica apuntada en el arranque y luego transformada en El Dorado.
Ahora bien, El Dorado no es una mera repetición de Río Bravo, ni en los momentos en que más lo parece. Hawks matiza su primer planteamiento mediante ese elemento al que me refería líneas arriba, la decadencia. Thornton sufre, sin previo aviso, ataques que le inmovilizan el brazo con el que dispara. Harrah ha caído en un lamentable alcoholismo. Bull (entrañable Arthur Hunnicutt) es un viejo que sirve más para hacer recados que para cubrir espaldas. ¿La importancia de este elemento en el sustrato argumental delata a un autor que reflexiona, a través de esos personajes en declive físico, acerca de la propia decadencia del género y de sus figuras? Confieso que me importa poco: la reflexión existe, es inevitable, pero también consecuente y nada enfática.
Hawks no busca nunca la conmiseración del espectador. Le hubiera horrorizado al hombre que mejor cantó la profesionalidad en el cine (por eso le fastidió Solo ante el peligro: no concebía que un sheriff experto como Gary Cooper mendigara la ayuda de casi cualquiera). Sus pistoleros son viejos, sí; se ven sorprendidos en el peor momento por las peores condiciones. Pero no dejan de ser hombres expertos cuya capacidad, aun disminuida, les vale para sobrevivir: si acaso, tendrán que recurrir a la astucia. Así, Thornton tendrá que hacer un pequeño teatro para sorprender a McLeod en el duelo final, para no darle opción a disparar mientras él vacía sobre él su rifle sujeto con las dos manos. Las palabras de Thornton al agonizante McLeod cuando este le reprocha que no le haya dado ninguna oportunidad sella definitivamente ese respeto que ha impregnado su trato: «No, es usted demasiado bueno como para dársela».
En El Dorado, Hawks dejó bien claro que no es lo mismo crepúsculo que decadencia. Esta es inevitable en personajes tan maduros, pero la incontenible luz del clasicismo, sin negar que en ocasiones deje sombras, convierte la vejez y sus inconvenientes en otro reto al que hombres como Cole Thornton y J. P. Harrah sabrán hacer frente. Ride, boldly ride, to the end of the rainbow.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: El Dorado / ElDorado. Año: 1966.
Dirección: Howard Hawks. Guión: Leigh Brackett; novela de Harry Brown. Fotografía: Harold Rosson. Música: Nelson Riddle. Reparto: John Wayne (Cole Thornton), Robert Mitchum (J. P. Harrah), James Caan (Mississippi), Charlene Holt (Maudie), Christopher George (Nelse McLeod), Arthur Hunnicutt (Bull). Dur.: 126 min.
Siempre me ha molestado la inclinación de Howard Hawks a quitar hierro a sus relatos, a aligerarlos hasta convertirlos casi en comedias de situación (en el fondo, lo que siempre le gustó más hacer), sin temor incluso de llegar al slapstick más o menos inoportuno (como en la escena de Caan haciendo el chino). Esto es especialmente notable a partir de finales de los 40, pero está también en films anteriores. Así, arranques muy dramáticos como el de Río Bravo, El Dorado o Hatari acaban derivando en otra cosa más ligera, hasta el punto de volatilizarse la aventura y la sensación de peligro. En Río Bravo da la sensación de que los «malos» no tienen el menor interés en acabar con John Wayne y los suyos, tan fácil como les resulta matar al personaje de Ward Bond. Sin embargo, he de reconocer también, esa levedad, ese desdén por la trama en beneficio de las relaciones entre los personajes, sus tira y afloja, sus constantes puyas llenas de humor y de dobles sentidos son quizá lo más moderno y característico de Hawks.
Aprovecho para mencionar mi canción preferida del western: la de «3:10 to Yuma» (Delmer Daves, 1957), de Ned Washington y George Duning, interpretada por Frankie Laine.
Un abrazo.
Es indiscutible que a Hawks el sentido global de la trama le importaba poco (curiosamente, como a Ford o a Hitchcock) en beneficio de las partes, seguramente más que a estos últimos. De sus cuatro «Ríos», el más serio, por así decirlo (o al menos aquel en que hay menos humor en primer plano) es el primero, «Río Rojo», y en el que más, «El Dorado». Yo creo que esta combinación de tensión y distensión no resta sentido de peligro a la película, porque de lo contrario no habría funcionado el peculiar duelo final, ni la despedida de McLeod habría sido tan emotiva. Ahora bien, es cierto que se trata de uno de sus mayores defectos, sobre todo si lo comparamos con ese aire trágico que asoma en su arranque. Y en general se corresponde con el personaje de Mississippi, el menos interesante de la historia y, como digo en el artículo, el que ha de cargar con el peor actor de la película, el recientemente fallecido James Caan.
