El nombre de Fritz Leiber (1910-1992) es sobradamente respetado entre los aficionados a la literatura de fantasía del siglo XX, como da fe la longevidad de una prolífica carrera que comenzó en los años 30 y mantuvo un altísimo nivel durante más de cuatro décadas, hasta prácticamente el final de su vida, ratificado por la concesión, y en varias ocasiones, de los premios más importantes de la modalidad (por ejemplo, el Hugo, en hasta seis ocasiones). Leiber resume en su trayectoria el tránsito desde la literatura pulp, cuando buena parte de la ficción de fantasía estaba recluida en el ghetto de las revistas populares, al acceso al mainstream en formato libro (gracias sobre todo a la invención del formato de bolsillo) a partir de los años 50. Ahora bien, es verdad que su prestigio no ha llegado a trascender más allá de ese círculo de adeptos a la literatura de género, como sí lo han hecho los Lovecraft, Robert E. Howard y otros: tal vez le ha faltado la popularización general que dan las adaptaciones al cine o a otros medios, como le ha pasado a otros, siendo el caso más reciente el de George R. R. Martin con su Juego de tronos. Es posible, también, que dentro de un mundillo en el que sus incondicionales gustan (gustamos) de las etiquetas que definen con rapidez una obra o un autor, a Leiber lo haya perjudicado su versatilidad. Y es que se trata de un escritor que ha demostrado su maestría en tres campos diferentes de la fantasía: el terror, la ciencia-ficción y esa variante de la aventura que es conocida como Espada y Brujería, término que, para más inri, parece ser que fue inventado por él mismo. El presente artículo intenta ser una exposición de los méritos sobrados que el escritor tiene para merecer la atención.
El contexto que marcó la infancia del autor fue la profesión de sus padres, una pareja de actores que llegó a formar una compañía especializada en el repertorio de Shakespeare. El padre, incluso, desarrolló una carrera bastante prolífica en Hollywood como secundario durante los quince años anteriores a su muerte, en 1949, que incluye películas bastante destacadas como la mismísima Monsieur Verdoux (1947), de Chaplin.
Fritz Leiber, hijo, manifestó un temperamento considerablemente inquieto en su primera juventud. Estudió Psicología en la universidad, pero también Teología, con objeto de hacerse sacerdote episcopaliano, propósito que luego desestimó. Así mismo, se vio atraído por las tablas, participando en alguna de las tournées de sus padres (bajo el seudónimo de Francis Lathrop) e incluso llegó a aparecer en alguna película, entre ellas Margarita Gautier (1936), sintiéndose sugestionado toda su vida por su protagonista, Greta Garbo. Finalmente sería la literatura el campo hacia el que encarriló sus capacidades. Llegó a cartearse con Lovecraft, el cual, con su generosidad habitual, le alentó a escribir y a intentar profesionalizarse, lo que conseguiría a finales de esa década de los 30, labrándose poco a poco un nombre.
Aunque ya había escrito algunos de los cuentos de su serie más famosa, la saga aventurera sobre Fafhrd y el Ratonero Gris, su primer éxito fue una novela de terror (publicada inicialmente en la revista Unknown en 1943) titulada Conjure Wife, que en España ha sido editada como Esposa hechicera. Leiber abordó el género desde la perspectiva del horror cotidiano, a través de una trama de lo más atractiva: un buen día, el protagonista, profesor en una pequeña pero prestigiosa universidad, todavía joven pero a punto de ser nombrado catedrático, descubre que su adorable esposa, envidiada por todos sus colegas, es una adepta de la magia que, de hecho, cree que los éxitos de su marido se deben, en buena medida, a los sortilegios y la protección sobrenatural que ella le ha prestado todos esos años. Como es natural, el racionalista profesor la obliga a destruir todos sus hechizos y amuletos y a aceptar que se ha dejado sugestionar por la más burda superstición. ¿Es casualidad, entonces, que desde ese momento, y en catarata, su vida personal y profesional parezca deslizarse por una pendiente sin fin, encontrándose con acusaciones de acoso sexual, con alumnos dispuestos a atentar contra su vida, con toda clase de intrigas en el seno del pacato claustro de profesores (y sus venenosas esposas), que culminan con la concesión de la cátedra a otro compañero, y con la aparición de inquietantes pensamientos sobre suicidio?
