Un clásico llamado Peter Weir (II): triunfo en Hollywood

I           II         III

Robin Williams en El club de los poetas muertosEra lógico que Peter Weir acabara siendo reclamado por la llamada Meca del Cine, el lugar donde (casi) todos los artistas ambiciosos sueñan con ir, con más motivo si son anglosajones. El resto de su carrera la desarrollaría en los Estados Unidos, y allí conseguiría grandes éxitos comerciales y críticos, amén de algún que otro batacazo de taquilla que, sin embargo, no comprometió su carrera (hasta su película final). Como es natural, la libertad de que había disfrutado en suelo australiano aquí tuvo que ceder al implacable engranaje industrial en que aceptaba sumirse. Ahora bien, precisamente, por sus cualidades narrativas y por su falta de énfasis autoral, Weir reunía las cualidades adecuadas para salir con bien de la empresa sin perder personalidad, sin tener que conceder más de lo lógico. Ciertamente, el nivel de calidad de sus películas americanas va a ser irregular (creo que nunca volvió a alcanzar los resultados de su obra australiana, salvo en una ocasión, la espléndida, y significativamente incomprendida Sin miedo a la vida), entre otras razones porque dependerá, en gran medida, de la consistencia del planteamiento puesto en sus manos. Aun así, insisto, incluso cuando trabajó con guiones ya cerrados al llegar a sus manos, su personalidad encuentra forma adecuada de expresión. Es el caso, por ejemplo, de la antedicha película, mejor que otras en cuya escritura sí participó Weir.

La carrera de Weir en Hollywood admite una división en dos etapas. La primera se extiende a lo largo de los años 80; la segunda, abarca el resto, hasta 2010 y Camino a la libertad, su film postrero. Desde su debut en una producción estadounidense con El año que vivimos peligrosamente (1982) hasta su muy personal Matrimonio de conveniencia (1990), Weir consiguió saltar de trabajo en trabajo, hasta cinco en ocho años, media envidiable en el cine moderno. Sin embargo, en las dos décadas siguientes ya solo ejecutaría cuatro películas, con resultado dispar (un éxito rotundo, El show de Truman, de 1998, un film de prestigio y aceptable rendimiento comercial, Master and Commander, y dos rotundos fracasos, en taquilla, se entiende, Sin miedo a la vida y Camino a la libertad).

Cartel espanol de El ano que vivimos peligrosamenteEl año que vivimos peligrosamente (1982) es, quizá, una de sus películas más olvidadas, aunque su éxito —unido al de Desaparecido, de Costa-Gavras, en la misma temporada— promovió un pequeño subgénero encargado de narrar las peripecias de un occidental (por lo común, un periodista, como en el título que nos ocupa) en algún país de eso que antes se llamaba el Tercer Mundo, el cual se ve sometido a algún conflicto civil, al modo de Bajo el volcán, Los gritos del silencio o Salvador. Se trata de un perfecto eslabón entre su etapa australiana y su inminente marcha a Estados Unidos, al ser una producción entre ambos países, si bien con mayor peso de la cobertura americana, simbolizada porque cada país aporta una estrella propia, Mel Gibson por un lado (aunque este actor, en realidad, aun criado en las antípodas, es nacido en suelo estadounidense), Sigourney Weaver por otro. La acción se sitúa en la Indonesia del dictador Sukarno, a mediados de los 60, con el régimen a punto de verse afectado por un intento de levantamiento comunista que fracasó pero aceleró el traspaso de poder al ejército, todo ello bajo el clásico punto de vista del personaje que llega al nuevo escenario y, de paso, introduce en él al espectador: un ambicioso periodista australiano llamado Guy Hamilton.

La película, estimable pero que va perdiendo poco a poco la fuerza inicial, tiene varios inconvenientes, entre ellos el de la indefinición. Así, y pese al protagonismo de Guy, el personaje que, de entrada, narra la historia y que se erige en el particular demiurgo del muchacho —a quien toma bajo su protección e incluso ayuda a llevar a los brazos de la diplomática de quien se enamora, Jill (S. Weaver)—, es un fotógrafo, Billy Kwan, al que caracterizan dos detalles singulares: su enanismo y el hecho de ser un papel masculino encarnado por una mujer, la actriz Linda Hunt (que mereció el Oscar a la mejor actriz secundaria), genial en su rol, al que aporta, como es natural, una inevitable ambigüedad sexual, amén de una memorable complejidad psicológica. Es incongruente, por ello, que Billy acabe desapareciendo de escena relativamente pronto, por cuanto, además, la historia de amor que viven Guy y Jill, pese al magnífico tratamiento sensual que le presta Weir, tiene poco interés. El tercio final de la historia, precisamente el que narra el estallido de la rebelión, resulta muy inferior a todo lo anterior. La película, además, intenta evocar cierto feeling de cine clásico que, sin embargo, no termina de convencer. En cualquier caso, es un trabajo agradable y su éxito comercial terminó de precipitar a Weir en suelo americano.