Para mí, son los productos de Spielberg y Lucas los que destruyen el equilibrio entre tensión y distensión, y hacen que se pierda la sensación de peligro que siempre tiene que impregnar una película de acción, por mucho humor que tenga. De pequeño jaleé mucho en cine, claro, el momento en que Indiana JOnes, en «En busca del arca perdido», pegaba un tiro al espadachíin que hace cabriolas con sus armas, pero hoy poca gracia me hace.
La canción de «El tren de las 3.10» es estupenda, claro que sí. Otra de las grandes, junto a la de «Solo ante el peligro» o a la de «Duelo de titanes».
¡Un abrazo!
Estoy de acuerdo con David P. en que, tanto Río Bravo como El Dorado, parecen comedias; los «malos» son autéticos «torpedos» (copy. Chiquito de la Calzada). Esa fue la respuesta de Fred Zinnemann a la crítica de Howard Hawks a Solo ante el peligro, de que un Sheriff no de andar pidiendo ayuda. La película de Zinnemann hay que entenderla en relación con su otra película Un hombre para la eternidad; el hombre que ante todo quiere ser fiel a su conciencia, y aunque todos cedan ante el poder (Enrique VIII), Tomás Moro no puede plegarse a la voluntad del rey porque su conciencia se lo impide; en esta película uno de los amigos de Tomás Moro le dice: «pero que más da, cede como todos, y salvarás la vida.» A lo que éste responde: !si tu conciencia te permite ceder haces muy bien, pero la mía no me lo permite; ¿vendrías conmigo al Infierno sólo porque yo te lo pidiera?.
En Solo ante el peligro el sheriff Kane no quiere salir huyendo como le pide su mujer (Grace Kelly) y se queda a esperar a los «malos» entre ellos Lee Van Cleef.
Cuantas veces en la vida nos encontramos en situaciones similares a la del sheriff Will Kane y la gran mayoría pasa de nuestro problema, aunque al final siempre hay alguien que nos echa una mano (en el caso de Will Kane, su propia mujer).
Por otro lado si los gags cómicos en Río Bravo, corrían a cargo de Walter Brennan, creo que en El Dorado estos gags pertenecen al personaje de Robert Mitchum: cuando le ponen un brebaje anti-alcohol, se retira (se supone que al excusado) agarrándose el estómago diciendo:!criminales!. También cuando está en la bañera y entra la chica que traía la comida (creo, no recuerdo bien), Mitchum se siente incómodo, y la chica dice: «no te preocupes he visto bañarse a mis hermanos», a lo que éste responde: «sí, pero yo no soy tu hermano.
Un saludo.
La vieja polémica entre las dos películas no tiene mayor importancia que la anécdotica. En mi opinión, no hay que desnudar a un santo para vestir a otro. Tanto «Río Bravo» como «Solo ante el peligro» son dos westerns magníficos que responden a planteamientos muy diferentes (de todo tipo: la concepción de Hawks poco tiene que ver con la de Zinnemann, si bien este, seguramente, tuvo menos margen que el primero para imponer sus puntos de vista; se nota mucho que el guion en «Solo ante el peligro» es mucho más importante que en «Río Bravo»).
Yo no pienso que los malos de los dos westerns de Hawks sean de tracas. Sencillamente, su peligrosidad está en su número, no en su categoría, salvo en «El Dorado», donde se nos dice que McLeod está a la altura de Wayne (sin que se muestre nunca, y eso es un detalle que siempre me ha gustado: su valor depende del valor que le dan los personajes protagonistas, que sí se lo toman en serio).
Hace ya tiempo de la última vez que vi «Río Bravo», por lo que me centro en «El Dorado», cuyos defectos ya he señalado en el artículo (y sus múltiples virtudes también). «Solo ante el peligro» también tiene unos cuantos de los primeros: en mi opinión se acaba subrayando demasiado la soledad de Kane, que en algunas escenas resulta exagerada. La secuencia de la iglesia creo que es demasiado enfática, y siempre me ha molestado el momento en que el borracho del pueblo le ofrece su ayuda y él no solo la rechaza (lo cual es comprensible) sino que además le da dinero para que siga bebiendo, lo cual me parece poco coherente con la nobleza del personaje. Y también me parece razonable que se haga hincapié en que, al final, no necesitaba tanta ayuda para hacer frente a tres tipos que tampoco parecen gran cosa.
A cambio, el film posee una tensión magnífica de principio a fin y muchos de sus personajes secundarios dejan una huella imborrable.