Aun centrando su trama en la magia (o en la ambigua posibilidad de que esta pueda existir), Leiber prescinde de cualquier propósito gótico para plantear, sencillamente, el quebrantamiento de la normalidad en el seno de la sociedad coetánea. No hay necesidad de criaturas sobrenaturales: la monstruosidad anida entre nosotros, porque es la expresión de la mezquindad humana. Sobre la novela flota una sugestiva atmósfera de aparente misoginia que, sin embargo, resulta deliciosamente malsana, pues los hombres, en definitiva, son prácticamente seres sin iniciativa convertidos en muñecos de sus esposas, las cuales rebosan de vida y voluntad. Esposa hechicera es una espléndida novela en la que ya brillan dos cualidades que Leiber manifestará en todas sus grandes obras: la densidad psicológica que caracteriza a sus personajes y la capacidad narrativa para hacer que el interés nunca decaiga, brillando especialmente en sus momentos de clímax. El interesado, por cierto, debe saber que el film cuenta con una magnífica adaptación al cine, rodada en Inglaterra durante el esplendor del cine de terror británico, bajo el título de Night of the Eagle (1962).
En los años siguientes, Leiber alternaría diversos géneros, practicando tanto la novela como el relato. Puesto que los años 50 fueron los de la definitiva eclosión de la ciencia-ficción, el autor se dedicaría a fondo a la misma, y fue esta vertiente de su carrera la que primero se difundió en nuestro país, sobre todo a través de la inolvidable colección Super Ficción, editada por las recordadas Ediciones Martínez Roca.
Posiblemente, su obra más conocida en este campo sea un conjunto de historias, sin nexo argumental entre ellas pero sí partícipes de un mismo planteamiento, que se conoce como el Ciclo de la Guerra del Cambio. Está formado por una novela corta, El Gran Tiempo (1958) y una serie de cuentos, la mayor parte de los cuales fueron unidos y traducidos en nuestro país por el gran Domingo Santos en un volumen titulado Crónicas del Gran Tiempo para la mencionada Super Ficción. Se trata de una muy original incursión en la temática de los viajes en el tiempo y las subsiguientes alteraciones en la historia de la Tierra, debido a una guerra que, en algún inconcreto momento del futuro, enfrentará a dos facciones denominadas las Arañas y las Serpientes, de cuyas pretensiones y características nunca llegaremos a saber nada, salvo el hecho de que, probablemente, sean intercambiables entre sí, distinguiéndose apenas por el signo distintivo que sus reclutas se tatúan en el rostro: un asterisco con ocho patas y una bucle serpentino, respectivamente.
Al contrario que el Isaac Asimov de El fin de la Eternidad (novela de 1955), que en líneas generales parte de una temática similar acerca de una organización capaz de intervenir en la corriente temporal, Leiber no proporciona el menor dato, no ya sobre los bandos contendientes sino siquiera sobre el curso de la supuesta guerra, la correcta ubicación temporal, el origen geográfico (o cosmográfico) de los bandos… Sencillamente, dispone una serie de relatos que (en ocasiones de modo muy tangencial) acaban explicándose porque están insertados en ese conflicto, ya sea acerca de un tipo que intenta aprovechar el intercambio de cuerpos que supone el reclutamiento en el pasado de los soldados del futuro para alterar su propio destino (por supuesto, de modo infructuoso), o bien acerca del descubrimiento de que las interesantes historias de guerra que tantas noches lleva contando un camarada de bar, encierran un inesperado secreto.
A esta serie pertenece una de las obras maestras de Leiber, un espléndido relato titulado No es una gran magia (1963), en el que además el escritor volcó un bonito homenaje al pasado familiar en el mundo de las tablas. El cuento es una secuela de la comentada El Gran Tiempo, si bien, para quien no lo sepa (como fue mi caso al leerlo por primera vez), en principio, no solo no parece tener nada que ver con la serie a la que pertenece sino con la ciencia-ficción siquiera. La trama se sitúa en el seno de una modesta compañía teatral que, a lo largo de una noche, debe representar Macbeth en el mismo Central Park. La narradora, en primera persona, es una humilde integrante de la troupe llamada Greta, que se encarga de las labores más nimias de la compañía, como los arreglos de sastrería, pero que vive la representación con especial pasión. Mientras esta se desarrolla (y por medio de un sentido de la narración elusivo e impresionista, que deja bien sentado el talento de Leiber por encima de otros estajanovistas del medio), poco a poco iremos sabiendo que la muchacha sufrió meses atrás algún shock que la dejó amnésica, habiendo sido adoptada informalmente por los actores, que la encontraron vagando en el parque.