Cartel hispano de Unico testigoSu debut consistió en la ilustración de un guion ajeno, en mi opinión harto mediocre pero que revela que los hombres que lo contrataron conocían el cine de Weir, puesto que le adjudicaron un proyecto coherente con su cine anterior: la colisión entre dos diferentes conceptos de vida y cultura, el propio del urbanita policía John Book y el de la muy tradicional comunidad amish donde encuentra refugio mientras investiga un caso criminal que implica a un pequeño de ese lugar. Único testigo (1985) fue un gran éxito, que daría continuidad a Weir en Hollywood, lo cual hay que agradecerle, pero que, sin la menor duda, constituye el peor de sus trabajos, sin contar Los coches que devoraron París, que no debería contar por ser un trabajo tan claramente de aprendizaje. El planteamiento es sencillo y pretende efectuar, precisamente, un arquetípico enfrentamiento cultural bajo la cobertura siempre agradecida del thriller, mas la sencillez deviene pura y dura simplonería, trivializando, por ello, las aportaciones de Weir a una temática para la que estaba muy dotado. Es fácil creer que los resultados podrían haber sido otros de haber podido escribir el guion a su modo y no verse condicionado por el protagonismo de un Harrison Ford falto de ductilidad (lo eclipsa por completo la joven Kelly McGillis, sensible y sensual) y a quien, encima, yo veo desorientado en su primer papel estelar sin la cobertura del espectáculo aventurero o de ciencia-ficción. Inesperadamente, este trabajo tan dubitativo le valió su única nominación al Oscar al mejor actor.

Único testigo fastidia por su enorme superficialidad. Los amish son poco menos que un exótico elemento cultural que llama la atención pero del que no se saca el menor partido crítico a la hora de expresar las inevitables contradicciones de una opción vital que se pretende completamente impermeable a los avances de la modernidad. El supuestamente inquieto guion afronta el conflicto otorgándole el protagonismo a una banal historieta de amor, previsible y poco atribulada (aunque pretenda parecerlo). Las referencias al western resultan igualmente inocuas, pese a que se cite nada menos que Raíces profundas (1953), por la relación entre el noble «pistolero» y ese niño y su madre que lo reciben fascinados, e incluso Centauros del desierto (1956), por ese final en que el protagonista comprende que no hay sitio para él en el mundo de aquellos.

Lo mejor de la película se encuentra en su parte inicial (puesto que todavía la historia no se centra en la oposición cultural y permite a Weir lucir sus facultades), cuando convierte al pequeño e inquieto amish en portavoz del relato, aprovechando la expresividad de los enormes ojos del niño Lukas Haas. La profunda curiosidad que para este supone su primera salida fuera del cascarón de su comunidad provoca que lo devore todo con la mirada, incluido un asesinato en los lavabos de la estación de tren que da pie a una genial escena de suspense (¿descubrirá el criminal al niño que lo ha visto todo?) y que concluye con una espléndida escena en comisaría, en el curso de la cual el pequeño Samuel revelará al policía Book que el asesino figura en el cuadro de honor de ese despacho, pues es otro policía. A partir de ahí, y con el paso de la conducción del relato, el film se va desmoronando con rapidez, salvo cuando lo animan las reacciones de la joven viuda amish a la nueva sensualidad que en ella despierta el protagonista (se entiende que su matrimonio careció de amor, y que tampoco lo va a tener el nuevo enlace que la comunidad le reserva, por mucho que el bailarín Alexander Godunov resuelva con empaque su antipático papel de segundo hombre de la historia). Por cierto que me parece especialmente lamentable la aportación musical del veterano Maurice Jarre, el músico habitual de Weir en esa década (menos mal que todas sus bandas sonoras incluyen piezas del repertorio clásico, siempre oportunamente utilizadas), a quien su vástago Jean-Michel le había enseñado, en desdichado día, el uso de los sintetizadores.

