El mundo de ayer Stefan Zweig: Adiós a Europa Mendel el de los libros
Acabo de publicar en la revista digital Café Montaigne una reseña que completa otras que he escrito acerca del escritor austriaco Stefan Zweig y su triste destino: el ascenso del nazismo primero le privó del enorme mercado alemán y después lo arrojó lejos de su hogar y de su país, convirtiéndolo no ya en un exiliado sino en un apátrida, obligado a depender de la generosidad de unos países, los llamados democráticos, cuya hospitalidad se vio constreñida por la desconfianza de esos tiempos que anunciaban guerra. Después de vagar de un lugar a otro, de Europa a Estados Unidos y finalmente del norte al sur del continente americano, se instaló en un país en principio tan lejano de su centro cultural y emocional como Brasil. Aunque fue acogido de modo extraordinario, la depresión que le abatía, con toda la razón, desde que empezó su periplo acabó por conducirlo a la decisión de suicidarse, en compañía de su segunda y muy joven esposa, Lotte. Fue en una localidad brasileña llamado Petrópolis, nombre que nunca ha dejado de parecerme irreal —de pequeño tuve un juego de mesa, similar al Monopoly, con dicho nombre— como final de un periplo tan interesante. Su obra, sin embargo, no quedó cerrada con esa muerte porque dejó dos últimos libros. Y vaya libros. El primero, sus inmortales memorias, El mundo de ayer. El segundo, objeto del artículo al que enlazo, una última novela titulada Novela de ajedrez. Una nouvelle más bien, ese formato de no muy larga extensión en que se movió siempre como pez en el agua para trazar esos cuentos melancólicos en los que se encuentra, creo, lo mejor de su literatura.
Zweig era un entusiasta de ese ajedrez que sigue siendo el juego intelectual por antonomasia, y que se presta de modo inmejorable a la metáfora y la alegoría del mundo o de la vida. Como antes hiciera en otros relatos (en el artículo cito otra de mis debilidades personales del autor, el cuento Mendel el de los libros, que en su día también reseñé para Café Montaigne), entre sus líneas se esconde el dolor del autor por la situación que vivía en esos días inciertos, el miedo al abatimiento definitivo, a la destrucción no ya de su mundo sino de su sensibilidad como artista y como ser humano. Una pieza extraordinaria, que recomiendo vivamente: se encuentra con facilidad, como casi toda su obra, en el catálogo de Acantilado.
Y aprovecho para completar el artículo indicando que, para el interesado, existe una adaptación al cine, alemana y del año 1960, que en nuestro país fue estrenado con el tampoco malo título de Juego de reyes. Fue dirigida por un director de origen alemán, emigrante a Estados Unidos con el ascenso del nazismo, Gerd Oswald, que trabajó sobre todo en televisión aunque en los inicios de su carrera rodó varios films de interés. La película supuso un breve retorno a Alemania (la occidental en ese entonces) y contó con reparto de relevancia internacional, encabezado por el actor austriaco Curd Jurgens y la inglesa Claire Bloom. Como es natural, y teniendo en cuenta la brevedad del original literario, el guion expande las peripecias de la novela (donde no existe el personaje femenino encarnado por Bloom, como podía sospecharse), pero en líneas generales hace honor a su excelente planteamiento. Su mayor defecto radica en la elección de Jurgens, actor en su día muy prestigioso pero que a mí siempre me ha parecido más bien limitado, y su mayor virtud la excelente dirección de Oswald, el cual, con gran inteligencia, utiliza las posibilidades que ofrece un juego tan visual como el ajedrez para construir una dramaturgia desbordante de tensión y desgarro. Un perfecto complemento para la lectura del libro.
En Café Montaigne: La última partida de ajedrez de Stefan Zweig