Ahora bien, su especial sensibilidad advierte extraños elementos que se van presentando durante la representación, en especial el misterioso comportamiento de una de sus miembros, que se ha caracterizado de reina Isabel I de Inglaterra y que actúa como si la representación escapara del escenario y se prolongara entre el público, como si se hallaran en el siglo XVI (solo que la culta muchacha sabe que Macbeth se escribió después de que muriera la llamada Reina Virgen). La verdad [spoiler], que va surgiendo lentamente, mediante una memorable gradación, es que la compañía teatral no es sino un equipo de soldados-araña encargados de la sustitución en el tiempo de figuras que ya habían sido a su vez sustituidas por títeres de los serpientes con objeto de cambiar la Historia, siendo su misión actual la de reemplazar a una falsa Isabel I (que, al indultar a María Estuardo, había hecho que los españoles, aliados a la escocesa, invadieran con éxito las islas) por su aparente actriz. No es una gran magia, por jugar con su título, sí es un relato mágico, por el modo en que Leiber enhebra el nudo fantástico de la trama con un inolvidable dibujo de las bambalinas de toda representación teatral, eligiendo además al autor emblemático del medio (que, además, realiza una intervención especial, verdaderamente magnífica), denotando el incontenible amor por las candilejas que, lógicamente, el escritor siempre encerró dentro de sí mismo.
Ahora bien, el género por el que Leiber es hoy más conocido es la Espada y Brujería (Sword & Sorcery), término que, según la versión más popular, se le ocurrió para responder a una encuesta realizada por el joven escritor Michael Moorcock (que, poco después, crearía otro personaje emblemático del género, el príncipe albino Elric) para dar con una denominación adecuada al conjunto de relatos al estilo de los de Conan, cuya revalorización había comenzado. Recuérdese que, en general, los aficionados dudan entre dos nombres, el que nos ocupa y el de Fantasía Heroica, y yo mismo los he utilizado indiscriminadamente durante años. Hoy día, sin embargo, los diferencio. Aun partiendo de elementos ambientales y fantásticos similares, prefiero el segundo para aquellos relatos que privilegian el elemento legendario en conexión con las fábulas medievales y los cuentos de hadas, como hizo J. R. R. Tolkien en su inmortal El Señor de los Anillos, y el primero para aquellas historias que se decantan por un tratamiento más descarnado y antiheroico.
El origen de sus inmortales Fafhrd y el Ratonero Gris estriba en el proyecto que concibió con un amigo íntimo al que había conocido en la universidad, Harry Fischer, de diseñar un mundo fantástico con el que pretendían crear un juego. Como nunca lo he practicado, no sé si es el tipo de competición en equipo que con el tiempo se conocería como «rol», pero sí algo parecido. Hay que recordar que, en su ancianidad, Leiber disfrutaría de una desahogada posición económica gracias a que los editores de Dragones y mazmorras, uno de los más famosos juegos de la especialidad, le pagaron derechos por haberse inspirado en sus creaciones para la serie antedicha. Fischer no escribiría nada más que unas cuantas páginas que Leiber utilizaría, muchos años después, en el cuento Los señores de Quarmall (1967). El primer relato, de cierta extensión además, de su pareja fue rechazado por Weird Tales pero circuló entre sus autores, mereciendo elogiosas palabras incluso de H. P. Lovecraft: sería publicado una década después, bajo el título de El gambito del adepto, en 1947. Por ello, el cuento inaugural del ciclo es realmente Two Sought Adventure, publicado en 1939 en las páginas del magazine Unknown.
Los protagonistas titulares son dos aventureros que viven sus correrías en el clásico mundo atemporal, llamado en su caso Newhon, cuyo dibujo sintetiza características de la Antigüedad helenística con el medievo más fabulesco. El primero es un mocetón de más allá de metro noventa, originario del agreste norte (el norte es siempre un territorio salvaje en el género), por ello más primordial e ingenuo, llamado Fahfrd (pronúnciese como «Faferd»). El segundo es mucho más pequeño, viste siempre ropas bastas del color que le da nombre (y que le permiten camuflarse con habilidad en las sombras, anunciando su carácter más astuto), y tiene el apodo Ratonero Gris. Por cierto, parece ser que la dispar altura entre ambos amigos traslada a la literatura la misma que había entre los propios Leiber y Fischer.