La costa de los mosquitosSu siguiente película, La costa de los mosquitos (1986), se debe de nuevo a la elección por un productor que conocía bien su obra, y en este caso el acierto fue supremo, en buena medida por el muy superior interés del material que se puso en sus manos, la prestigiosa novela de Paul Theroux (que no he leído, pero que parece ser que fue bastante respetada por el guionista Paul Schrader). El protagonista de la historia es Allie Fox, un emprendedor hombre de ideas, inventor de artilugios que mejoran la vida cotidiana, que detesta aquello en que América, «su» América, se ha convertido, y arrastra a su familia al lugar indicado en el título, la Mosquitia, un paraje en la costa caribeña situado entre Honduras y Nicaragua, donde se instala en un poblacho que se dispone a convertir en un paraíso de pioneros. Y en efecto, inicialmente así lo parece, organizando científicamente los cultivos y erigiendo una fábrica de hielo, producto mágico en esas latitudes (como sabemos bien los lectores de Cien años de soledad), mas cuando llega el desastre en forma de un trío de guerrilleros que pone en peligro a su familia y que lo obliga a exterminarlos sin sentido de la medida, la destrucción de su edén estimula sin freno el crecimiento de la paranoia que ya latía en su interior. Así, Allie emprende una huida hacia delante a la que arrastra a su familia, sin aceptar no ya el regreso a casa que los suyos le piden, sino la ayuda de cualquier amigo, empeñado en valerse por sí mismo. La consecuencia es que acabará ganándose el odio literal de sus hijos pequeños, hasta entonces sus mayores admiradores (sobre todo el mayor, Charlie, cuya narración puntea el desarrollo de la historia), quienes llegan a concebir el deseo de que muera.

Hablaba de magnífica elección, y en efecto Weir era el hombre idóneo no solo para narrar este nuevo choque entre el hombre y la naturaleza desatada, sino para hacer creíble a ese iluminado que es Allie, alguien que considera que su percepción de la realidad es superior a la de todos cuantos le rodean, al modo, de antes, el abogado de La última ola y, después, el superviviente de la tragedia aérea de Sin miedo a la vida. Con una diferencia: estos erosionan la armonía familiar, pero Allie directamente la saca de su plácido entorno en la América rural y llega a ponerla en franco peligro. Es evidente que una primera condición para la credibilidad de la historia era hacer convincente al personaje protagonista. Curiosamente, el mismo Schrader siempre alegó que el fracaso comercial del film se debió al error en la elección del actor: para él, Jack Nicholson (la primera opción de la producción) era el hombre idóneo porque su supuesto encanto personal crearía una tensión en el espectador, al ir viendo el desmoronamiento de ese sujeto inicialmente tan atractivo. Ahora bien, Nicholson habría hecho muy previsible esa evolución hacia la locura (personalmente, además, me estremezco al pensar en el numerito histriónico al que habría condenado a Allie en toda la parte final).

Harrison Ford, River Phoenix y Helen Mirren en La costa de los mosquitos

En cambio, la elección de Harrison Ford, encantado de volver a colaborar con Weir, es oportuna: no solo ahorra cualquier sobreactuación sino que también aporta una expectativa contrariada al espectador, solo que más coherente (pues parte de la clásica imagen de nobleza de sus papeles previos, que así nos engaña a todos). Pues bien, además de todo esto, Ford, bien ayudado por una imagen física acertadamente diferente (el pelo rubio, las gafas de intelectual), realiza una interpretación admirable, soberbia como yo nunca hubiera esperado, sin duda la mejor de toda su carrera.

La costa de los mosquitos padeció un rotundo fracaso comercial, quizá por la dureza de su premisa (y el desconcierto del público ante el papel de Ford, no digo que no), pero se erige como una de las mejores películas estadounidenses de Weir. El viaje al corazón de las tinieblas que realiza la familia Fox —solo que las tinieblas van a bordo de esa travesía bajo la forma, inicialmente positiva, del padre— permite a Weir ofrecer uno de sus mejores dibujos de esa transgresión con que la naturaleza tienta al hombre (encubierta bajo el espejismo de que se puede convivir con ella, incluso en los parajes más hostiles, sin que se cobre precio alguno) y que, finalmente, acabará destruyéndolo. El director, por ello, se complace en mostrar tanto su belleza (esos magníficos planos de las embarcaciones recorriendo los meandros del río en medio de la infinita mancha verde) como su desencadenamiento más terrible (la inundación del campamento en la playa que casi les cuesta la vida), sugiriendo que ese frágil trato que el hombre cree haber hecho con el medio solo es posible tensando mucho las leyes de la racionalidad hasta acabar con su inevitable desmoronamiento. A este respecto, la imagen de la fábrica de hielo, enorme construcción vertical que emerge de entre los árboles, como si fuera un maléfico tótem, resulta inolvidable.