Por tanto, dos/tres clásicos imperecederos. Y si los dos últimos existen por el disgusto que a Hawks le provocó el primero, bienvenido sea ese disgusto.
Por cierto, dejo un enlace al artículo que dediqué hace tiempo a «Solo ante el peligro», donde explico con más extensión lo que señalado en estos renglones.
Con todos los respetos , Solo ante el peligro es un western serio, en la línea de Raíces profundas, Río Bravo y El Dorado son western de broma (y no soy el único que lo piensa). ¿Por qué? Porque Solo ante el peligro, refleja una situación que puede darse en la vida real, hay algo que podemos aprender, se trata de la llamada catarsis del teatro, mientras que las otras dos son pura comedia, algo para pasar el rato, aunque como narrador con la cámara Howard Hawks sea muy eficiente. No hay en ellas ninguna enseñanza para la vida, salvo la exaltación de la amistad (aunque de forma idealizada; me viene a la memoria la historia de los filósofos pitagóricos Damon y Pitias), ese es su mayor mérito, como valor a defender; pero la forma de afrontar las situaciones es, como digo, de comedia; los problemas en la vida real no se resuelven así, eso les resta seriedad. Eso no creo que se pueda considerar simple anécdota. No hay en tu comentario ninguna referencia al caso de problema de conciencia que se suele dar en las películas de Zinneman (en referencia a Un hombre para la eternidad, también en Historia de una monja). Parece que no vemos las cosas desde el mismo punto de vista, más allá de los propios gustos particulares.
Un saludo
Lo más malo de estás películas de «vaqueros’ es que su traducción al español sea español de España.
Soy un fanático de este cine por sus actores,actrices,su música,sus historias,sus locaciones pero cuando escucho ese acento en cualquier género,prefiero no verla.
El Dorado es genial,emocionante,con buenos y recordados actores,la he visto varias veces,gracias.
No entiendo a qué te refieres. ¿Al doblaje? Si menciono el de esta película es porque la he visto más veces doblada (durante la mitad de mi vida cinéfila ni yo ni apenas nadie en España tuvo las opciones para elegir que tenemos ahora), pero lógicamente la versión original permite disfrutar de la interpretación completa de los actores. Y el doblaje que mantiene este film es de los buenos tiempos de esta faceta del cine, de ahí el cariño que le tengo.
Se refiere, creo, a que no le gusta el español de España porque el de otros países es mejor.
(Por cierto, qué desilusión me has dado con lo de J. P., con lo bien que me sonó siempre el «John Paul»…).
Respecto del debate que se ha suscitado aquí entre Solo ante el peligro y El Dorado, yo me inclino por una cómoda equidistancia: son dos western distintos, con reflexiones diferentes, pero geniales ambos; el primero hace una crítica más que a la cobardía o valentía del sheriff, a la pasividad de los vecinos que protestan mucho si tienen problemas pero a la hora de la verdad no hacen nada, mientras el otro hace un elogio encendido a la por decirlo así manera viril que tienen los héroes, aunque sean héroes cansados como estos, de afrontar sus batallas. Si molesta el tono jocoso que (a veces) tiene El Dorado, también puede resultar cansino el tono fatigosamente trascendental de Gary Cooper a lo largo de toda su película. Y El Dorado también tiene sus momentos duros, como el suicidio del muchacho al que malhiere John Wayne, o la manera en la que obliga éste a salir a la calle a dos enemigos, sabiendo que hay compañeros suyos que los acribillarán a balazos en cuanto pisen la calle. Lance por cierto en el que Hawks se autocopia también, en este caso creo recordar que de la película el sueño eterno, de Lauren Bacall y Bogart. Desde luego sabía reciclar bien su propio material.
La frase «no es lo mismo crepúsculo que decadencia», es absolutamente brillante. Deberías registrarla, como alguna más que dejas caer a lo largo de las entradas de tu blog.
Y no termino sin hacer constar que para mí, en el apartado de introducciones musicales de películas del oeste, mi favorita es el solo de guitarra de Río Lobo. Su sencillez y melancolía dan el tono adecuado a la historia crepuscular que narra, y lo mismo podría haber sido tema introductorio del El Dorado, sin desmerecer para nada su canción inicial.
No cabe mejor resumen: dos westerns excelentes, pero cada uno en un registro completamente diferente. De ahí que dijera que el antagonismo que se ha querido levantar entre ellos (a partir de las supuestas manifestaciones de Hawks) sea irrelevante al lado de lo esencial, la existencia de estas dos grandes películas.