Su centro de acción es la principal ciudad de ese mundo, llamada Lankhmar, fabuloso enclave de calles laberínticas, al borde del mar (lo que permite numerosos episodios marinos), donde conviven aristócratas y pordioseros, religiones de toda laya, hechiceros de una y otra categoría, y donde constituyen una fuerza rectora poderosos gremios como el de los Ladrones (con el que los dos protagonistas, inveterados amigos de lo ajeno, siempre mantienen complicadas relaciones). Leiber supo asumir la herencia de Robert E. Howard (pues su urbe bien podía haber pertenecido a la Edad Hyboria) y convirtió Lankhmar en uno de los más fascinantes escenarios de toda la literatura fantástica, de tal modo que casi todos los relatos que en ella transcurren son memorables. Con justicia, suele destacarse el titulado Aciago día en Lankhmar (publicado en 1970, año en que arrasó en los principales premios de la fantasía), que narra, además, el primer encuentro entre los dos amigos, precisamente enfrentados al Gremio de los Ladrones, en cuyo cubil penetran para ajustar cuentas con el hechicero que ha acabado con sus dos amantes.
Con el tiempo, el propio Leiber iría agrupando todos sus cuentos en un conjunto de siete volúmenes, unidos todos por el término «Espadas» a modo de signo distintivo. A falta de algún (improbable) estudio de la saga que llegue a nuestro país, resulta difícil establecer no ya un orden cronológico original sino saber hasta qué punto el material, tal como hoy se publica, está más o menos reelaborado por el autor, puesto que este (sobre todo a partir de 1970, con la primera antología, Espadas y nigromantes) se propuso organizar su corpus, estableciendo distintos nexos de unión que le dieran la coherencia de una gran saga y que modifican, de algún modo, el relato inicialmente publicado. Así las cosas, el cuento que inicia el ciclo, el mencionado Two Sought Adventure, sería incluido mucho más tarde en la segunda antología, Espadas contra la muerte (editada en 1970), ahora rebautizado como Las joyas de la muerte. Ahora bien, ¿hasta qué punto es, en líneas generales, ese cuento primerizo o está reelaborado? Sería interesante saberlo, para conocer así si Leiber ya demostró su maestría desde el mismo inicio del ciclo, pues constituye un cuento genial, con los dos protagonistas penetrando en una misteriosa torre situada en un recóndito paraje forestal, en busca del clásico tesoro, para descubrir que la construcción está… viva.
No exagero: la saga de Fafhrd y el Ratonero Gris es uno de los puntos culminantes de la literatura de género de todo el siglo XX (lo que para mí quiere decir de la literatura en general). En ella es donde Leiber proyectó mejor sus inquietudes culturales (de todo tipo), su capacidad narrativa (cualquiera de los relatos es un prodigio de fluidez narrativa), su sentido de la ironía, que impide a la saga caer en la autoindulgente trascendencia que es tentación de tantos autores de género, y su capacidad para hacer que todos y cada uno de los escenarios de ese mundo de Nehwon desprendan una sugestión sin igual. Ahora bien, brilla con especial fuerza el desparpajo sensual que anima a los personajes, mujeriegos sin remisión, convirtiendo el erotismo en una dimensión cotidiana de la vida, sin la cual esta, desde luego, es mucho más aburrida, y todo ello sin incurrir en ningún momento en la fácil escabrosidad. Y es que otra de las virtudes del ciclo es que de él emana una admirable modestia conceptual, una completa falta de petulancia, que no de ambición.
Es muy difícil destacar relatos (y todavía me quedan algunos por leer), pero para quien siga estas líneas no puedo sino recomendarle, cuando menos, La dársena de las estrellas (1965), construido íntegramente en torno a la peligrosa ascensión a una casi inaccesible montaña, escalada que resulta inolvidable en su emocionante y minuciosa descripción; Cuando el rey del mar está fuera (1960), fascinante aventura literalmente submarina (pues los aventureros se internan en un túnel abierto mágicamente en medio de las aguas), desbordante de esa sensual aureola milyunanochesca que tanto luce la saga; o la novela corta El gambito del iniciado (1947), que insólitamente no se desarrolla en Nehwon sino en el reino helenístico de los seleúcidas, en el siglo III a. C., lo que permite a Leiber lucir sus conocimientos históricos, a lo largo de una peripecia desbordante de terror sensual y esoterismo oriental. Recuérdese que esta novelita fue la primera historia de la pareja, lo que obliga a preguntarse si solo después es cuando el escritor decidió cambiar de mundo a sus dos personajes.