Cartel de El club de los poetas muertosPese al tropiezo, la posición de Weir era lo suficientemente sólida como para que no tuviera el menor problema en encarrilar enseguida nuevos proyectos. Su siguiente película sería no solo otro notable éxito (de público y de crítica) sino que vendría a constituir, en la temporada de su estreno, ese film que hay que ver y admirar sin reservas, casi como si se tratara de un acontecimiento social, aunque, por lo común, unos pocos años después haya caído en el olvido. Es posible que El club de los poetas muertos (1989) no esté olvidado del todo, pero creo que los amantes de Weir no son, precisamente, quienes más lo añoran. La película propone la clásica oposición entre la libertad y la represión utilizando el siempre atractivo entorno de una institución educativa. El tiempo, finales de los años 50 (este carácter vintage, por supuesto, era necesario para que la reflexión no resultara anacrónica); el escenario, Welton (Hellton, para sus alumnos), un internado que presume de ser la mejor escuela privada del país, y cuyo objeto, claro, no es educar mentes sino preparar a las futuras élites para su acceso al poder económico y social. Allí llegará un joven profesor, John Keating, antiguo alumno del centro, cuya forma completamente diferente de concebir la enseñanza servirá de revulsivo para un grupo de amigos, miembros de la misma clase, que encontrará en él el estímulo para enfrentarse con decisión a sus problemas.

Los atractivos de este tipo de historias son evidentes, comenzando por su ambientación en un escenario (las instalaciones escolares y la ambientación invernal) dotado de no poco encanto. El reparto de jóvenes actores está muy bien y el mismo protagonista, Robin Williams, todavía no en exceso conocido, está más controlado de lo que luego fue norma en él y no abusa del recurso lacrimógeno de otros papeles similares que le confiarían en el futuro (es más, la revisión del film en versión original le viene bien a su actuación). Se nota, además, la especial convicción con que Peter Weir, que al parecer sufrió en sus propias carnes un internado de este tipo, asumió el guion confiado a sus manos, que había escrito Tom Schulman. Su cámara parece mimar cada uno de los espacios donde se desarrolla la acción, tanto interiores como exteriores, y su forma de reflejar el sentimiento de amistad que embarga a los muchachos llega a ser contagioso: es fácil proyectarse, aun a edad provecta, dentro de ese grupo. Ahora bien, por mucho que la realización de Weir brille a gran altura, no es suficiente. La película se deja ver con mucho agrado en casi todo momento, pero tan pronto uno reflexiona sobre ella las sospechas que ya nos recorrían mientras la contemplábamos terminan por aflorar estrepitosamente al exterior. La verdad se impone: no solo el guion se construye sobre una serie de tópicos muy evidentes sino que el mismo planteamiento es considerablemente resbaladizo, e incluso tramposo, buscando la adhesión irreflexiva del espectador. Y es fácil caer en la trampa.

El profesor Keating y los chicos del club de los poetas muertosComenzaré primero por lo más inocuamente convencional, la inevitable elección de la literatura como asignatura que imparte Keating. Es cierto que, puesto que se trata de mostrar cómo unos alumnos (los más sensibles, al menos, el joven aspirante a actor encarnado por Robert Sean Leonard y el muchacho enfermizamente tímido que interpreta Ethan Hawke) descubren la cultura, la elección parece necesaria, mas siempre me irrita que, en la mayoría de películas sobre profesores, estos siempre impartan materias de Humanidades, como si fuera improbable que un enseñante de matemáticas o, cielos, de física y química, no estuviera dotado para descubrir a sus alumnos la sensibilidad. Ahora bien, lo peor es el esquematismo de los conflictos. El despotismo del padre del joven actor (que ha planificado milimétricamente su vida para que se convierta en médico) es caricaturesco y el actor que lo encarna diríase un robot sin sentimientos. Peor aún, el conflicto que sirve de detonante al supuestamente necesario final infeliz, el suicidio de uno de los muchachos, que servirá para convertir a Keating en chivo de expiación, resulta exagerado, pese a que está tan bien narrado por Weir que casi se hace creíble. Siempre ese casi.