Y es cierto, ya lo señalo también en el artículo, que en su media hora inicial «El Dorado» apunta hacia zonas más duras, con elementos de tragedia incluso que el director, por la razón que fuera, decidió no explorar y regresar a terrenos más familiares. Entiendo que al que admire ese inicio le parezca más pobre lo que viene después (es lo que dice el crítico Robin Wood en su excelente libro sobre Hawks, que fue uno de los primeros de crítica que yo me leí), pero aun así también me gusta.
No recuerdo ese tema musical de «Río Lobo» (hace ya mucho de la última vez que la vi), por lo que busco enseguida. Y muchas gracias por tus bonitas palabras, claro. ¡Un abrazo!
El titular del blog ya me conoce, tengo tendencia a dar la nota, si todo el mundo defiende a Sean Connery como 007, yo defiendo a Roger Moore, pero es sin mala intención. Gracias a todos por su caballerosidad.
Un saludo
Cierto es. La vehemencia se admite en este blog, al menos hasta que declares que el remake de «Psicosis», por Van Sant, es mejor que el original 😜.
Para manuelprendesguardiola:
La misma sorpresa que me llevé yo al escuchar por primera vez la versión original. Los adaptadores al español pensaría que decir «yei pi» sonaría extravagante y «jota pe» tenía una sílaba más, pero ahora que conozco la realidad, «John Paul» me parece rebuscado para un sheriff. Por cierto que no era la primera vez que el doblaje cambiaba nombres propios. En «¡Suspense!» (1961), al niño Miles lo llaman «Mitchell», y esto sí que no lo entiendo. En «Vida íntima de Julia Norris» (1946), la tal Julia en realidad es «Jodie», y quizá la censura lo cambió por temerse evocaciones malsonantes (claro que, si el doblaje hubiera pronunciado «yodi», no habría habido lugar: se temieron la falta de ductilidad fonética de los dobladores, está claro).
Puesto que fui el primero en abrir fuego en estos comentarios sobre la tendencia de Hawks a quitarle aspereza a sus films, no quiero dejar de decir que, a pesar de todo, me gusta Río Bravo y aún más El Dorado, por las razones expresadas por José Miguel. Después de todo, la verdad es que las películas de Hawks, sean del género que sean, al final son siempre del género «Hawks», un mundo en el que se brinda unos minutos por el amigo caido y acto seguido se continúa cumpliendo con el deber, todo es efímero, nada es demasiado serio ni trascendental. Hay por lo tanto, no sé si algo que aprender (tampoco sé si la finalidad de las películas es que recibamos lecciones morales), pero sí desde luego una visión de la vida y del mundo, y por lo tanto motivo de reflexión tanto o más que el que podamos hallar en otras películas aparentemente más realistas, verosímiles o «serias». Por eso no acabo de entender esa especie de «superioridad de lo real» que parece plantear Marcelo Raya, cuando lo verdaderamente relevante es la superioridad estética de una obra, algo que es independiente del género a que pertenece. A mí, como amante del western, me puede molestar un poco esa relajación de Hawks porque mi visión del mundo tiene más que ver con Fritz Lang, por ejemplo, y Hawks vendría a ser el anti-Lang.
¡Un abrazo!
Es el viejo principio de que no puede haber ética sin estética, y al revés, es decir, que una obra de arte debe albergar unas ideas y debe saber expresar estas en los adecuados términos estéticos de cada modalidad del arte, porque de lo contrario o se convierte en un sermón o en una banalidad que se agota a la primera. Hawks, en efecto, es un género en sí mismo, con independencia del formato que adoptara, de ahí que «Solo los ángeles tienen alas», «Tener y no tener» y «Río Bravo» tienen tantos puntos en común, porque expresan la visión del mundo propia del autor.
Y he aquí lo fundamental del arte: que la convicción y el talento con que se expresan estas visiones del mundo (aun cuando no sean compartibles, o al menos no lo sean en su totalidad, por el espectador o lector) hagan que, por el espacio que tardamos en ver o leer su plasmación, nos resultan vibrantes y auténticos. En abstracto, esa visión que tenían muchos de los grandes creadores de Hollywood (Hawks, Ford, Capra) me resultan bastante ajenas en el «mundo real», pero en el de la ficción y del arte, me parecen arrebatadoras. En cambio, puedo sentirme cerca de otros autores y resultarme del todo indiferentes sus obras, porque carecen de la capacidad narrativa y visual que tiene que hacerlas relevantes. Es el otro principio complementario: «El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones».