Yo también tengo a Robert E. Howard por la cima del género, pero resulta inconcebible pensar que alguna vez hubiera llegado a poner a su héroe en el trance de ver reducido su tamaño al de un roedor y hacerle vivir unas aventuras, al tiempo emocionantes y divertidísimas, en el imperio subterráneo de las ratas de Lankhmar, y ello sin incurrir en ningún momento en la desdramatización, como le sucede al Ratonero Gris en la magnífica novela Las espadas de Lankhmar (1968). (Solo encuentro un parangón en los descacharrantes, y a la vez emocionantes, episodios en que el genial Walt Simonson convirtió al dios del trueno en rana, enredándolo en los conflictos de los animales de Central Park, en una aventura cuyo primer número ostenta el genial título de… «Thor croa».)
Esta historia es la única novela del ciclo —aunque su origen estriba en un cuento, La hija de Escila (1961), ampliado años después al advertir que sus inmensas posibilidades no estaban agotadas— y bien puedo considerarla el inmejorable epítome de toda la saga. Su trazo argumental es considerablemente original, y algo de él ya lo he anticipado: los ingenuos habitantes de Lankhmar (gobernantes y gobernados), demasiado ocupados en sus licenciosas existencias, ignoran el peligro que supone ese imperio subterráneo que, mediante artes mágicas que ni se explican ni hace falta explicar, está dispuesto a conquistar la superficie, liderado por una doncella-rata de inolvidable sensualidad libertina. Es verdaderamente delicioso el modo en que sus escarceos sexuales con el Ratonero —al que enloquece literalmente con sus encantos, visibles y ocultos— los ejecuta por delegación de su no menos deseable criada, que presta su cuerpo mientras ella prodiga besos y caricias, y todo, sin duda, para que el aventurero no descubra las carnes híbridas que esconde bajo la ropa. Leiber desarrolla la trama de modo magnífico, primero con un tercio inicial ambientado en el mar (es la parte correspondiente al cuento seminal), y luego dividiéndola en dos peripecias paralelas, a cuál mejor, entre los dos protagonistas, hasta unirlos, a ellos y a los múltiples y sugestivos personajes secundarios que se cruzan en su camino, en el palacio real de Lankhmar.
Su última obra relevante, publicada en 1977 y titulada Nuestra señora de las tinieblas, lo devolvió al terror. Aun cuando al autor todavía le quedaban quince años de vida, diríase que con esta obra se propuso efectuar una recapitulación, tanto de su propia trayectoria como de sus gustos e inquietudes literarias, comenzando por el hecho de que el personaje protagonista está moldeado sobre sí mismo. Franz Westen es, como él, un escritor de relatos fantásticos (si bien muy modestos) que ha pasado varios años de su vida, todavía no tan lejanos, sumido en el sueño del alcohol tras el fallecimiento de su amada esposa. Leiber registraba así su triste episodio personal: en 1969, tras más de treinta años de vida en común, la pérdida de su adorada Jonquin lo sumió en una enorme depresión que acentuó sus problemas crónicos con la bebida, dejándolo a la deriva durante bastante tiempo.
La trama de la novela pertenece a eso que el añorado José María Latorre calificaba como «terror de biblioteca», ya que todo gira en torno a las revelaciones encerradas en un libro oscuro, que ponen al protagonista en contacto con una posible maldición escapada del pasado de la misma ciudad de San Francisco donde transcurre la acción. Leiber maneja con soltura todo tipo de referentes y autores del género, comenzando por el que revela el título, que se refiere a una de las tres famosas Señoras del Dolor creadas por el insigne escritor inglés Thomas de Quincey en su obra Suspiria de profundis (1845), una genial divagación cultista que, como todos los aficionados al terror saben, inspiró al cineasta italiano Dario Argento una famosa trilogía compuesta por las irregulares pero estimables Suspiria (1978) e Inferno (1980), que culminó la ya directamente impresentable La madre del mal (2007).