Ahora bien, donde El club de los poetas muertos resulta definitivamente discutible es en el retrato del profesor. Cierto es que su presentación es muy acertada. Keating saca a los muchachos del aula, los conduce a la sala de Welton donde se encuentran las fotografías y menciones de honor de los antiguos alumnos y, señalando que casi todas esas luminarias en blanco y negro están muertas y olvidadas, recita por primera vez su laudable credo del carpe diem. Sin embargo, enseguida se estropea con una de las primeras «actuaciones» cargantes del docente: su orden (no sugerencia: orden) de que arranquen las primeras páginas de su libro de texto, pues contiene una introducción a la poesía que parece (digo parece, porque es su visión) reducirla a una mecánica ciega (el subrayado no hacía falta: ya había sido muy eficaz su modo de parodiar la teoría del texto convirtiéndola en un gráfico matemático en la pizarra).

El profesor Keating, oh capitan mi capitan

Será la primera de las abundantes concesiones de Schulman al efectismo carismático que convierte a Keating en un profesor diferente, pero que, en pantalla, bordea peligrosamente el culto a la personalidad: no por nada, los alumnos se acostumbrarán a llamarlo «capitán». (Lógicamente, la misma elección de Williams ayuda a valorarlo así: creo que el personaje requería otro tipo de actor, de expresividad e imagen más modestas, si bien es cierto, como ya he dicho, que todavía no era la estrella en que se convertiría enseguida, por ejemplo gracias a este papel.) Sin la necesaria elaboración psicológica —de hecho, nada sabremos de Keating fuera de las aulas, algo que en este caso hubiera sido muy necesario—, Schulman exige al espectador, de modo bastante arbitrario, que este comulgue absolutamente con todo cuanto proviene del profesor. En algún caso, se bordea la gratuidad más inverosímil, como esa escena en que, para conseguir que el joven tímido se abra por fin al exterior, lo somete a lo que hoy llamaríamos directamente acoso emocional (y no soy precisamente partidario de la sobreprotección con que hoy tratamos a los menores), excitándolo de tal modo que el muchacho acaba ofreciendo un recital poético que, supuestamente, conmueve a todos los presentes. Una vez más, es Weir quien salva, en lo que puede, la escena gracias a su planificación y movimientos, consiguiendo que casi sea justificada esta explosión de valor y creatividad.

Lo que creo que ya es el colmo es la famosa despedida de los alumnos al profesor expulsado, en pie sobre los pupitres, recitando en su honor los famosos versos de Whitman que les enseñó el primer día («Oh capitán mi capitán»). En primer lugar, el planteamiento de la escena no es creíble: primero se subraya, por si no nos habíamos enterado, la inflexibilidad autoritaria de la institución haciendo que quien sustituya a Keating en la clase de literatura sea el mismo director que lo ha despedido (¡y que su primer acto sea ordenar la lectura del famoso texto arrancado del libro!). Acto seguido, permite la entrada del profesor en el aula, con una excusa nimia, para justificar así que sus alumnos (con complejo de culpa encima, por haber firmado las delaciones contra él) puedan reaccionar subiéndose encima del pupitre y rindiéndole el tributo, cuyo fin, en realidad, es desatar la fácil emotividad del público, todos entregados a tan dudoso docente. Mientras la veía, repito, El club de los poetas muertos me parecía una película agradable; una vez terminada, cuando se desvanece el pequeño encanto de sus imágenes y el impulso que Peter Weir les concede, es cuando me doy cuenta de que, en realidad, es una enorme pompa de jabón.

Cartel americano de Matrimonio de convenienciaActo seguido, el director filmó Matrimonio de conveniencia (1990), una película que puede interpretarse como el clásico film «pequeño» y modesto que sirve a modo de relajación tras una película más ambiciosa y, por tanto, rodada con mayor presión. Aparte del tópico cinéfilo que supone esta afirmación (para relajarse, digo yo, lo mejor es descansar del trabajo y nada más), la búsqueda de información sobre la película revela que este era el proyecto personal al que Weir llevaba dedicando más tiempo, y que tuvo que suspender (aprovechando, mientras tanto, para filmar el «importante» club de los poetas muertos) porque el actor que consideraba imprescindible tenía otros compromisos. El actor era Gérard Depardieu (ese compromiso, por cierto, era la película que lo catapultó al estrellato internacional, Cyrano de Bergerac). El sencillo argumento gira en torno a un hombre y una mujer que contraen lo que indica el título español para que a él le den lo que indica el título en inglés, la famosa green card o tarjeta verde que, por medio del matrimonio, permite naturalizarse a un inmigrante, en concreto a Georges, el personaje encarnado por Depardieu. Lo que mueve a Brontë (Andie McDowell), la sofisticada ecologista que se aviene a la boda, no es el desinterés sino todo lo contrario: es la forma de acceder al apartamento de sus sueños en Manhattan (que la conservadora comunidad de vecinos solo alquila a parejas casadas), el cual cuenta con un invernadero interior lleno de plantas: un jardín en mitad de una casa. Para Brontë, por tanto, es un mero trámite que luego olvidar con un divorcio rápido, mas las autoridades de inmigración se empeñan en comprobar que el matrimonio no ha sido, en efecto, un arreglo para burlar la ley. Así, para convencer a la pareja de investigadores que debe interrogarlos (por separado), se ven obligados a pasar un fin de semana juntos para elaborar una versión convincente de su love story