Vamos a ver, el arte por sí mismo, es decir, sin que intervengan relaciones entre seres humanos, v.g.: una pintura, una catedral, un bello amanecer, … es independiente de la moral y su finalidad es puramente estética, busca el placer estético; pero en una novela, una obra de teatro o una película, toda la sustancia está en las relaciones entre los personajes que aparecen, y en si se ajustan o no a eso que llamamos «ética», que no es más que el conjunto de reglas que nos hemos dado para poder vivir en sociedad, ya que de lo contrario imperaría la ley de la selva: qué es, por poner un ejemplo, El extraño caso del doctor Jeckyll y mister Hyde, sino una reflexión moral sobre la condición humana.
Por supuesto existen también ámbitos en el arte, como son la poesía o la música, donde la moralidad queda al margen, también en algunas obras de literatura, como En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, pero se trata ya de prosa muy cercana a la posesía.
Un saludo.
P.D
Sobre recibir lecciones morales. ¿Qué finalidad creéis que tienen las obras de Shakespeare, sino mostrar el corazón del ser humano?
Marcelo, los nombres que citas son especialmente representativos de esa indisoluble conjunción de ética y estética, o de fondo y forma, o de contenido y narración (llamemóslo como queramos) que compone la mayor parte de grandes obras de la ficción. Sin esa extraordinaria capacidad de Stevenson para la fabulación, sin esa genial forma de contarnos la historia (es prodigioso: pocas veces se recuerda que, al revés que en sus adaptaciones, aquí el personaje está contemplado desde fuera y no en primera persona, y por ahí principia toda su compleja densidad) su reflexión sobre la dualidad del alma humana no alcanzaría tan sublime cima, y la prueba está en la infinidad de veces que, de un modo u otro, se ha contado esta historia. Y de Shakespeare qué vamos a decir, salvo que, precisamente, es la demostración de que incluso un mismo autor es capaz de mirar desde muchos puntos de vista: la tragedia, la comedia, el drama, la fábula…
Para mí, el gran tema de la ficción, trátese del género que se trate, es el ser humano, por supuesto: su infinita complejidad, sus problemas morales, su profunda contradicción. Pero, por poner un ejemplo, cuando veo películas de Ken Loach, siempre encomiablemente críticas con la sociedad actual, me entra tal aburrimiento que tardo varios años en asomarme a otra, porque la forma (la estética, la narración) es plomiza y gris. «Solo ante el peligro» no es mejor, ni peor, que «El Dorado», porque afronte claramente el dilema ético que afecta a una comunidad sino porque está narrada en tales términos de tensión dramática y sugestión visual que el drama de Will Kane cobra una dimensión especial (con todas las salvedades que ya he expuesto comentarios arriba). Y los westerns de Hawks también miran al corazón del ser humano, claro que sí, a través de temas como la amistad, la responsabilidad o la necesidad del amparo emocional.
Shakespeare, Stevenson, Lang, Conrad, Dickens, Ford… No conozco un solo autor de genio que no comprendiera, consciente o inconscientemente (porque a veces pienso que somos nosotros, los espectradores o lectores, quienes buscamos tres pies al gato donde para ellos es mera sencillez narrativa), que no basta con saber qué contar sino cómo contarlo, y que el interés para pasar la siguiente página o ver el próximo plano estriba en la fusión de todo esto, como estoy seguro de que tú aprecias en Zinnemann y en tantos otros cuyo aprecio sin duda compartimos.
Por supuesto, ni que decir tiene que dentro del ámbito del arte, la manera de contar ya sea en literatura (donde la forma de utilizar el leguaje escrito constituye lo artístico), o en el cine, donde la forma de narrar consiste en la forma de utilizar la cámara, en la maestría en el montaje, y en saber dotar a la historia de ritmo (quizá haya más cosas, pero estas me parecen fundamentales), tanto el escritor como el director han de estar en posesión de vena artística. Nunca he criticado a Howard Hawks como director, como artista, al contrario, lo considero un gran narrador, me encantan Tierra de faraones y Los caballeros las prefieren rubias; también sus películas, de las que ha tratado aquí, artísticamente son obra de un gran maestro, esto lo dije en mi primera intervención (un narrador con la cámara muy eficiente).
Y hay otra que me gusta más todavía , Hatari, en la que insiste sobre el tema de la amistad. Si ha habido un punto controvertido, ya me expresé sobre esto en otro comentario; como decía Groucho Marx: ¿podemos olvidar…?
Es evidente cuanto dices, Marcelo. Y en cuanto a la controversia, sin esta ninguna idea ni concepto se enriquecería lo suficiente bajo la completa aquiescencia de todos, de modo que bienvenida sea.
¡Un saludo cordial!
Da gusto comprobar que aun hay gente que entiende de cine.Escrito con mucho gusto
Caramba, muchas gracias. ¡Un saludo!