Leiber organiza su intriga libresca en torno a un supuesto magister del mal, Thibaut de Castries, nada casualmente reminiscente del famoso ocultista Aleister Crowley (en su momento apodado «el hombre más malo del mundo»), que en el San Francisco del tránsito entre siglos unió alrededor suyo un círculo esotérico con el que coquetearon nada menos que Ambrose Bierce o Jack London, y que incluso ejerció su influencia muchos años después sobre un joven aspirante a escritor llamado nada menos que Clark Ashton Smith, que luego sería uno de los «tres mosqueteros de Weird Tales» junto a Lovecraft y Robert E. Howard. Westen vive, precisamente, en el apartamento donde De Castries pasó sus últimos años de vida y, por tanto, su malsana influencia acaba operando sobre un temperamento todavía demasiado vulnerable, al que hará frente con la ayuda de su erudición en el terreno de lo fantastique y la ayuda de los amigos que viven en el mismo edificio.
Es una lástima que, en el aspecto estilístico, la obra no parezca sino la novelización de un guion previo, muy lejos por tanto de lo que podía exigirse al autor. Ahora bien, su amenidad, la simpatía que despiertan los personajes y la coherente soltura con que Leiber maneja el entramado metaliterario sostienen sobradamente su interés. Es más, incluso resulta entrañable que el escritor otorgue a su alter ego literario una segunda oportunidad en el terreno del amor, como anhelando (o presagiando) lo que la vida haría lo mismo con él pocos años después, al encontrar de nuevo el amor. Por todo ello, supone un muy estimable colofón a una trayectoria espléndida y, volviendo al hilo inicial de mi artículo, sugestivamente versátil.
Actualmente Leiber no es especialmente recordado por los aficionados del fantástico, pese a que tampoco se le discute su rango de clásico merecedor de respeto.
Pienso que tal situación se debe a que, como se dice en el artículo, se le asocia a dos tipos de narraciones —Terror y Espada y Brujería— que hoy no gozan de excesiva popularidad. No hace mucho, leí el testimonio de alguien relacionado con la industria editorial que afirmaba que, a menos que el autor se llamase Stephen King, las novelas de terror apenas se venden.
Respecto a la Espada y Brujería, es un subgénero al que incluso los lectores de fantasía suelen menospreciar y lo consideran inferior a la fantasía épica de corte tolkieniano.
Dado que los gustos del público son cíclicos, sólo cabe esperar a que pase el tiempo y su figura tenga un mayor reconocimiento en el futuro.
El problema de Leiber, por su «especialización», es extensible a muchos otros de su generación (ahora mismo estoy releyendo, o leyendo cosas nuevas, de Fredric Brown, y casi lo mismo que digo para uno vale para el otro, incluyendo su poca visibilidad más allá de los amantes de la literatura de género y lectores sin anteojeras en general).
No sé, claro, si el terror vende más o menos (supongo que, ahora mismo, nada batirá a la novela histórica, campo que quizá se colapse pronto porque, a la vista de los argumentos y la publicidad de las solapas, comienza a parecer difícil encontrar algún rey o personaje histórico que no haya disfrutado ya de su propio libro…). Pero creo que su mercado, en general, se mantiene más o menos estable, e incluso lo veo más dinámico, con estas modestas pero muy activas editoriales que nos están permitiendo conocer a muchos autores del pulp o del terror/fantasía/aventura que aquí habían llegado de modo irregular, o no habían llegado. Al menos, su conocimiento ahora está a nuestro alcance y muchos escritores han dejado de ser meros nombres que leíamos con un punto de envidia en las referencias de quienes los conocían directamente de su idioma original.
En cualquier caso, viva Fritz Leiber (y Fafhrd y el Ratonero Gris 🙂 )
En general, todos los libros —independientemente del género— venden menos. Están lejanas las épocas en que un premio Planeta vendía 200.000 ejemplares.
Pero dentro de este contexto, la llamada literatura popular debe lidiar con la competencia de las nuevas tecnologías y los avances en el campo audiovisual. Ya en su día, la conocida como “literatura de quiosco” recibió un considerable varapalo con la aparición de la televisión (así lo declaró Pascual Enguídanos, ilustre escritor de bolsilibros). Destacaría actualmente a la editorial Valdemar, auténtico titán en este terreno que ha resistido contra viento y marea.
Un saludo.