Con esta trama, Weir (firmante en solitario del guion, única vez que esto sucede en su trabajo para el cine) construye una película de delicado intimismo, donde da una pequeña vuelta tuerca a su planteamiento más querido, al levantar la dramaturgia en torno al encaramiento entre esos dos seres obligados a convivir un par de días y cuyo concepto de la vida no puede ser más distinto. Georges, por supuesto, es un superviviente nato acostumbrado a desconfiar del altruismo, pero a la vez un hedonista que sabe cómo disfrutar de los goces de la vida. Brontë, en apariencia tan comprometida con la humanidad, en realidad es una muchacha estirada y poco flexible que interpone una barrera ante los demás, pese a que en ella se adivina una naturaleza sensual y abnegada. El jardín interior, como es natural, es un espacio simbólico: un lugar donde aislarse, donde ensimismarse, tan bello y a la vez tan frío como ella misma. Lo que va a contar la historia, claro, es el modo en que Brontë —cuya distante sofisticación cultista diríase una maldición paterna: si ostenta ese nombre tan pedantesco es porque su padre puso a todos sus hijos nombres literarios, de tal modo que sus hermanos se llaman Colette, Eliot o Austen—, a modo de relato iniciático, saldrá de ese invernadero y descubrirá la calidez del mundo real. Podría señalarse que las cartas están marcadas, que la claudicación de Brontë ante Georges es completa solo porque Depardieu está tan exuberante como era de esperar. Sin embargo, la película se esfuerza porque comprendamos a la mujer, incluso en los momentos en que esta se comporta como una esnob insufrible, a lo que contribuye una interpretación de Andie McDowell más sensible de lo que podía esperarse, y esto libra de maniqueísmo fácil a esa conversión.

Ahora bien, esto no evita reconocer que el planteamiento es poco original y que su desarrollo argumental carece de la menor sorpresa. No extraña que la película (recibida con absoluta indiferencia: encima, fue objeto de un tráiler nefasto que, prácticamente, la contaba entera) fuera calificada como una de esas tontas comedias románticas al estilo de las de Julia Roberts que entonces estaban tan de moda. Ahora bien, y al contrario de lo que sucede con El club de los poetas muertos (perdonen mi insistencia), con el paso de los días la película se empeña en rebrotar en nuestra memoria, haciéndonos recordar gestos, sensaciones, texturas: pocas películas, precisamente porque carece del sustento de una trama sólida o activa, explican mejor por qué Peter Weir, en este sentido, ha sido el mejor director coetáneo. En especial, cobra relieve la sensación de que el clásico sentimiento de soledad urbana que desprende Nueva York nos ha sido transmitido de otra manera: no como resultado de la sensación de no contar nada en medio de las vastas multitudes, sino porque, en realidad, la gran metrópolis es una espacio habitado antes por sombras que por seres humanos: un lugar, por tanto, más bien despoblado, donde cada uno vive su soledad por inercia y sin preocupación, pese al gregarismo con que todos se reúnen para, en teoría, pasarlo bien. Matrimonio de conveniencia, por ello, se erige como un sencillo cuento triste sobre dos seres que se saben incompatibles y que, cuando por fin descubren un punto en común, se ven obligados a separarse.

Andie MacDowell y Gerard Depardie, muy bien en Matrimonio de conveniencia

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a Un clásico llamado Peter Weir (II): triunfo en Hollywood

  1. Manuel Pozo dijo:

    Hola!
    Solo quería felicitarte por la retrospectiva que estás haciendo de este gran director que, lamentablemente, parece haber caído en el ostracismo. No he visto todas sus películas pero sobre aquellas que sí me sorprende mucho cuánto coincido con tu opinión. Felicidades por tu trabajo y que no tarde la tercera!
    Un saludo
    Manuel

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